A la mañana siguiente, poco después de las diez, Margaret caminaba de vuelta al zoco con la tablilla de barro oculta en el interior de su bolso. La noche anterior la había examinado con detenimiento en la habitación del hotel y le había hecho algunas fotografías.
En realidad la tablilla parecía muy poca cosa. Tenía un grosor de algo más de un centímetro y debía de medir unos doce de largo por siete de ancho. Era de color marrón grisáceo, casi beis y, mientras el dorso y los bordes eran suaves y perfectamente pulidos, la superficie de la parte delantera estaba cubierta por una serie de marcas que, en opinión de Margaret, debían de corresponder a algún tipo de escritura, pero que no supo reconocer. Estaba convencida de que no se trataba de ninguna lengua europea, y tampoco se parecía a las palabras y los caracteres árabes que había visto en los diferentes carteles y periódicos desde que llegaron a Rabat.
Ralph optó por no acompañarla con la condición de que prometiera que se limitaría a volver al puesto, entregar el objeto y regresar directamente al hotel.
Sin embargo, cuando Margaret entró en el zoco y caminó por los tortuosos callejones en dirección al lugar de los hechos, se encontró con un problema con el que no había contado: no había ni rastro del pequeño hombre marroquí ni de la colección de antiguas reliquias que habían estado observando el día anterior. En su lugar, dos hombres, que no había visto nunca, estaban de pie detrás de un tablero, sujeto con caballetes, en el que se exponían hileras de los típicos recuerdos para turistas, como cafeteras de latón, cajas de metal y otros objetos decorativos.
Durante unos segundos se quedó allí de pie, sin saber qué hacer, y al final resolvió acercarse y entablar conversación con aquellos hombres.
—¿Entienden el inglés? —les preguntó, intentando hablar despacio y vocalizando.
Uno de ellos negó con la cabeza.
—Ayer había aquí otro puesto diferente —explicó seleccionando cuidadosamente las palabras—. El propietario era un señor pequeño —añadió mientras realizaba un gesto con la mano para indicar la altura del marroquí que había visto el día anterior—. Quería comprarle algunas cosas.
—Él no aquí hoy —dijo finalmente uno de los hombres—. Usted comprar regalos a nosotros, ¿sí?
—No, no. Gracias —respondió Margaret sacudiendo la cabeza con decisión.
Al menos lo he intentado, pensó mientras regresaba por donde había venido. Al fin y al cabo, si el hombre que había perdido la tablilla el día anterior no había vuelto, resultaba imposible devolvérsela. Se la llevaría a casa, a Kent, y la conservaría como un extraño suvenir de sus primeras vacaciones fuera de Europa y como recordatorio de lo que había visto.
De lo que no se percató es de que, mientras se alejaba del puesto, uno de los vendedores agarró su teléfono móvil e hizo una llamada.
Margaret decidió dar un último paseo por los alrededores antes de regresar al hotel. Estaba convencida de que Ralph no consentiría volver a Marruecos, pues no había disfrutado nada de su estancia en Rabat. Sin duda, aquella sería su última oportunidad de sacar unas fotos más, incluyendo algunas vistas de la ciudad.
Caminó sin rumbo fijo por el zoco, haciendo fotos cada vez que la ocasión lo permitía, y luego abandonó el lugar. En aquel momento recordó que no había conseguido convencer a Ralph de que visitaran Chellah, así que sintió la necesidad de, al menos, acercarse a ver los jardines, aunque no visitara el santuario en sí.
No obstante, cuando se dirigía a las antiguas murallas de la necrópolis, divisó a varios oficiales de policía pululando justo delante de ella y, por un segundo, se preguntó si debía desistir y volver al hotel. Finalmente se encogió de hombros y decidió continuar su camino. Fuera cual fuera el problema que había atraído la atención de aquel puñado de curiosos, no tenía nada que ver con ella. A decir verdad, la curiosidad siempre había sido una de sus virtudes (o de sus defectos, en opinión de Ralph), así que decidió pasar junto al pequeño grupo de hombres que se arremolinaban intentando averiguar lo que sucedía.
En un principio, lo único que acertaba a ver eran sus espaldas, pero cuando un par de ellos se hicieron ligeramente a un lado, pudo distinguir con claridad lo que todos observaban con tanta atención. A muy poca distancia de una gran roca, una pequeña figura yacía en el suelo con la parte delantera de la chilaba completamente manchada de sangre. Aunque la imagen ya era lo suficientemente impactante de por sí, Margaret se quedó petrificada cuando reconoció el rostro de la víctima. Estaba tan desconcertada que no conseguía moverse del lugar en el que se encontraba.
De pronto fue perfectamente consciente de por qué el pequeño árabe ya no estaba detrás de su puesto en el zoco, e igualmente supuso que la tablilla de barro que llevaba en el bolso, el objeto que se le había caído cuando pasaba corriendo junto a ellos, podía ser mucho más importante y valiosa de lo que hubiera podido imaginar.
Uno de los policías advirtió su presencia y, al verla allí de pie, con la boca abierta y sin apartar la vista del cadáver, le hizo un gesto para que se marchara con una evidente expresión de irritación en su rostro.
Margaret se dirigió de nuevo hacia el zoco, absorta en sus pensamientos. En aquel momento decidió que no podía seguir adelante con su antiguo plan, que consistía en dejar la tablilla en su bolso y dirigirse al aeropuerto. Tendría que pensar en una forma de sacarla de Marruecos sin ser descubierta.
Y estaba claro que había un modo bien sencillo de hacerlo.