PRIMER AMOR

Antes de conocer a Nino nunca me había dado cuenta de que los chicos con los que gritaba y corría por la calle fuesen sucios y andrajosos. Al contrario, les envidiaba porque iban descalzos y alguno sabía apretar el talón contra los rastrojos sin hacerse daño. Mis pálidos pies ciudadanos, en cambio, se contraían incluso al mero intento de ponerlos sobre el empedrado.

De todo lo que había aprendido con ellos a Nino sólo le interesaban ciertas palabrotas. Nino vivía en una villeta a la salida del pueblo y tenía muchas hermanas mayores que me acobardaban. Yo me detenía junto al murete y miraba por entre los barrotes, esperando que Nino estuviese ya bajando por los escalones del jardín; si se retrasaba, silbaba bajito haciendo ver que era una serpiente y continuaba poco a poco más fuerte, hasta que el perro empezaba a ladrar. Nino llegaba corriendo, porque también él tenía miedo del perro.

Era imposible proponer a Nino que se descalzara o que jugase con los demás. Sin que nos lo dijéramos, a los pocos encuentros me di cuenta de que con él me avergonzaba de aquellos compañeros. Pero lo curioso era que, por lo que decía al acaso, parecía que los conociese a todos, supiese sus juegos, comprendiese sus conversaciones: en una palabra, parecía uno de nosotros, salvo que venía de pantalón corto y camisa todavía más limpios que los míos, le gustaba deambular con las manos en los bolsillos por las callejuelas apartadas, escudriñando en la hierba o por las ventanas, mirando a los transeúntes y haciendo de vez en cuando una mueca a sus espaldas.

Teníamos trece años, tal vez catorce, y verdaderamente también yo me sentí de pronto, aquel verano, descontento con aquellos arrapiezos: si tenían nuestra edad eran fofos y tontos, y cuando parecían delgados y despiertos como nosotros es que tenían ya dieciocho años y no podíamos entendernos.

De qué hablábamos con Nino los primeros días no lo recuerdo bien. Sé que una vez le pregunté cuántas hermanas tenía. —Ninguna —me respondió. —Cómo: ¿y todas esas mujeres? ¿No son tus hermanas? —Son todas como mamá —me dijo ladeando la cabeza, como hacía a menudo—. No hay ninguna que sea de veras hermana.

Yo le contaba que una vez había ido a cazar con un soldado que estaba de permiso; se lo conté tantas veces, de cabo a rabo, que un buen día Nino me dijo —¡Pum! —¿Qué pasa? —le dije. —También yo voy de caza, ¿no se puede?

Intenté llevarlo a la balsa, donde algunos compañeros míos de por las mañanas estaban pescando con cestas, salpicados de agua y lodo. Nino se mantenía aparte, sonriendo ausente cuando desde el agua buscaba su mirada y su aprobación; y una vez que el hijo del herrero le arrojó la cesta chorreando, gritándole que la atrapase, él se hizo a un lado y no la recogió. Entonces le llamaron «media leche» y yo intenté disculparle explicando que llevaba el traje nuevo. Pero Nino se insolentó con ellos y, como empezaran a tirarnos pellas de barro, gritó enfurecido que ya tenía él quien les iba a ajustar las cuentas.

Nino se pasaba las mañanas en su casa, dando vueltas por las habitaciones; la primera vez que fui a buscarle, estirando el cuello en dirección de su ventana, apareció una mujer alta y hermosa que miró a través del jardín y me hizo señas de que me acercara. Hice el distraído y me escabullí. Temí que Nino luego me hablase de ello, pero no dijo nada.

A partir de aquel día dividí mi tiempo. Iba a apacentar las cabras, a escondidas, casi cada mañana, con los chicos de antes, y les asombraba con historias de la ciudad que poco a poco se convirtió en una especie de heredad mía en la que sucedían aventuras extraordinarias en los tranvías y en los ascensores. Cortaba el hilo de cuando en cuando y corría también yo tras una cabra, o descortezaba una rama, o cazaba saltamontes. Por la tarde, en las horas calurosas, que antes pasaba en el henil o en el establo, iba en cambio a buscar a Nino, y me parecía que estaba perdiendo el tiempo, que me aburría, y sin embargo, cada día estaba allí y, cuando volvíamos después de una tortuosa caminata por la cuesta de la iglesia arriba o a través de los campos, me hubiese gustado entrar con él en el jardín, sentarme en los silloncitos de mimbre y dejarme mortificar por las hermanas. Pero la primera vez que Nino me invitó, no me atreví.

Volviendo de nuestra aventura de la balsa, le aconsejé que no metiera a la parentela en nuestros asuntos. Nino se rió entre dientes y me dijo que si tenía miedo de que las mujeres de casa supiesen lo de mis andrajosos, podía estar tranquilo. Muy otro era su valedor.

Lo oí riéndose, una tarde, al cruzar frente a la trastienda de los Abonos. En la calleja estaba parado un automóvil bajo que ya había visto antes. Del umbral entreabierto llegaba un sordo parloteo de muchos y una recia carcajada dominó de pronto las voces, seguida por otras más roncas. En el tufo de azufre y abonos, Nino se adelantó ostensiblemente y dijo: —Ahora sale—. Salió un viejo bracero que nos reconoció guiñando un ojo; luego, abriendo la puerta de par en par, gritó: —Venga.

Voló un saquito duro, que el viejo agarró al vuelo y colocó en el auto. Voló otro, luego otro.

—Ayúdanos, señorito —dijo el jornalero mostrando las encías. Nino atravesó el umbral y desapareció. Yo me quedé al lado del coche, tratando de adivinar las sombras que se movían allá dentro.

Cuando el coche estuvo casi lleno y yo ayudaba al viejo a colocar bien los sacos, aparecieron en el umbral Nino y un hombre de pelo rizado, un pañuelo en el cuello, cinto rojo y botas. Iba arremangado y ocupaba toda la puerta. Nino le llegaba al codo.

Habló con voz risueña a Nino, y a mí también: —-¿Os habéis hecho amigos, eh?—. Me guiñó el ojo y me cogió una mano; yo forcejeaba. Me dobló dos o tres veces el antebrazo enérgicamente, luego dijo: —Nino, no te dejes pegar porque es más fuerte que tú—. Luego, levantándose, giró la cabeza a su alrededor y dijo: —¿Listos?

Sacó un cigarrillo y lo encendió. Subió al auto y nos dijo: —Saludos— y arrancó.

Aquella noche Nino se entusiasmó hablándome: no podía estarse quieto, en el poyo donde habíamos ido a sentarnos, pero no tenía los ojos inquietos como de costumbre. A mis preguntas le chispeaban.

Bruno era conductor, pero un verdadero amigo suyo. Había ido a buscarle a la estación el día de su llegada y durante todo el camino que bordea la colina hacia la villa había hablado con él, contestando apenas a la madre y a las hermanas cuando hablaban, dirigiéndose siempre a él. Y aún ahora le preguntaba a veces cómo lo pasaban las becerritas de sus hermanas, y becerritas quería decir «estúpidas como becerras». Una cosa solamente le gustaba a Bruno de sus hermanas: los cigarrillos americanos que le traía Nino cada vez que podía, con la cajetilla y todo, porque la gracia estaba en la cajetilla.

Nino habló de todo, aquella noche habló del baño de su casa donde había un perfume mejor que en los prados, y le hubiese gustado llevar allí a Bruno para que se lavase su tufo de hombre hecho pero limpio; y sobre todo le hubiese gustado ir con él y conmigo en el coche, recorriendo los pueblos de las colinas, divirtiéndose y aprendiendo a conducir.

Bruno se lo había prometido pero no llegaba nunca la ocasión. Bruno atormentaba a todo el mundo y se divertía diciéndole siempre que todos eran más fuertes que él. Aquí me dio un pellizco como para arrancarme la piel y se echó hacia atrás. —Veamos si eres más fuerte— gritó enfurecido, y agarró una piedra.

«¿Por qué haces esto?» le habría preguntado a Nino si hubiese sido uno de los momentos en que nos deteníamos en silencio junto a la verja de la villa, antes de separarnos. Pero si hubiese sido en aquellos momentos ni siquiera habríamos hablado. Verdaderamente no podía comprender qué necesidad tenía Nino de interrumpir el goce de la conversación para decirme algo malicioso. Yo no me bañaba en una hermosa bañera como él, pero en cambio me sabía mal ser más fuerte.

—A todos les dice que son más fuertes —dijo Nino soltando la piedra y acercándose con cara malévola.

No me atreví a corresponder con la misma sonrisa.

—También a ti te gusta Bruno, ¿eh? —continuó Nino—. Vete con cuidado, porque a él le gustan las becerras. Mis hermanas.

—¿Todas? —exclamé.

—Todas —dijo Nino.

—Pero los hombres escogen una —dije.

—Qué estúpido eres —dijo Nino—. No puede casarse con ellas ni mucho menos.

—Pero si me has dicho que sólo hablaba contigo.

—Es porque ellas no le contestan. Son estúpidas.

Volví a casa disgustado, avergonzándome del bigote de mi padre y del hule manchado de vino sobre el que cenábamos. Mi hermanita chillaba. No había viajado nunca en automóvil y pensaba en lo bonito que habría sido subir en él con Nino y Bruno; pero que las hermanas de Nino fuesen tan estúpidas y él tan malicioso me deprimía. Por suerte no le había dicho que una noche soñé con ellas.

La mañana siguiente me dio vergüenza salir de nuevo a la dehesa con los chicos de siempre, y me dispuse a pasar el tiempo como Nino, desayunando, lavándome, dando vueltas por la casa; en suma, llegar a mediodía como él. Pero a las diez estaba ya en el patio y no sabía qué hacer. Los manzanos chaparros allí al fondo, junto a la pared trasera, me los sabía de memoria. Vagué por el soportal de enfrente donde estaba el rimero de fajinas del año anterior, y pasó la mujer del aparcero con un cubo. Llevaba en su cabeza canosa un pañuelo amarillo, e iba arremangada. Entonces comprendí porqué Nino podía estarse toda la mañana sin jugar: en su jardín las hermanas iban de un lado a otro, y tenía que ser verdaderamente hermoso vivir con ellas, si gustaban incluso al conductor. Yo no tenía más que a mi madre y a la criada que se atrafagaban como los campesinos, y mi padre no volvía hasta la noche.

La casera corrió al establo. Oí mugir a la vaca con un estallido furioso que parecía que llorase. Me acerqué a la puerta. La mujer acudió, irritada. —Vete, vete —me dijo poniéndose delante para tapar el hueco con el cuerpo—, no se puede mirar. Anda y llama a Pietro; dile que ha llegado el momento. ¿Estamos?—. Pietro estaba cavando al final de un campo, detrás de la casa. Volví con él, que pasó antes por la cocina para beber un trago de la botella; y nos dirigimos al establo. De nuevo la vieja me echó. Pietro se volvió y murmuró: —Corre a decir a tu madre que le estamos haciendo el ternero.

Me quedé vagando por allí, sobresaltándome de miedo a cada mugido bestial que estallaba en el aire fresco, seguido de borborigmos agonizantes. Luego prorrumpieron voces agitadas; la aparcera gritaba, y finalmente el borboteo del agua y un tintineo de cadenas. Yo pensaba en el barrigón deforme de la vaca, que había visto unos días antes.

De pronto me acordé de Nino, y eché a correr para llegar a tiempo. En la puerta de la villa tropecé con una de las hermanas, la rubia, que tenía la piel tan blanca y que me gustaba cuando pasaba en bicicleta. Me puso una mano en la cabeza, riendo, y me preguntó qué me pasaba. Buscaba a Nino. —¿Para qué? —insistió ella. —Nos ha nacido un ternero —balbucí, enrojeciendo. La mujer me miró y apartó la mano, y rió fuerte.

—¿Es bonito? —me preguntó. Yo no supe qué decir. Ella rió de nuevo, se volvió y llamó: —¡Nino! Alguien respondió. Entonces me señaló con la mano, mirándome apenas de soslayo, y se marchó abriendo la sombrilla.

Cuando llegó Nino —el perro ladraba y corría de un lado a otro, haciendo tintinear la cadena— ya no tenía ganas de llevarle al establo. De nuevo me avergoncé de aquel patio sucio delante de la casa. Sólo dije: —¿Quieres venir?

Aquella mañana acabamos en la balsa, donde estaban las lavanderas. Callábamos los dos.

—¿Has visto nacer a un ternero? —dije de pronto—. Yo he visto nacer uno esta mañana. Daba miedo.

Nino me preguntó: —¿Gritaba?

—No, gritaba la madre —dije—, la vaca.

—¿Por qué no me has llamado?

Yo puse cara de ofendido, como el día antes.

—Estúpido —dijo Nino exaltado—, habríamos visto cómo nacen los niños. ¿De veras has visto cómo lo hacía?

—¿No has visto nunca nacer a un niño? —respondí dándome importancia.

Nino calló y miró al suelo. Las lavanderas golpeaban la ropa contra las piedras. Había una, gorda, arremangada hasta los hombros, que daba golpes vigorosos, enseñando el sobaco y riendo con una compañera. Le bailaba todo el cuerpo, agazapado en el rebujo de las sayas.

—Es como el cagar de un caballo —proseguí con voz insegura—, sólo que más grueso.

—¿Lo has visto de veras?

—Claro que sí —respondí.

—También tú has nacido así —dijo Nino con rabia.

—Sí, yo también —respondí tranquilo.

Entonces Nino se dio un puñetazo en la cara y se dejó caer al suelo. En pie, a su lado, le miraba sin saber qué hacer. Me senté para confesarle la verdad, pero en aquel momento se echó a reír.

Pero era una risa de conejo. —Si quieres venir en automóvil con nosotros, dime cómo es.

Observé a Nino: tenía los ojos y los labios encendidos. Balbució despacio: —¿Has visto a tu madre?

Le miré estupefacto y dije: —Qué estúpido eres.

—Dímelo, ¿a quién has visto?

—He visto al ternero.

—¿A las mujeres, no?

—No —y clavé la mirada en el suelo.

La voz de Nino me estalló junto al oído: —Entonces, ¿no sabes cómo lo hacen?

Confesé que no había visto ni siquiera al ternero.

Entonces Nino se revolcó en la hierba y se puso en pie de un salto. — Yo sé cómo lo hacen —dijo—. Sale sangre y tienen que arrancarles el niño.

—No siempre sale sangre.

—Sí, sale siempre porque las mujeres gritan.

—No —dije—. Escucha —y le expliqué que había visto una vaca después de nacerle el ternero y que no había sangre y el ternero estaba sólo un poco húmedo.

—Las mujeres echan sangre —insistió Nino—. Tú no sabes nada.

Me explicó con voz ronca cómo lo hacían las mujeres. No le interrumpí, pero tenía los ojos fijos en la hierba.

—¿Tus hermanas también? —dije al fin.

—También.

Aquella tarde Bruno llegó inesperadamente al pueblo y nos hizo subir con él en el coche, porque tenía que llevar una damajuana a la estación y había sitio. Nos puso en el asiento trasero para sostener la damajuana y arrancamos. Durante todo el camino estuve con el corazón en un puño y me parecía volar como volaban los árboles y los guardacantones y los viandantes. Entornaba los ojos en el sol, veía la nuca firme de Bruno con el pañuelo rojo y la trepidación de su brazo apoyado en el volante. Tenía miedo de que al pararnos se cayese el garrafón.

En cambio todo salió bien y fui yo el que se tambaleó, empapado en sudor, al apearnos. Bruno llevó, dando voces, la damajuana a facturar; luego nos llevó a la cantina de la estación. Me senté, encogido, en la penumbra fresca, haciendo como Nino que miraba a todo el mundo a la cara y reía con Bruno, alzando la cabeza para mirarle.

Bruno pidió de beber y Nino, por su parte, quiso un granizado.

Apenas lo habíamos acercado a los labios, cuando Nino bebió un trago y dijo, socarrón: —Berto, cuéntale a Bruno que has visto nacer un niño.

Bruno me miró de través, con un ojo. Dejó el vaso frunciendo los labios.

—Pero, si eres tú… —salté enfurecido.

Bruno se enjugó el sudor. Se volvió a Nino: —Dile que aprenda a hacer el hombre, primero. Lo necesitáis, a vuestra edad. En lo demás ya piensan las mujeres.

—Ha nacido un ternero… —dijo Nino.

—Han nacido dos asnos —atajó Bruno—. ¿No tenéis otra cosa de qué hablar?

Se secó otra vez el sudor. Parecía fastidiado y nosotros nos callamos, bajando los ojos. Nino masticaba el hielo con la cabeza gacha.

—Nino, ¿te ha dado los pitillos, Clara?

Clara era la hermana rubia. —Los ha escondido—, dijo Nino.

Bruno lió el suyo diciendo, indiferente: —¿Queréis venir a los Robini, mañana? Estaremos de vuelta a mediodía. ¿Vienes también tú, Berto?

Nino dijo: —Dame tabaco.

Miré cómo la manaza de Bruno liaba el cigarrillo y no me atreví a pedir uno para mí. —Nino, ¿vas, mañana?— dije, en cambio. Nino miró de reojo a Bruno y preguntó quedo: —¿Nos pararemos en el pretil?—. Bruno asintió y le tendió el cigarrillo. No comprendía la palidez de Nino. Vi que encendía con el cigarrillo de Bruno y que le temblaba la mano.

—Bebe vino —dijo Bruno—. El hielo es para los enfermos—. Sabía que a Nino el vino tinto le repugnaba y sin embargo vi cómo alargaba el vaso y lo acercaba despacio a los labios. Lo apuró de un trago.

—Animo —dijo Bruno—. Este invierno, cuando estéis en la ciudad, se os habrá acabado el buen vino. Crecéis flacos, en la ciudad. Tú, Berto, ¿tienes novia, ya?

Dije, embarazado: —No tengo tiempo: en invierno vamos al colegio.

—Por qué, ¿en verano la tienes?

—Yo… no.

Bruno se echó a reír abiertamente. —Estupendo, ¿os veis en invierno tú y Nino?

—Este año nos veremos —dije de pronto a Nino.

—Ándate con tiento, porque Nino aprende esgrima y te ensarta—, me dijo Bruno guiñando el ojo.

Nino no hablaba. Bebió otro vaso y me escuchaba apenas. Seguía con la mirada el brazalete de cuero que ceñía la muñeca cuadrada de Bruno. De pronto preguntó para qué servía.

—Para romper la cara a los presumidos —explicó Bruno—. Se da un golpe de través, de arriba abajo, así no se lastiman los dedos y produce el efecto de un guante de boxeo. Una noche, en Spigno, uno que me pasa junto al coche —estaba parado en la estación— y escupe dentro. Escupe dentro y sigue adelante. No hay que tolerar nunca un salivazo, porque el que escupe es que tiene miedo. Me arrojo sobre él y le rompo la cara. Así. ¿Lo veis para qué sirve?

Nino tosió contra el cigarrillo, sin apartar los ojos del rostro desdeñoso de Bruno. Como cuando fumábamos detrás de la iglesia, él soportaba muy bien el humo. Sería él vino lo que le turbaba. O tal vez algún lío con Bruno. ¿Por qué Bruno llamaba a las hermanas por su nombre?

—Cuando tu madre y tus hermanas hagan el viaje a Acqui como han dicho, te enseñaré la plaza donde una vez detuve a un perro rabioso metiéndole el cuero en la boca. ¿Veis las señales de los dientes?

—Yo no iré a Acqui con vosotros —dijo Nino.

Bruno se echó a reír. —Berto termina de beber. Entonces, mañana.

Fuimos a los Robini y durante todo el camino, que hizo a gran velocidad, Bruno silbaba volviéndose hacia mí después de cada curva. Nino, sentado a su lado, tenía la barbilla en el pecho, como si alguien le hubiese pegado; y dos o tres veces volvió los ojos a las colinas, en el cielo, bruscamente, como si acabara de despertarse.

—El campo está seco, este año —dije con tono resignado, como hacía mi padre.

Bruno no se volvió, y echó en cambio por un camino lateral, que subía entre acacias. Después de unos cinco minutos de ramaje en la cara, se detuvo a mitad de la cuesta, cerca de un puentecillo levantado sobre un barranco. Se apeó y nos dijo: —Entonces, me esperáis. Vigilad el coche—. Paró el motor y sacó la llave. —No toquéis porque de todos modos no se va a mover. Animo, Nino—. Nos dio un cigarrillo a cada uno y nos lo encendió: —Si alguien sube por el camino, sea quien sea, tocáis el claxon. ¿Comprendido? Si todo va bien luego te dejo conducir, Nino. También a ti, Berto, y cuidado, sea quien sea—. Echó por el sendero de la cuesta y desapareció entre las acacias.

Hacía mucho sol y nosotros, resguardados a la sombra de las acacias, dominábamos desde lo alto un largo trecho del escarpado camino. Nadie podía venir desde la carretera principal sin que nosotros no nos diésemos cuenta. No había estado yo nunca allí arriba.

Nino, evidentemente, había estado ya. Sin volverse, fumaba sentado al volante y no se interesaba por los mandos que tenía a la vista. Fumaba como un hombre, sin mirar el cigarrillo, con movimientos bruscos.

—¿Tardará mucho, Bruno? —dije.

Nino no respondió. Me apeé, di una vuelta alrededor del coche y eché un vistazo a los faros y a los neumáticos polvorientos. Miré desde el pretil el barranco seco: sólo con las lluvias de otoño se llenaría y espumaría. Asomaban a la superficie raíces nudosas y daban ganas de deslizarse hasta abajo, si no fuera por el miedo a las culebras. Arrojé la colilla y luego intenté apagarla a salivazos. Nino no se movía.

—Déjame sentar un rato a mí —dije, volviéndome.

Nino me miró con el guiño de ojos de cuando era malvado.

—¿Lo sabes dónde ha ido? —dijo.

Me encogí de hombros. En aquel momento un perro, no demasiado lejos, se puso a ladrar.

—Mira —dijo Nino—, acaba de llegar a la casa de la mujer. Va a ver a la esposa y a la hija de Martino, que le esperan y atan al perro, y se acuestan juntos.

—Pero si es de día —dije.

Nino se encogió de hombros. —Se ponen sobre la cama —continuó—. Así acaban antes. Pero a veces se está hasta una hora —rió—, si no viene nadie.

—¿Y dónde está Martino?

—Martino ha ido a la estación. Lo oí ayer.

—¿Y si vuelve?

—Si vuelve, estamos nosotros para tocar la bocina.

No estaba convencido. —¿Te lo ha dicho Bruno?

Nino me echó una mirada furiosa y arrojó el cigarrillo.

—No lo creo —proseguí—. Haría falta demasiado tiempo. Bruno tiene otras cosas en qué pensar. Y además ha de conducir el automóvil…

—¿Y pues?

—… Estaría demasiado cansado… —dije, titubeando.

—Bruno es fuerte —dijo Nino con rabia—. Pero verás.

—¿Qué veré?

—Verás.

La carretera salpicada de sol seguía desierta, y en el calor temblaban las hojas ante mi vista. O más bien era mi corazón que latía consternado, y el pueblo, mi casa, me parecían tan lejanos de aquella soledad y de aquella inquietud. Si por lo menos Nino no hubiese tenido aquel tono hostil. Me acordé de Clara que estaba en la villa y no sabía nada de nosotros. También ella era una mujer. Vacilante, me senté entonces en el estribo del coche.

—No lo creo —dije de pronto—. La Martina va siempre a la iglesia.

—Todas las mujeres van a la iglesia. ¿No sabías que se casan en la iglesia? Y cuando dos se casan es para ir a la cama, ¿no?

—No lo creo —dije—. Bruno es un hombre como nosotros.

—¿Sabes lo que voy a hacerle?

—¿Qué?

—Verás.

Subí al auto y me senté al lado de Nino, que me miraba de reojo. Silbaba bajito.

—Ahora se besan —dijo entre dientes.

—Nino —exclamé—, si vuelve Martino, ¿qué hacemos? Lo encontrará en casa…

—No volverá —dijo Nino—. ¿Hay alguien? —Se volvió y escudriñó el camino, la carretera y la llanura toda. Aguzamos los oídos. Nadie.

—A estas horas están desnudos —continuó Nino, pálido.

—Cuentos —balbucí.

—Y entonces, listos —gritó Nino y le dio al claxon.

Respondieron los ladridos del perro. Me pareció como si todo el boscaje recrujiera, en el instante que siguió. Intenté detener la mano de Nino, pero ya el alarido ronco del claxon, que parecía el de un hombre estrangulado, volvía a estallar.

Cuando Bruno apareció saltando desde el sendero, nosotros estábamos agazapados en la hierba, detrás de los troncos, adonde me había arrastrado Nino. Bruno miró a su alrededor y miró hacia el camino con el cinturón rojo colgándole de la mano.

Mientras se ceñía los pantalones miró de nuevo a su alrededor y llamó: —¡Nino!— en voz baja. Nino me apretó el brazo.

Bruno había subido al coche y oteaba la carretera principal, moviendo los labios. Tenía el pelo en desorden y la cara como si hubiese salido en aquel momento de debajo de la bomba. Bajó del coche y se fue hacia las plantas. Vuelto de espaldas a nosotros se plantó con las piernas abiertas y poco después oí un chorro. Nino ahogó una; risita.

Entonces Bruno vino en dirección a nosotros, mirando hacia arriba y abrochándose. De pronto se agachó y saltó por entre las ramas. Agarró por una pierna a Nino que huía y lo derribó. Yo me había puesto en pie y miraba. Sin hablar, Bruno aferró con una mano las dos muñecas de Nino y lo levantó como a un conejo. Teniéndolo apartado, porque coceaba, aullando, empezó a golpearle en los costados con el canto de la mano y a cada golpe lanzaba un rugido y apretaba los labios. Me miró un instante sin verme, y entonces eché a correr por la carretera. Oí todavía algún batacazo, y luego Bruno apareció sujetando a Nino por el sobaco, y lo arrojó al automóvil. Me dijo con voz nada amena: —Sube, que volvemos.

Durante todo el viaje Nino, acurrucado al lado de Bruno, no dijo palabra. Yo sentía el viento fresco en la cara como si tuviese fiebre. Frente a la villa, Bruno paró. Me miró mientras bajaba y por un instante me pareció que reía. Nino levantó la cabeza, rechazó mi brazo y se apeó vacilante. Escupió al suelo y se alejó por el jardín, cojeando.

Al día siguiente no me atreví a llamar a Nino porque, cuando me acerqué a la verja, vi sentadas en el jardín a dos de las hermanas, las morenas, con las piernas estiradas al sol, y una leía.

Fue de nuevo Clara la que, al atardecer, mientras vagaba preocupado por allí cerca, me llegó por detrás en su bicicleta y se apeó.

—¿Dónde fuisteis ayer? —me preguntó.

—¿Qué le ha hecho Bruno a Nino? ¿Dónde estabais? —continuó.

—Habla. De todos modos ya lo sé. Nino por hoy está en la cama. ¿Qué le habíais hecho a Bruno?

—¿Dónde está Bruno? —dije.

Entonces Clara me miró detenidamente y echó a andar hacia la bicicleta.

—No sé dónde está Bruno. Yo no le conozco. Pero algo le habéis hecho, porque Nino no me lo quiere decir. ¿Fuisteis a los Robini?

—Se volcó el coche —dije.

—¿Qué hacíais en los Robini?

—Nada. Aprendíamos a conducir.

Estábamos en medio del jardín. Y las sillas de mimbre bajo el quitasol estaban vacías. La grava crujía bajo nuestros pies.

—¿Habíais ido a ver a alguien?

—Oh, no.

Clara dijo, seria: —Nino está en la cama. ¿Quieres venir a verle?

—Oh, no, pasaré mañana a buscarle. Es tarde —dije, parándome.

Clara sonrió: —¿Cómo está el ternero?

—¿Qué ternero?…

—El que nació el otro día. ¿Es tuyo?

Respondí con un movimiento de cabeza. Clara apoyó la bicicleta en la pared y subió los escalones. —Hasta la vista, ternerillo —gritó, volviéndose. Observé que era bastante alta.

Durante varios días Nino no salió y yo pasaba por delante de la villa, esperando ver a alguien. Era una época —a principios de agosto— en que en el campo no hay nada: las manzanas y las primeras ciruelas terminan en julio, y hasta septiembre no empieza la uva. No valía la pena, mientras esperaba a Nino, reanudar la amistad con los otros, y vagué por las callejuelas. Pero estar solo es bonito un momento, cuando se te ocurre algo, o si se ha visto a Clara a través de los barrotes del jardín; todo el día, aburre.

Recuerdo que una de aquellas tardes hubo un tremendo temporal, sin granizo pero frío y negro, que asustó mucho a mi madre y a los animales del establo, y a mí no me desagradó porque la noche fue fresca y a la mañana siguiente había charcos de agua y capas de hojas esparcidas por el suelo. Entonces pensé en Clara y en sus hermanas: en si los rayos las habrían asustado.

Cuando, finalmente, se dejó ver de nuevo, Nino fue parco en palabras, y una vez o dos se me escapó la risa al verle sentarse en los poyos con cierta cautela. Él me miraba de reojo y parecía que habían vuelto los primeros tiempos, cuando paseábamos taciturnos. Vino con un paquete entero de bonitos cigarrillos escritos en árabe, que me dejaron aturdido y perfumado. Una mañana que había vuelto a la balsa, le vi llegar silencioso con la chaqueta al hombro, y se puso a fumar sentado en la presa. En seguida nos pusimos todos a su alrededor y él dio cigarrillos a dos o tres y escupió en el agua. Luego dijo con desgana:

—¿Habéis visto al conductor de las Ca’Nere?

Habló de esto con el rubio de los Mulini que tenía un hermano mozo de estación y se decidió que, si no antes, Bruno tenía que pasar por el pueblo por la Virgen de agosto, a cargar harina.

Nino dijo con calma: —Martino le busca para quitarle el pellejo.

El hijo del herrero opinó que aquel cigarrillo sabía a miel, pero que era fuerte. Volvimos a casa los cuatro chicos (el herrero llevaba ya unos pantalonazos largos hasta los tobillos desnudos y a cada momento se rascaba el pecho por debajo de la camisa). En dos o tres días Nino se había hecho amigo de ellos y se hablaban con risitas y codazos.

Llegó el día en que Nino me preguntó: —¿A ti no te hizo nada aquella vez, Bruno?

—¿Quién tocó el claxon? —respondí.

Nino —tenía los ojos huidizos, aquellos días— me miró de soslayo, mientras caminábamos.

—Tú, Berto, eres ingenuo.

Hacía ya varias tardes que desaparecía. Iba a pasear con alguno de ellos; fueron incluso a pescar y supe que una vez Nino había llevado, además de los cigarrillos, una lata de melocotón en almíbar. Le dije entonces: —Ten cuidado, porque te odian y van contigo sólo porque les llevas cosas—. Pero Nino respondió que eso ya lo sabía.

La noche de las hogueras de la Virgen, Nino no se dejó ver y sus hermanas no salieron al jardín a mirar los fuegos que punteaban las colinas.

Era el primer año que pasaba solo y desasosegado aquella fiesta. Supe al día siguiente por un chico, que Nino había ido con los otros a hacer una hoguera en el campo de los Mulini y que de pronto había echado en el fuego de un empujón al hijo del herrero. Luego escapó a su casa y ahora el otro le buscaba para matarle.

Nino esta vez me hizo llamar por el jardinero y me suplicó que fuese a buscar a Bruno. Las Ca’Nere caían lejos; sin embargo fui y dejé dicho en el garaje que mandasen a Bruno a la villa. Cuando, de regreso, entraba en el jardín, piedras y tierra me llovieron encima: era el hijo del herrero con los demás, apostados por si Nino salía.

Unas horas más tarde llegó Bruno a toda prisa, con su pañuelazo y sus botas, y le paramos en la verja esperando que los otros tirasen. Bruno creía que la llamada era para lo del viaje a Acqui y dio un pescozón a Nino, y Nino, enrojeciendo, se acercó de nuevo y le preguntó si quería hacer las paces. Bruno no se impresionó y miraba al fondo del jardín. Luego soltó una carcajada y dijo: —Está bien, ¿qué necesitas?

En aquel momento un terronazo alcanzó a Nino en la espalda. Nino se echó a un lado de un salto, apretó el puño de Bruno y le dijo: —Dales a esos golfos—. Cuando Bruno supo quiénes eran y qué querían se volvió un momento para mirarles y nos dijo: —Sois peores que las mujeres, vosotros también. Y aquéllos que no molesten porque hay para todos—. En aquel momento apareció Clara, se reconocieron y se pusieron a hablar del viaje a Acqui. Nino me llamó al arriate para enseñarnos algo y yo entré en el jardín, volviéndome para mirar a Clara que escuchaba apoyada en la verja.

Un minuto después Bruno recibió una pedrada en la cara y Clara soltó un chillido: nosotros acudimos. Bruno la emprendía ya a patadas con dos de la pandilla, uno de ellos el hijo del herrero. Me detuve en la verja estremeciéndome de excitación y apretando los puños a los ojos de Clara: si los fulanos querían más, yo estaba dispuesto.

Bruno volvió riendo y, despidiéndose de Clara, dio otro pescozón a Nino. Estábamos todos excitados.

Siguieron hermosos días de agosto y Nino me admitía a menudo en su jardín (el perro estaba atado detrás de la villa) regresando de alguna correría. Una vez nos sentamos a merendar pan con mermelada bajo el quitasol y Nino, repantigado en la poltrona, me dijo que también en la ciudad comía siempre mermelada y que aquel invierno me llevaría a clase de esgrima con él y vería lo estupendo que era. Después, otro año, iría de nuevo a la costa, en julio, y si yo también iba saldríamos en barca juntos. Me describió las canoas, pero para ir en ellas antes tendría que aprender a nadar.

—¿No se casan, tus hermanas? —le pregunté.

—Una está casada —me dijo—, no está aquí. El año pasado tenía que casarse Clara, pero luego riñeron.

—¿Y tu madre?

Su madre era una de las morenas que yo había tomado por su hermana. No quería creerlo.

—No hay más que mujeres, en mi casa —decía Nino—. Si por lo menos se hubiese ido Clara.

Así era bonito estar con Nino. Ya no me zahería. Dimos otro paseo en automóvil con Bruno al pueblo de al lado, esta vez sin reñir. Clara le mandó por medio de nosotros unos cigarrillos, que él se metió en el bolsillo riendo.

Solo el hijo del herrero nos inspiraba poca confianza: tenía todavía el pelo chamuscado y nos miraba torvamente, de lejos, torciendo la boca.

Pero una vez se presentó, socarrón, en la plaza de la iglesia donde estábamos paseando y se acercó a nosotros. Pidió un cigarrillo a Nino. Nino se encogió de hombros. Entonces le dijo: —Si me lo das te digo una cosa que luego me regalas un paquete.

—Dáselo —susurré a Nino—, así haréis las paces.

Pero Nino no tenía. El otro reía. —No importa. Venid al Orto, os enseñaré una cosa sensacional.

Nino dijo: —¿Nos tomas por idiotas?

Entonces el hijo del herrero acercó los dientes amarillos al oído de Nino y le sopló algo en un cuchicheo. Nino se puso pálido, saltó hacia atrás, me miró, le miró y dijo, balbuceando: —¿Palabra?

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Vamos —dijo Nino.

El Orto era una alquería detrás de la villa, en la ladera de la colina. Entre la villa y el primer barranco se extendía una gran viña, casi llana, cercada por un cañizo medio fangoso. Llegamos al cañizo y lo saltamos, para aparecer en las cepas. Yo recogí en silencio un sarmiento seco y nudoso, por si el hijo del herrero nos preparaba una emboscada.

—¿Has visto a Bruno, hoy? —pregunté de pronto para que Nino comprendiese, y comprendiese el otro.

Nino, al que le temblaban los labios, no respondió. Se dirigían al Casotto Rosso, una barraca abandonada, cubierta de árboles, al final de las cepas. Allí había jugado al fortín el año anterior.

—Despacio —murmuró Nino cuando estuvimos a poca distancia—. Paraos. Tú, Berto, sujétale—. Avanzó un poco más y se detuvo en la explanada. La puerta de madera estaba cerrada. Nino dobló ágilmente la esquina y se puso de puntillas ante el ventanuco.

Mi compañero se reía satisfecho en voz baja.

—¿Qué pasa? Ven a ver.

Avanzamos a nuestra vez y nos pusimos al lado de Nino, que estaba apoyado en un saliente debajo del ventanuco y miraba fijamente a través del cristal rajado. También yo miré dentro y no vi nada porque tenía los ojos aturdidos por el sol. Algo, sin embargo, se movía en la sombra.

Luego distinguí una forma blanca tendida, de la que se separó un hombre que llevaba un pañuelo rojo al cuello. Era Bruno. Y la mujer era Clara y tenía en el regazo desnudo una mancha dorada. El cristal polvoriento cubría la escena como por una niebla.

—Está blanca —susurró el hijo del herrero.

Nino saltó hacia atrás. —Vamonos —masculló quedo—. Vamonos.

Sentí cómo me clavaba las uñas en la espalda. El hijo del herrero le dio un puntapié por detrás. —Si no vienes llamo a Bruno —dijo Nino rabioso—. El otro entonces se apartó, echándole una mirada con ceño burlón, y retrocedió en la explanada. Se miraron fijamente un instante y luego Nino se arrojó sobre él. El otro escapó.

Corrí también yo, desesperadamente, apretando mi jerpa. Junto a una cepa, casi ya en el cañizo, Nino le alcanzó y le derribó. Se mordían revolcándose. Me metí en el fregado y empecé a dar golpes en los pantalones remendados, en la sucia camisa, en los dientes amarillos. Mientras golpeaba pensaba en que Clara podía verme.

Cuando el hijo del herrero se puso a llorar y a aullar, yo me solté y separé asimismo a Nino. Dejamos a nuestro enemigo en el surco y echamos a correr.

Creo que Nino estaba pensando en lo mismo que yo, porque, cansado y molido como estaba también él, corría como un galgo procurando ganar ventaja. De pronto me detuve y le dejé que siguiera. Así evitamos el tener que hablarnos.

Le vi a lo lejos doblar la esquina de la villa y me quedé solo, sobre el montón de guijo de la carretera. Solamente cuando llegué a casa me di cuenta de que tenía el cuello lleno de sangre, pero no me importaba: atravesé el portal y me eché en el heno. Era ya oscuro cuando me levanté todo dolorido y, frotándome la mejilla para descostrar la sangre seca que parecían lágrimas, pensaba si todas las hermanas serían como Clara.

Supe al día siguiente que Nino se había roto un brazo y no me atreví a presentarme en la villa, porque temía que nos hubiesen visto.

Durante muchas noches permanecí despierto horas y horas, cerrando los ojos y apretando la almohada. Una noche de luna, si no hubiese tenido miedo me habría levantado para ir corriendo a la barraca y ver si quedaba algún rastro. Fui a la mañana siguiente, pero andaba por la viña un campesino y no me atreví a entrar.

De mi patio salía poco, porque temía asechanzas y pedradas, pero los chicos me llamaron para ir a pescar porque necesitaban mi red. Y como Nino tenía un brazo roto, el hijo del herrero no se atrevió a decir palabra. Pero un día que hablábamos de ciertas cosas, escondidos en el henil con el rubio de los Mulini, éste me preguntó si también la hermana de Nino era rubia. Luego me avergoncé, pero en aquel momento no supe callar. Hablé, pero con un nudo en la garganta, y de pronto me sentí desesperado, como cuando de niño, en cueros en la silla de la cocina, miraba cómo vertían el agua para el baño. Me callé, y también el rubio callaba.

Finalmente, una mañana, pasaba Bruno en bicicleta y me sorprendió acuchillando una rama bajo los sauces y me llamó, parándose. Llevaba un pañuelo negro al cuello y una blusa con bolsillos.

—¿Has reñido con Nino?

Nino le había dicho el día antes que me buscase y que me mandara a su casa. ¿Se había pegado conmigo? La historia que le había contado del árbol seco no valía. Aquel arañazo era de un chico. —Y si no os conociese, diría que es de chica —concluyó.

Yo le miraba incrédulo.

—Vete a verle tú también; entre hombres no hay que estar nunca en guerra. Ve, Nino quiere verte. Os contaréis cómo nacen los niños.

—Pero ¿tú has ido a verle? —pregunté, titubeando.

—Por supuesto. Somos amigos, ¿no? Es valiente, ese chico. Un brazo roto hace dos semanas y quiere volver a ir en automóvil conmigo.

Bruno sacó un cigarrillo y lo encendió. Echó el humo y enderezó la bicicleta.

—¿Qué dicen sus hermanas? —pregunté.

—Oh, a ésas les tiene sin cuidado —respondió Bruno volviendo la cabeza—. Y a la madre más que a ninguna. La única que se preocupa un poco por él es la rubia—. Se alejó por la carretera mientras yo le seguía con la mirada estupefacto y en el fondo contento.