IV

Había temido que mi estancia en la costa significaría pasar días enteros en un hormigueo de desconocidos, y estrechar manos y dar las gracias y entablar conversaciones, con un trabajo de Sísifo. En cambio, salvo las inevitables veladas en grupo, Clelia y Doro vivían con bastante tranquilidad. Por ejemplo, a diario cenaba en la villa y los amigos no llegaban hasta entrada la noche. Nuestro trío no carecía de cordialidad, y aunque los tres escondiésemos tras de nuestra frente pensamientos inquietos, hablábamos de muchas cosas con el corazón en la mano.

Pronto tuve algún suceso mío que contar —chismes del figón donde almorzaba, pensamientos extravagantes y casos extraños, esos casos que el desorden de la vida de mar favorece. La voz que había oído resonar a través de la reja la primera tarde mientras salía de casa, ya al día siguiente se me dio a conocer. Se acercó a mí en la playa un joven quemado por el sol que me saludó amablemente con la mano y pasó de largo. Le reconocí cuando ya había pasado. Era nada menos que un alumno mío del año anterior, que un buen día, sin avisar, había faltado a la acostumbrada clase en mi estudio, y no volví a verlo nunca más. Aquella misma mañana, me estaba tostando al sol, cuando se arrojó a mi lado un cuerpo atezado y vigoroso: de nuevo él. Sonrió mostrándome los dientes y me preguntó si me bañaba. Le respondí sin levantar la cabeza: por casualidad me hallaba lejos del quitasol de mis amigos y había confiado en estar solo. Él me explicó con sencillez que había venido a aquella playa por puro azar y que se encontraba a gusto. No habló del asunto de las clases. Por despecho le dije que la tarde antes había oído disputar a su familia. Él sonrió de nuevo y me respondió que era imposible porque su familia no estaba. Pero reconoció que vivía en una calle con un olivo. Y mientras se ponía en pie para irse habló de alguien que le estaba esperando. Aquella noche asomé la cabeza a la planta baja, de donde venía un penetrante olor a frito, y vi niños, una mujer con un pañuelo en la cabeza, una cama sin hacer, unos hornillos. Como me vieron pregunté por él, y la mujer —mi propia patrona— se acercó a la puerta y de cháchara en cháchara bendijo al cielo que yo conociese a su inquilino porque ahora estaba ya arrepentida de haberlo admitido y quería escribir a la familia, una gente tan buena que mandaba al hijo a la playa para que se distrajese, y él, ya la primera noche había llevado una mujer a la habitación. —Hay cosas que… —dijo—. Y todavía no tiene dieciocho años.

Conté el caso a Clelia y Doro y describí la visita que Berti me hizo a la mañana siguiente cuando me encontró en lo alto de la escalera, tendiéndome la mano y diciéndome: —En vista de que ahora sabe donde vivo, es mejor que seamos amigos.

—Verás cómo éste acaba pidiéndote la habitación —dijo Doro.

Animado por la atención de Clelia, proseguí. Expliqué que el descaro de Berti era simplemente una timidez que, por autodefensa, se volvía agresiva. Dije que el año anterior, antes de desaparecer y probablemente de despilfarrar el dinero que debiera haber gastado en mis clases, el muchacho daba muestras de sumisión y siempre que me veía me saludaba con una tímida reverencia. Le había ocurrido lo que a todos: la realidad se disfrazaba de su contrario. Como esas almas tiernas que afectan rudeza. Yo le envidiaba —dije—, porque siendo un muchacho, podía aún forjarse ilusiones sobre su verdadero modo de ser.

—Creo —dijo Clelia—, que yo debería ser de un carácter cerrado, receloso y perverso.

Doro sonrió sin decir nada. —Doro no lo cree —dije—, pero también él, cuando se hace el brusco es porque tiene ganas de llorar.

La doncella que nos cambiaba los platos se paró a escuchar. Se puso colorada y se apresuró. Proseguí: —Ya de pequeño era así. Lo recuerdo. Era de esos que se ofenden si les preguntas cómo están.

—Sería fácil, si esto fuese verdad, comprender a la gente —dijo Clelia.

Estas conversaciones cesaban cuando, después de cenar, llegaban los demás. Estaba, como de costumbre, Guido, que si dejaba el automóvil era únicamente para jugar a cartas; había alguna señora, muchachas, maridos esporádicos —el grupo genovés, en una palabra—. Para mí no era ninguna novedad que más de tres personas juntas forman muchedumbre, y que entonces nada puede decirse que valga la pena. Casi prefería las noches en que tomábamos el coche y recorríamos la costa en busca de fresco. Sucedía que en alguna terraza, mientras los demás bailaban, yo podía a veces cambiar cuatro palabras con Doro o con Clelia, o decir tonterías con toda convicción a alguna de las señoras. Bastaba entonces una copa y la brisa del mar para devolverme el equilibrio.

De día, en la playa, era distinto. Se habla con extraña cautela cuando se está medio desnudo: las palabras no suenan del mismo modo, se deja de hablar y parece que el propio silencio profiera palabras ambiguas. Clelia tenía una manera extática de gozar del sol tendida en la roca, de fundirse con la roca, de tumbarse cara al cielo, respondiendo apenas con su susurro, con un suspiro, con un sobresalto de la rodilla o del codo, a las breves palabras de quien estuviese a su lado. Pronto me di cuenta de que, tendida así, Clelia no escuchaba realmente nada. Doro, que lo sabía, no le hablaba nunca. Permanecía sentado sobre su toalla, con las rodillas entre las manos, hosco, inquieto; no se tendía como Clelia; si alguna vez lo intentaba, a los pocos minutos empezaba a concomerse, a ponerse boca abajo, o a sentarse de nuevo como antes.

Pero nunca estábamos solos. La playa entera bullía y barbullaba —por esto Clelia, a la arena de todos, prefería los escollos, la piedra dura y resbaladiza. Y cuando se ponía en pie, sacudiendo el pelo, aturdida y risueña, nos preguntaba de qué habíamos hablado, miraba para ver quién estaba. Estaban sus amigas, estaba Doro, estaba todo el grupo. Alguien salía en aquel momento del agua. Alguno que otro entraba en ella con cautela. Guido, con su albornoz blanco y esponjoso, llegaba siempre con nuevos conocidos, de los que se despedía junto al quitasol. Y luego subía al escollo y tomaba el pelo a Clelia, y jamás se metía en el agua.

El momento más agradable era después de mediodía o al atardecer, cuando la tibieza o el color del agua inducían a bañarse a los más reacios o a pasear por la playa, y nos quedábamos casi solos, o a lo más con Guido, que charlaba amablemente. Doro, al que se le había ocurrido la melancólica idea de entretenerse con los pinceles, colocaba a veces su caballete sobre el escollo y pintaba barcas, quitasoles, manchas de color, contento de mirarnos desde lo alto y de escuchar nuestras chácharas. A veces llegaba en barca alguno del grupo, atracaba con cautela y nos llamaba. En los silencios que seguían, escuchábamos el chapaleteo del oleaje contra los guijarros.

El amigo Guido decía siempre que aquel chapaleteo era el vicio de Clelia, su secreto, su infidelidad para con todos nosotros. —No lo creo —dijo Clelia—, lo escucho desnuda y tendida al sol, y quien quiera nos puede ver. —Quién sabe —dijo Guido. —Vete a saber las cosas que una mujer como usted se hace decir de la mareta. Me imagino lo que os decís antes, cuando estáis abrazados.

Las marinas de Doro —hizo dos en aquellos días— estaban pintadas con colores pálidos e imprecisos, como si la misma fuga del sol y del aire, aturdidora y deslumbrante, le apagase las pinceladas. Alguien trepaba detrás de Doro, y seguía el movimiento de la mano y le daba consejos. Doro no respondía. A mí me dijo una vez que uno se divierte como puede. Intenté decirle que no pintase del natural porque de todos modos el mar era siempre más hermoso que sus cuadretes: bastaba con mirarlo. En su lugar, con la capacidad que él tenía, yo habría hecho retratos: es una satisfacción adivinar a la gente. Doro me respondió riendo que acabada la temporada de baños cerraba el pincelero y no volvía a pensar en la pintura.

Una tarde en que habíamos estado bromeando sobre esto y caminábamos hacia el café de los aperitivos, el amigo Guido observó, con un tono socarrón, que nadie hubiera dicho que bajo la corteza dura y dinámica del hombre de mundo dormitaba en Doro el alma del artista. —Dormita, sí —respondió Doro, despreocupado y contento. —Qué es lo que no dormita bajo nuestra corteza. Habría que tener el valor de despertar y encontrarse a sí mismo. O por lo menos, hablar de estas cosas. Se habla demasiado poco, en este mundo.

—Dilo ya —le dije—. ¿Qué has descubierto?

—No he descubierto nada. Pero recuerda cuánto hablábamos de chicos. Hablábamos así, por hablar. Sabíamos muy bien que no eran más que palabras, y sin embargo el gusto que encontrábamos no nos lo quita nadie.

—Doro, Doro —le dije—, te estás volviendo viejo. Deja estas cosas para los hijos que no tienes.

Entonces Guido se echó a reír, con una risa cordial que le achicó los ojos. Tenía la mano en torno al hombro de Doro y al reír se apoyaba en él. Nosotros mirábamos incrédulos su cabeza medio calva y sus ojos duros de hombre apuesto en vacaciones.

—Algo dormita también en Guido —dijo Doro—. A veces se ríe como un bobo.

Observé más tarde que Guido reía de aquel modo solamente entre hombres. Aquella noche, después de acompañar a Doro y a Clelia hasta la verja de la villa, dejamos el coche en el hotel y dimos una vuelta juntos. Caminábamos a lo largo de la costa. Hablamos de nuestros amigos, casi sin querer. Guido explicó el viaje de Doro y su regreso inesperado, trayendo a colación lo del artista inquieto. Era curioso cómo Doro había conseguido convencer a todos de la seriedad de su juego. Se hablaba incluso, en nuestro corro cotidiano, de la conveniencia de persuadirle para que expusiese e hiciese del arte lo que se dice una profesión. —Pues claro, es lo mismo que yo le digo siempre —intervenía Clelia, voluble.

—Qué locura —dijo Guido aquella noche.

—Pero Doro bromea —dije.

Guido calló durante unos pasos —llevaba sandalias y marchábamos lentamente, como dos frailes—, luego se detuvo y exclamó, brusco: —Conozco a los dos. Sé lo que hacen y lo que quieren. Pero no sé por qué Doro se dedica a pintar cuadros.

—¿Qué mal hay en ello? Le distrae.

Había de malo que, como todos los artistas, Doro no contentaba a la mujer.

—¿Quieres decir…?

—Quiero decir que el trabajo cerebral y nervioso debilita la potencia viril, razón por la que todo pintor pasa por períodos de terrible depresión.

—¿Y los escultores, no?

—Todos —murmuró Guido—, todos los locos que fuerzan su cerebro y que no saben cuándo es el momento de detenerse.

Estábamos parados frente al hotel. Le pregunté qué vida había que llevar entonces, según él. —Vida sana —dijo—. Trabajar pero sin azacanarse. Distraerse, alimentarse, y conversar. Sobre todo, distraerse.

Estaba frente a mí, balanceándose sobre los pies, las manos en la espalda. La camisa abierta le daba un aire socarrón de adolescente que se las sabe todas, de cuarentón que permanece adolescente por pereza. —Hay que comprender la vida —añadió, guiñando el ojo con una expresión de desasosiego—. Comprenderla cuando se es joven.