LA CIUDAD

Gallo no fue nunca, ni siquiera en el pueblo, uno de esos que gustan de ciertas conversaciones y se emborrachan en compañía para hacerlo con mayor libertad. Entre jóvenes siempre hay alguien que empieza y vacía el costal; pues bien, Gallo le dejaba hablar y no hacía caso, y una vez miró a dos que susurraban, cogió las cartas, las barajó y dijo con calma: —- Muchachos, estas cosas es mejor hacerlas que decirlas—. Estaba conmigo un día que volvíamos del pueblo a lo largo del balate, descalzos para tomar el fresco, y vimos bajo las plantas a una chica que salía en aquel momento del agua, convencida de que no pasaba nadie. Yo me quedé en una pieza, me puse como la grana y bajé inmediatamente los ojos; Gallo se echó a reír, palmoteo y dio una coz: la chica escapó.

Cosas parecidas ocurrieron a menudo mientras estudiamos juntos en la ciudad y Gallo no acabó sus estudios. Trabé conocimiento con muchos compañeros, sobre todo suyos, y casi no pasaba noche que no nos sorprendiese la mañana bebiendo y jugando. Gallo me enseñó a divertirme sin perder los estribos; no que me diese consejos, pero me bastaba verle cuando daba las cartas o reía sobre el vaso o, impaciente, abría de par en par una ventana, para avergonzarme de mi exaltación. Por lo demás fue un buen amigo para todos, y si ninguno de nosotros, por lo menos en aquel entonces, hizo demasiadas tonterías, se lo debe en parte a él, que decía siempre que es mejor romperse la crisma que desear rompérsela.

Yo entonces no aguantaba el vino como él (tengo dos años menos), y sé que, vagando por las calles después de una noche de juerga, Gallo me obligaba a caminar, diciendo que el aire era bueno y que las mujeres dormían, y que aquel era el momento para mostrarme un tipo resistente y superar el cansancio y el moho para encontrar de nuevo la salud, por ejemplo en la colina. Y me llevaba allí. Volvíamos luego con el sol, frescos y aturdidos, y el café con leche nos hacía reír. En aquellos tiempos compartíamos una gran habitación en el último piso, que parecía una buhardilla. Después del primer año, cuando la ciudad nos fue más familiar en horas y calles, sentíamos un placer todavía más vivo mirando a nuestro alrededor cuando callejeábamos, o esperando en una esquina. Hasta el aire de los paseos y de cada calle se había hecho ahora más acogedor, y lo que, yo por lo menos, no dejaba nunca de disfrutar, era la cara siempre distinta de la gente en los rincones más familiares. Más bonito todavía era saber que a ciertas horas bastaba con entrar en un café, pararse en un portal, silbar en una callejuela, y los viejos amigos aparecían al improviso, nos poníamos de acuerdo, caminábamos, nos reíamos. Se había convertido en algo hermoso, cuando iba en compañía, pensar que por la noche o al día siguiente podía estar solo si lo deseaba; o, cuando volvía a casa solo, que me bastaba con salir para reunirme con la pandilla. Por esto, después del primer invierno, decidimos separarnos, y encontré una habitación poco distante del centro, en una calle con árboles, en un tercer piso. Me persuadió Gallo diciendo que, si no tomaba yo la habitación, la tomaría él. Tenía visillos blancos en los cristales y un sofá-cama. Yo no estaba preparado para un ambiente tan de ciudad, y menos aún para la intimidad con la patrona que, según Gallo, se originaría. Esta mujer no tenía más inquilinos y me trataría como a un hijo. No era ya joven, pero tenía la piel cálida y los ojos vivos en su cuerpo menudo. Noté desde el primer encuentro que se apretaba la bata al seno, con un cuidado excesivo para ser inocente. Lo noté pero decidí hacerme el desentendido. La idea de buscarme en casa una mujer que pudiese entremeterse en mi vida y en la paz de mis derechos, me inquietaba. Y aunque a veces ella viniese a fumar un cigarrillo a mi habitación, riendo conmigo, no nos liamos. Prefería dejar que los amigos creyesen que había tenido suerte y pasar ciertas noches —especialmente en la buena estación— con la ventana abierta de par en par, excitado con la esperanza de que ella se decidiese a entrar en mi cuarto y me arrojara los brazos al cuello. Pero ese momento no llegó nunca, y Gallo defendió ante los amigos mi silencio.

Nuestras aventuras eran solamente callejeras; y aun las juergas que tenían lugar en la gran habitación de Gallo tendían a la discusión, a la borrachera, al vocerío más que al desenfreno. Uno de los amigos, uno de la ciudad, que trajo una tarde a una muchachita que fumaba como un hombre y tenía las uñas pintadas, nos aguó la fiesta, Gallo le dijo que si quería usar la habitación por una tarde no tenía más que pedírselo, pero que donde se habla, una mujer está de más. Yo no era del mismo parecer, para mí una mujer es siempre una mujer, pero tal vez más intensamente que los demás sentí en nuestra conversación el embarazo y el peso de aquellos ojos curiosos. En aquel tiempo estaba ávido de compañía, de toda clase de compañía, pero especialmente la alegre y familiar de las caras conocidas. Nosotros los del campo somos así: nos gusta mirar al otro lado de la cerca, pero no saltarla. Los amigos que teníamos eran bienvenidos; pero una novedad imprevista nos molestaba. No quiero decir con esto que Gallo se privase de nada. Había días en que nos tocaba acabar la velada sin él, en el rincón de una taberna. Pero precisamente porque nos había dado con la puerta en las narices.

En mi ansia de amigos y juergas pasé excitadísimo aquel curso, temiendo solamente la llegada del verano que lo interrumpía todo. Gallo no decía nada, pero yo sabía que para él, siempre igual a sí mismo, también el verano tendría sus placeres. Por ejemplo, volver entre los suyos, tomar parte en las labores del campo, en las tierras del padre, ir de fiestas a los pueblos vecinos. Cosas que para mí, en la exaltación de la nueva vida, carecían ahora de alicientes. Sabía que la ciudad tenía que ser, sería, más hermosa, con tal de seguir viviendo en ella y de tener el valor necesario. Hacía demasiado poco que había descubierto mi habitación, la alegría de entrar y salir de ella pasada la medianoche, las lentas tardes en que esperaba con Gallo a que viniesen los demás. Algunas noches me adormecía, cansadísimo, saboreando de antemano el día siguiente, un porvenir alegre y completamente disponible. Mi patrona se asomaba ahora a la puerta con una ligera sonrisa, girando el cigarrillo entre los dedos, y me preguntaba si podía entrar. Le ofrecía lumbre, y luego ella hablaba dando vueltas por la habitación y me trataba como a un hombre, y acababa por sentarse, pierna sobre pierna, en la poltrona próxima a la cama. La secreta posibilidad que encendía sus ojos me mantenía despierto y tenso. Comprendía que también ella lo había notado.

El día que me despedí para volver a casa, me ayudó a hacer la maleta, y mientras tanto me preguntaba si me había divertido durante el año. Me sentí casi defraudado de que hubiese esperado aquel momento para llegar a las confidencias, y le dije y repetí que me esperase, que en otoño volvería a su casa. Se lo dije tantas veces que me sentí estúpido, pero también ella sonreía y me pareció conmovida.

El verano pasó, para mí en espera, para Gallo en largas jornadas entre la era y el establo, levantándose con el alba, velando, discutiendo con los jornaleros. Cuando iba a buscarle, a la baja cocina de su alquería, me invitaba a almorzar o a cenar y me daba de beber, y su familia, sus hermanos, los abuelos, me hablaban como si no me hubiese movido nunca del pueblo. Esto no me desagradaba, pero además Gallo estaba enteramente ocupado en su jornada y sólo se acordaba del pasado algunas noches que volvíamos del pueblo bajo la luna. Por otra parte él, en la ciudad, estudiaba agronomía, y el próximo invierno sólo tenía que preparar la licenciatura. Yo pensaba en cosas muy distintas; entre los compañeros de la ciudad me había hecho muy amigo de uno que frecuentaba los teatros y discutía, y había encontrado en esto un nuevo sentido de la vida que me llenaba el día. Una noche de luna, precisamente en el balate, confesé a Gallo que con mi patrona no había llegado a nada. Gallo me habló de un amor suyo en la ciudad y me confesó que estuvo a punto de llevarse a la chica a casa de sus padres, pero que luego había comprendido que lo bonito de estas cosas es no hacerlas en serio. Es decir, en serio pero sin pasar de cierto límite. Le dije que yo, en cambio, estaba dispuesto a pasar todo límite, pero que no conseguía hallar el objeto.

En noviembre encontré mi habitación ya alquilada, pero la patrona, siempre en bata y siempre solícita, me suplicó que fuese a verla, que no le hiciese aquel agravio. Con la confusión de la ciudad me olvidé de ella, y me alojé no sé dónde, en una pensión, hasta que, de acuerdo con Gallo, Volví al antiguo camaranchón común. Aquel año él ya no tenía necesidad de vivir allí; hacía escapadas; se quedó durante el invierno, pero al llegar la primavera empezó a viajar porque, ahora que no tenía que asistir a clase, su padre quería que ayudase en las faenas y no le concedió ni un mes seguido. Hubo, eso sí, francas veladas como antes, en las que se bebió y gritó en nuestra habitación; casi todos los compañeros volvieron con nosotros, pero comprendía que el alma del grupo era Gallo, y Gallo ahora tenía otras cosas en que pensar. Yo fui mucho al teatro —también esto era bonito— y los nuevos amigos aceptaron mi compañía. Con ellos la vida tenía un sabor distinto; íbamos, por ejemplo, a bailar; conocí a mujeres y chicas que luego volvía a encontrar en los cafés o en familia. Me esforzaba en distinguir las que eran hermanas de mis compañeros de las simples amigas nocturnas, ya que todas vestían y hablaban del mismo modo. Pero llegado abril y después mayo, eché a faltar las largas noches en vela que transcurrían bebiendo, cantando, discutiendo, en una hostería a trasmano; las caminatas con Gallo en el fresco del alba, las últimas chácharas junto a la ventana.

Aquel año empezaron los estudios dos paisanos nuestros, muchachos todavía, uno de ellos, además, primo de Gallo. Yo no les quise en nuestra habitación, por más que Gallo dijese. —No soy una nodriza —objetaba, pero el verdadero motivo era más bien que empezaba a avergonzarme de nuestra torpeza campesina. Tenía, en cambio, un amigo, un estudiante jovencísimo, rubio, cuya hermana conocía. Eran gente de ciudad, acomodada, y él se llamaba Sandrino; la hermana, María. Sandrino discutía conmigo de teatro y le gustaba mucho nuestra habitación-buhardilla, desordenada y abierta sobre los tejados. Aunque parezca extraño, antes que a él había conocido a la hermana, no sé si en una excursión o en algún baile, y ella me había dicho que nuestra buhardilla era célebre en muchas casas, y discutida, vilipendiada o ensalzada según la edad de los que la juzgaban; en cuanto a ella, María me dijo que la cosa podría ser divertida pero, ¿por qué frecuentar ciertas mujerzuelas sin gusto y emborracharse? María decía divertida con el tono voluble que tienen precisamente las chicas de su clase —en sus labios la palabra resultaba bonita— y por más que yo rechazara la acusación con energía, meneaba la cabeza, sonriendo. Sea como fuere, a través de ella conocí a Sandrino, que ingresaba entonces en la universidad, y Sandrino me tomó un gran afecto, a mí y a algún compañero aficionado a discutir. Conoció también a Gallo, en una de las últimas apariciones de Gallo en aquellos meses antes de la licenciatura. Le llevé yo una noche con nosotros, porque al revés que su hermana, Sandrino hablaba de la borrachera sin darle importancia, como de una experiencia común; o, mejor, procuraba repetir que de nosotros le gustaba precisamente la fuerza, la vulgaridad campesina. Me lo dijo muchas veces, y en esto era todavía un chiquillo. Yo, que en aquel entonces creía haberme vuelto ya otro, experimentaba cierto fastidio.

Gallo partió de nuevo al día siguiente, temprano. Me quedé solo en la habitación vacía, y desde la cama miraba la mesa llena de platos, vasos y trozos de papel, en el fresco gris de la mañana. Me sentía entorpecido por el desorden de la noche, e imaginaba a Gallo y su tren en la campiña, entornando los ojos, jugueteando con la imagen de una botella recortada en el alféizar y en el cielo. Sandrino era de veras un muchacho inteligente; había reído, cantado, discutido con nosotros; incluso habíamos hablado acaloradamente de libros. Un timbrazo me sobresaltó.

Era Sandrino que venía a aquella hora insólita porque no había podido dormir, y me traía pan y fruta para desayunar. Mientras me vestía, volvimos a hablar de la velada, y Sandrino, vuelto hacia la ventana, decía que cualquiera, viviendo de aquel modo encima de los tejados, podría disfrutar de lo lindo. —Lo malo es que se envejece —dije—. Tenías que habernos visto el año pasado a Gallo y a mí, cuando a esta hora descendíamos por la colina, pasada la borrachera y muertos de cansancio.

—Erais madrugadores —me dijo.

—No nos acostábamos en toda la noche.

—Era siempre de día para vosotros.

—Sólo a las mujeres no les satisface esa vida —dije—. A las mujeres no les dice nada.

Sandrino tenía de bueno que hablaba de mujeres sin inmutarse. Dijo tranquilamente: —Una mujer por la mañana debe de estar bien—, mientras yo cogía las cerezas para lavarlas.

—Se puede hacer todo por la mañana, teniendo ganas —le dije—. Pero, ¿dónde encuentras una mujer que se contente con comer cuatro cerezas mirando los tejados?

Sandrino me miró, rubio y admirado.

—Yo prefiero las cerezas —dije.

Hablamos de esto y ordenamos un poco la habitación. Sandrino me dijo que Gallo era un buen tipo, pero no tan inteligente como yo. —Está bien para pasar una noche cantando, pero nada más—. Cuando le dije que Gallo había sido mi guía y maestro, sonrió ligeramente —la sonrisa de su hermana.

A eso de media mañana oí trastear en la puerta, e inmediatamente otro timbrazo. Sandrino dijo: —Será María. Ha dicho que pasaría por aquí—. Objeté consternado: —Pero si no ha venido nunca.

—¿Y qué? —dijo Sandrino, tranquilo.

En efecto era María, fresca e indignada por la larga escalera, que venía a inspeccionar el antro. Torció el gesto ante las botellas y los vasos amontonados en el alféizar, y me preguntó que quién barría la habitación. —La portera —dije. María miró cómicamente la puerta.

Para mí aquella visita fue un golpe. Hasta entonces, mientras encontraba a María en otros sitios, me había comportado con cautela, le había dicho solamente las cosas que podía decirle, había reducido la rudeza de mis modales a una sequedad cortés. Pero que ella descubriese ahora los sucios rastros de nuestra alegría —colillas de cigarro, un frasco de vino en un rincón, recortes de periódico pegados en los cristales— me aterró. Ella fue lo suficientemente caritativa para elogiar la vista que se disfrutaba sobre los tejados y tenderme la mano con una fresca sonrisa. Incluso dijo: —¡Ay, los hombres!—, pero comprendí que no era ni el desorden ni la suciedad lo que la había ofendido. Pensé, cuando me dejaron solo, que si hubiese encontrado una huella de mujer, quizá no se habría sorprendido tanto. Es más, me dije, le habría gustado.

Con Sandrino no podía desahogarme: hubiese sido como decirle que quería pasar por lo que no era. Y a María no era capaz de renunciar: ella me hablaba de otro modo que las bailarinas y prostitutas conocidas aquel año. Gallo me habría dicho que no hiciese el tonto y que recordase de dónde venía, pero de Gallo me avergonzaba, y me avergonzaba de haberlo presentado a Sandrino. Mi vida era otra. Menos mal que se acercaba el verano.

Cuando Gallo se fue la última vez, en junio, licenciado y contento, respiré tranquilo. La habitación y las calles eran ahora algo mío. Escribí a casa que buscaba un trabajo en la ciudad y que me dejasen probar, porque si me ausentaba perdería los contactos necesarios para después de la licenciatura. De casa me mandaron dinero, encareciéndome que volviese para la vendimia.

No podía haber hecho esto sólo por permanecer cerca de María, ya que ella con Sandrino y toda la familia, se fue de veraneo. Su compañía me duró aún un mes; les veía casi cada día; paseaba con ellos en bicicleta; con Sandrino bromeaba, con ella conversaba; fui aceptado en casa. Cuando vino el momento de la separación, su madre me preguntó si no volvía a casa yo también. Le contesté que tenía que trabajar y quedarme en la ciudad. Y la madre dijo a Sandrino, en presencia de María, que aprendiese de mí. María, complacida, me hizo un gesto de amenaza con la mano.

Ahora estaba solo. Naturalmente no encontré ningún trabajo. En los días tórridos zanganeaba por las calles, especialmente por la mañana; saboreando las bandas de sombra fresca en la acera recién regada. Todas las mañanas abría de par en par la ventana que daba a los tejados, y escuchaba atentamente los rumores confusos que subían hasta allí. En el aire límpido los techos oscuros y rugosos me parecían una imagen de mi nueva vida: esperanzas efímeras sobre un fondo áspero. En aquella calma, en aquella espera me sentía renacer.

Así fue, durante todo julio. Pero una tarde, a la hora en que cierran las oficinas, tropecé justo en la esquina de casa con una cara conocida. ¿Dónde la había visto? Se paró también. Me lo dijo ella misma: era Giulia, la amiguita de Gallo. Me preguntó dónde vivía y, cuando oyó que era allí arriba, se animó mucho y quería subir.

—Pero, yo tengo que ir a cenar.

—Vamos a cenar —me dijo—, esperaré a que hayas acabado—. De este modo aquella noche Giulia subió a mi habitación.

Seguía siendo la muchacha morena, delgada y con el mechón sobre los ojos que había conocido con Gallo. Entonces se le agarraba del brazo con obstinación cuando no quería ir a algún sitio. Había trabajado de dependienta y de oficiala, ahora hacía de criada. De asistenta. Me dijo, sonriendo bajo el mechón, que podía quedarse toda la noche. Yo no quería, no puedo sufrir la presencia de una mujer cuando me despierto, pero me gustó tanto el modo como Giulia me echó los brazos al cuello, que accedí. Aquella noche, inevitablemente, acabé hablando de Gallo, y Giulia tuvo un gesto simpático: me puso un dedo en los labios y me hizo callar. Me gustó, repito.

Al día siguiente, como había comprendido mis gustos, se fue temprano. Yo me quedé en la cama pensando en María.

Con la llegada de agosto las calles quedaron casi desiertas. Giulia empezó a subir a casa por las tardes. Tenía un modo de pasar por encima de mí, furtivamente, y de tenderse a mi lado, que parecía un gato. Hablaba poco, era enjuta y musculosa. Fue la primera mujer que conocí verdaderamente. A la caída de la tarde, cuando el aire refrescaba, saltaba de la cama y se atareaba por la habitación. Entonces charlábamos. Intenté explicarle por qué me gustaba quedarme en la ciudad. Ella quería que la llevase al campo, por lo menos hasta los arrabales; y como me resistía, empezó a recordar a Gallo y con sonrisas maliciosas se preguntaba y me preguntaba dónde estaría en aquel momento. —Está en el campo —decía yo. Giulia abría los ojos y se hacía describir las colinas, los arroyuelos, las calles, las muchachas. Imitaba con la voz el ruido que hace la cadena del pozo al descender, y tenía explosiones de alegría en las que se me echaba encima, cuando también yo me había levantado, y volvía a derribarme sobre la cama. Había vivido siempre en la ciudad y no tenía familia. —¿Dónde duermes? —le pregunté. Cambió de conversación, y la sospecha de que pudiese tener otro hombre por las noches casi me alegró. Quería decir que para ella yo era un capricho, que todos nosotros éramos capricho.

Que hubiese sido ya la amiga de Gallo me daba una sensación de seguridad, tanto más cuanto que de él hablábamos ahora como de un hermano mayor. Ella conocía también a la otra, aquella que Gallo había tenido durante dos años y con la que estuvo a punto de casarse. Se consolaron mutuamente cuando Gallo se fue.

—¿Por qué? ¿Querías casarte con él?

—¿Y quién no habría querido casarse con él? —respondió echándome una mirada.

Para ser como Gallo le dije que quería regalarle un vestido. Giulia me hizo muchos mimos y cuando lo tuvo se plantó en la puerta para salir conmigo. Quería ir a bailar. Estas cosas gustaban a Gallo, pero a mí no me gustaban. Sin embargo, salimos en el crepúsculo tibio, y la llevé a cenar. Para llenar la noche la invité a beber. Bebimos mucho. Incluso compramos una botella y nos la llevamos a casa: Giulia, cogida de mi brazo, reía y forcejeaba para soltarse.

Pasó así otra noche conmigo. Me parecía haber vuelto al año anterior, sino que en vez de amigos y discusiones acaloradas ahora tenía delante a una chica vivaracha y complaciente. Aquel día dormimos hasta muy entrada la mañana, y Giulia se fue a mediodía. Por la tarde llegó con provisiones y me dijo que ofrecía la cena. Yo puse el vino.

Como, pasado el primer momento de entusiasmo, ya no sabía de qué hablar con ella, me gustó la idea de la bebida. No yendo al figón ahorraba bastante, y ahora cenábamos casi siempre juntos, en la habitación, de óptimo humor. Giulia tenía de bueno que se esmeraba por mantener un poco de orden, y yo me despertaba siempre al ruido del enjuague de los platos que ella lavaba antes de mediodía. Entonces prolongaba el duermevela, encobaba el dolor de cabeza y el malhumor, fantaseaba sobre antiguas borracheras, fingiendo una inmovilidad que sólo era del cuerpo. Veía de nuevo a los amigos, a Sandrino; temía catástrofes; me palpitaba el corazón en el silencio rumoroso. El estrépito del agua y de Giulia me llegaban como de distancias remotas.

Una mañana llamaron a la puerta, oí voces, un timbrazo. Antes de que pudiese levantarme, la puerta se abrió y Giulia, descalza, con el torso desnudo, sólo con la saya, retrocedía ante Sandrino y María. De María vi apenas la mueca bajo el ancho sombrero de paja; luego dejé de verla.

Mientras me vestía de cualquier modo, Sandrino me dijo con desenvoltura que habían vuelto a la ciudad para hacer unas compras y querían invitarme a pasar unos días con ellos en el campo. Mientras hablaba recorría con la mirada la mesa donde estaba todavía la botella y los vasos de la cena. Balbucí no sé qué, cuando la voz de María, imperiosa, gritó desde detrás de la puerta: —Déjale. Yo me voy—. Entonces Sandrino abrió los brazos con un gesto de impotencia y me dijo: —Hasta más ver, entonces—. Echó una mirada ambigua a Giulia y se fue.