IX

Volví a ver a Berti, con el ceño fruncido, en el hostal. Se ve que entró por pura ociosidad. Me dijo que quería venir a verme por la tarde, para leer conmigo.

—¿Ya no te gustan las chicas? —dije.

—¿Cuáles?… Las odio —me respondió.

—¿No querrás decir que buscas la compañía del ingeniero?

Me preguntó si Doro era realmente amigo mío. Le contesté que sí, él y la mujer eran los mejores amigos que tenía.

¿La mujer?

—No sabía que Clelia era la mujer de Doro. Le brillaron los ojos. —¿De verdad? —repetía, y los bajaba con aquel aire impasible de fastidio, que era su aire serio. —¿Qué creías? —refunfuñé. —¿Que era una bailarina?

Berti manoseaba el mantel y me dejó hablar. Luego me miró a la cara con dos ojos brillantes, ingenuos, en fin, sus ojos de muchacho, y volvió a preguntarme si por la tarde podía subir a mi casa.

—¿No irá nadie a verle? —dijo.

Era evidente que estaba pensando en Clelia.

—¿Cómo es eso? —le dije—. ¿Odias a las mujeres y te pones colorado pensando en ellas?

Berti me contestó no sé qué tontería, luego hubo una pausa y finalmente nos levantamos. Por la calle iba taciturno, pero contestaba animándose, con el aire de quien habla a trochemoche porque al fin y al cabo sigue en lo suyo. Me detuve bajo el olivo para hablar un momento con la patrona y él me esperó al pie de la escalerilla contemplando y acariciando la piedra lisa de la baranda, con una sonrisa entre tierna y desdeñosa en los labios. —Sube —le dije al reunirme con él.

Cuando estuvimos arriba se acercó a la ventana, se apoyó en ella de espaldas y se quedó mirando cómo yo me movía por la habitación.

—Profesor, estoy contento —se le escapó de repente, mientras le volvía la espalda y me enjuagaba la boca.

Le pregunté por qué y él me respondió con un gesto, como queriendo decir: «Es así.»

Tampoco aquella tarde leímos. Empezó a explicarme que de cuando en cuando le venían ganas de trabajar, un frenesí, un deseo de hacer algo, no tanto de estudiar como de tener un puesto de responsabilidad, pero arduo, para entregarse a él noche y día y convertirse en un hombre como nosotros, como yo. —Entonces, trabaja —le dije—. Eres joven; si yo pudiese estar en tu lugar…—. Me dijo entonces que no comprendía por qué la gente exaltaba tanto a los jóvenes: él habría querido tener ya treinta años —mejor que mejor—, eran estúpidos aquellos años intermedios.

—Pero todos los años son estúpidos. Es una vez pasados cuando se vuelven interesantes.

—No —dijo Berti, no encontraba realmente nada de interés en sus quince, en sus diecisiete años; estaba contento de haberlos pasado.

Le expliqué que lo bonito de su edad era que las tonterías no cuentan y precisamente por lo mismo que a él le desagradaba: que sólo se les consideraba unos muchachos. Me miró sonriendo.

—Entonces, lo que hago, ¿no son tonterías?

—Según —le dije—. Si molestas a las mujeres de mis amigos desde luego será una tontería, además de una grosería.

—No molesto a nadie —protestó.

—Veremos si es verdad.

Me confesó, poco antes de terminar la conversación, que había creído estúpidamente que la señora era la amante de mi amigo, y que al saber que en cambio era su esposa le había gustado, porque le daba mucha rabia que las mujeres, con la excusa de que son mujeres, se vendan al primero que encuentran. —Hay días en que el mundo, la vida, me parece un gran prostíbulo.

En aquel momento le interrumpió una voz áspera, que yo conocía, una voz de mujer irritada que subió de la calle, replicando a la de nuestra patrona. Nos miramos. Berti calló y bajó los ojos. Comprendí que era la mujer de la playa, aquella a la que nosotros llamábamos por broma su amante. Berti no se movió.

La patrona decía: —No está, no sé nada—. La otra chillaba denuestos, afirmando que nadie le había faltado nunca el respeto y que no bastaba con el agua bendita para lavarse la cara.

Cuando callaron y alguien se alejó, esperé a que Berti hablara, pero Berti miraba al suelo con el rostro endurecido y distraído, y no decía nada.

Le dije, cuando se iba, que hiciera lo posible para que aquellas cosas no volvieran a ocurrir. Corté el hilo y cerré la puerta.

Al escollo aquella tarde no acudió. Vino Guido, enjugándose el sudor. Clelia le preguntó en tono burlón que cuándo volverían a bailar allá arriba.

—¿Has oído? —dijo él a Doro—. Tu mujer tiene ganas de bailar.

—Yo no —dijo Doro.

Clelia me estaba contando algo acerca de una galería del viejo palacio de su tío, que aquella tarde le volvía a la memoria, y ahora le hubiese gustado encontrarse allí. Guido la escuchó un momento y luego dijo que yo era el hombre apropiado para apreciar las voces del pasado.

Clelia sonrió desconcertada y le respondió que las conversaciones sobre el presente las esperaba de él. Miramos a Guido que guiñó un ojo —creo que a mí— y replicó a Clelia que por lo menos nos contase algo interesante —el primer baile—, el primer baile de una mujer está siempre lleno de sorpresas.

—No, no —dijo Clelia—, queremos saber algo de su primer baile. O incluso del último, del de ayer noche.

Doro se levantó y dijo: —No os excitéis. Yo me voy a nadar.

—Es verdad —dije—. Siempre se habla del primer baile de las muchachas. ¿Y del de los jovencitos? ¿Qué les sucede a los futuros Guidos la primera vez que abrazan a una chica?

—No existe una primera vez —dijo Clelia—. Los futuros Guidos no han empezado en una determinada ocasión. Lo hacían ya antes de nacer.

Continuamos así hasta el regreso de Doro. Esas bromas agresivas gustaban a Clelia y mezclaba con ellas una segunda intención incitante, una malicia que —quizá me equivoco— Guido no siempre alcanzaba. O más bien tenía el aire de soportarlas preocupado por otras cosas, pero la complacencia malhumorada con que se prestaba al juego me hizo sonreír.

Dije: —Parecéis marido y mujer.

—Grosero —dijo Clelia.

—Con una mujer como Clelia, ¿qué más se puede hacer sino bromear? —dijo Guido.

—Sólo hay un hombre con el que no bromea —dije a mi vez.

—Naturalmente —dijo Clelia.

Doro volvió y se tumbó en la arena, al último sol. Al cabo de un rato Guido se levantó y nos dijo que se iba al bar. Se alejó entre los palos de los quitasoles cerrados y los encontronazos y los regateos del bullaje vespertino. Algo más lejos Ginetta y otros jóvenes alborotaban saludando a una barca que se acercaba. Nosotros tres callábamos; yo escuchaba el rumor de las zambullidas y de la vocinglería, amortiguado.

—¿Sabe, Clelia —dije de pronto—, que mi estudiante al verla, ha decidido cambiar de vida?

Doro alzó la cabeza. Clelia abrió los ojos, sorprendida.

—Ha despedido a su amante y habla mal de todas las mujeres. Es una señal infalible.

—Gracias —murmuró Clelia.

Doro volvió a tenderse. —Ya que Doro está presente —proseguí—, puedo decirlo. Está enamorado de usted.

Clelia sonrió, sin moverse. —Lo siento por esa… ¿No puedo hacer nada?

Se me escapó una sonrisa.

—Con tantas chicas que buscan —dijo Clelia—, resulta molesto.

—¿Y por qué? —dije—. Él es feliz. Es más feliz que nosotros. Debería ver cómo acaricia los troncos, extasiado.

—Si se lo toma así… —dijo Clelia.

Doro se volvió del otro lado, en la arena. —Bueno, dejadlo ya —dijo.

Le dijimos que se callase porque él no tenía nada que ver en aquel asunto. Clelia miró un momento a la arena, sin hablar. —Pero, ¿seguro que es verdad? —preguntó de pronto.

Riendo, se lo aseguré. —Qué encuentra en mí ese tonto —dijo entonces. Me miró, recelosa. Sois todos unos tontos —dijo.

Volví a repetirle que mi estudiante era feliz y que más valía así y que, por mi parte, habría aceptado ser tonto en esas condiciones.

Entonces Clelia sonrió y dijo: —Es verdad. Es como cuando estaba sola en la galería y en vez de estudiar tiraba bolitas de papel al cuello de los transeúntes. Una vez un señor me esperó abajo y me dio mucho miedo. Quería saber qué le había escrito. Era un ejercicio de latín.

Doro se reía, tendido boca arriba sobre la arena.

—Y aquel señor era Guido —dije.

Clelia me clavó la mirada. —Qué tenía contra Guido —me preguntó. Me sentí mortificado. —Le conozco —le dije.

—Guido estas cosas no las hace —dijo Clelia—. Guido respeta a las señoras.