Guido me invitó con mucha cautela a subir una tarde en coche hasta allí arriba. —Estará Nina. ¿No le importa, verdad?—. Miró de soslayo a Berti que se había quedado unos pasos atrás para dejarme hablar, y me echó una mirada, interrogador. Le pedí que nos llevásemos también a Berti, muchacho ingenioso y que sabía bailar, que ya era más de lo que yo sabía hacer. Guido frunció el ceño y dijo: —Desde luego—. Entonces les presenté.
Fue una noche de silencios. Berti había creído que encontraría a Clelia y en cambio tuvo que bailar con Nina que le miraba de arriba abajo y así no decía palabra; nosotros, sentados a la mesita, callábamos y seguíamos con la vista a las parejas. No era que Guido quisiese sacarse de encima a Nina: las palabras que me dijo distraídamente me parecieron más bien un desahogo: —Tengo una edad, profesor, en la que no puedo cambiar de vida, pero si Nina quisiera distraerse, encontrar un ambiente, una compañía que le fuese de ayuda, lo vería con buenos ojos.
—No tiene más que decírselo.
—No —dijo Guido—. Se siente sola. Usted comprende, un hombre tiene amigos, tiene relaciones que atender. No siempre puede dedicarle su tiempo.
—¿Una franca explicación no sería posible? —sugerí.
—Con otras mujeres, no con ella. Una amiga, una vieja amiga, comprende… una mujer exigente, no sé si me explico.
Luego Nina bailó varias veces con él, y Berti fumaba cigarrillos en la mesa, mirando a su alrededor. Me preguntó si la señora era esposa de Guido.
—Ésta no —le dije—. Es de ese mundo que tú imaginas. ¿A quién buscas?
—A nadie.
—Mis amigos no vienen. Cuando está esta señora no vienen.
Aquella noche, en la escalerilla, bajo el olivo, le pregunté si le gustaba Nina, y a su mueca repliqué que habría hecho un gran favor a Guido si la hubiese entretenido un poco. —Pero, si está harto de ella, ¿por qué no la planta? —dijo Berti. —Intenta preguntárselo —dije.
Berti no se lo preguntó y en cambio, la noche después, cogida al vuelo la noticia de que subiríamos a bailar con Clelia y Guido, fue a pie —no sé si había cenado. Le vimos, mientras entrábamos sorteando las mesillas, sentado en un rincón. Tenía delante su bebida, y arrojó el cigarrillo. Pero no se movió.
Por casualidad Ginetta no venía en el grupo. Para mí, ahora que ya me parecía leerle el pensamiento, era evidente que había contado con la presencia de Ginetta para empezar a bailar. Guido, totalmente rejuvenecido por la noche de libertad, miraba a su alrededor con aire satisfecho y le hizo una seña, distraídamente. Berti se levantó y vino hacia nosotros. Clavé la vista en el suelo: soy un cobarde. —¿Cómo está la señora? —preguntó Berti.
Clelia rompió el embarazo general con una risita irrefrenable. Entonces Guido respondió: —Estamos todos bien —con un tono y un gesto vago que nos hizo sonreír a todos, menos a Berti que enrojeció. Se quedó un rato mirándonos y yo no pude resistir; dije, mirando de reojo a Clelia: —Éste es Berti, al que ya conocéis—. Doro, con aire aburrido, le hizo señas de que se sentara, murmurando: —Quédese con nosotros.
Naturalmente, me tocó a mí entretenerle. Berti, sentado en el borde de la silla, nos miraba al soslayo, resignado. Le pregunté qué hacía solo, allí arriba, y Berti respondió con un mohín, haciendo como que escuchaba la orquesta, azorado. —Me dice mi amigo que ha dejado los estudios —dijo Doro, improvisamente—. ¿Qué hace?, ¿trabaja?
—Estoy desocupado —respondió Berti con cierta violencia.
—Mi amigo dice que se divierte —prosiguió Doro sin prestarle atención—. ¿Tiene amigos?
Berti respondió simplemente que no. Callamos todos. Clelia, que estaba medio vuelta a la orquesta, volvió la cabeza y dijo: —¿Usted baila, Berti?
Aquella frase se la agradecí. Berti pudo mirarla fijamente y asentir con la cabeza. —Lástima que Ginetta y Luisella no hayan venido —dijo Clelia—. Las conoce, ¿verdad?—. Sin apartar los ojos de ella Berti respondió que las conocía. —¿Y a mí no me saca a bailar? —dijo Clelia.
Mientras se alejaban, ninguno de nosotros dijo nada. Guido se movió para recoger una cucharilla y mientras tanto mis ojos encontraban a los de Doro. Creo que leyó en mi cara una pregunta inquieta porque mientras yo, azorado, estaba para mirar a otra parte, vi que fruncía las cejas y sonreía a flor de labio.
—¿Qué pasa? —dijo Guido, incorporándose.
Clelia y Berti volvieron casi en seguida. No sé si la orquesta se dio más prisa que de costumbre o si mi inquietud me distrajo. Volvieron, y Clelia dijo algo, no recuerdo qué, lo que hubiese podido decir al apearse de un taxi. Berti la seguía como una sombra.
Aquella noche bailaron todavía otra vez. Creo que fue Clelia la que le animó con una ojeada. Berti se levantó en silencio y esperó, sin mirarla apenas, a que Clelia se acercara. En los intervalos en que me sentaba a la mesilla, ora con Doro, ora con Guido, si alguno de nosotros dirigía la palabra a Berti, éste contestaba, condescendiente, con monosílabos. Guido bailó mucho con Clelia y volvía a la mesa con los ojos avispados. Luego nos quedamos todos un rato sentados cabe la mesilla, charlando. Berti procuraba no mirar demasiado a Clelia y miraba a la orquesta con aire aburrido y absorto. No hablaba. Fue entonces cuando Guido le dijo:
—¿Tiene exámenes de septiembre, este año?
—No —masculló Berti, tranquilo.
—Porque tiene usted cara de exámenes, y no de persona educada.
Berti sonrió bobamente. Clelia sonrió también. Doro no se movió. Pasaban los segundos y nadie hablaba. Guido nos miró de reojo y refunfuñó algo. Pero lo más ofensivo de todo era la sonrisa de desdén que le dedicó a Berti. Como diciendo: «Ahora ya está hecho. No pensemos más en ello.»
Berti no decía nada. Seguía sonriendo vagamente. De pronto Clelia dijo: —¿Quiere que bailemos?—. Alcé la cabeza. Berti se había levantado.
Clelia volvió sola a la mesa, saludando tranquilamente con una seña a alguien que conocía. Se sentó con un mohín de cansancio, casi un ceño, y sin mirarnos murmuró: —Espero que ahora seréis más divertidos—. Unos amigos surgieron en aquel momento de la penumbra y distrajeron nuestra atención.
Cuando volvíamos en el automóvil, a una vaga pregunta mía Clelia respondió que Berti, mientras bailaba, no decía palabra. En cambio dijo muchas Guido, cuando, una vez solos, fuimos juntos, una última vez al bar. Me explicó que no podía soportar a los muchachos y no podía permitir que tuviesen aires de estar dándole una lección. —Sin embargo, también ellos deben vivir —dije—, y adquirir experiencia. —Que pasen antes todo lo que hemos pasado nosotros —replicó Guido, picado.
En el bar le esperaba Nina. Me lo temía. Estaba sentada ante una mesita baja, con la barbilla apoyada en el puño, y seguía con la mirada las volutas del cigarrillo. Nos saludó con un gesto y, mientras Guido pedía algo en el mostrador, me preguntó con voz áspera y modulada, sin apartar la mano, por qué no me dejaba ver más a menudo.
—¿Y anoche? —dije.
—Usted no baila, no toma el sol, no come con nadie, ¿por qué no viene con nosotros? Oh, los amigos de Guido, ¿qué tiene esa mujer para seduciros a todos? No me dirá que a quien usted frecuenta es al ingeniero.
—No digo nada —balbucí.
Era tan tibia la noche que daba pena volver a casa. Quién sabe si Berti me esperaba al pie de la escalera. Probablemente habría ido a sentarse en la playa para saborear su vergüenza. Hubiese preferido no encontrarlo. Cuando llegué a mi habitación, estuve largo tiempo junto a la ventana.
Berti me llamó al día siguiente desde la calle. Nuestra callejuela estaba aún completamente en sombra. Me preguntó si no iba a la playa con él. Calló un momento, luego me preguntó si podía subir. Entró con paso agresivo y los ojos brillantes y cansados. —¿Te parecen horas de venir? —dije. Tenía aspecto de no haber dormido, y por otra parte él mismo lo dijo casi en seguida, con un tono casual. Es más, parecía jactarse de ello. —Venga a la playa, profesor —insistió—. No hay nadie.
Tenía que escribir una carta. —Profesor —me dijo tras un momento de silencio—, basta con hacer día de la noche. Todo se vuelve hermoso.
Alcé los ojos del papel. —Los disgustos a tu edad son muy ligeros.
Berti sonrió con cierta dureza. —¿Por qué habría de tener disgustos?—. Miraba a hurtadillas. —Creía que habías reñido… dije.
—¿Con quién? —me interrumpió.
—Entonces, está bien —murmuré.
—Venga a la playa, profesor —dijo Berti—. El mar es grande.