II

Cuando me lo vi delante, bronceado y con aire veraniego, casi no le reconocí, y mi ansiedad se transformó en despecho. —No es éste el modo de comportarse —le dije. Él se reía. —¿Has reñido con Clelia? —¡Qué va!

—Tengo trabajo —decía—. Acompáñame.

Estuvimos paseando toda la mañana, hablando incluso de política. Doro decía cosas extrañas y varias veces le rogué que bajara la voz: tenía un ceño agresivo y sardónico como desde hacía tiempo no le había visto. Intenté preguntarle por sus cosas, con la intención de volver sobre Clelia, pero él se echó a reír de pronto y dijo: —Cambiemos de tema. Supongo que nos tiene sin cuidado, ¿no?—. Entonces seguimos caminando en silencio otro poco, hasta que empecé a tener hambre y le pregunté si quería tomar algo.

—Más vale que nos sentemos. ¿Tienes algo que hacer?

—Tenía que ir a veros.

—Entonces, puedes hacerme compañía.

Y se sentó él primero. Bajo el cutis bronceado, volvía a veces en torno sus blancos ojos, inquietos como los de un perro. Ahora que estaba frente a mí me daba cuenta, como también de que si parecía sardónico era sobre todo por el contraste de los dientes con la cara. Pero él no me dio tiempo para comentarlo y dijo enseguida:

—Cuánto tiempo que no estábamos juntos.

Quise ver hasta dónde llegaba. Estaba molesto. Encendí la pipa para darle a entender que tenía al tiempo de mi parte. Doro sacó sus cigarrillos con boquilla dorada, encendió uno y me sopló la bocanada, a la cara. Callé, esperando.

Pero sólo al anochecer se desató. A mediodía comimos juntos en un fondín, empapados de sudor; luego volvimos a pasear y él entró en varias tiendas para darme a entender que tenía que hacer encargos. Al anochecer tomamos el viejo camino de la colina que tantas veces en el pasado habíamos recorrido juntos, y acabamos en un local entre casa de citas y figón que de estudiantes nos había parecido el non plus ultra del vicio. Dimos el paseo bajo una fresca luna de verano que nos repuso un poco del bochorno del día.

—¿Están en el campo esos parientes tuyos? —pregunté a Doro.

—Sí, pero tampoco pienso ir a verles. Quiero estar solo.

Esto, en Doro, era un cumplido. Decidí hacer las paces con él.

—Perdona —le dije quedo—. ¿Podré ir a la costa?

—Cuando quieras —dijo Doro—. Pero antes acompáñame. Quiero hacer una escapada a mi tierra.

De esto hablamos mientras cenábamos. Nos servía, escuálida y mal pintada, una hija del dueño, quizás la misma que en el pasado nos había atraído tantas veces allí arriba, pero vi que Doro no prestaba ninguna atención ni a ella ni a las otras hermanas más jóvenes que aparecían de cuando en cuando para servir a algunas parejas en los rincones. Doro bebía, eso sí, muy a gusto, y me incitaba a beber a mí y se excitaba hablando de sus colinas.

Hacía tiempo que pensaba en ellas; hacía —¿cuánto?— tres años que no las había vuelto a ver, quería tomarse unas vacaciones. Yo escuchaba, y sus palabras me excitaban también a mí. Muchos años antes de que él se casase habíamos recorrido, a pie y con la mochila, toda la comarca, nosotros solos, despreocupados y dispuestos a todo, entre las alquerías, bajo las fincas, a lo largo de los torrentes, durmiendo a veces en los heniles. Y las conversaciones que habíamos sostenido… sólo de pensarlo me ruborizaba o me estremecía casi incrédulo. Teníamos entonces esa edad en la que se escucha hablar al amigo como si hablásemos nosotros, cuando dos personas viven esa vida en común que aún hoy, yo que soy soltero, creo consiguen vivir algunos matrimonios.

—¿Pero por qué no haces la excursión con Clelia? —dije sin malicia.

—Clelia no puede, no tiene ganas —-balbució Doro, apartando el vaso—. Quiero hacerla contigo.

—Esta frase la dijo con énfasis, frunciendo el ceño y riendo, como hacía en las discusiones acaloradas.

—En fin, que hemos vuelto a la adolescencia —murmuré, pero quizás Doro no me oyó.

Una cosa no pude poner en claro aquella noche: si Clelia estaba al corriente de la escapada. Por un no sé qué en la conducta de Doro tenía la sensación de que no. Pero, ¿cómo insistir en un tema que mi amigo evitaba con tanta obstinación? Aquella noche le hice dormir en mi sofá —tuvo un sueño bastante agitado— y yo pensaba por qué para comunicarme una cosa tan inocente como el proyecto de una excursión había esperado hasta la noche. Me irritaba pensar que quizás yo era únicamente la pantalla de una disputa con Clelia. Ya he dicho que de Doro siempre estuve celoso.

Esta vez tomamos el tren —muy de mañana— y llegamos cuando aún no hacía calor. Al fondo de una campiña, donde los árboles parecían diminutos, tan vasta era, surgían las colinas de Doro: colinas oscuras, boscosas, que alargaban sus sombras matutinas sobre los cerros amarillos, salpicados de alquerías. Doro —me había propuesto no perderlo de vista— ahora se tomaba la excursión con mucha calma. Había conseguido hacerle decir que duraría a lo más tres días. Incluso le disuadí de llevarse la maleta.

Descendíamos mirando a nuestro alrededor, y mientras Doro, que conocía a todo el mundo, entraba en el Hotel de la Estación, yo me detuve en la plaza solitaria, tan solitaria que miré el reloj imaginando si sería ya hora de comer. No eran todavía las nueve, y entonces estudié con atención el empedrado nuevo y las casas bajas, con persianas verdes y balcones floridos de glicinas y geranios. La casa que en tiempo había sido de Doro se encontraba fuera del pueblo, en el espolón de un valle abierto a la llanura. Habíamos pasado una noche, durante la famosa excursión, en un antiguo aposento con flores pintadas en la sobrepuerta, dejando por la mañana las camas sin hacer ni tomarnos otra molestia que la de cerrar la verja. El parque que la circundaba no tuve tiempo de recorrerlo. Doro había nacido en aquella quinta —los suyos vivían en ella todo el año y en ella murieron— y al casarse la había vendido. Sentía curiosidad por ver la expresión de su cara frente a aquella verja.

Pero cuando salimos del hotel para pasear, Doro se dirigió a un lugar totalmente distinto. Atravesamos la vía férrea y descendimos a lo largo del curso del río. Era evidente que andaba buscando un sitio a la sombra como en la ciudad se va al café. —Creí que íbamos a la casa —refunfuñé—. ¿No hemos venido expresamente para eso?

Doro se detuvo, mirándome de arriba abajo: —¿Qué te crees? ¿Que estoy volviendo a mis orígenes? Lo que importa lo llevo en la sangre y eso nadie me lo quita. Estoy aquí para beber un poco de mi vino y cantar una vez con quien yo sé. Echo una cana al aire y se acabó.

Quería decirle: «No es verdad», pero me callé. Di una patada a una piedra y saqué la pipa. —Ya sabes que canto mal —murmuré. Doro se encogió de hombros.

Mañana y tarde transcurrieron en tranquilo vagabundeo por las subidas y bajadas del cerro. Parecía como si Doro se dedicase adrede a pasar por senderuelos que no llevaban a ninguna parte, sino que morían en el bochorno junto a un arenal, contra un cercado, bajo una verja cerrada. Subimos también un trecho de la carretera que atravesaba el valle, hacia el atardecer, cuando el sol, bajo ya sobre la llanura, la envolvía en polvillo y las acacias empezaban a temblar en la brisa… Me sentí revivir y hasta Doro se volvió más locuaz. Habló de un campesino que en sus tiempos había sido famoso por echar de casa a sus hermanas —tenía varias— y recorrer luego las alquerías donde ellas se habían refugiado, presentándose fuera de sí y exigiendo una comida de reconciliación. —Quién sabe si vive aún —dijo Doro—. Estaba en una alquería que podía verse desde allí abajo. Era un hombre enjuto que hablaba poco y al que temían, pero tenía una cosa: no quería casarse porque decía que le habría sabido mal tener que echar de casa incluso a su mujer. Una de las hermanas al final se había escapado de verdad, suscitando en el pueblo general satisfacción.

—¿Qué era? ¿Un hombre representativo? —dije.

—No, un hombre nacido para otro tipo de vida, un fracasado, una de esas personas que aprenden a ser astutas porque llevan una vida que no les satisface.

—Entonces, todos deberíamos ser astutos.

—En efecto.

—¿Se casó, al final?

—¡Qué va! Se quedó con una hermana, la más robusta, que le daba hijos y le cultivaba la viña. Y estaban bien. Y quizás están bien todavía.

Doro hablaba en tono sarcástico, y mientras hablaba recorría la colina con la mirada.

—¿Le has contado alguna vez esta historia a Clelia?

Doro no me contestó; puso la cara de quien está pensando en otra cosa.

—Clelia es de esas personas que se divertirían oyéndola —proseguí—. Sobre todo teniendo en cuenta que no es tu hermana.

Pero como respuesta no obtuve más que una sonrisa. Doro, cuando quería, sonreía como un chiquillo. Se detuvo, apoyando una mano en mi hombro. —¿No te he dicho nunca que una vez vine con Clelia, aquí? —dijo. Entonces me detuve yo también. No dije nada y esperé.

Doro prosiguió: —Creía que te lo había dicho. Me lo había pedido ella. Pasamos en coche con unos amigos. Estábamos siempre de viaje en aquel tiempo.

Me miró y miró detrás de mí a la colina. Echó a andar de nuevo.

También yo me puse en marcha.

—No, no me lo has dicho nunca —murmuré—. ¿Cuándo fue?

—No hace mucho —dijo Doro—. El año pasado.

—¿Y te lo pidió ella? Doro asintió con la cabeza.

—Pues has perdido demasiado el tiempo —le dije—. Tenías que haberla traído antes. ¿Por qué la has dejado en la playa, este año?

Pero Doro sonreía ya de aquella manera tan suya. Me indicó con los ojos la escarpada pendiente de la colina más alta y no respondió. Subimos, taciturnos, mientras hubo luz, y arriba nos detuvimos para otear la llanura, donde nos pareció vislumbrar, en el cancán del polvillo, el oscuro copete de la villa prohibida.

Ya de noche empezaron a aparecer en el hotel caras amistosas. Había un billar y se jugaba. Gentes de la edad de Doro —algunos oficinistas y un peón de albañil salpicado de cal— le reconocieron y le acogieron con alegría. Más tarde llegó también un señor anciano, cadena de oro en el chaleco, que se dijo encantado de conocerme. Mientras Doro jugaba y bromeaba, el anciano tomó café con aguardiente y, confidencialmente, inclinándose sobre la mesa, me fue informando de los asuntos de Doro y me contó toda la historia de la villa comprada por un tal Matteo cuando era un simple henil, con todos los bienes circunstantes, y este Matteo era no sé qué antepasado, pero luego el abuelo de Doro había empezado a especular vendiendo el terreno a trozos para construir la casa, y al final sólo quedó la gran villa, sin más bienes, y él había predicho a su amigo, que era el padre de Doro, que un buen día los hijos venderían incluso la casa, dejándole a él en el cementerio como a un vagabundo. Hablaba un apacible italiano salpicado de dialecto; no sé por qué, me dio la impresión de que era notario. Luego llegaron las botellas, y Doro bebía de pie, apoyado en el taco, guiñando el ojo a uno y a otro. En un momento dado quedábamos el peón de albañil que se llamaba Ginio, nosotros dos y un mocetón con corbata roja que Doro veía por primera vez. Salimos del hotel a dar una vuelta y la luna nos mostró el camino. Bajo la luna nos volvimos todos como el peón de albañil, al que las salpicaduras de cal vestían de máscara. Doro hablaba su dialecto; yo les entendía pero no sabía responder con soltura, y eso nos hacía reír. La luna lo bañaba todo, hasta las grandes colinas, en un vapor transparente que velaba, borraba todo recuerdo del día. Los vapores del vino bebido hacían el resto: ya no me preguntaba qué intenciones tenía Doro, caminaba a su lado, sorprendido y feliz de que hubiésemos recuperado el secreto de tantos años atrás.

El peón de albañil nos condujo hasta la puerta de su casa. Nos dijo que no hiciésemos ruido por no despertar a las mujeres y al padre; nos dejó en la era, frente a los grandes huecos oscuros del henil, en la parte en sombra de un almiar, y reapareció a poco descalzo, con dos botellas bajo el brazo, riéndose y haciendo el tonto. Descendimos furtivamente por el prado, detrás de la casa, llevando con nosotros al perro, y nos sentamos al borde de una zanja. Tuvimos que beber de la botella, cosa que desagradó al mocetón de la corbata, pero Ginio dijo, riendo: Cabrón el que no me siga —y todos le seguimos.

—Aquí podemos cantar —dijo Ginio aclarándose la voz. Entonó él solo, y su voz llenó todo el valle; el perro no podía estarse quieto; otros perros respondieron de cerca y de lejos, y entonces el nuestro empezó a ladrar. Doro reía, reía con un vozarrón alegre, luego bebió otro trago y se unió a la canción de Ginio. Pronto hicieron callar a los perros, lo suficiente por lo menos para poder darme cuenta de que la canción era melancólica, alargando las notas más bajas, con palabras extrañamente delicadas en aquel tosco dialecto. Naturalmente, es posible que a hacerlas aparecer de este modo en mi recuerdo hayan contribuido la luna y el vino. De lo que sí estoy seguro es de la alegría, la improvisa felicidad que experimenté tendiendo la mano para tocar el hombro de Doro. Noté el sobresalto en la respiración, y de pronto sentí un gran afecto hacia él, porque después de tanto tiempo estábamos otra vez juntos. El otro, que se llamaba Biagio, de vez en cuando aullaba una nota, una frase, y luego agachaba de nuevo la cabeza y reanudaba conmigo una conversación interrumpida. Le expliqué que no vivía en Génova y que mi trabajo dependía del Estado y de un viejo título obtenido en mi juventud. Entonces me dijo que quería casarse, pero haciendo una cosa bien hecha, y para hacer una cosa bien hecha había que tener la suerte de Doro, que en Génova había encontrado a un mismo tiempo mujer y hacienda. A mí la palabra «hacienda» me pone nervioso, y perdiendo la paciencia dije bruscamente: —Pero, ¿usted conoce a la mujer de Doro?… Entonces, si no la conoce, cállese.

Cuando trato así a la gente es cuando me doy cuenta de que tengo más de treinta años. Estuve pensando un rato en esto, aquella noche, mientras Doro y el albañil empezaban con sus recuerdos de cuartel. Me llegó la botella que, antes de pasármela, el blanco Ginio limpió con la palma de la mano, y el trago que eché fue largo, para descargar en el vino los sentimientos que no podía desahogar con el canto.

—Sí, señor, usted dispense —me dijo Ginio volviendo a tomar la botella—, pero si vuelve otro año estaré casado y le descorcharé una botella a su salud en casa.

—¿Todavía te dejas mandar por tu padre? —dijo Doro.

—No es que me deje, es que él manda.

—Hace treinta años que te manda. ¿Aún no tiene los huesos molidos?

—Es más fácil que le muela los suyos —dijo el de la corbata, riendo nervioso.

—¿Y qué dice de Orsolina? ¿Te deja casarte con ella?

—Todavía no se sabe —dijo Ginio, y retiró las piernas de la zanja y dio un corcovo sobre la hierba como una anguila—. Si no me deja, tanto mejor —gruñó, dos pasos más allá. A aquel hombrecillo blanco como un panadero, que hacía cabriolas y tuteaba a Doro lo recuerdo cada vez que veo la luna. Hice reír de buena gana a Clelia cuando se lo describí. Rió con ese aire feliz que tiene ella y dijo: —Qué chiquillo es Doro. No cambiará nunca.

Pero a Clelia no le dije lo que sucedió después. Ginio y Doro emprendieron otra canción y esta vez berreamos los cuatro. Al final, desde la alquería una voz furiosa nos gritó que callásemos. En el silencio repentino Biagio chilló una insolencia y reanudó, provocante, la canción. También Doro volvía a cantar, cuando Ginio se puso en pie de un salto. —No —balbució—, me ha reconocido. Es mi padre—. Pero Biagio no quería hacer caso; y Ginio y Doro tuvieron que echársele encima y taparle la boca. Tambaleándonos y resbalando en la hierba, apenas nos habíamos ido apartando de allí, cuando a Doro se le ocurrió una idea. —Las hermanas de las Murette —dijo a Ginio—. Aquí no se puede cantar, pero ellas entonces cantaban. Vamos a casa de Rosa—. Y desde luego habría ido si no fuera por el mocetón, que me tomó del brazo y me susurró consternado: —Dios nos libre. Allí duerme el brigada—. No sabía qué hacer, pero alcancé a Doro y le aferré con dificultad por el brazo. —No mezcles vino y mujeres, Doro —le grité acaloradamente—. Recuerda que somos señores.

Pero Ginio se acercó decidido y admitió que las tres muchachas habían engordado, pero que nosotros no íbamos por eso sino sólo para cantar una vez más, y aunque estuviesen gordas, ¿qué más daba? Una mujer tiene que estar bien hecha; y forcejeaba y tiraba de Doro y decía: —Verás cómo Rosa se acuerda—. Estábamos en el camino real, bajo la luna, todos, enfurecidos en torno a Doro, extrañamente indeciso.

Al final ganó Rosa, porque él mocetón dijo con toda la mala idea: —Pero, ¿no te das cuenta de que no te quieren porque vas sucio de cal?—, y se ganó un moquete que le hizo retroceder tres pasos y escupir. Entonces se eclipsó como por encanto y de pronto le oímos gritar en el silencio de la luna: —Gracias, ingeniero. Se lo diré al padre de Ginio.

Doro y Ginio se habían ya puesto en camino, y yo con ellos. No sabía qué decir, porque también yo vacilaba. Si algo sentía, era tan sólo que aquel cochino albañil me ganada ante Doro por intensidad de recuerdos comunes, que evocaban animadamente mientras nos dirigíamos hacia el pueblo. Hablaban a tontas y a locas, y aquel tosco dialecto bastaba para devolver a Doro el sabor auténtico de su vida, del vino, de la carne, de la alegría en que había nacido. Me sentía un intruso, un inepto. Tomé a Doro del brazo y me adelanté, con un gruñido. Después de todo, llevaba en el cuerpo el mismo vino que ellos.

Lo que hicimos bajo aquellas ventanas fue una temeridad. Intuía que en algún rincón de la plazuela tenía que estar apostado Biagio y se lo dije a Doro, que ni siquiera me escuchaba. De buenas a primeras fue Ginio quien, riendo con una sonrisa maliciosa de bobo, llamó a la portezuela carcomida, bajo la luna. Hablábamos en un susurro, divertidos y exaltados. Pero nadie respondía y las ventanas permanecían cerradas. Entonces Doro empezó a toser, luego Ginio a coger piedras y a tirarlas arriba, después reñimos porque le dije que así rompería los cristales, y finalmente Doro cortó de golpe nuestra indecisión lanzando un aullido espantoso, bestial, modulado como esos con que los borrachos del campo acompañan a sus coros. Todos los silencios de la luna parecieron estremecerse. Varios perros remotos, de quién sabe qué corrales, contestaron furiosos.

Se oyeron portazos y chirriar de postigos. También Ginio empezó a berrear algo como la canción de antes, pero en seguida la voz de Doro se unió a la suya y la sofocó. Alguien habló desde el otro lado de la plaza; relampagueó una luz en la ventana; callamos: apenas habíamos empezado a oír una retahíla de improperios y amenazas y ya el albañil se había arrojado contra la portezuela, descargando patadas y puñetazos. Doro me agarró del hombro y me arrastró hacia la parte en sombra de la casa de al lado.

—Vamos a ver si le echan un jarro de agua —susurró con voz ronca, riendo—, quiero verle empapado como un pato.

Un perro ladraba muy cerca; yo empezaba a sentirme avergonzado. Callamos entonces: incluso Ginio que se apretaba con las manos un pie descalzo y brincaba sobre los guijarros. Al callar nosotros se apagaron también las voces de las escasas ventanas; desapareció la luz; persistieron tan sólo, intermitentes, los ladridos. Fue entonces cuando oímos chirriar con cautela el postigo de arriba.

Ginio se amilanó, en la sombra, entre nosotros dos. —Han abierto —nos gruñó en la cara. Le rechacé, porque recordé que estaba todo enharinado—. Adelante, date a conocer —le dijo Doro secamente. Desde la oscuridad Ginio llamó, mirando hacia arriba. Sentí bajo mi mano su cuello frío y áspero—. Cantemos —dijo a Doro. Doro no le hizo caso y dio un silbido quedo, como cuando se llama a un perro. Arriba cuchicheaban.

—Adelante —dijo Doro—, date a conocer —y le dio un empujón que le echó bajo la luna.

Ginio apareció de repente en la claridad, tambaleándose, sin dejar de reír, y levantó el codo para resguardarse de un supuesto proyectil. Todo callaba en la ventana. Los pantalones colgantes se le enredaron en un pie y casi le hicieron perder el equilibrio. Tropezó, y se sentó en el suelo.

—Rosina, oh Rosina —gritó abriendo mucho la boca pero sofocando la voz—. ¿Sabes quién está aquí?

Llegó de arriba una risa apagada, que en seguida cesó.

Ginio volvió a hacer la anguila, esta vez en el duro suelo. Apoyando las manos hacia atrás, dio una serie de columbetas que le llevaron de nuevo hacia la línea en sombra. Doro se había levantado ya, con el pie listo para darle un puntillazo. Pero Ginio se puso ágilmente en pie y dando saltos gritaba: —Está Doro de las Ca’ Rosse que ha venido de Génova para veros—. Parecía enloquecido.

Hubo arriba un movimiento y un crujir de cristales relampagueantes; luego un pesado batacazo contra la puerta, que se abrió hendiendo la blanca luz de la luna que la inundaba. Ginio, inmovilizado a mitad de su baile, estaba a dos pasos del umbral. En éste había aparecido un hombre rechoncho, en mangas de camisa.

En aquel preciso instante, del fondo de la plaza se alzó una voz penetrante, insolente —la voz de Biagio— que gritó: —Marina, no abráis, están más borrachos que una cuba—. De la ventana llegaron exclamaciones, rumor de pisadas. Divisé vagamente brazos que se agitaban.

Pero ya en el escalón el hombre y Ginio se habían agarrado y contendían bramando, separándose, jadeando como perros rabiosos. El hombre llevaba unos pantalones negros con galón rojo. Doro, que me estaba sujetando por el hombro, se separó de improviso y se arrojó en el tumulto. Lanzó unas patadas a ciegas, andando alrededor, intentando meterse en la refriega. Luego se apartó y se acercó a la ventana. —¿Eres Rosina o Marina? —gritó, con un pie en el umbral.

Sobrevino un estallido, había caído algo: como se supo más tarde, una maceta. Doro saltó hacia atrás, sin dejar de mirar para arriba, donde ahora se movían por lo menos dos mujeres. —No lo hemos hecho adrede —dijo una voz apremiante, de mujer irritada—. ¿Le hemos hecho daño?

—¿Quién es la que habla? —gritó Doro.

—Soy Marina —dijo una voz más débil, suplicante—. ¿Se ha hecho daño?

Entonces también yo salí de la sombra para hacer tercio. Ginio y el otro se habían separado y se acosaban, dándose mojicones rabiosos, entre gruñidos. Pero de pronto el «carabiniere» volvió de un salto a la puerta, apartando a Doro y arrojándolo hacia atrás. Las mujeres, arriba, chillaban.

Volvieron a abrirse ventanas de par en par alrededor de la plazuela y voces enojadas, voces furiosas, se entrecruzaban. El hombre había cerrado la puerta y se oyó cómo la atrancaba con violencia. Sobre nuestras cabezas se ensartó todo un rosario de injurias, de quejas y de voces, dominado por la voz áspera de la primera de las dos mujeres. Oí —lo que acabó de disiparme los vapores del vino— que el nombre de Doro corría de ventana en ventana. Ginio empezó de nuevo a golpear la puerta y a gritar. De las ventanas en torno a la plaza empezaron a llover manzanas y unos proyectiles duros —huesos de melocotón— y luego, cuando ya Doro agarraba a Ginio y se lo llevaba, un fogonazo en aquella ventana y una gran detonación que nos hizo callar a todos.