EL MAR

A veces pienso que de atreverme a subir hasta lo alto de la colina, no me habría escapado luego de casa. La noche de San Juan debió de ser por entonces, porque ya varias veces habíamos tomado la carretera del valle y subido hasta los avellanos a buscar el rodal de las fogatas. Sabíamos que en la cima los había tan anchos como un prado. Pero un día Gosto se ufanó de que de muchacho su abuelo se había escapado de casa y caminando por el valle había subido tan alto que desde allí arriba veía el mar.

El valle nos conducía a una viña casi llana, envuelta en jaras. Qué hacíamos allí hasta la noche, no lo sé. Mirábamos las copas de los árboles. Le decía a Gosto que en el mar no encienden hogueras, porque el mar es llanura, y tendido en la hierba me aburría contemplando las nubes. Había también grillos, en aquella viña, y me hubiese gustado ser como ellos para pasar allí la noche y allí encontrarme por la mañana con la primera luz, cuando el sol está todavía frío. El sol, en nuestra tierra, sale por detrás de las colinas bajas, donde el abuelo de Gosto había visto de muchacho el mar.

Que el mar quedaba por aquella parte, se lo había dicho yo a Gosto. Los días de tempestad, era por allí que se alzaba el tiempo y el sol volvía a batir como sobre un gran campo de flores, mientras que donde estábamos nosotros aún goteaba. El mar yo siempre me lo he imaginado como un cielo sereno visto a través del agua. La carretera que desciende hasta las colinas no es un camino de campo; deja el valle y sale a una llanura que desciende siempre y que tiene unos árboles que parecen jardines. Una vez en el recodo, pasada la boca del valle, pasado el puente de hierro, está la casita de la Piaña, con su balcón de geranios. Allí abajo ya no hay viñas, ni bosques, ni establos; carrucos tirados por bueyes no suben por allí; suben, en cambio, los birlochitos a todo correr y pandillas con quitasoles.

Toda la noche de San Juan, Gosto había estado vagando por el pueblo y yo no pude ir con él porque en casa contemplamos los fuegos desde la terraza. Gosto me esperaba abajo en la calle, y señalábamos gritando las hogueras más lejanas y las más grandes. Pero luego pasó la banda de música que iba al pueblo —estaban todos, Cándido también— y yo me pegaba a los barrotes y les llamaba; Cándido se detuvo para saludar a mis hermanas y bromear con ellas; luego se pusieron en fila, tocando, y Gosto con ellos, y se fueron a la plaza y durante toda la noche se oyó el clarinete de Cándido y trombones y guitarras y cantar a voz en cuello, especialmente las mujeres. Nosotros nos fuimos a dormir cuando las últimas hogueras se apagaban en las negras colinas, y en la cama lloraba de rabia, pero las voces dispersas de los borrachos y de los perros me hicieron pensar en la viña y en los birlochos y en las colinas que al día siguiente vería de nuevo a placer.

En cambio al día siguiente no fuimos más allá de los avellanos, y la abuela de Gosto me ponía como ejemplo. Gosto reía. En casa me decían que tomara ejemplo de él que, solo en el mundo con la abuela, representaba a la familia entera. De nada sirvió entonces contar las cosas que habíamos hecho en el colegio, en Alba. No me creían. Decían y dicen que Gosto es más hombre que yo. En casa no saben las cosas que dice.

Por lo pronto la idea del mar se me ocurrió a mí, no a él. Gosto no sabe lo que es ponerse frente a una casa y mirarla hasta que ya no parece una casa. Gosto es tan dueño de sus actos que hace todo lo que le dicen, pero solo no es capaz de nada. Todavía ahora no quiere creerme cuando le explico que la carretera no tiene fin, como no tienen fin las vías férreas, y de pueblo en pueblo avanza mientras haya tierra sin detenerse nunca. Dice que, de ser así, la gente no cesaría de caminar y todos darían la vuelta al mundo. Y en nuestra carretera habría una riolada de extranjeros de todos los países. —Todas las carreteras acaban en el mar —le decía—, donde están los puertos. Desde allí se embarca y se va a las islas, donde las carreteras empiezan de nuevo.

No estaba convencido de que para ir hacia el mar bastase con ponerse en camino. —Hay que saber el camino —decía—. Pero el camino se sabe. Echas por la Piaña. —¿Estará lejos? —Pero si tu abuelo lo ha visto desde las Ca’Rosse. —¿Cuántos años hace que lo ha visto?

Un día fuimos al taller del carretero que nos tomaba el pelo porque no sabíamos ir descalzos. Me detuve en la puerta y no vi casi nada en la oscuridad de los hornillos, pero oía golpear el hierro y Pietro me preguntó si también yo iba a la escuela, con Gosto. Y nos dijo que a nuestra edad él ya había cruzado las montañas para ir a trabajar y ¿qué sabíamos hacer nosotros? Entonces me di cuenta de que no sabíamos hacer nada. En aquel momento Pietro había dejado de golpear, y Gosto decía: —Hemos nacido con zapatos, nosotros. —Así es —dijo Pietro sin enfadarse—. Habéis nacido con zapatos.

Pensé mucho en las palabras de Pietro, y al día siguiente pasamos por el taller para volver al tema. Pietro no se había movido del hornillo y nos dijo que no le tapásemos la luz.

Aquel día nos contó que de muchacho había hecho de cerrajero y viajaban él y su amo buscando trabajo por los patios, y que llevaban consigo los hornillos y el carbón. Para cruzar las montañas habían tenido que ponerse alpargatas. Después trabajaron en las minas de hulla, tan lejos que para volver habían tenido que tomar el tren. Mientras nos contaba esto se asomó a la puerta y miró hacia la plaza. —¿Y el mar, Pietro, no lo has visto nunca? —le dijo Gosto. Entonces nos dijo que había estado en Marsella y que allí el mar lo tenía delante de la puerta. Miró a la plaza, donde caía la sombra de la casa, y dijo: —Como si estuviese aquí, en la plaza. Y animación día y noche. Más que en el mercado central—. Escupió en el sol y volvió adentro.

Le preguntamos cómo está hecha la orilla del mar, pero no lo sabía o no comprendió lo que queríamos decir. Dijo que sí, el agua es verde y se mueve siempre y que continuamente hace espuma, pero dentro no había estado nunca y no sabía cómo es la tierra vista desde alta mar. Nos contó que los barcos tienen un color entre rojo y negro y que el puerto huele como las estaciones. Dijo que carga y descarga más carbón un puerto en un día que carros de uva todas nuestras colinas. Y los marineros, incluso los extranjeros, van vestidos como nosotros y no piensan más que en volver a casa. —Es duro el mar —decía—. Hay que haber nacido descalzo.

Vino el mes de agosto, entre las primeras y las segundas cosechas, cuando en el campo ya no se hace nada y el día aún dura hasta la mitad de la noche. Sucedía a veces que me acostaba cuando afuera aún era claro y oía en la calle, bajo la terraza, reír a los demás y pasar gente. Por cualquier tontería me mandaban a la cama. Si Gosto venía a buscarme, le decían que era tarde y que hacía rato que estaba durmiendo.

Al otro lado del Belbo iba de vez en cuando, pero yo me aburría más que en casa, donde por lo menos leía los tebeos. Tenía un armario lleno de ellos. Una tarde, a la caída del día, estaba leyendo en la terraza y Gosto me llamó desde la calle. Gritaba y yo también grité, pero cuando me dijo que escuchara allá abajo, oí voces lejanas, como cuando en septiembre se conversa en las viñas. Entonces me di cuenta de que la música, que por la tarde sonara en el viento, había cesado. En el Martino había boda y por la mañana habían vuelto del pueblo en coche: Cándido, los trombones y los flautines tocaban ya desde la noche antes. —¡Hay un fuego! —aulló Gosto—. Mis hermanas salieron a la terraza y miramos por encima de las plantas. Había tanto sol que no se veía claro, sobre las plantas parecía que el aire temblara. Alguien gritó que se oía llorar a las mujeres. De la casa en torno habían salido todos a la calle y hablaban, trepaban a los rimeros, las viejas llamaban. Gosto nos gritó que había pasado un mozo empapado en sudor que corría hacia el pueblo. Finalmente vimos el humo, salía por detrás de la colina que temblaba como si estuviera debajo del agua.

Cuando desde la terraza me gritaron que no me moviera, ya estaba en la calle con Gosto y no podían detenernos. Respondí que iban todos, que allí estaba Cándido y que dejasen los periódicos en la terraza. Gosto corría ya, pataleando.

No le había visto nunca tan colorado y excitado. Cuando por detrás del maizal apareció la columna de humo y se oyó el crepitar de las llamas, se puso a mugir haciendo el toro. —¡La hoguera! ¡La hoguera! —gritamos a un tiempo. Pero luego callé, incluso por respeto a los dueños; él, en cambio, se metió en el patio gritando y dando patadas, y si no le sujetan entra en la casa.

El patio estaba lleno de enseres arrojados por puertas y ventanas, y en medio correteaban los conejos. Muchas mujeres sacaban más cosas; una, a causa de un grueso colchón no podía pasar por la puerta. Nadie hablaba; se oía solamente el bramido de las llamas en los heniles y, de cuando en cuando, una voz que daba órdenes.

Suerte que el viento se llevaba humo y pavesas hacia la viña. Hacía un calor sofocante, y los tres o cuatro que sacaban cubos de agua del pozo, antes de pasárselos a los chicos que corrían, metían la cabeza dentro y se empapaban. Gosto ahora daba vueltas por entre las mesas aún puestas bajo los nogales y me hacía señas de que fuera también yo a servirme. Yo conocía a casi todos en aquel patio, y reconocí a la novia: vestida de rojo, estaba sentada en una silla, al sol, con los zapatos y las medias finas, y miraba al patio con aire de soberbia, como si ella nada tuviese que ver con aquello. Parecía que lloraba y que nadie hubiese de hablarle. Voceaban bajo los nogales, llamándose, y me vieron y dijeron quiénes éramos, yo y Gosto; como el domingo cuando pasan bajo la terraza para ir al pueblo. Alguien, sentado, comía. Por detrás de la casa salían los hombres, en mangas de camisa y sudorosos —el novio que blasfemaba— y se llenaban un vaso, decían algo, se daban palmadas en el cuello para aplastar las moscas. Al anochecer también yo fui a ver las llamas. La casa, por detrás, estaba despanzurrada, el establo y los heniles humeaban abiertos y despedían un calor insoportable. Allí encontré a Cándido que con el bieldo esparcía heno negro; no dijo nada; me guiñó el ojo sin reír y me hizo señas de que me fuese.

En el patio las conversaciones continuaban. Ahora, mujeres y hombres, los dueños, la novia, estaban reunidos bajo los nogales, y quién vociferaba, quién callaba, quién daba un puntapié a un trebejo. Con Gosto recorrimos el patio, mirando las camas, los armarios, las cosas rotas y revueltas. Finalmente había comprendido que las caras avinagradas, el espanto, el ansia de aquella gente iban más allá del incendio, eran reproches, cominerías, mala sangre.

—No podía casarme y vigilar la cuadra —gritaba el novio, todavía con el pañuelo de seda en torno al cuello—. Si en vez de escuchar la música… —Pero si la ha querido su hija, la música —decía entre dientes una vieja. Vi a Cándido que asomaba por detrás de la casa, y allí cambiaron de tema, ahora sobre la paja que quedaba.

Desde la reja de la cocina se veían las habitaciones vacías, hundidas, en el fondo. En las paredes quedaba la seña de los muebles y colgaban aún los festones de papel. Afuera, unos muchachos gritaban, persiguiendo a los conejos. Una mujer descalza que entró de corrida en la cocina, escapó diciendo que el suelo quemaba.

Que era tarde lo sabía. Gosto me dijo que, antes que se hiciese de noche, tenían que atrapar a los animales que al abrirse de par en par los establos se habían escapado. Bajo los árboles discutían el modo de hacerlo. Se dividieron en grupos, excluidas las mujeres: la novia, por aquella noche, tenía que ir a dormir a la Piaña, pero antes de atravesar los guijarrales del Belbo comieron algo y en la mesa éramos más de veinte.

Mientras tanto, Cándido y los otros atrapaban a los animales en el campo. A los muchachos se nos prohibió que nos moviésemos: un buey que se estuviese abrasando fácilmente podía acornearnos. En el aire fresco les oímos gritar, a Cándido y a los suyos, arriba en las viñas.

Mientras Gosto rebuscaba en el patio yo di una vuelta bajo los nogales, y escuchaba a las mujeres que debían ir a la Piaña. Por la Piaña pasa la carretera de las colinas: al otro lado de las colinas, es sólo cuestión de tiempo, está el mar. Bastaba con mirar por entre los troncos de los nogales, todo el valle desciende hacia allí. Pasada la llanura del Belbo se está ya en otros pueblos.

Paseaba bajo los árboles y una de las mujeres, Clelia de la Piaña, me llamó y me dijo que si no cenaba con la novia. Vi a Gosto, sentado ya, que estaba comiendo. Me dieron carne, salchichón, buñuelos. Comí poco, pero bebí vino y dije a Gosto a través de la mesa: —A tu salud.

La novia, Clelia y otras muchachas hablaron conmigo y con Gosto. Me preguntaron por mis hermanas, me dijeron que por qué no habían venido a las bodas también ellas. Una vieja dijo que nosotros los del pueblo éramos muy orgullosos. —Hemos venido nosotros en su lugar —dijo Gosto con la boca llena. —¿Lo saben que estáis aquí? —me preguntó Clelia, riendo.

Cuando partimos para la Piaña era oscuro. Dos o tres de los músicos de Cándido nos acompañaban. Nosotros íbamos en medio de ellos y de las mujeres, y a mitad de camino era ya de noche. Cuando llegamos a la carretera sonó la guitarra y las muchachas empezaron a cantar, cogidas del brazo de la novia. Algunos de la comitiva se habían rezagado, jóvenes y muchachas, y se les oía reír y llamarse en los blancos guijos, más allá de los prados. Yo caminaba junto a Gosto y le dije: —Esta noche es la buena. —Y que lo digas —dijo él, corriendo.

No todos cantaban; había parejas de muchachas que proseguían su camino hablando; había alguno que iba y venía de un grupo a otro, como los perros. Yo no me separaba de Clelia porque me gustaba oírla cantar.

Frente a la alquería la novia volvió a llorar, porque el marido en vez de ir a dormir trabajaba también de noche. Todas, viejas y jóvenes, exclamaron que tuviese paciencia, que el novio estaba atrapando a los bueyes, que pronto estaría de vuelta. Clelia y los demás la acompañaron dentro, entraron en el patio; los músicos —guitarra y flautín— empezaron la serenata. Trajeron la lámpara del henil.

Entonces nos quedamos en la carretera, en medio de la oscuridad. La casa de los geranios estaba en el recodo, a unos cien pasos. Dije a Gosto: —Si nos ven ahora, nos mandan a casa. —Estás loco —dijo él. —¿Vamos?—. Fuimos. Con todo lo que habíamos pensado en aquel viaje, partíamos de noche, al improviso. Gosto se lamentó de que lo hubiese decidido la cena de la novia. —Encontraremos otros incendios y otras novias —decía entre tanto. Yo sabía que en casa era ya como si me hubiese escapado.

Era tan oscura la noche que sólo se veían las estrellas. Caminábamos como si por aquella carretera no hubiésemos pasado nunca. Gosto estaba aún alegre por el vino, porque hablaba del incendio y reía y bailaba en la carretera. —Gente como nosotros —decía—, tendría que ir siempre a las bodas—. Hablando, no seguía mi paso. Se paraba de vez en cuando para llamarme. —Si el Martino se quemase esta noche, verías qué hoguera—. Pero cuando en la carretera se cerraban los árboles, también él caminaba más rápido. No era que tuviésemos miedo. No parábamos de hablar. Reíamos. Bajo la casa de los geranios Gosto se puso a cantar, a gritar, como si conociese a alguien. Lejos, a nuestras espaldas, cantaban aún. Le dije que se callara y él dio una última voz:

—¡Al fuego, Clelia!—. Miré en la oscuridad respirando apenas, porque sólo ahora empezaba la carretera y el aire estaba perfumado. Gosto echó a correr.

La carretera hacía un recodo y seguía la cuesta, y poco después, en la parte del barranco no había ya los árboles que daban miedo. El margen de la carretera daba al vacío, sobre la llanura baja del Belbo, que a la luz de las estrellas aparecía sumida en la oscuridad. Y también las colinas cultivadas, que de día son amarillas, parecían pozos. Nos detuvimos para mirar al vacío. Allí abajo parecía que el viento atizase las estrellas. —Cuántos fuegos esta noche —dijo Gosto. —¿Cómo quieres que no haya un incendio? —Estúpido. Es Cassinasco. —Escuchemos a ver si se oye gritar—. Se oían los grillos. Reanudamos la marcha. Pero Gosto insistía en que allá abajo había fuego. —Quiero ver un incendio de noche —masculló, y luego gritó y echó a correr. Entonces corrí tras él por la carretera que subía, y más corría yo más gritaba él, hasta que llegamos a otra curva y aquí volvimos a ver, como un salto en el vacío, la llanura y, a lo lejos, un cielo negro de colinas. —No grites —le dije—. Si nos oyen…—. Escuchamos con atención para ver si la serenata había terminado, pero esta vez estábamos solos con los grillos. Hasta Gosto dejó de estar borracho y comprendió que gritar daba miedo.

Ahora, echado en la hierba, quería pararse, y yo le dije que teníamos que llegar a las casas, por lo menos a los Robini, para encontrar un pajar. En aquel momento cantó el gallo, quién sabe dónde. —Lo ves —le dije—. Amanece y nosotros aún estamos aquí—. Tampoco Gosto sabía que cantan toda la noche. A partir de entonces empezamos a descender, mirando a nuestro alrededor por si clareaba. Queríamos llegar antes de que fuera de día a las colinas de enfrente. Pasamos los Robini, pasamos otras aldeas; bajo las estrellas se veía apenas la oscuridad de los campos, pero se sentía en el olor.

Aquella noche duró quién sabe cuánto y no convenía volver atrás. Hacía tiempo que habíamos descendido a la llanura, y caminábamos entre los jardines y las villas. Antes, en la colina, se oía el cacareo de los gallos. Ahora, también Gosto se bamboleaba y no me contestaba. Cada vez que al fondo de la carretera se cerraban los árboles, yo le miraba y me parecía estar solo. Sabía que solamente la luna nos podía ayudar. ¿Pero, saldría la luna?, muy tarde era ya. Me pareció que los grillos habían dejado de cantar. Sabía que antes de amanecer tenía que levantarse el viento, pero todo estaba callado, las plantas y la carretera.

Lo peor era que, en la oscuridad, con Gosto que se dormía de pie, me daba por pensar en casa. Y pensaba en la noche de las hogueras, cuando todos paseaban por el camino real y mientras yo estaba en la cama. Tenía razón Gosto, eran menester incendios y bodas para escaparse como lo habíamos hecho nosotros. Pensé tanto en ello, caminando en la oscuridad e imaginándome que a cada vuelta estaríamos a orillas del mar, que cuando luego nos detuvimos y descendimos bajo un puente para dormir al abrigo, me pareció que el mar debía de existir sólo de noche. No se lo dije a Gosto porque estas cosas cuando se dicen ya no significan nada; pero cuando despertamos bajo el puente, al sol, y fuera de la arcada se veía el agua correr bajo las plantas, descubrí que también el Belbo iba al mar y que la arena donde habíamos dormido era una playa.

Bajo aquel puente encontramos a Rocco. Gosto, que se despertó antes que yo, le encontró lavándose los ojos. Más tarde traté de averiguar si ya había estado cerca de nosotros en la oscuridad y si había escuchado algo de lo que yo le decía a Gosto mientras nos dormíamos, pero no lo conseguí. En el tiempo que empleamos en mirar a nuestro alrededor, Rocco solamente nos preguntó si veníamos de lejos, y Gosto le dijo que se había quemado la casa. Luego me murmuró que Rocco no nos había ni visto ni conocido nunca y ¿qué importa?, bastaba con salir de allí abajo, pero Rocco nos siguió y trepaba más rápido que nosotros.

Inmediatamente después del puente había una calle de plátanos y por esta calle vino hacia nosotros en el sol un birlocho tirado por un caballo al trote que ladeaba la cabeza como si estuviese jugando. Detrás de los plátanos se veía, a dos pasos, la colina, una hermosa colina baja color de uva blanca. Yo me detuve, dije a Gosto que dejase marchar adelante a Rocco; quería recordar una cosa. Estuve un rato mirando por entre las hojas de los plátanos, escuchaba sin volverme cómo se perdía el trote del caballo, y me parecía que aquel eco, aquel sol, la colina baja, los había visto antes, que ya había estado allí alguna vez. A dos pasos, entre los plátanos, me esperaba Gosto; más allá, el viejo Rocco se alejaba con sus andrajos y el bastón sin siquiera volver la cabeza. —Se ha ido —dijo Gosto. Al final de los plátanos surgían las primeras quintas de Canelli, y nosotros entramos mirando a nuestro alrededor. No sé por qué, no caminábamos por la acera sino por en medio de la calle. Así todos comprendían que éramos forasteros. Gosto hablaba sin tasa, no sabía que a esa hora es hermoso mirar. A mí me gustan los balcones y las terrazas sobre las callejas porque unas flores como las que tienen en Canelli no las había visto nunca. Miraba a todas partes, miraba a la gente que iba y venía. En la plaza encontramos una fuente como la de Alba y corrimos a beber en ella; Gosto llegó el segundo y me daba patadas, pero yo, bebiendo, le gritaba que él ya había bebido demasiado vino en casa de la novia. —Por eso tengo sed —decía él, y en aquel momento oí de nuevo la voz de Rocco.

Había abierto su hatillo en el banco y se desataba la suela para cambiarse el trapo. Hablaba solo y decía que el agua no hay que malgastarla. —De todos modos seguirá saliendo —dijo Gosto—. La plaza es de todos—. Entonces Rocco no respondió y acabó de atarse la suela. Luego se levantó, se mojó los dedos en la fuente y se los secó en el trapo sucio. Hacía como las mujeres cuando han comido melocotones. Volvió a sentarse, abrió el hatillo y sacó pan y anchoas. —Volved a casa —refunfuñaba—. Volved. —Vamos —dije a Gosto—. Nosotros comeremos en Cassinasco. —¿Cómo habrá adivinado que nos hemos escapado? —gritó Gosto cuando llegamos al final de la plaza. Entonces le dije que había sido él mismo quien le había estado hablando bajo el puente del fuego y de la novia. —¿Qué te crees?, ¿que un vagabundo como ese puede comprender? —Teníamos que haber salido en septiembre —dijo él. —Sin uva, ya me dirás tú cómo lo hacemos para comer. —Basta con llegar a Cassinasco. Luego, veremos—. Pero en cambio volvimos donde Rocco para ver qué hacía, sin alejarnos de la acera. En la plaza batía el sol y Rocco no podía quedarse mucho tiempo allí. Mirábamos cómo acababa de comer su pan y luego, cuando se levantaba, unos chicos de Canelli llegaron a la fuente y empezaron a echarse agua. Él puso paz para poder beber. Luego atravesó la plaza y dobló la esquina.

Le seguimos, corriendo, y Gosto, contento, se divertía como en la carretera. También a mí me gustó el juego, tanto más cuanto que Rocco salía del pueblo e iba en nuestra misma dirección. La colina quedaba al fondo, baja y parecía que se pudiese tocar. Rocco no se volvía. Cuando estuvimos a su altura Gosto le dijo: —Hola, padrino.

Rocco no se sorprendió. Cuando Gosto le dijo que viajar de noche era más fresco respondió que no era de listos porque si no ves donde pones los pies se te agujerean los zapatos. Pasamos bajo la colina que antes teníamos enfrente: Rocco tomó un caminito que subía por una ladera de vides, y Gosto detrás de él. Yo me detuve. —Ven con Rocco —dijo Gosto—. Ni siquiera sabes a dónde vamos—. Para no echar a perder la mañana, accedí. Pero colinitas así las teníamos también en casa. Gosto saltaba en torno a Rocco, contándole que había sido un incendio maravilloso y que todas nuestras bestias habían muerto en el establo. Y le dijo que nos habían echado de casa porque había que sacar la cuenta de los daños. —Parece que vamos a Santa Libera —dije a Gosto. —Ésta es la viña del párroco —dijo Rocco, parándose. Y levantó el bastón.

No se veía más que el cielo y un gran árbol de higos boñigares en el primer liño. Gosto dijo: —¡Ahora!—. Saltamos los espinos y empezamos a coger higos. —No comas —le dije—, ya comeremos luego—. Mientras Gosto subía al árbol me volví y no vi a Rocco. —Ten cuidado que las higueras son traidoras —dije en voz baja. Para comerlos, seguimos por el caminito hasta encontrar un buen sitio. Y estábamos ya sentados en la hierba cuando vemos el bastón de Rocco y luego a él, que nos espera. —Hay que dejarlos secar —nos dijo—, para comerlos este invierno—. Como si los estuviese comprando escogió de dos en dos un puñado de los más hermosos, y Gosto se los metía bajo sus narices. —Yo le llamo robar —refunfuñé—, cuando se guardan las cosas. —Eres tú, el que ha robado —me dijo Rocco. Aquella mañana acabamos por llegar a casa de Rocco. Era un muro de piedras que miraba al valle por detrás de la colina. No había patio, no había nada. Por lo visto estaba allí por caridad. Le preguntamos si tenía bienes. —No es necesario —dijo él, parándose. Al ver la casa, Gosto se puso como loco y decía: —Mira qué bonito es esto—; y le preguntó si también en invierno vivía allí. Rocco nos dejó entrar en la habitación, que estaba llena de calabazas, haces de maíz, manzanas puestas a secar y montones de hierba. Olía a corral y a cosecha. Rocco, junto a la ventana, había dejado el hatillo y esparcía los higos. Hizo con la mano un gesto de viejo y dijo: —Es mío.

Sacar a Gosto de allí dentro era difícil. Y fuera el sol quemaba. Me dijo que hasta que no se come es mañana y que teníamos tiempo. —Has de admitir —dijo—, que aquí se está bien. Cuando queramos iremos a Canelli. Podemos pescar en el Belbo. —Valía la pena viajar de noche —le dije—, para pararnos a pescar en el Belbo. Yo no estoy de acuerdo. —¿No lo estás? —No lo estoy—. Y él: —Estamos a tres horas de casa. Cuando queramos nos volvemos—. Hablábamos en la puerta y Rocco no nos oía. —Entonces, ¿ya no quieres venir conmigo? —le dije secamente. Gosto no me respondió y se encogió de hombros—. Yo me voy —dije. En aquel momento apareció Rocco y nos dijo que fuésemos a buscarle hierba allá abajo. Esta vez el que se encogió de hombros fui yo y Gosto dijo: —¿No nos da desayuno? —Primero la hierba a los conejos —dijo Rocco. Entonces bajamos al valle a coger hierba. Gosto corría por el prado y daba vuelcos, pero yo le dije y le redije: —Esta noche estoy en Cassinasco. —Para ir bien, no hace falta —dijo él. —¿Para qué quieres subir hasta allí arriba? De todos modos el mar desde allí no lo ves.

Ya sabía que el mar desde allí no se ve; lo supe desde cuando creíamos en las Ca’ Rosse, pero a Gosto no se lo había dicho nunca. Cuando el saco estuvo lleno volvimos donde Rocco, que nos dio unos cachos de pan y nos dejó que los untásemos con ajo. Él se puso el suyo en agua con sal, para hacer sopa de pan. —Hoy quiero desgranar el maíz —dijo Rocco. Gosto llevó la conversación sobre la colina de Cassinasco y le preguntó qué se veía desde allí arriba. Rocco nos dijo: —El campanario de Bubbio. —¿No acaba la colina? —Huy —dijo Rocco—, empieza allí. —Luego está Nizza —dije yo. —Usted, padrino, que ha viajado —dijo Gosto—, ¿el mar no lo ha visto nunca? —¿Qué mar? —dijo Rocco—. Quiá—. Escapé, aquella tarde, con Gosto que me venía detrás y gritaba que me parase. —Rocco nos ha dado de comer —decía—. Desgranémosle el maíz, al menos.

Llegamos bajo la higuera. —Oye —le dije—. Para coger la hierba de los conejos no valía la pena escaparse de casa. Teníamos que haberlo pensado anoche. No podemos volver. —Pero la culpa la tiene aquel fuego —dijo él. — Estúpido —dije entonces—. Si anoche estabas buscando otros.

Atravesamos Canelli y nos separamos en la plaza.

Gosto se fue de verdad. Tomó la calle de los plátanos trotando como un caballo. Yo volví por el camino de antes y salí corriendo del pueblo por miedo de los chicos de Canelli que la tienen tomada con nosotros. Pero esta vez eché por la calle que subía y, volviéndome para mirar la plaza, me sentí contento de estar solo.

Ahora ya no me importaba si del otro lado de Cassinasco se podía ver el mar. Me bastaba saber que el mar estaba, detrás de pendientes y pueblos, y pensar en él caminando entre los setos. Pensé en él toda la tarde, porque la colina es casi llana y el que mira cree siempre que está llegando y nunca llega. Terrazas, jardines y balcones se veían a cada recodo, y yo al principio los miraba, especialmente las plantas que tenían una hoja o un color nunca vistos. Era una hora, aquella, en la que no pasaba nadie, sólo algún birlocho que otro. Parándome, del otro lado de los setos, se olía a viña y se veían los cañaverales: es ésta la belleza de Canelli. Parece que uno está lejos, en un país distinto, y la colina no es ya colina, hasta el cielo es más claro, como cuando hace sol y llueve al mismo tiempo, pero labran los campos y vendimian la uva como nosotros.

Llegué bajo los pinos de Cassinasco a la caída del día, a una hora en que Gosto estaría ya en casa. Recorrí el último trecho sin pensar en nada; había un seto de zarzas que tapaba la vista; tenía el sol a la espalda y mi sombra caía sobre las zarzas. Las casas de Cassinasco eran pequeñas y negras, pero bañadas por el sol como una iglesia. Finalmente volví al aire abierto. Vi otra colina y el cielo vacío.

Me quedé allí mirando hasta que el sol se puso. Mientras miraba pensaba en lo que Gosto diría en casa, y en la cena que estaría comiendo. Quizás Gosto estaba todavía en la carretera y en casa creían que nos habíamos muerto. Me tendí en la hierba como hacía en la viña de los avellanos, y me refresqué mirando el cielo. Hambre no tenía: me parecía estar en la cama hacía rato. Dormía.

Dormí de verdad y me desperté que era ya de noche. Soñaba en el incendio y oía gritar unas voces como si me llamasen. El cielo estaba lleno de estrellas y creía que Gosto estaba entre las plantan. En cambio estaba solo, y las plantas, a pocos pasos de mí, se balanceaban en un reflejo rojo que esclarecía toda la carretera.

Por la carretera pasaba gente hablando y llamándose, e iban a la hoguera que había en un prado más allá de las plantas. Era una hoguera enorme que llenaba la oscuridad, y en los momentos que la gente callaba se la oía morder y estallar. Corrí también yo hacia el prado; había chicas que bailaban y se revolcaban por el suelo, y unos hombres echaban leña y haces de paja a más de cinco pasos, porque no podían acercarse a causa del calor. Yo grité: —Gosto, Gosto.

Duró más de dos horas. Y en toda la colina de Cassinasco se encendían otras hogueras, pero la nuestra era de las más grandes. Con los chicos de Cassinasco las contábamos, y me dieron puñetazos en la espalda porque confundía las hogueras con las luces de las alquerías.

Luego corrimos a ver quién conseguía llevarse una rama encendida de la pila. Un mocetón que me vio en la lumbre me preguntó: —¿Quién eres? —pero le dije que la noche de San Juan nosotros hacíamos venir a la banda y tocaban toda la noche. —No tengas miedo. La fiesta es mañana —me dijeron—. También nosotros tenemos música.

En la carretera de cuando en cuando se oía una voz que chillaba de miedo. Corrían los hombres y se echaban a reír, porque allí les esperaban las muchachas. Un hombre me agarró cuando estaba a punto de recoger una rama. —Estás loco —me dijo—. ¿Y si caes en el fuego?—. Y me arrebató la rama y corrió con otros a la oscuridad y la arrojaron encendida hacia la carretera. Se oyó un gran griterío y una voz de mujer y luego risas y empezaron a puños. Si estuviera Gosto, pensaba. La llama era tan alta que iluminaba todo el valle. —Quién sabe si desde el mar la verán —decía; y cada vez que alguien echaba un haz, miraba abajo, al valle, para ver si por lo menos el Belbo brillaba. Sentía un gran deseo de estar a cielo descubierto en medio de los árboles, y de bailar y ver desde allí arriba todo cuanto me rodeaba.

Del pueblo se oía de cuando en cuando a alguien que empezaba a tocar, pero no era una banda como la de Cándido: parecía sólo que estuviesen probando el aliento. La hoguera empezó a convertirse en brasas, y todos dijeron que se iban a beber. Los muchachos nos quedamos a revolver los tizones y sentir la flama, y yo me hice amigo de uno que se llamaba Maurizio y parecía de mi edad, pero en la oscuridad no le distinguía. Me dijo que venía de los bosques, en el carro con toda su familia, para ver la fiesta, y que aquella mañana se había puesto zapatos.

Maurizio nos hacía reír cuando decía que los zapatos le desollaban los pies. Aquella noche le perdí, porque corrí al pueblo con los demás a oír la banda que tocaba, y nos paramos en la puerta de la hostería, que estaba llena de gente. Los músicos eran tres, pero dentro no se podía estar, tan fuerte tocaban. Pasé la noche en la plaza y junto a la puerta, y veía en las mesas el vino derramado. Pedí de beber y me dieron agua. Había quedado con Maurizio en que dormiría en la paja de su carro, pero él no me esperó.

Cuando rompió el día hacía ya rato que estaba dando vueltas alrededor del lecho de la hoguera, y se oía cantar a los gorriones y yo no conseguía conciliar el sueño. Las matas se volvieron de color rosa, luego rojas, y finalmente asomó el sol por detrás de las colinas. Una cosa sabía: que el sol había encendido de aquel modo también el mar. La ceniza de la hoguera era blanca, y pensé riendo que en casa en aquel momento estaban encendiendo la lumbre. Pero tenía hambre: tenía hambre y los huesos molidos.

Vagué toda la mañana por los caminos de la cima, mojándome los pies en la hierba, y comí moras. Por entre las plantas veía la cumbre de la otra colina, como desde casa se ve Cassinasco. En el pueblo, como en todos los pueblos, eran villanos. A la puerta de la hostería había salido una criada que, en vez de escucharme, tiró un cubo de agua.

Si encontraba a Maurizio, comería. Pero, ¿cómo encontrarle si sólo le había visto a la luz de la llama?

Así que salí del pueblo, porque los campesinos son iguales en todas partes. Pero no había un frutal que estuviese maduro y las manzanas crecían demasiado cerca de las casas. Desde las ventanas me veían. Por todas partes se oía hablar y aparecía gente.

Entonces me eché en la hierba, en la cuneta de la carretera, para que me encontraran y comprendiesen que estaba muerto de hambre. —¿Qué puedo hacer? —decía, y también esta vez me adormilé.

Me despertó el sol que quemaba y un ruido muy fuerte. Era una cigarra en una planta. Por la carretera ya no pasaba nadie y se oían voces en el pueblo. Parecía que viniesen de la colina de enfrente, en el viento.

Fue entonces cuando decidí bajar hasta las afueras de Cassinasco, donde había visto los cañaverales al llegar. Quizás detrás de las cañas había una higuera. De todos modos a casa esta noche no llego, pensé, como si estuviese con Gosto. Corrí al pueblo, y apenas había puesto el pie en la calle, cuando vi venir a mi encuentro a Cándido, con su clarinete bajo el brazo.

—¿Cómo es eso? —dijo, parándose. —Aquí estoy—. Lo que me gusta de Cándido es que no me trata como a un chiquillo. Me escucha cuando hablo y considera lo que digo. —¿Y a Gosto, dónde lo has dejado? —me dijo. —Gosto volvió ayer. ¿No le has visto? —Os hemos estado buscando todo el día en el Belbo—. Me miró con la misma cara que tenía en el Martino, sin reír. —Ayer el nombre te lo hemos gastado—. Me encogí de hombros y dije que estaba ya en Cassinasco. Entonces Cándido miró la calle, luego miró la colina. Pasó gente en un carro y le gritaron algo. Él dijo: —Buenas noches. —Cómo, ¿es ya de noche? —dije.

—Ven arriba —dijo Cándido. —Vamos a ver—. Primero buscamos el teléfono y Cándido conocía a la chica. Una chica que se parecía a mi hermana. Bromearon un poco, luego le dio la comunicación. Cándido hizo llamar a mi casa y, mientras esperábamos, me dijo que él tenía que tocar en el baile toda la noche. —¿Seguro que quieres volver a casa?—. La chica nos escuchaba y le preguntó a Cándido, riendo, que cuándo bailaba él. —Ya no tengo tiempo, esta noche —dije yo—. He tardado dos días en venir aquí. —Así conoces el camino —dijo Cándido, y comprendí que no hablaba claro para no avergonzarme ante la muchacha.

Finalmente sonó el teléfono y Cándido habló primero. —Están todos —me dijo. Gritó que estábamos en Cassinasco y ellos no comprendían y cuando tuve que hablar yo estaba temblando. No me riñeron; preguntaban dónde había dormido, emitían exclamaciones, se pasaban el aparato y querían que fuese a casa en seguida. No me cabía el corazón en el pecho, con la rabia de que la chica pudiese comprender. Pero ella hablaba con Cándido; entonces pregunté a media voz: —¿Y mamá? —Tonto, mamá te espera—. Respondí que volvería con Cándido, que estaba con él. Quisieron hablarle de nuevo, pero en aquel momento interrumpió otra voz y dijo que la comunicación había terminado. Entonces grité: —Volvemos mañana —y colgué en seguida.

Fuimos a cenar a una casa a la salida del pueblo, donde estaban ya los demás músicos en el patio, y todos conocían a Cándido y le esperaban. El patio de la casa, con emparrado, daba a la cocina, y en la cocina todos se ajetreaban y había un fuego que parecía una hoguera. Cándido dijo que yo no había comido desde ayer, y las mujeres, asustadas, me dieron en un plato pan y uva albilla. Querían saber qué había hecho, pero con la boca llena no podía hablar. Me había sentado en el cajón de la leña y desde allí sentía el fuego y el olor de la carne que se estaba friendo y el rimbombo del estrado donde las mujeres amasaban el pan. Desde la puerta se veía la colina y un trozo de cielo, y nada era más hermoso que pensar en estas cosas, ahora que estaba con Cándido y que había hablado con mi familia y nadie sabía que allí abajo estaba el mar. La colina parecía una nube. Bastaba cerrar un poco los ojos y quedaba solamente aquella cepa. —No comas demasiado —dijo Cándido—. Luego hay canalones—. Entonces salimos al patio, donde los hombres bebían y charlaban. Bebían de pie, y me parecía estar bajo los nogales del Martino. —¿Habéis atrapado a las bestias? —pregunté a Cándido. —Dos se han escapado al otro lado del Belbo —dijo él con cara de gato.

Entonces, mientras los músicos le llamaban, le dije que Gosto era un estúpido porque quería estar con un vagabundo del Belbo que nos mandaba a coger hierba. Él me dejó hablar y luego dijo: —Venirse a fiestas a Cassinasco, poco es. ¿Qué pensabas encontrar? De aquí no se va a ninguna parte—. Pero sin esperar a que le respondiese miró a los demás y me dijo: —Vas por buen camino. También yo hago como tú a veces.

Ahora toda la gente que estaba en el patio esperaba a que tocasen. Cándido se puso en medio con el clarinete, y a mí cada vez que alarga los labios para atacar me gusta, porque se pone más serio que nunca. La voz del clarinete es la más bonita y dirige a las demás. Cándido aprieta la lengüeta por debajo del bigote y mira al suelo, pero es él quien lleva la batuta con los ojos. Durante todo el tiempo que estuvieron tocando no se oyó una palabra y la música llenaba el patio. Luego, de golpe, Cándido meneó la cabeza, alzó la boca del clarinete al cielo y la música calló.

Aquella noche comimos como otros tantos novios, yo al lado de Cándido, y una mujer le preguntó en voz alta si yo era su hijo. Pero todos sabían que Cándido es joven y que sólo le gusta tocar, y reían. Una cosa sí tiene Cándido, y es que él bebe poco, y me decía que no bebiese porque luego uno no sabe lo que se dice. —Tú tienes que conservar la cabeza. Tú eres uno que estudia —me dijo también. Pero yo quería estar alegre esa noche, y bebía con los demás. Bebimos aún en el patio, cuando salimos al fresco. Bebimos y comimos uva. Yo miraba la colina oscura, donde no había ya ninguna hoguera, y me parecía que había nacido en aquel patio, que había estado siempre allí arriba, con Cándido.

Él notó que tenía sueño y me dijo que me fuese a dormir. Casi reñimos, pero todos decían que la cama estaba preparada y que de todos modos en el baile me iba a aburrir. Respondí que no era el baile, sino que quería esperar la mañana. Cándido me dio la razón y poco después tuvieron que llevarme a la cama porque me caía de sueño.