VI

—Como ves, estoy vivo —le dije—. ¿Había necesidad de seguirme toda la noche?

Me preguntó si iba a dormir. Nos detuvimos bajo el olivo, que era una mancha negra en la oscuridad. —Decían que una señora se ha matado —dijo Berti.

—¿Te interesas también por las señoras?

Berti miraba a mi ventana con la barbilla levantada. Se volvió con vivacidad y dijo que una desgracia puede decidir a un veraneante a irse, y él había pensado que yo y mis amigos nos habríamos ido.

—¿Es pariente suya? —me preguntó.

Comprendí, aquella noche, que cuando hablaba de mis amigos se refería a Clelia y Doro. Me preguntó de nuevo si Mara era pariente de ellos. La absurda sospecha de que se interesase en los treinta años de Mara me hizo sonreír. Le pregunté si la conocía.

—No —dijo él—. Así, así.

Le cité para el día siguiente en la playa, bromeando sobre su ocurrencia de leer en compañía. —Si crees que te voy a presentar chicas, te equivocas. Me parece que ya sabes arreglártelas por tu cuenta.

Aquella noche fumé sentado en la ventana, pensando en las confidencias de Clelia, enojado por la idea de que Ginetta nunca me hubiese hecho nada parecido. Se apoderaba de mí una melancolía que ya conocía. Se añadió el recuerdo de la conversación con Guido, que acabó de desalentarme. Por fortuna estaba en el mar, donde los días no cuentan. «Estoy aquí para distraerme», pensé.

Al día siguiente estábamos sentados en lo alto del escollo Doro y yo, y debajo de nosotros Clelia tendida boca arriba, cubriéndose los ojos. El quitasol, en la arena, estaba vacío. Volvimos a hablar de Mará y llegamos a la conclusión de que una playa está hecha de mujeres y a lo más de niños. Falta un hombre y nadie se da cuenta; falta una Mara cualquiera y un grupo se deshace. —Mira —decía Doro—, estos quitasoles son otras tantas casas: hacen media, comen, se mudan, van de visita: los pocos maridos que hay están al sol donde la mujer les ha puesto. Es una república de mujeres.

—Se podría deducir que la sociedad la han inventado ellas.

En aquel momento llegó a los escollos un nadador. Sacó la cabeza del agua, mientras se agarraba a la roca. Era Berti.

No dije nada y me lo quedé mirando. Quizás no me veía, allí arriba, donde estaba —yo, cuando salgo del agua no veo a dos pasos— y se quedó apoyado en la roca, meciéndose en el oleaje. A la altura de su frente, a pocos pasos, estaba tendida Clelia, boca abajo e inmóvil. A Berti le chorreaba el pelo sobre los ojos, y para sostenerse hacía grandes gestos tentaculares que tienen algo de natación y de inestabilidad a un mismo tiempo. Luego se soltó de improviso y nadó de espaldas, y volvió nadando alrededor de una roca sumergida en el punto donde la arena se hacía escollo. Desde allí me gritó algo. Le saludé con una seña y me puse a hablar otra vez con Doro.

Más tarde, cuando Clelia despertó de su beatitud y llegaron las demás muchachas y unos conocidos, yo recorrí la playa con los ojos y vi a Berti de pie entre las casetas con un periódico en la mano, leyendo. No era la primera vez. Pero aquella mañana era evidente que estaba esperando. Le hice señas de que se acercase. Insistí. Berti se movió, doblando el periódico sin mirarnos. Se detuvo junto a las rocas. Dije a Doro: —Este es el tipo emprendedor que te decía—. Doro miró y sonrió, luego se volvió a su pincelero. Entonces no tuve más remedio que bajar y acercarme a Berti para decirle algo.

Presentar a un chico en bañador negro a muchachas que van y vienen en traje de baño y a señores en albornoz es algo que tiene poca importancia y, bien considerado, disculpable. Pero la cara seria y aburrida de Berti me irritó: me sentía ridículo. Murmuré bruscamente: —Aquí nos conocemos todos—, y al pasar junto a Ginetta que iba a bañarse, le dije: —Espérame.

Cuando volví a la orilla —Ginetta permanecía en el agua durante más de una hora— lo encontré sentado en la arena, entre nuestro quitasol y el contiguo, y abrazándose las rodillas.

Le dejé allí. Prefería hablar un poco con Clelia. Clelia salía en aquel momento de la caseta poniéndose un bolero blanco sobre el bañador. Fui a su encuentro y nos saludamos en broma. Nos alejamos poco a poco, hablando y cuando Berti hubo desaparecido detrás del quitasol me sentí más tranquilo. Dábamos el acostumbrado paseo por la playa, entre la espuma y los grupos tendidos y rumorosos.

—Me he bañado con Ginetta —dije—. ¿Usted no se baña?

Desde el primer día me había mostrado dispuesto, por pura cortesía, a meterme en el agua con ella, pero Clelia se había detenido, mirándome con una sonrisa ambigua. —No, no, al agua voy sola—. No hubo forma. Me explicó que ella todo lo hacía en público, pero con el mar prefería estar sola. —Pero es extraño. —Es extraño, pero es así—. Nadaba bien, y no era pues por timidez. Era una decisión. —La compañía del mar me basta. No quiero a nadie más. En la vida no tengo nada mío. Déjeme por lo menos el mar—. Se alejó nadando sin mover el agua, y a su regreso la esperaba en la arena. Volví sobre el mismo tema y Clelia a mis protestas, respondió con una ligera sonrisa. —¿Ni siquiera con Doro? —pregunté. —Ni siquiera con Doro.

Esa otra mañana bromeamos sobre su baño misterioso, y saltábamos por encima de los cuerpos, nos reíamos de las barrigas, criticábamos a las mujeres. —Mire aquel quitasol rojo —dijo Clelia—, ¿sabe quién está debajo?—. Se entreveía en la gandula una huesuda desnudez cubierta por un traje de baño de dos piezas: sostén y bragas. Estaba bronceada a trozos; el vientre descubierto mostraba la huella de un anterior traje de baño normal. Las uñas de los pies y de las manos eran de color rojo sangriento. Del respaldo de la tumbona colgaba una bonita toalla rosa. —Es la amiga de Guido —susurró Clelia, riendo—. Él la lleva consigo y la tiene escondida, y cuando la encuentra le besa la mano y le hace cumplidos—. Luego me cogió del brazo y se inclinó: —¿Por qué sois tan vulgares los hombres? —Me parece que Guido tiene toda clase de gustos —dije—. En cuanto a vulgaridad no le falta. —No es verdad —dijo Clelia—, es esa mujer la que es vulgar. Él, pobrecillo, me quiere mucho.

Empecé a explicarle que nada es vulgar de por sí sino que somos nosotros los que hacemos la vulgaridad según hablemos o pensemos, pero ya Clelia estaba mirando a otra parte y se reía de un gorrete rojo que un crío llevaba en la cabeza.

Paseamos así hasta el final de la playa, y nos detuvimos a fumar en la escollera. Volvíamos luego aturdidos por el sol y yo dejaba errar la vista acá y allá sin interés, cuando entreví cerca de nuestro quitasol a Berti, que se alejaba —la espalda negra, el bañador— hablando con aire agitado a una mujer menuda en florido traje de mañana, extravagante, con altas sandalias y mejillas bruñidas, empolvadas. Clelia en aquel momento gritó algo a Doro, levantando el brazo, y los dos se volvieron —de prisa Berti, que escapó apenas nos vio; con aire desenvuelto y burlón la perinola, que luego se echó a correr detrás de Berti, llamándolo por su nombre.

—Esa geisha que te perseguía —le dije cuando vino a buscarme al figón—, ¿era por casualidad la señora que te llevaste a casa aquel día?

Berti sonrió indiferente, mirando el cigarrillo.

—Veo que tienes buena compañía —proseguí—. ¿Por qué buscas otra? Menos mal que no te he presentado a aquellas señoritas.

Berti me miraba fijamente, como cuando se aparenta estar pensando en algo. —No es culpa mía —dijo de pronto—, si la he encontrado. Pida perdón por mí a sus amigos.

Entonces cambié de conversación y le pregunté si sus padres sabían algo de esas proezas. Él, con su acostumbrada sonrisa vaga, dijo despacio que aquella mujer valía más que muchas chicas de buena familia. Como por lo demás todas las mujeres como ella, que si llevaban una vida difícil era en provecho de las honestas.

—¿O sea?

—Sí. Los hombres están todos de acuerdo en frecuentar a las mundanas, con ellas se desahogan y ya no molestan a las otras. Entonces, que las respeten.

—De acuerdo —le dije—. Pero entonces, tú, ¿por qué huyes y te avergüenzas de ella?

—¿Yo? —balbució Berti. Era otra cosa, me explicó: él de las mujeres sentía repugnancia y le daba rabia que todos viviesen sólo para aquello. Las mujeres eran estúpidas y melindrosas: la fatuidad de los hombres las hacía necesarias; bastaba ponerse de acuerdo y no buscarlas más, para quitarles toda la soberbia.

—Berti, Berti —le dije—. Encima hipócrita.

Me miró sorprendido. —Servirse de una persona —continué—, y luego evitarla, eso no—. Vi entonces que sonreía y aplastaba el cigarrillo con ostentación. Con voz más tranquila dijo que no se había servido de aquella mujer, sino que —sonrió— aquella mujer se había servido de él. Estaba sola, se aburría en la costa; se habían encontrado en la playa —ella misma había empezado a bromear y a hacer melindres. —Lo ve —me dijo—. No le dije que no, porque me daba lástima. Lleva un bolso con el espejo todo roto. Yo la comprendo. Busca tan sólo compañía y no quiere un céntimo: dice que en la costa no se trabaja. Pero es mala. Es como todas las mujeres, que se aprovechan del ridículo para humillar a un hombre.

Volvimos a casa por las calles desiertas de las dos de la tarde. Me había propuesto no dar más consejos a aquel muchacho: era tipo de dejar que se desahogase, para ver hasta dónde llegaba. Le pregunté si a aquella mujer, a aquella señora, no se la había traído por casualidad de Turín. —Usted está loco —me respondió bruscamente. Pero perdió toda espontaneidad cuando le pregunté que quién le había enseñado a excusarse de cosas que a la gente no le dan ni frío ni calor. —¿Cuándo? —balbució. —¿No me has dicho hace poco que pidiese perdón a mis amigos? —dije.

Me explicó que, puesto que yo estaba en compañía, le sabía mal que le hubiésemos visto con aquella mujer. —Hay personas —dijo—, ante las que uno se avergüenza de hacer el ridículo. —¿Quién, por ejemplo? —Calló un instante. —Sus amigos —balbució desdeñosamente.

Me dejó al pie de la escalera, y se alejó bajo el sol. Como en aquellas horas sofocantes Doro descansaba, yo, que no consigo dormir de día, había hecho ver que volvía a casa sólo por librarme de Berti. Y ahora empezaba el tedio cotidiano de las horas calurosas y vacías. Callejeé por el pueblo, como siempre, pero ya no me quedaba un rincón que no conociese. Tomé entonces el camino de la villa, impaciente por hablar con Clelia. Pero era desesperadamente pronto, y pasé mucho tiempo meditando, sentado en un parapeto detrás de unas plantas que se recortaban sobre el mar. Entre otras cosas pensé por vez primera que alguien, no conociendo bien a Clelia, habría dicho, viéndonos pasear y reír juntos, que entre nosotros había algo más que una simple amistad.

Encontré a Clelia en el jardín, recostada a la sombra en una tumbona de mimbre. Parecía contenta de verme y se puso a hablar. Me dijo que Doro estaba harto de pintar siempre el mar y que quería dejarlo. Se me escapó una sonrisa. —Su Guido estará contento —dije—. ¿Por qué?—. Entonces tuve que explicarle que, según Guido, Doro pensaba más en la pintura que en ella, y ésta era la causa de sus divergencias.

—¿Divergencias? —dijo Clelia, frunciendo el ceño.

Me impacienté. —Vamos, Clelia, no querrá hacerme creer que un poquito no hayan regañado. Acuérdese de aquella noche en que usted me rogaba que le hiciese compañía y que le distrajese.

Clelia me escuchó medio enfurruñada y negaba con la cabeza. — Nunca he dicho nada —murmuró—. No recuerdo. —Sonrió—. No quiero acordarme. Y usted, no sea grosero.

—Caramba —dije—. El primer día que estuve aquí. Volvíamos de aquel viaje en que nos dispararon…

—Qué gracioso —exclamó Clelia—. ¿Y aquel hombre blanco que hacía cabriolas?

Tuve que sonreír, y Clelia dijo: —Todos os tomáis lo que digo al pie de la letra. Todos recordáis las cosas que digo. Y preguntáis, queréis saber. —Se enfurruñó de nuevo—. Me parece como si hubiese vuelto al colegio.

—Por mí… —murmuré.

—No hay que recordar nunca las cosas que digo. Yo hablo y hablo porque tengo una lengua en la boca, porque no sé estar sola. No me tome en serio usted también, porque no vale la pena.

—Oh, Clelia —dije—, ¿estamos cansados de la vida?

—¡Qué va! ¡es tan hermosa! —dijo ella, riendo.

Entonces dije que no podía comprender al pobre Doro. ¿Por qué quería dejar de pintar? Con lo bien que lo hacía.

Clelia se puso pensativa y dijo que de no haber sido la que era —una niña mimada que no sabía hacer nada— habría pintado ella el mar que le gustaba tanto y que era algo que le pertenecía; y no sólo el mar, sino las casas, la gente, las empinadas escalerillas, todo Génova. —Tanto me gusta —dijo.

—Quizás es por esto que Doro escapó de casa. Por la misma razón. A él le gustan las colinas.

—Es posible. Pero él dice que su pueblo sólo es bonito en el recuerdo. Yo no sería capaz. No tengo otra cosa.

Sentados frente por frente —en medio, la mesita— esperamos a Doro. Clelia empezó de nuevo a hablarme de cuando era muchacha, y bromeó mucho sobre las ingenuidades de aquella vida, sobre el estrecho ambiente de vejestorios que querían hacer de ella una condesa y que la llevaban como un zarandillo por tres casas —una tienda, un palacio y una villa— y lo que a ella le gustaba era el triángulo de calles que las unía, atravesando toda la ciudad. El palacio del tío era un viejo caserón con frescos y brocados en vitrinas, como un museo, que visto desde la calle campeaba sobre el mar, y tenía grandes cristaleras emplomadas. De niña, decía Clelia, era una pesadilla entrar en aquel zaguán y pasar la tarde en la lúgubre penumbra de las saletas. Más allá de la techumbre estaba el mar, estaba el aire, estaba la calle bulliciosa; ella tenía que esperar a que mamá acabase de cuchichear con la vieja; y sin cesar, martirizada por el aburrimiento, alzaba los ojos a los cuadros oscuros, donde relampagueaban bigotes, capelos cardenalicios, mejillas descoloridas de muñecas sin edad.

—Ve qué tonta soy —decía Clelia—, entonces que el palacio era casi nuestro, no lo podía soportar; ahora que somos pobres y no tenemos un céntimo, lo que daría por recuperarlo.

Antes de que Doro apareciese en el balcón, Clelia me dijo aún que su madre no quería que se quedase en la tienda donde estaba papá, porque no estaba bien que una niña como ella oyese disputar detrás del mostrador y aprendiese tantas palabras groseras. Pero la tienda estaba llena de cosas y tenía escaparates centelleantes —los mismos objetos que inundaban el palacio— y allí la gente iba y venía y Clelia era feliz de ver al padre contento. Le preguntaba siempre por qué no vendían también los cuadros y las lámparas del palacio, y así nunca más se habrían arruinado. —He tenido una infancia juiciosa —me explicó sonriendo—. Me despertaba de noche con el pánico de que papá se hubiese vuelto pobre.

—¿Y a qué venía tanto miedo?

Entonces Clelia dijo que en aquellos años estaba siempre con el alma en un hilo. Los primeros pensamientos de amor los había tenido frente a un cuadro de san Sebastián mártir, un joven desnudo, el cuerpo cubierto de coágulos y de llagas, con las flechas clavadas en el vientre. Los ojos tristes y enamorados de aquel santo le hacían sentirse avergonzada de haberlo mirado, y ella identificaba el amor con aquella escena.

—¿Y por qué le cuento todo esto? —dijo.

Poco después apareció Doro en la terraza, muy ocupado en secarse el cuello. Me hizo señas y se metió dentro para bajar. Pregunté a Clelia si había cambiado de idea sobre el amor.

—Naturalmente —me dijo.