V

Clelia me había dicho que cada mañana Doro escapaba de casa y se iba a bañar en el mar lechoso del alba. Por eso se estaba luego tan perezoso hasta mediodía detrás de su caballete. A veces, me dijo, iba ella también, pero no mañana, porque tenía demasiado sueño. Prometí a Doro que le acompañaría y precisamente aquella noche no pude dormir. Me levanté al amanecer y me dirigí, por las calles frescas y desiertas, a la playa todavía húmeda. Era la ocasión para detenerme a contemplar cómo el oro del sol incendiaba y recortaba toscamente los arbolillos en la cima de la montaña, pero al sentarme en la playa vi acercarse una cabeza por el agua inmóvil y dirigirse a la orilla y emerger goteante el cuerpo oscuro de mi joven amigo.

Naturalmente, vino a hablarme, al tiempo que se frotaba, delgado y bajo, con la toalla. Escudriñé a lo lejos para ver si asomaba la cabeza de Doro.

—¿Cómo es que estás solo? —dije.

No respondió —estaba totalmente concentrado en su esfuerzo— y cuando hubo acabado se sentó a pocos pasos de mí, de cara al mar. Yo me puse de lado para no perder de vista la montaña bulleante de oro. Berti buscó con la punta de los dedos dentro de un hato, sacó un cigarrillo y lo encendió. Luego se disculpó porque sólo tenía uno.

Me sorprendí de que fuese tan madrugador. Berti hizo un gesto vago y me preguntó si esperaba a alguien. Le dije que en la playa no se espera a nadie. Entonces Berti se tendió boca abajo de un voleo y, apoyándose en los codos, fumó, mientras me miraba.

Me dijo que el aspecto de feria que la playa tomaba con el sol le irritaba. Chiquillos, quitasoles, niñeras, familias. Si de él dependiese, lo hubiera prohibido. Entonces le pregunté por qué venía a la playa: podía quedarse en la ciudad, donde no había quitasoles.

—Dentro de poco dará el sol —dijo, volviéndose para mirar la montaña.

Callamos un rato, en el silencio casi vacío de rumores.

—¿Estará mucho tiempo aquí? —me preguntó. Le dije que no lo sabía y miré de nuevo a lo lejos. Se entreveía un punto negro. También Berti miró y me dijo: —Es su amigo. Estaba en la boya cuando he llegado. Cómo nada. ¿Usted nada?

Al cabo de un rato tiró el cigarrillo y se levantó. —¿Estará hoy en casa? —dijo—. Tengo que hablarle.

—Puedes hablarme también ahora —dije alzando los ojos.

—Pero usted está esperando a alguien.

Le dije que no hiciese el tonto. ¿De qué se trataba? ¿De clases?

Entonces Berti volvió a sentarse y se miró las rodillas. Empezó a hablar como en un interrogatorio, abstrayéndose de vez en cuando. Dijo, en substancia, que se aburría, que no tenía compañía y que estaría muy, pero que muy contento de poder conversar conmigo, de leer juntos algún libro —no, no clases— sino leer como había hecho a veces en la escuela, explicando y discutiendo, enseñándole muchas cosas que él sabía que no sabía.

Le miré de soslayo, hastiado y a la vez con curiosidad. Berti era uno de esos tipos que van a la escuela porque se les manda a la escuela, y cuando hablas te miran a la boca con los ojos hinchados y fastidiados. Ahora, desnudo y bronceado, se abrazaba las rodillas y sonreía inquieto. Quién sabe, pensé, si estos muchachos no son los más despiertos.

Se fue cuando la cabeza de Doro estaba casi en la orilla. Se levantó bruscamente y dijo «hasta la vista». Por entre las casetas empezaban a pasear otros bañistas, y me pareció verle correr detrás de unas faldas que desaparecieron entre las casetas. Pero he aquí que Doro salía del agua, el cuerpo encorvado como para una escalada, terso y goteante, con la cabeza reluciente bajo el gorro que le daba un aire muy atlético. Se detuvo ante mí, tambaleándose, y jadeaba; bajo el esternón y en las costillas se le marcaba todavía la palpitación de nadar. Irresistiblemente pensé en Guido, en la conversación de la noche anterior, y se me escapó una sonrisa vaga. Doro, arrancándose el casco refunfuñó:

—¿Qué pasa?

—Nada —respondí—. Pensaba en nuestro magnífico Guido, que está engordando. ¡Vale la pena no casarse!

—Si todas las mañanas nadase durante una hora, sería otro hombre —dijo Doro, y cayó de rodillas en la arena.

Berti volvió a buscarme a la fonda a mediodía. Se detuvo entre las mesas con la chaqueta echada por los hombros sobre la pescadora azul. Le hice señas de que se acercase. Entonces vino hacia mí, agarrando al pasar una silla de una mesa, pero la atención con que yo le miraba debió de desconcertarle porque se detuvo, le resbaló la chaqueta y la recogió mientras dejaba la silla. Le dije que se sentara.

Esta vez me ofreció un cigarrillo y en seguida se puso a hablar. Yo encendí la pipa sin responder. Le dejé decir lo que quiso. Me contó que por motivos familiares había tenido que dejar los estudios, pero que aún no se había colocado —y ahora que los había dejado, al verme había comprendido que estudiar, no de alumno sino por cuenta propia, por gusto, era una cosa inteligente. Dijo que me envidiaba y que hacía tiempo se había dado cuenta de que yo no era solamente un profesor, sino un hombre simpático. Tenía muchas cosas que discutir conmigo.

—Por ejemplo —dije.

Por ejemplo, contestó, ¿por qué las clases no se dan conversando con el profesor o incluso yendo de paseo con él? ¿Era realmente necesario perder el tiempo detrás de cuatro estúpidos que tienen parada a toda una clase?

—En efecto, tenías tantas ganas de estudiar que no te bastaba la escuela y tomabas clases particulares.

Berti sonrió y dijo que no era eso.

—Y me desagrada —proseguí—, saber ahora que tus padres no son millonarios. ¿Por qué les hacías gastar el dinero en clases particulares?

Sonrió de nuevo, de un modo que tenía algo de femenino y al mismo tiempo de desdeñoso. Son las mujeres las que responden así. Se lo ha enseñado alguna mujer, pensé.

Berti me acompañó durante un trecho de camino —aquel día yo tenía que hacer una excursión con los amigos de Clelia— y me volvió a decir que comprendía perfectamente que yo había venido al mar para descansar y que no pretendía obligarme a darles clases, pero que por lo menos esperaba que toleraría su compañía y que charlaría alguna vez con él en la playa. Esta vez tuve yo la sonrisa femenina y dejándole en mitad de la calle, le dije: —Con mucho gusto, si estás realmente solo.

La excursión de aquel día —íbamos todos, en el automóvil de Guido— tuvo un final desgraciado, porque una de las mujeres, una tal Mara, parienta de Guido, al ir a coger moras resbaló por una escarpa y se partió un hombro. Habíamos subido por la acostumbrada carretera de la montaña, más allá del local de la otra noche, pasadas las últimas villetas desperdigadas, en medio de los pinos y de las peñas rojas, hasta el altozano donde había visto aquella mañana fulgurar el primer sol. Trasladada la pobrecilla a la carretera, comprendimos en seguida que volver todos en coche era imposible. Guido, preocupadísimo, quiso tender a Mara, que gemía, sobre los cojines. Quedaba sitio para Clelia y para otras dos que nos miraron a Doro y a mí divertidas, y al final acabamos regresando a pie nosotros dos. No habíamos recorrido doscientos pasos cuando encontramos, sentada sobre un montón de guijo, a la segunda de las muchachas.

Doro cortó bruscamente la conversación: —Vivir siempre entre mujeres, eso es lo que pasa.

La habían hecho apearse para dejar sitio a Mara, que por lo que se quejaba se debía de haber roto realmente el hombro. Le había tocado a ella porque era la única chica del grupo. —Nosotras no somos mujeres —nos dijo enfadada—. Mara ha terminado de divertirse, este año. La llevan otra vez a Génova. —Nos miró de reojo, mientras caminaba. Doro le dedicó una sonrisita de acogida. Hablaron un poco de Mara y discutieron sobre cómo se tomaría la cosa su marido, aquel tipo tan enérgico que se zafaba de sus ocupaciones de Sestri sólo los domingos. —Estará contento de que la fractura le haya tocado a su mujer —dijo Doro—. Por fin podrá pasar un verano con ella.

La muchacha —se llamaba Ginetta— soltó una carcajada rencorosa. —¿Usted cree? —dijo clavándole en la cara sus ojos pardos—. Sé muy bien que a los maridos les encanta cuando la mujer está lejos. Son egoístas—. Doro se echó a reír. —Cuánta sabiduría, Ginetta. Estoy seguro de que Mara en este momento no está pensando en esto. —Luego me miró a mí—. Hace falta ser un crío o soltero para decir estas cosas.

—Yo no digo nada —refunfuñé.

Aquella Ginetta era una hermosa muchacha que caminaba con decisión y que tenía la costumbre de sacudir el pelo hacia atrás como si fuesen crines. Iba a hablar cuando Doro se le adelantó.

—¿Vendrá este año Umberto?

—Los solteros son unos hipócritas —replicó ella—. No lo sé —respondió luego.

—Tú gozas de todas las desventajas, Ginetta. Te casas con un soltero que ya te deja sola. ¿Qué es lo que te hará después?

Ginetta, entre seria y alegre, miró frente a sí y meneó la cabeza.

—Por lo general un marido ha sido antes un soltero —observé con calma—. De alguna forma hay que empezar.

Pero Ginetta hablaba de Umberto. Nos contó que escribía que de noche las hienas aullaban de tal modo que le hacían pensar en los niños que no quieren dormir. Querida Ginetta, le decía, si nuestros hijos arman tanto alboroto me iré a dormir al hotel. Luego le decía que la gran diferencia entre el desierto y los países civilizados era que allí, con tanto ruido, no se podía pegar ojo. —Qué tonto —reía Ginetta—. Siempre estamos bromeando.

Las revueltas de la carretera entre los pinos, por las que asomaba el mar, mezclaban para mí, a las volubles palabras de Ginetta, un humor sabroso, un ligero vértigo. Parecía como si el mar, allá en el fondo, nos atrajese. Hasta Doro caminaba más ligero. Estaba anocheciendo.

—Pobre Mara —dijo Ginetta—. ¿Cuándo podrá volver a nadar?

Aquella noche encontramos el quitasol vacío y desierta la playa. Nos metimos en el agua Ginetta y yo, y nadamos ras con ras, como en una carrera de natación, sin atrevernos a separarnos en el silencio del mar vacío. Regresamos sin decir palabra y yo veía, entre las brazadas, la elevada pendiente con pinos por donde habíamos descendido poco antes. Hicimos pie; Ginetta salió, brillante como un pez, y se fue a la caseta. Doro estaba acabando de fumar el cigarrillo que había encendido mientras me esperaba.

Subimos juntos a la villa, donde ya estaba Clelia. Aquella noche, durante la cena, oí que Mara había vuelto a Sestri con Guido y que estaríamos solos y sin automóvil por unos días. La noticia me agradó, porque me gustaba pasar la noche en calma, conversando.

—Esa boba —dijo Clelia—. Podía haber esperado hasta el final de la temporada para romperse el brazo.

—Ginetta dice que los hombres somos unos egoístas —observó Doro.

—¿Le gusta Ginetta? —me preguntó Clelia.

—Es una chica que rebosa salud —dije—. ¿Por qué? ¿Hay algo más?

—Oh, nada. Doro asegura que de muchacha me parecía a ella.

Sentencié entonces que todas las muchachas se parecen, y que para poder juzgar hay que verlas cuando son ya mujeres.

Clelia se encogió de hombros. —Quién sabe cómo me juzga a mí —murmuró.

—Carezco de elementos —dije—. Sólo Doro podría juzgarla.

Doro, inesperadamente, empezó a bromear y dijo que un hombre enamorado tiene una venda en los ojos y su opinión no cuenta. Habló de un modo que parecía Guido. Me lo quedé mirando estupefacto. Lo bueno era que Clelia no le hacía caso y se encogió otra vez de hombros murmurando que éramos todos iguales.

—¿Qué pasa? —exclamé riendo.

No pasaba nada, y Clelia con voz frágil empezó a quejarse de que se sentía un vejestorio y que pensando en su juventud, o, mejor, en su infancia, cuando era colegiala y cuando fue al primer baile y cuando se puso medias por primera vez, le daban escalofríos. Doro escuchó pensativo, sonriendo apenas. —Era una niña demasiado juiciosa —decía Clelia desolada—. Creía que si al día siguiente papá se hubiese vuelto pobre de repente o se hubiese incendiado la cocina, no habríamos tenido nunca más de qué comer. Me había montado en el jardín un escondrijo con nueces e higos secos, y esperaba que nos volviésemos pobres para ofrecer a papá mis provisiones. Habría dicho a papá y a mamá: «No os desesperéis. Clelia está en todo. La habéis castigado, pero ella ahora os perdona y no lo volváis a hacer». Qué tonta era.

—Todos somos tontos, a esa edad —dije.

—Me creía todo lo que me decían. No me atrevía a meter la cara entre los barrotes de la verja porque podía pasar alguien y sacarme los ojos. Y sin embargo, desde la verja se veía el mar y yo no conocía otra distracción, porque me tenían siempre encerrada, y me sentaba en el poyo y escuchaba a los transeúntes, escuchaba los ruidos. Cuando una sirena sonaba en el puerto, era feliz.

—¿Por qué le cuentas estas cosas? —dijo Doro—. Para soportar los recuerdos de infancia de otra persona, hay que estar enamorado de ella.

—Pero él me quiere —dijo Clelia.

Charlamos largamente aquella noche, y después fuimos a ver el mar bajo las estrellas. La noche era tan clara que se vislumbraba la blancura del rompiente bajo la barandilla del Paseo. Yo dije que realmente costaba creer que todo fuera agua y que el mar me daba la sensación de estar viviendo bajo una campana de cristal. Describí mi olivo como una vegetación lunar, aun cuando no había luna. Clelia, volviéndose entre Doro y yo, exclamó: —¡Qué bonito! Vamos a verlo.

Pero al atravesar la plazuela encontramos a ciertos conocidos, y tuvimos que contar lo de Mara, y, hablando hablando, Clelia se olvidó del olivo y volvieron todos a la villa a jugar a cartas. Un poco despechado les dejé, diciendo que estaba cansado.

Al fondo de la plazuela tropecé con Berti que no tuvo tiempo de ocultarse en la oscuridad. Seguí adelante y fue Berti quien me dirigió la palabra.

—¿Qué significa ese contarme los pasos? —dije entonces.

Le había entrevisto una hora antes, bajo la villa, y se había pasado todo el tiempo rondando por el Paseo, a cierta distancia de nosotros. La chaqueta blanca sobre la pescadora resaltaba demasiado. Él me dijo —envalentonado por la oscuridad— que había oído algo de un accidente en el pinar y que había querido cerciorarse.