A Margaret O’Connor le encantaba la medina, pero lo que verdaderamente la volvía loca era el zoco.
Le habían dicho que en árabe la palabra medina significaba «ciudad», pero en Rabat, como en otros muchos lugares de Marruecos, se había convertido en un término genérico para designar el centro histórico de la ciudad, un laberinto de angostas callejuelas, la mayoría de ellas tan estrechas que no había espacio suficiente para que pasaran los coches. De hecho, había tramos en los que dos personas caminando una junto a la otra podían llegar a molestarse. En el zoco en particular, a pesar de que había algunas zonas algo más amplias rodeadas por puestos o tiendas abiertas al exterior, se podían encontrar pasajes todavía más reducidos y, en opinión de Margaret, aún más encantadores precisamente por lo que teman de pintorescos. Las paredes enlucidas de las casas estaban agrietadas y cuarteadas por el paso del tiempo y el sol había desconchado y desteñido la pintura que las recubría.
Cada vez que Ralph y ella visitaban el lugar, lo encontraban abarrotado de gente. Al principio había sentido cierta decepción al comprobar que la mayoría de los nativos preferían vestir a la manera occidental (lo que más se veía eran vaqueros y camisetas), en vez de las tradicionales chilabas que esperaba encontrar. La guía turística que había comprado en la recepción del hotel le ayudó a entender el porqué.
A pesar de ser una nación islámica, solo un cuarto de la población de Marruecos era árabe. La mayoría de ellos eran bereberes, o imazighen, como les gustaba que se les llamase, un pueblo originario del norte de África que no pertenece a la etnia árabe. Los bereberes eran los nativos de Marruecos, y aunque en un principio se habían resistido a la invasión de su país por los árabes, con el tiempo se habían convertido al islam y habían adoptado la lengua de los invasores. Esta gradual aculturación por parte de los bereberes en la comunidad árabe no solo había dado como resultado una gran diversidad en la forma de vestirse, sino también una llamativa mezcla cultural y lingüística, haciendo que tanto el árabe como el idioma bereber tamazight estuvieran muy extendidos, así como el francés, el español e incluso el inglés.
A Margaret O’Connor le encantaban los sonidos, los olores y el bullicio del lugar, e incluso toleraba bastante bien la inagotable cantidad de niños que correteaban por las callejuelas pidiendo limosna u ofreciéndose como guías a los turistas que caminaban sin rumbo fijo y cuya condición de extranjeros era más que evidente.
Era la primera vez que ella y su marido Ralph visitaban Marruecos y, a decir verdad, éste no demostraba el mismo entusiasmo por el país que su esposa. El gentío que atestaba las calles del zoco le producía claustrofobia y los miles de extraños olores le resultaban bastante desagradables. Prefería con mucho los complejos turísticos que bordeaban la costa española, su destino de vacaciones habitual, pues, aun estando en un país extranjero, le resultaban infinitamente más familiares. No obstante, aquel año Margaret había insistido en viajar a algún lugar más exótico, probar algo diferente, y Marruecos les había parecido el lugar más aceptable a ambos.
Estaba en otro continente, pero lo suficientemente cerca como para no tener que soportar un largo trayecto en avión. Habían descartado Casablanca porque todo el mundo decía que era la típica ciudad portuaria sucia y ruidosa, nada que ver con la clásica imagen romántica creada por Hollywood. Por esta razón compraron un billete en un vuelo de bajo coste hasta Casablanca y alquilaron un coche para trasladarse al hotel, de precio módico, que habían reservado en Rabat.
Aquella tarde, la última que pasarían en Marruecos, se dirigían una vez más en dirección al zoco y, mientras Margaret se mostraba entusiasmada, Ralph caminaba con una expresión de resignación en su rostro.
—¿Qué es lo que quieres comprar exactamente?
—Nada. Todo. ¡Que sé yo! —Margaret se detuvo y miró a su marido—. Eres incapaz de sentir ni una pizca de romanticismo, ¿verdad? —En realidad, no se trataba de una pregunta, sino de una afirmación—. Mira, mañana volvemos a casa. Solo quería dar un último paseo por el zoco y hacer unas cuantas fotos, algo que nos sirva para recordar estas vacaciones. Al fin al cabo, no creo que volvamos nunca más, ¿no es cierto?
—Si de mí dependiera, no —murmuró Ralph mientras su esposa se daba la vuelta y se encaminaba hacia la medina, aunque el volumen de su voz fue lo suficientemente alto para que llegara a los oídos de Margaret.
—El año que viene —dijo esta—, volveremos a España, ¿de acuerdo? Así que deja de quejarte, sonríe y finge al menos que te estás divirtiendo.
Al igual que en todas las demás ocasiones desde que llegaron a Rabat, se dirigieron a la medina por la casba de los Oudayas, simplemente porque, según Margaret, era la ruta más atractiva y pintoresca. La casba era una fortaleza del siglo XII, erigida en lo alto de una colina, desde cuyas almenas y sólidas murallas se podía contemplar la antigua ciudad pirata de Salé y cuyo interior era una auténtica delicia. Todas y cada una de las casas encaladas lucían una banda de color azul rielo exactamente del mismo tono alrededor de la base, desde el suelo hasta una altura de algo menos de medio metro. Aunque resultaba evidente que no habían sido pintadas recientemente, daba la sensación de que lo hubieran hecho hacía poco tiempo.
Era un elemento decorativo extrañamente atractivo que ni Margaret ni su marido habían visto antes y, a pesar de que preguntaron en varias ocasiones, nadie supo explicarles a qué obedecía. Cada vez que intentaban averiguar el motivo, la gente los miraba con expresión de extrañeza y se encogía de hombros. Por lo visto, las casas del interior de la casba siempre habían sido decoradas de aquel modo.
Tras salir del recinto amurallado, continuaron con paso firme en dirección a la medina por una calle bastante amplia, que alternaba tramos llanos con grupos aislados de tres escalones que, sin duda, habían sido construidos para hacer más llevadera la pendiente. A su izquierda discurría el río, mientras que a la derecha se extendía una zona cubierta de césped, donde la gente solía sentarse a admirar el panorama o, simplemente, se tumbaba a ver la vida pasar.
La entrada a la medina tenía un aspecto oscuro y poco acogedor, en parte debido al contraste con la luz vespertina del exterior pero, sobre todo, por la estructura de metal que cubría aquella parte del centro histórico, formando un elegante techo abovedado. Los paneles metálicos tenían un diseño geométrico, y aunque aparentemente no dejaban pasar demasiada luz, conferían al rielo una especie de iridiscencia luminosa y opaca que recordaba a la madreperla.
Una vez en el interior, la penumbra hacía aún más patentes los olores que ya les resultaban tan familiares: a tabaco, al polvo de metal o a madera recién cortada, junto a un olor desconocido y penetrante que después de un tiempo Margaret descubrió que provenía de los talleres de curtidos. El nivel de ruido aumentaba considerablemente conforme se adentraban en el zoco, y el repiqueteo de los martillos de los orfebres actuaba de constante contrapunto al zumbido de las conversaciones de los compradores y vendedores, que regateaban el precio de sus productos y cuyas voces, de vez en cuando, subían de tono por la excitación o el enfado.
Como era habitual, el lugar estaba a rebosar de gente y de gatos.
La primera vez que Margaret visitó la medina y el zoco había quedado horrorizada ante la cantidad de gatos salvajes que encontraron, pero su sorpresa fue aún mayor cuando se dio cuenta de lo sanos que se les veía. Pronto descubrió las zonas donde un montón de felinos bien alimentados se tumbaban al sol junto a los platos de comida que la gente dejaba para los que habitaban el mercado. Supuso que los comerciantes aceptaban con agrado su presencia porque así mantenían a raya el número de ratas y ratones aunque, a la vista de algunos de los gatos más grandes que dormitaban felices, era evidente que hacía mucho tiempo que no tenían que cazar para alimentarse.
La variedad de productos y habilidades que se ofertaban en el zoco era, como siempre, asombrosa. Pasaron por delante de puestos que vendían faroles negros de metal, botellas de vidrio azules y verdes que también se hacían por encargo, piezas de cuero entre las que se incluían sillas, exquisitas cajas de madera de cedro, zapatos, ropa colgada de una especie de tendederos que se extendían de un lado a otro de las estrechas calles, y que obligaba a los viandantes a agachar la cabeza y abrirse paso entre ellas, relojes, especias que extraían directamente de enormes sacos abiertos, alfombras, mantas y todo tipo de objetos de plata. Margaret siempre se detenía en un puesto determinado y se quedaba a observar, fascinada, cómo trabajaban con un martillo las láminas de plata para luego cortarlas, moldearlas y soldarlas en forma de teteras, cuencos y todo tipo de utensilios de cocina.
Mirara donde mirara, había puestos de comida donde se ofertaban desde bocadillos hasta cordero cocinado en los tradicionales tajines marroquíes, recipientes de barro con una forma similar a la de un embudo invertido. La primera vez que pasearon por el zoco, Margaret quiso probar algún producto típico de la «comida rápida» del lugar, pero Ralph le soltó una reprimenda.
—Mira en qué estado se encuentran esos puestos —dijo—. Si los viera un inspector de sanidad británico le daría un síncope. Esta gente no tiene ni la menor idea de lo que es la higiene.
Margaret estuvo tentada de contestar que todos los nativos que habían visto hasta ese momento tenían un aspecto de lo más saludable y que, seguramente, se debía a que los productos de la dieta local carecían de los «beneficios» de los aromatizantes, colorantes, conservantes y demás componentes químicos que se habían vuelto indispensables en la alimentación de los británicos, pero se mordió la lengua. Este era el motivo por el cual, como era de prever, habían comido y cenado en el hotel todos los días desde su llegada a la ciudad. Ralph desconfiaba incluso de algunos de los platos que servían en el restaurante, pero tenían que comer en algún sitio y le parecía la opción más segura.
Hacer fotos en el zoco se demostró mucho más difícil de lo que Margaret había pensado en un principio, porque la mayoría de los comerciantes y vendedores se mostraban bastante reacios a que les inmortalizaran, incluso aunque se tratara de un turista y, precisamente, eran los habitantes del lugar lo que quería capturar con su Olympus de bolsillo; era a ellos lo que le gustaría recordar.
Cuando, por enésima vez, otro alto marroquí se giró bruscamente al verla levantar la cámara, Margaret murmuró irritada:
—¡Por el amor de Dios!
A partir de ese momento bajó la cámara y la colocó a la altura del pecho, parcialmente escondida detrás de su bolso. Había ajustado la longitud del asa, se la había cruzado por encima de la cabeza y la sujetaba contra su cuerpo con la mano izquierda porque les habían advertido de la presencia de numerosos carteristas. Realizaría su reportaje fotográfico apretando el botón de forma indiscriminada conforme atravesaban el zoco sin molestarse en apuntar con la cámara. Esa era una de las ventajas de las máquinas digitales, la tarjeta de memoria era lo suficientemente grande como para almacenar una buena cantidad de fotografías. Cuando volvieran a su casa en Kent ya se ocuparía de borrar las que no hubieran salido bien. Además, llevaba consigo una tarjeta adicional por si se llenaba la de la cámara.
—De acuerdo, Ralph —resolvió Margaret—, colócate a mi derecha. Eso ayudará a que no se vea la cámara. Cruzaremos el zoco hasta el otro extremo y, luego —añadió—, volveremos al hotel y disfrutaremos de nuestra última cena en Marruecos.
—Buena idea —dijo éste.
Ralph O’Connor parecía aliviado ante la idea de dejar el zoco, de manera que se situó al otro lado de la estrecha callejuela donde su mujer le había indicado. Después, presionados por un grupo de jóvenes que les llamaron la atención a gritos, empezaron a caminar lentamente mientras su paseo se veía salpicado por una sucesión de débiles chasquidos cada vez que Margaret sacaba una foto.
A mitad del recorrido a través del zoco, se toparon con un repentino alboroto en uno de los puestos situados casi directamente delante de ellos. Una media docena de hombres, todos ellos vestidos a la manera árabe tradicional, se gritaban y empujaban unos a otros y, a pesar de que Margaret no entendía ni palabra de árabe, sus voces daban a entender que estaban muy enfadados. El motivo de su enojo parecía ser un hombre pequeño vestido con ropas raídas que estaba de pie delante de uno de los puestos. Los demás parecían hacer alusión a los productos que tenía a la venta, lo que desconcertó a Margaret pues, aparentemente, el puesto ofrecía una colección de mugrientas tablillas de arcilla y fragmentos de barro, el tipo de baratijas que se podían encontrar fácilmente excavando un poco en cualquiera de las innumerables ruinas de Marruecos. Tal vez, elucubró, los árabes eran funcionarios del Estado y algunos de los artículos habían sido robados o eran fruto del saqueo de algún sitio arqueológico. Independientemente de la causa de la disputa, era lo más emocionante que habían presenciado en el zoco hasta aquel momento.
Margaret hizo lo que pudo por apuntar con la cámara al grupo y empezó apretar el botón una vez tras otra.
—¿Qué haces? —le recriminó Ralph entre dientes.
—Intento capturar un poco de colorido local, eso es todo —respondió Margaret—. Es mucho más interesante tomar fotos de una pelea que de un montón de ancianos vendiendo cafeteras de latón.
—¡Venga! ¡Vámonos! —dijo Ralph agarrando la manga de su esposa y animándola a alejarse del lugar—. No me fío de esta gente.
—¡Por Dios, Ralph! A veces te comportas como un auténtico gallina. No obstante, la discusión que presenciaban empezó a ponerse fea por momentos, de modo que, tras tomar un par de fotografías más, Margaret se dio la vuelta y echó a andar hacia la entrada del zoco, mientras su marido caminaba a grandes zancadas junto a ella.
Cuando apenas habían recorrido unos cincuenta metros, el tono de la discusión se elevó todavía más y empezaron a oírse fuertes gritos. Segundos después, advirtieron los pasos de alguien que corría a toda velocidad hacia donde se encontraban.
Rápidamente Ralph empujó a Margaret, obligándola a entrar en uno de los callejones laterales del zoco y, apenas se apartaron de la calle principal, el hombre pequeño y vestido de forma harapienta que habían visto en el puesto atravesó el lugar corriendo. Unos segundos después vieron pasar a los individuos que habían discutido con él, gritándole algo que no entendieron.
—Me pregunto qué habrá hecho —dijo Margaret mientras salía del callejón.
—Sea lo que sea, no es asunto nuestro —repuso Ralph—. Solo puedo decir que me quedaré mucho más tranquilo cuando hayamos vuelto al hotel.
Empezaron a abrirse paso entre la multitud pero, poco antes de que llegaran a la puerta principal, justo cuando pasaban delante de un puesto de especias situado junto a otro de los callejones laterales, volvieron a escuchar el griterío. Instantes después, el pequeño árabe pasó de nuevo junto a ellos respirando con dificultad y buscando desesperadamente un refugio. Detrás de él, Margaret avistó claramente a sus perseguidores, esta vez a una distancia mucho menor.
Cuando pasó delante de ellos, un pequeño objeto de color beis se le cayó de uno de los bolsillos de su chilaba y, tras dar varias volteretas en dirección al suelo, su trayectoria se vio interrumpida por un saco abierto de especias de color claro. El objeto aterrizó justo en el centro del saco y, casi de inmediato, quedó oculto, ya que su color era prácticamente idéntico al de las especias que lo rodeaban.
Era evidente que el hombre no se había percatado de que había perdido algo y continuaba su fuga precipitada. Al poco, media docena de hombres pasaron a toda prisa, acelerando el paso cuando avistaron a su presa que, en ese momento, se encontraba a apenas treinta metros de ellos.
Margaret lanzó una rápida ojeada al objeto y después levantó la vista hacia el dueño del puesto, que se encontraba de espaldas a ellos y observaba al grupo desaparecer. Rápidamente se inclinó hacia delante, extrajo el objeto beis del saco de especias y lo metió disimuladamente en uno de los bolsillos de su chaqueta.
—¿Qué diantres estás haciendo?
—Cierra la boca, Ralph —le ordenó Margaret entre dientes al comprobar que el dueño del puesto se les quedaba mirando. A continuación, le sonrió con amabilidad, agarró del brazo a su marido y empezó a caminar hacia la salida del zoco más cercana.
—No es tuyo —murmuró Ralph mientras abandonaban el mercado y giraban en dirección al hotel—. No deberías haberlo cogido.
—Es solo un trozo de arcilla —respondió Margaret—, y dudo mucho que tenga algún valor. De todos modos, no pienso quedármelo. Sabemos cuál es el puesto de ese hombre. Mañana regresaré y se lo devolveré.
—Pero no sabes si tenía algo que ver con el puesto. Es posible que simplemente estuviera ahí de pie. No tenías que haberte involucrado.
—No me he «involucrado», como ni dices. Si no lo hubiera cogido, lo habría hecho algún otro y entonces no existiría modo alguno de que volviera a las manos de su propietario. Vendré a traérselo mañana, te lo prometo, y después nos olvidaremos de él.