Le dije que más tarde iría con mis amigos y que me dejase tranquilo. Se fue con su cara entre seria y aburrida, y al momento me dolió haberle tratado de aquel modo. Pero paciencia, concluí, que aprenda. Yo he aprendido.
Me encontré con Guido en el bar. Llevaba, como de costumbre, la camisa de cuello abierto y unos pantalones blancos, y la falsa virilidad del bronceado me hizo sonreír. Guido me tendió la mano sonriendo, y alzó los ojos hacia los tejados, entre astuto y severo. —Qué día —dijo. Eran, realmente, un cielo y una mañana encantadores—.
—Tome una copa de marsala, profesor. Esta noche, ¿eh?—. Me guiñaba el ojo, no sé por qué, y no me soltaba. —¿Y qué hace la hermosa Clelia? —dijo.
—Acabo de salir de mi habitación.
—Siempre tan morigerado, profesor.
Echamos a andar. Me preguntó si me quedaría todavía mucho tiempo en la playa. —Empiezo a estar harto —dije—. Demasiadas complicaciones.
Guido no me escuchaba, o quizás no me entendió.
—Usted no tiene compañía —dijo.
—Tengo a los amigos.
—No basta. También yo tengo los mismos amigos, pero no estaría tan en forma esta mañana si hubiese dormido en una cama individual.
Como yo callaba me explicó que también a él le gustaba la compañía de Clelia, pero que el humo no es el asado.
—¿Y cuál es el asado?
Guido se echó a reír. —Hay mujeres de carne —dijo— y mujeres de aire. Una bocanada después de comer sienta bien. Pero hay que haber comido antes.
—Verdaderamente —le dije—, yo estaba en la costa por Doro.
—A propósito —dije—, ya no pinta.
—Ya era hora —replicó Guido.
Pero ni Doro ni Clelia vinieron a la playa aquella mañana. Gisella y los demás no sabían nada. A mediodía me impacienté y aprovechando que hablaban de hacer una excursión en barca volví a vestirme y subí a la villa. Por la carretera, nadie. Estaba entreabriendo la verja cuando aparecieron por la grava Doro y un señor anciano con panamá y bastón que venía despacito hacia la carretera y escuchaba no sé qué, respondiendo con movimientos de cabeza. Cuando estuvimos solos, Doro me miró con ojos cómicamente inquietos: —¿Qué sucede? —dije. —Sucede que Clelia está encinta.
Antes de alegrarme esperé que Doro tomase la iniciativa. Subimos por el sendero hacia los escalones. Doro parecía incrédulo y divertido. —En fin, estás contento, —le dije. —Antes quiero ver cómo acaba —murmuró—. Es la primera vez que me sucede.
Clelia salía en aquel momento de la habitación y preguntó que quién estaba. Me sonrió, casi con aire de disculparse, y se llevó el pañuelo a la boca. —¿No le doy asco? —dijo.
Luego hicimos comentarios sobre el doctor, que había hablado mucho de responsabilidad y que quería volver con no sé qué instrumento para hacer un diagnóstico científico. —Qué loco —decía Clelia.
—Nada —prorrumpió Doro—. Hoy tomamos el tren y nos vamos a Génova. Tiene que visitarte De Luca.
Clelia me miró resignada. —Ve —dijo—. Empieza la paternidad. Manda él.
Dije que me sabía mal que tuviese que interrumpir el veraneo, pero que después de todo era algo maravilloso.
—¿Y cree que a mí no me sabe mal? —murmuró Clelia.
Doro contaba por los dedos. —Más o menos será…
—Déjalo de una vez —dijo Clelia.
En vez de tomar el tren fueron en el automóvil de Guido. Doro, que me acompañó hasta el pueblo, me confió que le daba cierto reparo la idea de tener que contarlo a la gente, y que hubiese preferido una luxación o una fractura. Charlaba con mucha volubilidad, haciendo bromas de cualquier nadería. —Estás más excitado que Clelia —le dije. —Oh, Clelia está ya resignada —replicó Doro—. Me da rabia, cuando está resignada.
—Es como jugar a la lotería —dijo Doro—. Uno se ha metido el billete en el bolsillo y ya no se vuelve a acordar.
Aquella tarde, cuando Guido paró el coche frente a la verja, yo estaba con Clelia, despidiéndome. La veía dar vueltas por las habitaciones, haciendo paquetes, y la doncella corría arriba y abajo. De cuando en cuando Clelia emitía un suspiro y se acercaba a la ventana donde yo me apoyaba, como la señora de la casa que va de un huésped a otro y a uno entre todos reserva los desahogos del cansancio y del aburrimiento.
—¿Contenta de volver a Génova? —le dije.
Con una sonrisa distraída asintió con la cabeza.
—A Doro le gustan los viajes imprevistos —dije—. Esperemos que sea el último.
Clelia tampoco cogió esta alusión. Dijo, en cambio, que en estas cosas no se puede asegurar nada; luego se puso colorada y salió del apuro protestando: —Ah, grosero.
Le dije que también yo abandonaría la playa. Me volvía a casa. —Lo siento —dijo Clelia. —Al contrario —le respondí, estaba contento de haber pasado con ella su último verano de muchacha. Por un instante Clelia volvió a ser la de días pasados: se detuvo, con la cabeza levantada, y dijo quedamente: —Es verdad. Qué tonta. Se debe haber aburrido mucho, pobrecillo.
Partieron a media tarde, con Guido que bromeaba, pero como Clelia se mostró en seguida desganada, creo que se calló. Me dijeron que les esperase porque contaban con volver dentro de unos días: les vi alejarse con cierta tristeza. En el fondo me dolía que Doro no me hubiese pedido que les acompañara.
A la mañana siguiente, estaba con Ginetta en la playa, y, después de haber hablado un poco de Clelia, no sabía ya qué decirle, cuando unos jóvenes vinieron a llevársela. Deambulé por entre los quitasoles. Entreví a Nina y volví las espaldas. Sospechaba que iba a encontrar a Berti de un momento a otro.
Pero a quien encontré, mientras volvía al camino, fue a Guido. Acababa de dejar el coche en el garaje. Me dijo que el matrimonio se quedaría en Génova. Su médico estaba ausente y Clelia había sufrido un poco durante el viaje. —Es un aburrimiento —-concluyó—, este año se escapan todos.
Berti, como de costumbre, dio señales de vida en el hostal. Entró como una sombra y supe que lo tenía delante de la mesa aun antes de alzar la mirada. Me pareció tranquilo.
A juzgar por su cara desganada y aburrida hubiera dicho que sabía lo de la partida. En cambio me preguntó simplemente si por la mañana había ido a la playa. Cruzamos cuatro palabras y mientras hablaba yo buscaba lo que podía decirle. Le pregunté que cuándo volvía a la ciudad.
Hizo un gesto de fastidio.
—Vuelven todos —dije.
Cuando supo lo de Clelia se puso a juguetear con la caja de cerillas. No le revelé el motivo de la partida; después me pareció mortificado —se me ocurrió de pronto que quizás se consideraba él la causa, por el incidente del baile— y entonces le dije que según sus deseos la señora había hecho de buena esposa y concebido un niño. Berti me miró sin sonreír; luego sonrió sin motivo alguno, dejó la caja y balbució: —Me lo esperaba.
—Es molesto —le dije—, que sucedan estas cosas. Las señoras como Clelia no deberían caer nunca.
Sin que me diese cuenta del cambio, Berti se puso inconsolable. Recuerdo que volvimos juntos a casa y yo callaba y él callaba y miraba a su alrededor.
—¿Volverás a Turín? —le dije.
Pero él quería ir a Génova. Me pidió que le prestase el dinero para el viaje. Le dije que si estaba loco. Me respondió que podía haberme dicho una mentira y pedírmelo para pagar una deuda, pero que conmigo la falta de sinceridad era perder el tiempo. Quería simplemente ver de nuevo a Clelia y saludarla.
—¿Qué crees? —exclamé—, ¿que se acuerda de ti?
Entonces calló de nuevo. Yo pensaba en lo extraño de la situación: el que tenía el dinero para el viaje era yo, y no lo hacía. Mientras tanto llegamos a la callejuela y la vista del olivo me irritó. Empezaba a comprender que nada es más inhabitable que un lugar donde se ha sido feliz. Comprendí el por qué Doro un buen día había tomado el tren para volver a las colinas y a la mañana siguiente se había reintegrado a su destino.
La misma noche nos encontramos en el café —estábamos todos, Guido también, Nina, en su mesita— y convencí a Berti para que regresara conmigo a Turín. Guido quería llevarnos a bailar, estaba dispuesto a llevarle también a él. Pero nosotros partimos aquella noche.