HISTORIA ÍNTIMA

Por este camino pasaba mi padre. Pasaba de noche porque era largo y quería llegar temprano. Recorría a pie la colina, luego todo el valle y luego las otras colinas, hasta que aparecían a un tiempo el sol de cara y él en la cima última. El camino subía hasta las nubes, que se rompían al sol por encima del humo de la llanura. Yo las he visto estas nubes: relucían aún como oro; mi padre decía, allá en sus tiempos, que cuando eran bajas y encendidas le prometían una buena jornada. Entonces por los mercados corrían monedas de oro.

Todavía hoy los viandantes van hacia la llanura doblados hacia delante con la capa rebozada. No miran a su alrededor, ni siquiera si el tiempo es sereno. Las sombras caen detrás, en el camino, y les siguen despacio. La colina les sigue, con su horizonte uniforme. Conozco ese horizonte, cada uno de los arbolillos que coronan las cimas. Sé lo que se ve bajo aquellos árboles.

Mi padre no bajaba a la llanura con las primeras luces. Deambulaba por cuestas y alquerías para empezar el trato. Hablaba en los patios con gente soñolienta. Desayunaban. Bebían un vaso de vino en el umbral, taciturnos. Mi padre conocía a todo el mundo y se sabía los establos de todo el camino; sabía de las desgracias, las necesidades, las mujeres. Hablaba poco. Cuando encontraba en los patios a otros chalanes, se callaba y les dejaba que dijesen.

Muchos años atrás —era viudo y nosotros, pequeños— alguien le había dicho que lo dejase y que enganchara la calesa. Pero era invierno y él decía que el caballo sufriría metido por aquellos andurriales. Con la capa sobre los ojos y la gorra de piel, partía en la niebla y subía a la Bicocca, dos valles más allá. Allí estaba la Sandiana que era la hija de un amigo suyo, joven y desesperada desde que se veía sola en aquellas viñas. Mi padre tenía la intención de traérsela a casa para que le hiciese un hijo más. Pero ella pasaba el día entero junto a la lumbre, en una habitación como un gallinero, y no hacía más que repetir que estaba sola y que tenía miedo. Luego se supo que un chalán forastero la había hablado de vender y de irse a vivir tranquilamente a la ciudad. Mi padre sospechaba algo y dio muchas vueltas para cerciorarse, hasta que un día en la Bicocca encontró al otro que se calentaba los pies a la lumbre. Pero todavía no comprendía quién podía comprar las tierras: sabía las intenciones de toda la gente de los alrededores. La mujer decía que no; mi padre volvió al atardecer y encontró a los hijos del chalán que cargaban los enseres. Entonces comprendió que era viejo. La Sandiana se fue a vivir cerca del mercado.

Con nosotros no hablaba de estas cosas. Se sabían por la gente y por los suspiros que lanzaba por aquellos años. Ahora, cuando bajaba a la ciudad, iba a criar mala sangre allá abajo. Estaba en un patinillo bajo, cubierto de parra silvestre, donde el rumor del mercado llegaba apenas. El chalán, una vez vendida la tierra, había vuelto a su pueblo. La Sandiana esperaba, sentada junto a la estufa como una gata. Durante algún tiempo mi padre le mandó un plato caliente. Aquel invierno lo pasó en la hostería. Se sentaba, miraba el ir y venir de la gente, el humo, a los chalanes, y parecía que escuchase las conversaciones. Dejaba que los negocios los hicieran los demás. Pensaba todavía en la viña.

La Sandiana no salió del patio en todo el invierno. Sin tierras, sabía que no valía ya nada; y, encima, estaba encinta. Se desahogaba con la mujer que le llevaba la comida, y decía que los viejos son peores que los jóvenes. Mandó decir a mi padre que se quería matar. Mi padre dejó que pasase el invierno; luego volvió a recorrer las colinas. En marzo le dijeron que había parido.

Entonces fue a buscarla, y le propuso traérsela a casa. Dicen que la Sandiana, enflaquecida, lloraba; pero sé que mi padre tuvo que cortar y decirle que venía a nuestra casa para hacer de mujer donde no las había, y no de dueña. Pero tampoco de criada. No éramos señores.

Así que dio una habitación a la Sandiana y al niño, y él siguió durmiendo solo. La idea de hacer aquel hijo se había esfumado con la viña. Ni siquiera en verano, que la Sandiana refloreció como una novia y daba de mamar al niño, cambió mi padre. Partía que era aún de noche, y la Sandiana se levantaba para prepararle las cosas. Entre ellos apenas hablaban. Nosotros, los chicos, incitados por la criada, aguzábamos el oído para enterarnos. La Sandiana nos gustaba también a nosotros. Nos atendía y nos ayudaba.

Al atardecer, en verano, íbamos con ella por los campos. Conocíamos el camino por donde volvía mi padre, y bastaba con que lo vigiláramos desde lo alto. Llevábamos a la Sandiana a ver nuestros sitios, y ella sabía decirnos el nombre de los campanarios y de los pueblos más lejanos. Nos explicaba lo que allí arriba, desde los bosques, se veía en la llanura, y lo que hacía la gente en las casuchas aisladas. Nos hablaba de su padre y de cuando en la Bicocca eran tantos, hermanos y hermanas, y por la noche iban con el farol a cerrar establos y bodegas. Nos contaba que en invierno sus abuelos oían al lobo raspar en la puerta y seguían velando y entretejiendo cestas. Tomábamos por los senderos que atravesaban las viñas y el que llegaba primero gritaba y agitaba los brazos en alto. También ella corría.

Aquel año yo había crecido, y en invierno tendría que ir a la escuela a la ciudad. La Sandiana me decía que allí estaría bien y que me olvidaría del pueblo. Me avergonzaría de casa y de nosotros. Yo comprendía que tenía razón, y sin embargo, aun ahora que el verano acababa, miraba los caminos, las nubes, las uvas, para grabarlo todo en mí y ufanarme luego. Me hubiese gustado haber nacido yo también en la Bicocca como sus padres y haber conocido a los hermanos y pasar aquellas noches en que iban los lobos. De esto habría querido ufanarme, y escuchando a la Sandiana sabía que me ufanaría. Así era yo ya entonces: disfrutaba, no de lo que hacía, sino de lo que oía a los demás. No me parecía a mi padre.

La casa de la Sandiana estaba en manos de dos viejos colonos de un señor que la había vuelto a comprar y a quien nadie conocía, íbamos con frecuencia a aquella colina y desde allí se veían los pinos, negros detrás de la casa, altos como campanarios en medio de las viñas; llenos de pájaros que revoloteaban. La Sandiana nos llevó una vez hasta el patio; había un perro que la reconoció y corrió hacia ella brincando. Entonces salió la vieja y se pusieron a hablar y se pasearon juntas por la casa y por la era. Nosotros esperamos en el patio, junto al pajar, y tirábamos piedras al pino más grueso. Yo miraba el sendero que conducía de la heredad al pozo. No había estado nunca en un patio más vacío, parecía abandonado: ni había visto nunca a un perro como el que gruñía arriba con las mujeres; no era la voz de un perro, sino más feroz. Pensaba en los tiempos en que los hermanos de la Sandiana recorrían los bosques. El bosque era negro, profundo, al otro lado de la colina. Cuando volvió con la Sandiana y se quejaban juntas, la vieja nos dijo que quería darnos algo —un membrillo— pero no lo encontró. La Sandiana reía, contenta.

El perro quería venir con nosotros; lo ataron a la cuerda. Para volver pasamos por otro sendero, y durante todo el camino la Sandiana no habló: solamente dijo que no le contásemos a mi padre que habíamos subido allí arriba, porque estaba demasiado lejos. Pero aquella noche me preguntó si sabía si mi padre había ido allí aquel verano. Le respondí que podía habérselo preguntado a la vieja, y entonces se calló.

Una mañana encontramos a mi padre en la cocina. No era domingo, pero todo tenía un aspecto insólito. Volvió la Sandiana del patio con la cara agitada y el pelo sobre los ojos. El niño lloraba y mandaron a la criada a que lo calmara. Mi padre daba órdenes y bromeaba. No era aún el día en que yo tenía que partir y no comprendía el porqué de aquella agitación, pero luego lo supe por una palabra de la criada. La Bicocca era nuestra; mi padre la había comprado.

Partieron en la calesa él y la Sandiana. La criada fue malvada aquel día, y nos dijo, como si fuésemos hombres, que ahora la dueña era la otra y que la Bicocca era suya y de su hijo. Aguardamos todo el día a que volviesen. Yo esperaba que al menos pasear por el bosque la Sandiana nos dejaría, y para merecérmelo cuidé del niño que —decía la criada— al fin y al cabo era mi hermano. Pensaba sobre todo en los hermanos muertos, y me llenaba de contento saber que también habrían sido hermanos míos. Aquella noche la criada dijo a mi padre que había que celebrarlo y fue a buscar vino.

Tantos años habían pasado y tenían que pasar todavía, en invierno fui a la ciudad y cambié de vida; volví al año siguiente, era ya otro; iba al pueblo por las vacaciones y así me pareció haber sido muchacho sólo en verano. La Sandiana no cambiaba; el niño había muerto; así que el tiempo, en casa ni se sentía pasar. Aquellos años el Verano fue como cuando todavía no iba a la ciudad, un verano único y duradero.

Todos los años contemplaba las nubes, las uvas y las plantas para ufanarme luego en la ciudad, pero, no sé cómo, una vez allá se me borraban del pensamiento y ni las mencionaba. Debía de llevar razón la Sandiana, que no se cansaba de preguntarme si los compañeros se habían burlado de mí y si volviese otra vez a la viña. Pero yo volvía contento a la viña y le preguntaba si se venía ella también. El mismo día de mi regreso recorría caminos y senderos, y aquellas mañanas me despertaba contento si hacía sol y más contento aún si llovía, porque no hay nada como el agua fresca para que te entren ganas de pasear por el campo. La Sandiana se reía si volvía mojado y cubierto de barro y me decía que iría conmigo algún día.

No vino, pero una noche nos sorprendió el temporal en la carretera, y nosotros, los muchachos, teníamos miedo del trueno, la Sandiana del relámpago. A mí el relámpago me gustaba, aquella luz violeta y repentina que inundaba como el agua, pero la Sandiana contó que era de azufre y que mataba con su sacudida. —Si no es nada —le decía—, se ve una luz que pasa. —Tú no sabes —me respondió—, donde toca mata. ¡Madre mía!—. Yo entonces olisqueaba el aire húmedo y sentí finalmente el olor del relámpago: un olor nuevo, como de una flor nunca vista, aplastada entre las nubes y el agua. —¿Hueles? —le dije; pero la Sandiana se apretaba los oídos con las manos, en el porche donde nos habíamos refugiado. El perfume nos duró hasta llegar a casa: era fresco, picaba dentro de la nariz como cuando uno mete la cabeza en la jofaina. La Sandiana decía que aquello era viento que había pasado por los bosques, pero yo no lo había olido nunca, antes: era verdaderamente el olor del relámpago. —Quién sabe dónde habrá caído —dijo.

Pero no quiso ir a comprobarlo. Por fuerza debía de haber caído en los bosques, porque tenía un fuerte olor a selvático. Ahora comprendía por qué se cuentan cosas tan extrañas de los bosques, por qué hay tantas plantas, tantas flores nunca vistas, y rumores de animales que se ocultan en las zarzas. Tal vez el relámpago se convierte en piedra, en lagarto, en una capa de florecillas, y hay que sentirlo en el olor. La tierra quemada no faltaba pero la tierra quemada no tiene aquel perfume de agua. La Sandiana me respondía y decía que no.

En el bosque de la Bicocca había una hendidura en la toba. La Sandiana decía que hubo un terremoto aún antes de que nosotros naciésemos. Nadie, a excepción de alguna serpiente, podía pasarla. Pero yo una vez había visto allí arriba una hermosa flor lila y quién sabe si su olor no era el mismo del relámpago. Comprendía que el trueno hiciese las hendeduras, pero el temporal caía del cielo, y algo hermoso tenía que traer. —Qué va —dijo la Sandiana—, todo lo que nace está hecho de tierra; agua y raíces están en la tierra; dentro del trigo que comes y del vino de uva está todo lo bueno de la tierra—. Yo no había pensado nunca que la tierra sirviese para hacer trigo y para mantenernos, y menos ahora que estudiaba. Aunque poseíamos la Bicocca, no éramos campesinos. Pero cuando comía fruta, comprendía.

Las frutas, según el terreno, tienen muchos sabores. Se conocen como si fuesen personas. Las hay secas, sanas, malas, aperas. Alguna es como las muchachas. Hay higos y uva albilla en la Bicocca que saben todavía a Sandiana. Yo las he comido de toda clase, y especialmente las silvestres, endrinas y níspolas acerbas.

Especialmente las endrinas me apetecían. Todavía ahora lo dejo todo por las endrinas. Las huelo a distancia: forman setos espinosos, verdísimos a lo largo de los barrancos, en medio de las zarzas. A fines de agosto las ramas se cargan de granos azules, más oscuros que el cielo, aglomerados y sólidos. Tienen un sabor acídulo y muy áspero que no gusta a nadie, y sin embargo no les falta una punta de dulce. En noviembre han caído todas.

Que las endrinas sepan a zumos silvestres se comprende además por los lugares donde crecen. Yo las encontraba siempre en la linde de las viñas donde termina el cultivo y ya sólo madura la aridez del terreno descampado. Entonces no pensaba en estas cosas: solamente habría deseado que mi padre, la Sandiana y todos los demás comiesen endrinas. De los otros no sé; la Sandiana decía que le mordían la lengua. —Por esto me gustan —decía yo—, las endrinas sí que se nota que crecen en el campo. Nadie las toca y sin embargo salen. Si el campo estuviese solo, seguiría produciendo endrinas.

La Sandiana reía y decía: —Si supieses… —¿Si supiese qué?—. Hasta que un día me dijo que más allá de sus bosques, después del otro valle, en la Virgen del Roble, la cuesta estaba completamente cubierta de endrinos. —¿Vamos allá?—. Estaba demasiado lejos. —Pero ¿nadie las coge? —preguntaba.

Pensaba siempre en eso. No sólo me veía incapaz de descubrir todas las de nuestros caminos, sino que había tantas colinas en el mundo, tantos campos inmensos, y por todas partes endrinas, riberas arriba, en los barrancos, en sitios inaccesibles donde nadie, ni aun queriendo, llega nunca. Pero las veía con las hojas crespas, con las ramitas cargadas de fruto, inmóviles, en espera de una mano que no llegaría nunca. Todavía hoy me parece un absurdo tanto derroche de sabores y de zumos que nadie gustará. Cosechan el trigo, vendimian la uva, y nunca hay bastante. Pero la riqueza de la tierra se manifiesta en estas cosas salvajes. Ni siquiera los pájaros, salvajes también, podían disfrutar de ellas, porque las espinas de las ramitas les herían en los ojos.

Entonces pensaba en las cosas, en los animales, en los sabores, en las nubes que la Sandiana había conocido cuando vivía en los bosques, y comprendía que no todo estaba perdido, que hay cosas que basta con que existan y se es feliz sabiéndolo. Hasta las endrinas, decía la Sandiana, no se comen más que dos o tres cada vez. Pero es un placer saber que las hay por todas partes.

Ya entonces bastaba con que dijese el nombre de un pueblo, y me parecía verlo. Sus pueblos estaban hechos de alquerías, de cañaverales y de cosechas, como los míos. Me parecía haber estado en ellos o que podía ir al día siguiente. Alguno asomaba por detrás de los bosques. Y sin embargo, si subía en la calesa con mi padre, partía como hacia un hallazgo. Virtudes de aquel matiz selvático que ella no conocía pero que yo ponía en todas partes.

Un camino y un cañaveral son cosas corrientes, por lo menos donde vivimos nosotros, pero vistos así, a lo lejos, al pie de una cima y sabiendo que detrás hay otras cimas, otros cañaverales, y por más que cruces quedan siempre otros donde no iremos y donde alguien ha estado y nosotros no —esto es lo que pensaba escuchando a la Sandiana. Envidiaba a mi padre que había estado en tantos sitios y había recorrido aquellos caminos y aquellas cimas, de día y de noche. Que era fatigoso lo supe más tarde. Entonces me contentaba con mirarle por la noche cuando subía taciturno los tres escalones o nos esperaba a nosotros. En aquel momento no parecía mi padre. Se le veía en la cara que venía de lejos y que estaba cansado —también él traía en los ojos aquel aire selvático. Estaba tan cansado que, si la Sandiana le llamaba, se acercaba sin contestar. De los pueblos no hablaban nunca entre ellos.

A veces nos llevaba un trecho de camino en calesa, pero poco, porque el caballo ya se fatigaba demasiado con él solo. Fuimos cada vez más lejos a pie. Solamente al principio y al final del verano recorría con él el camino de la ciudad y él guiaba, y yo pensaba en los días en que allí abajo había estado la Sandiana, y me parecía tanto tiempo porque entonces no había visto nunca la ciudad. Le preguntaba si era cierto que de joven iba a ella a escondidas, y él, brusco, bromeando, decía que solamente iban los viejos, para ver la fiesta, y volvían a pie por la noche mientras ellos, los muchachos, contaban las explosiones y miraban los destellos en lontananza. —Ahora tienen demasiados palacios —decía—, y se avergüenzan de nosotros los del campo. Se divierten encerrados. No vale ya la pena venir—. En el fresco del alba estaba atento para ver dónde acababa la carretera y empezaban los palacios, y había siempre como un humo dorado y nebuloso que parecía otro aire y uno entraba poco a poco y, una vez llegado, parecía imposible que hubiese todavía otros pueblos y otras colinas. Lejos, quién sabe dónde, estaba el mar. Se lo decía a mi padre y él se reía, brusco.

Ahora que el tiempo ha pasado y que aquellos veranos los recuerdo, sé lo qué quería de la Virgen del Roble. Un seto de endrinas me cerraba el horizonte, y el horizonte son nubes, cosas lejanas, caminos, que basta con saber que existen. La Virgen del Roble ha existido siempre, y en todas partes, en las cuestas, en la cima de los pueblos, hay iglesias, masas de árboles empequeñecidos por la distancia. Dentro la luz tiene color, el cielo calla; y mujeres como la Sandiana permanecen de rodillas y se santiguan, siempre hay alguna. Si una vidriera de la bóveda está abierta, se siente un soplo de cielo más cálido, con vida, que son las plantas, los sabores, las nubes.

Estas iglesias de las cimas son todas así. Siempre hay alguna más lejana, nunca vista. En el pórtico de cada una está todo el cielo y allí se sienten las endrinas y los cañaverales que el camino no permite alcanzar. Tanto da detenerse a dos pasos y saber que toda la tierra es un gran bosque que nunca podremos hacer de veras nuestro como un fruto. Es más, las cosas que crecen a dos pasos de nosotros reciben su sabor de las silvestres, y si el campo y la viña nos nutren es porque aflora en las raíces una fuerza oculta. Mi padre diría que en el mundo todo viene de abajo. Yo no sé si sabía nada de esto, pero la Virgen de los Robles era como el santuario de las cosas ocultas y lejanas que deben existir.

Cuando, años atrás, murió mi padre, encontré en mi dolor una sensación de calma que no esperaba y que, sin embargo, había sabido siempre. Fui a la iglesia y al cementerio; volví a ver a las mujeres con el manto en la cabeza y los cuadritos del Vía Crucis, percibí el olor a incienso y a tierra cavada. Más abatida que yo, la Sandiana rezó sobre la tumba; luego volvimos juntos a casa y ella preparó la cena. Hacía mucho tiempo que no volvía y el patio me pareció más pequeño. Hablamos de mi padre y de la Bicocca, de la vendimia y de la muerte, y luego, muy avanzada la noche, me quedé solo en la ventana.

Aquellos días volví a pensar en muchas cosas que había olvidado. Pensé que mi padre, ahora, existía como algo selvático y ya no necesitaba dar vueltas día y noche para decírmelo. La iglesia, como es justo, se lo había tragado, pero tampoco la iglesia va más allá del horizonte y mi padre, bajo tierra, no había cambiado. De cuerpo de sangre se había convertido en raíz, una entre las mil que cortada la planta perduran en la tierra. Estas raíces existen, el campo está lleno de ellas. Las vidrieras de colores de la iglesia nada cambian, y hacen pensar que nada cambia tampoco fuera, bajo el cielo, y que todo cuanto está lejos o sepultado sigue viviendo tranquilamente en aquella luz. Ahora en todas las cosas sentía a mi padre; su ausencia punzante y monótona sazonaba todo paisaje y toda voz del campo. No lograba encerrarlo de nuevo dentro del ataúd, en la tumba estrecha: como en todos los pueblos de estas colinas hay iglesias y capillas, así él me acompañaba a todas partes, me precedía en las cuestas, me quería muchacho. En los lugares más suyos me detenía por él; lo sentía chiquillo. Miraba la carretera por la parte del alba y la ciudad escondida al fondo, donde —¿cuánto hace de esto?— él había entrado una mañana, con su paso aldeano y absorto.

Hablábamos de él. La Sandiana de niña le había visto bailar, y sabía la voz que tenía en aquel entonces. Decía que en vez de ayudar en el campo, él ya entonces estaba siempre por los caminos y compraba caballos. Compraba y vendía, pero más que el comercio lo que le gustaba era deambular. El sí que los había visto, los pueblos. A nuestra madre la encontró en la ciudad y se casó con ella sin decírselo a nadie; luego, de vuelta en el pueblo y hechas las paces, había dado un gran banquete de bodas. La primera de mis hermanas nació dos días después del banquete.

Entonces mi padre era alegre y largo de manos. La Sandiana decía que a los cuarenta años se juntó con sus hermanos y rondaba con ellos bromeando como un mozo. Se veían siempre en la Bicocca, pero ella no pensaba que se casarían. Allí iba mi madre a buscarle cuando pasaba fuera las noches. Mi madre era joven, estaba siempre asustada, y parecía una niña a su lado. Quién hubiera dicho que tenía que morir ella primero. La Sandiana se olvidaba de mi padre y hablaba de mujeres, de ellas.

Yo callaba y volvía a ver la ciudad en la niebla. No era esto lo que buscaba de él. Las mujeres le habían hecho padre mío, pero era algo más antiguo que esto, más secreto y sepultado para siempre. Quiero decir, un muchacho. También mi padre, como yo, había entrado en la ciudad, no para encerrarse en la escuela, sino para hacer fortuna. Había entrado selvático y no cambió. Yo me preguntaba qué le había arrastrado allí, qué rabia, qué instinto, a él que había nacido en el campo. La ciudad soñolienta al final le había parecido soberbia y no se estableció nunca en ella, pero sus mujeres las había encontrado allí, hasta la última, hasta la que venía de la Bicocca. Quizás sabía todo esto desde el principio. Quizás también él buscaba en la ciudad lo desconocido, lo selvático.

Aquí me volvía a la Sandiana y le preguntaba si mi padre no había pensado nunca en establecerse en la ciudad. Ella parecía no entender y me decía que en tal caso no habría comprado la Bicocca. En cambio comprendía muy bien: la respuesta era aquella. A mi padre le gustaba ir a la ciudad desde una hacienda: su trabajo se hacía en una era y, de era en era, la ciudad se lo pagaba. Palacios y mercado para él querían decir todavía monedas de oro, carretadas de sacos y de cubas, campiña. En la ciudad no conocía de veras más que a los que venían del campo, como él. Con los demás sólo bromeaba. Así había sido de muchacho y así había muerto.

Ahora era inútil subir aquellas cimas para estar solo con él. Me bastaba con encontrar un cañaveral, una higuera retorcida contra el cielo, una tierra labrada, para conmoverme y darme por satisfecho. Lo que quedaba lejos, más allá de las cimas, la ciudad, la llanura humosa, estaba sepultado, apenas una iglesia cubierta por los árboles en el horizonte.

En cambio, los geranios que la Sandiana tenía en la ventana me parecían verdaderamente ciudad. Tenían un color muy vivo, como sólo lo tienen las amapolas, pero por la forma complicada y por las hojas se comprendía que no los produce el campo. Se acercaba el momento en que vería muchos en la llanura, en los balcones de las villas. Cuando veía a la Sandiana en la ventana regándolos me parecía que también ella era algo nunca visto, escarlata como ellos.

La Sandiana era como una forastera. Lo que ella hacía siempre parecía nuevo, tanto más ahora que yo no estaba allí más que en verano. Cuando íbamos a la Bicocca la seguía a todas partes, por las habitaciones rojizas, por los graneros, ante la ventana. Adosados a las paredes había arcones macizos, siempre cerrados, y el solado estaba cubierto de trigo, de patatas, de maíz. Para atravesarlo había que descalzarse. La Sandiana daba vueltas, tocaba y miraba. —Qué frío hará en invierno en estas habitaciones —dije una vez. —¿Es que no hace frío en todas partes? —me dijo ella, brusca. Parecía que fuera la casa de otro y que ella volviese allí para conocerla más y mejor. Era feliz, se veía.

—Ves, tu padre —decía— ha comprado todo esto para vosotros.

Nada más llegar sacaba agua del pozo y la llevaba a la cocina. Si los campesinos salían a segar el heno o a lo que fuese, se ataba un pañuelo a la cabeza y se iba con ellos. Yo subía por los atajos de la cima a buscar endrinas allá del viñedo, y desde allí la veía moverse en medio del campo. Ya entonces me gustaba ocultarme en aquella soledad, en el erial junto a los últimos liños, a dos pasos del bosque. Luego me entraba miedo y volvía a todo correr por el sendero. Al verme correr así, todos se reían.

—Si huyes —decían—, el miedo te atrapa.

Era algo, el miedo, que existía para todos. La Sandiana me dijo que tenía que resistir. —Si te estás quieto en tu sitio, el miedo se asusta. Pero si huyes te sigue como el viento de noche—. Le respondí que incluso con luz tenía miedo. —Cuando hay luz tienes que mirarlo a los ojos. El miedo huye a esconderse—. Pero la idea de mirar al miedo me asustaba aún más. —¿Tú lo has visto? —le pregunté—. ¿Cómo és?

—Pero si tú también lo has visto.

—Yo no.

La Sandiana reía. —Presta atención la próxima vez. Verás cómo es.

Estas conversaciones me excitaban. —No es solamente el miedo —decía—. Cuando estoy solo en la viña o en el porche, espero algo. Siempre me parece que ha de suceder algo. A veces voy adrede. Si no fuese porque echo a correr, vería qué cosa es.

—Pues párate —decía la Sandiana.

—Es como cuando, para planchar, pones la plancha en la ventana.

Sobre las brasas ves temblar el cielo. ¿Lo has visto tú?

—Sí.

—¿Tú, en el campo, no ves nunca nada?

—Claro que veo.

—No, tú te ríes. A mí me parece que de la tierra sale un calor continuo que mantiene verdes a las plantas y las hace crecer, y días que te da no sé qué pisarla, pues pienso que quizás pongo el pie sobre algo vivo y que, bajo tierra, se apercibe de ello. Cuando el sol es más fuerte se oye el ruido de la tierra que crece.

A nadie más confiaba estas cosas. Pero la Sandiana decía que tenía razón; contaba que una vez tuvo una flor que se abría cada mañana al sol y se movía.

—¿Las hay en los bosques?

—Quién lo sabe —dijo la Sandiana—. En los bosques hay de todo.

A los bosques íbamos a veces a buscar hongos, pero tenía que haber llovido, y ella sola encontraba más que todos nosotros juntos. Conocía el terreno y metía la mano bajo las hojas podridas: no se equivocaba nunca. A veces pasaba yo, miraba, y no había ninguno. Venía ella, parecía que le hubiesen crecido bajo los pies. Me decía riendo que los hongos crecen de golpe, de la noche a la mañana, de una hora a otra, y que conocen la mano. Son como los topos, se mueven; los hace el agua y el calor. Lástima que el camino era largo; sólo sabía ir con ella. Salíamos de casa por la mañana y llegábamos a las cimas sudorosos. Pasábamos un valle y una cuesta, perdíamos los senderos. Aquellas noches, en la cama, toda la colina me parecía un vivero caluroso de lluvia y de hongos, que solamente la Sandiana conocía palmo a palmo.

Mi abuelo decía —me contó una vez— que todo esfuerzo que se haga en el campo, de noche se te devuelve en fuerza dentro de la sangre. Hay algo en la tierra que se respira al sudar. Y decía que cansa menos caminar por la heredad que por la carretera. Era ya viejo y con ésta nunca quiso tratos.

—¿Por qué por la carretera?

Preguntaba, pero había comprendido. La Sandiana me miró sin saber si echarlo a broma.

—¿Por qué? En la carretera no labras.

—Pero también es tierra.

—Anda y pregúntaselo a él.

En la Bicocca, en el barranco de toba, justo detrás de la casa, había una cavidad profunda que hacía de sótano, y allí tenían herramientas, carretas, trastos. Se me metió en la cabeza que lo había excavado el abuelo aquel. Con el tiempo la pared de la roca se había vuelto gris, pero en lo hondo, donde era más oscuro, sudaba todavía humedad y había un pozuelo. Allí crecía el culantrillo. Unas muchachas del pueblo dijeron que el culantrillo es una hermosa planta y la Sandiana fue una vez a arrancar unos cuantos para ponerlos en un florero. Yo le sostenía la vela.

—Aquí estamos debajo de la colina —dije.

—Hace más fresco que arriba.

Mientras estuvimos bajo tierra yo pensaba en su abuelo y decía que el agua es el sudor de las raíces. Lo decía para mis adentros, porque temía que la Sandiana se burlase de mí. Pero no pude contenerme y le pregunté si también los geranios crecen bajo tierra. —Estás loco —gritó. Luego me preguntó por qué.

—Se parecen.

—¿Cómo?

—En el campo no crecen.

La Sandiana me preguntó: —¿No estamos en el campo?

Entonces comprendí que era inútil decirlo y me di cuenta de que era verdad, el campo no es solamente la tierra, sino todo lo que hay dentro. Me vinieron ganas de quedarme allí abajo y de que afuera lloviese, creciesen los árboles, pasase la noche y la mañana. «Aquí de noche está oscuro —pensé—, dentro de la tierra es siempre de noche.»

Volví alguna vez solo, pero como en todas partes donde había silencio, aguzaba el oído, perplejo. Desde el umbral atisbaba en la oscuridad. Creía oír el gorgoteo del agua que sudaba en la toba, empapaba la bóveda, se deslizaba por toda la colina. Pensaba en aquel vejarrón que caminaba solamente por los senderos. Él sí que debía de saber qué es el campo. Pero ahora estaba muerto y sepultado, y con un paso me encontraba en el patio bajo el cielo.

Lo que le decía a la Sandiana sucedía a la hora en que todos duermen, entre la comida y la merienda, cuando quema el sol y aún ahora salgo a pasear. Salgo por entre las casas, en el resol blanco, y pienso en lo que pensaba entonces. Creo que me aburría y anhelaba el momento de reanudar la jornada, pero cabalmente en el tedio llegaba hasta el fondo del día y del verano. Nada ocurría, nada, ni siquiera una voz, en los patios y en las cuestas, y este vacío me encantaba como si el tiempo se detuviese en el aire. Había llegado al punto en que todo era posible y vigente; sólo no comprendía por qué entre tanto fervor todo callaba. Entonces miraba a las hormigas en el suelo, o a las plantas lejanas, minúsculas ellas también en la gran pendiente; y también las hormigas inquietas y las plantas parecían extraviadas en el tiempo. La colina está hecha toda de cosas distintas y a veces, volviendo a casa, subía a la ventana de los geranios para contemplarla. Geranios y cimas calcinadas al sol tenían en común la distancia, la riqueza oculta. Yo miraba desde las flores a las cimas, pero sin saber por qué lo hacía; y tampoco se lo habría dicho a la Sandiana, que quería burlarse de mí. Más bien me servía también ella de ventana, y muchas veces la miraba como miraba a los geranios criados en la ciudad. También ella había estado allí a su tiempo.

La ciudad tenía callejuelas recogidas, en las que se abrían portones sobre jardines inesperados. Los vislumbraba al ir a la escuela y pensaba que eran otra campiña más secreta y más hermosa. Sabía con certeza que mi padre no los había mirado nunca y a ella no me atrevía a preguntar. Pero la Sandiana, que había estado en aquellas callejuelas, tenía que haberlos conocido; y traté de reconocer su viña virgen que en invierno era más roja que el fuego. Ni mi padre ni ella me habían hablado nunca de la parra; no sé de quién lo había oído. Pero en los patios no ponía los pies, me contentaba con pasar; cuando había una parra me preguntaba por qué la Sandiana no se habría quedado, e imaginaba que iba en aquel momento, que subía las grandes y solemnes escaleras, que estaba con ella en el palacio. A veces, en invierno, venían a verme juntos el domingo, y tenía permiso para salir con ellos, con ella; pero de los tiempos en que estuvo en la ciudad nunca sabía hablarle. Me llevaban hasta el mercado donde mi padre encargaba la merienda; luego él se entretenía charlando con el tabernero, nosotros salíamos a ver pasar a la gente. Echábamos por los soportales hasta el Castillo; había mujeres bien vestidas, señores, soldados, y chicos como yo, pero más ricos, y todos caminaban despacio, se paraban un poco, daban la vuelta, saludándose y parloteando. Me encantaban cuando el frío, las puertas de los cafés llenas de humo y doradas, pero la Sandiana me tiraba de la mano, si me escabullía se enfadaba, y asistía entre impaciente y curiosa hasta que yo lo había visto todo. Prefería las ocasiones en que tenía que hacer y nos abríamos paso por entre la muchedumbre recorríamos las callejuelas desiertas de mis jardines. Hacía frío, pero siempre podía decirle qué flores había en primavera y le preguntaba quién vivía en los palacios y si ella había entrado alguna vez. Ella me preguntaba de dónde eran mis compañeros, y envidiaba a los más ricos, pero decía que los ricos no viven en los palacios ni mucho menos, allí hace demasiado calor y el aire está encerrado; van en cambio al campo donde tienen las villas, a las montañas y al mar. De este modo hablábamos del mar; yo conocía a varios que en verano iban allí, ella me escuchaba y me preguntaba si de mayor llevaría a mis niños. Pero yo no pensaba en niños, pensaba en mí mismo, en costas lejanas y en largos viajes; pasábamos por delante de los portones y así las flores más ricas y ocultas se confundían con el mar en mi corazón. Pensaba entonces en la ventana de los geranios como en un fondo de lugares marinos. Por la noche volvía junto a los compañeros cargado de fruta, y la daba a los mejores y comíamos repitiéndonos las historias más absurdas.

De este modo la riqueza, que era toda la jornada de mi padre, para mí se hacía fantasía y perdía aquella envidia con la que la sentía codiciada por todos. No comprendía aquella envidia. No comprendía, a decir verdad, qué era la riqueza. Me parecía algo exótico que más allá del horizonte prometiese estupores, como una luna de septiembre oculta todavía por los árboles. No comprendía todavía la relación del trigo y la uva con los palacios y la vida de la ciudad. La Sandiana, que recorría la Bicocca calculando las cosechas con malos ojos, me descorazonaba: yo buscaba las endrinas. Una vez, sin decírmelo, hizo rozar un ribazo de erial para sembrar trigo: cuando llegué estaba todo terminado y las matas arrojadas: les llamé de todo, di patadas —ella rió. No comprendía las lágrimas, y por esto no lloré. Tanto hice, que se enfadó y se lo dijo a mi padre, que me pegó. Luego se burlaron de mí toda la noche porque no entendía las cosas. Yo lloré a escondidas, y en venganza me guardé por un buen tiempo de mirar la colina a través de los geranios.

Pero la miraba desde los cañaverales del camino, donde bastaba con pararse y se estaba solo, y también aquí la lejanía, filtrada por el cañaveral, parecía nítida y más azul, entre florida y marina. Subiendo más arriba —pero iba raramente y nunca solo— se entreveía la llanura; y minúsculas manchas perdidas en lo vago, que eran casas o pueblos, parecían velas, archipiélagos, espumas. Eran éstas las cosas que llevaba conmigo en invierno a la ciudad; y no las decía, las encerraba orgulloso en mi corazón. Escuchaba a los compañeros hablar y pavonearse; yo callaba, no porque no me gustase oírles, sino más bien porque comprendía que las cosas realmente verdaderas no hay modo de contarlas. No sólo es menester que quien escucha las sepa, sino que hay que saberlas ya al conocerlas y, en suma, es imposible saberlas por otro. Yo mismo me preguntaba cuándo había empezado a saber, pero era como si me hubiesen preguntado cuándo había conocido a mi padre. La Sandiana un buen día se vino a vivir con nosotros, y sin embargo ni siquiera de ella recordaba que no estaba antes. En aquellos tiempos sólo sabía que nada empieza sino al día siguiente.