A Clelia, la primera noche que paseamos juntos por la ribera, le conté todo lo que pude de la hazaña de Doro, es decir, casi nada. Sin embargo, la extravagancia de la cosa la hizo sonreír enfadada. —Qué egoístas —dijo—. Y yo aquí, aburriéndome. ¿Por qué no me llevasteis con vosotros?
Al vernos llegar, la tarde después de la escapada, Clelia no dio señal de sorpresa. Hacía más de dos años que no la veía. La encontramos, castaña, y bronceada, con pantalones cortos, en los escalones de la villa. Me tendió la mano con una sonrisa segura, moviendo los ojos, bajo el bronceado, más duros y nítidos que en otro tiempo. Y en seguida se puso a hablar de todo lo que haríamos al día siguiente. Retrasó, para agasajarme, su bajada a la playa. Bromeando le dije que le encomendaba a Doro porque tenía sueño, y les dejé para que pudiesen hablar ellos dos solos. Aquella misma tarde fui en busca de una habitación, y la encontré en una callejuela apartada, con la ventana que daba sobre un grueso olivo retorcido, crecido inexplicablemente en medio del empedrado. Tantas veces, después, mientras volvía solo a casa, me sorprendí a mí mismo mirándolo abstraído, que es quizá la cosa que mejor recuerdo de todo el verano. Visto desde abajo era nudoso y descarnado; pero desde la habitación, cuando me asomaba a la ventana, era un compacto bloque argentino de hojuelas secas y abarquilladas. Me daba la sensación de estar en el campo, en un campo desconocido, y a menudo buscaba un sabor salobre en el aire. Siempre me ha parecido extraño que en el linde mismo de una costa, entre tierra y mar, crezcan plantas y flores y corra agua buena para beber. A mi habitación se subía por una escalerilla exterior de piedra, pina y esquinada. Debajo de mí, en la planta baja, mientras me afeitaba y me acababa de arreglar, estallaba a ratos un alboroto de voces discordantes, no se podía distinguir si alegres o airadas, alguna de ellas de mujer. Miré a través de la reja, al bajar, pero el crepúsculo oscurecía las habitaciones. Sólo cuando me había alejado ya, una voz dominó a las demás, como en un solo, una voz fresca y recia que no pude decir de quién era pero que ya había oído antes. Luchando con esta incertidumbre, estaba a punto de volver atrás cuando se me vino a las mientes que, después de todo, éramos vecinos y que a un vecino siempre se le conoce demasiado pronto.
—Doro anda por los bosques —dijo Clelia la tarde que caminábamos a lo largo de la playa—. Está pintando el mar—. Se volvió sin dejar de andar y esparció la mirada en torno. —Vale la pena. Mírelo usted también.
Contemplamos el mar y luego le dije que no podía entender por qué se aburría. Clelia dijo, riendo: —Hábleme otra vez de aquel hombrecillo bajo la luna. ¿Qué es lo que gritaba? También yo miraba la luna, la otra noche.
—Probablemente hacía dengues. Por lo visto cuatro borrachos no bastan para hacerla reír.
—¿Estabais borrachos?
—Evidentemente.
—Qué chiquillos —dijo Clelia.
Entre nosotros dos la noche de Ginio se convirtió en un lema, y me bastaba aludir al hombrecillo blanco y a sus cabriolas para que a Clelia se le iluminase el rostro de alegría. Pero cuando le expliqué, aquella noche, que Ginio no era un vejete calvo sino de la quinta de Doro, hizo un gesto de consternación. —¿Por qué me lo ha dicho? Lo ha estropeado todo. ¿Era un gañán?
—Un albañil, para ser precisos.
Clelia suspiraba. —Al fin y al cabo —le dije—, también usted conoce aquel pueblo. Puede imaginárselo. Si Doro hubiese nacido dos puertas más allá, quizás en este momento usted sería mujer de Ginio.
—Qué horror —dijo Clelia, sonriendo.
Aquella noche, cuando terminamos de cenar en la terraza, mientras Doro fumaba arrellanado en el sillón, en silencio, y Clelia había ido a vestirse para la velada, yo no podía borrar de la memoria la charla de poco antes. Se había hablado de un tal Guido, un cuarentón colega de Doro y soltero, que ya había conocido en Génova y encontrado más tarde en la playa en el grupo de Clelia —uno de sus amigos— y resultó que con él, durante aquel viaje en automóvil, habían pasado por el pueblo de Doro. Clelia, animada por un repentino recuerdo malicioso, contó sin hacerse rogar toda la historia de aquel viaje, y mientras hablaba daba la impresión de estar respondiendo a una pregunta que yo no le había hecho. Regresaban de no sé qué excursión a la montaña; conducía el amigo Guido, y Doro había dicho: «¿Sabíais que en esas colinas nací yo hace treinta años?» Y entonces todos, y Clelia la primera, tanto le dijeron a Guido que éste aceptó llegarse hasta allí. Era una locura, porque había que advertir del retraso al coche que les seguía y éste no acababa de venir, y tuvieron que estar esperando durante más de una hora en la bifurcación; cuando finalmente apareció, estaba ya anocheciendo, de modo que, tras cenar como pudieron en el pueblo, tuvieron que subir por misteriosos callizos sin letreros y atravesar colinas y más colinas, y cuando se encontraron de nuevo en la carretera de Génova era casi el alba. Doro se sentó al lado de Guido para reconocer los lugares, y nadie consiguió dormir. Una verdadera locura.
Ahora que Clelia no estaba, pregunté a Doro si habían hecho las paces. Mientras hablaba pensaba: «Lo que necesitan es un hijo», pero éste era un tema que con Doro yo no había tocado más que en broma. Y Doro dijo: —Hace la paz quien ha hecho la guerra. ¿Qué guerra me has visto hacer hasta ahora?—. De momento callé. Entre Doro y yo, pese a toda la confianza que teníamos, el asunto Clelia no lo habíamos discutido nunca. Estaba a punto de decirle que se puede hacer la guerra, por ejemplo, saltando a un tren y huyendo, pero titubeaba; y en aquel momento Clelia me llamó.
—¿De qué humor está Doro? —me preguntó a través de la puerta entornada de la habitación.
—Bueno —farfullé sin entrar.
—¿Seguro?
Clelia se acercó a la puerta arreglándose el pelo. Sus ojos me buscaron en la penumbra, donde la estaba esperando. —Cómo, ¿son amigos y no sabe que cuando Doro permite que se burlen de él sin replicar es que está molesto e irritado?
Entonces probé con ella. —¿Aún no han hecho las paces?
Clelia se alejó y no dijo nada. Luego apareció de nuevo con aire decidido, diciendo: —¿Por qué no enciende?—. Me tomó del brazo y atravesamos así la habitación en penumbra. Cuando íbamos a salir al rellano iluminado, Clelia me apretó el brazo y susurró: —Estoy desesperada. Quisiera que Doro estuviese mucho con usted, porque son amigos. Sé que usted le hace bien y le distrae…
Intenté detenerme y decir algo.
—… No, no hemos reñido —dijo Clelia apresuradamente—. Y ni siquiera está celoso. Y ni siquiera me contesta. Sólo que no es el mismo. No podemos hacer las paces porque no hemos reñido nunca. ¿Comprende? Pero no diga nada.
Aquella noche acabamos, con el automóvil del inevitable Guido, en un local en alto sobre el mar, por una carretera llena de curvas y hormigueante de bañistas. Había una orquesta y algunos bailaban. Pero el encanto del lugar estaba en ciertas mesitas a media luz, esparcidas por las hendiduras de la roca abiertas sobre el acantilado. Había un perfume de plantas aromáticas y floridas, mezclado con la brisa del mar abierto, y abajo, asomándose, se vislumbraban, diminutas, las hileras de luces de la costa.
Intenté quedarme a solas con Clelia, pero no lo conseguí. A mi lado se sentaba Doro, o Guido, o alguna de sus amigas, personas aisladas e intermitentes con las que no se podía trabar una conversación porque se alternaban de baile en baile, y Clelia, en cambio, estaba siempre ocupada. Llegó un momento en que le dije: —Yo también bailo— con alegre asombro suyo, y la llevé bajo los pinos, fuera del recinto. —Sentémonos —dije— y me explicará esta historia.
Intenté preguntarle por qué no reñía con Doro. Había que provocar una crisis —le dije— como se sacude un reloj para ponerlo de nuevo en marcha, y me negaba a creer que una mujer como ella no supiese, con una simple inflexión de voz, obligar a ser sincero a un hombre que, al fin y al cabo, aún hacía chiquilladas.
—Pero Doro es sincero —dijo Clelia—. Incluso me ha hablado de aquella serenata que le dieron a Rosina. ¿Se divirtió?
Creo que me puse colorado, más de despecho que de confusión.
—Y también yo soy sincera —prosiguió Clelia, sonriendo. Dijo ahuecando la voz: —El amigo Guido incluso dice que mi defecto es que soy sincera con todo el mundo, que no doy a nadie la ilusión de tener un secreto para él solo. ¡Qué gracioso! Pero yo soy así. Y por eso he querido a Doro…
Aquí se detuvo y me miró fugazmente: —¿Le parezco indecente?
No dije nada. Estaba molesto. Clelia calló, luego prosiguió:
—Ve que tengo razón. Pero yo soy indecente. Soy indecente como Doro. Por eso nos queremos.
—Entonces, todo arreglado —le dije—. ¿A qué vienen tantas historias?
Aquí Clelia refunfuñó de aquel modo infantil tan suyo. —¿Lo ve? También usted hace como los demás. Pero, ¿no comprende que no podemos reñir? Nos queremos demasiado. Si pudiese odiarle como me odio a mí misma, entonces sí que le maltrataría. Pero ninguno de los dos lo merece. ¿Comprende?
—No.
Clelia se calló, y escuchamos cómo crujía la grava, se interrumpía la orquesta y alguien cantaba.
—¿Qué consejo le ha dado su Guido? —proseguí en el tono de antes.
Clelia se encogió de hombros: —Consejos interesados. Él me hace la corte.
—Por ejemplo: ¿tener un secreto para Doro?
—Darle celos —dijo Clelia compungida—. El muy estúpido. No comprende que Doro me dejaría hacer y sufriría en silencio.
En aquel momento llegó no sé qué amiga del grupo a buscar a Clelia, y la llamaba y reía: me quedé solo, sentado en el banco. Sentía aquel hosco placer mío de quedarme al margen, sabiendo que, a pocos pasos de la sombra, los demás se agitaban, reían y bailaban. No me faltaba materia para reflexionar. Encendí una pipa y me la fumé toda. Luego me levanté y anduve por entre las mesitas, hasta que encontré a Doro. ¿Vamos a tomar una copa al mostrador?
—Al menos para ponerme a bien —empecé cuando estuvimos solos—, ¿puedo contarle a tu mujer que para que no nos diesen una paliza tuvimos que escapar a la mañana siguiente?
Nos echamos a reír y Doro respondió con una sonrisa burlona: —¿Te lo ha preguntado ella?
—No, te lo pregunto yo.
—Naturalmente. Cuéntale lo que quieras.
—Pero, ¿no estáis enfadados? Doro alzó la copa y me clavó la vista, pensativo. —No —dijo con calma.
—Y entonces —dije—, ¿cómo es que Clelia te busca con ojos asustados, como un perro? Tiene el aspecto de una mujer que ha sido apaleada. ¿Le has pegado?
En aquel momento la voz de Clelia, que daba vueltas en la pista con un individuo, nos gritó: —Borrachines— y vimos su mano agitarse en un saludo. Doro la siguió con la mirada, asintiendo abstraído, hasta que desapareció detrás de la espalda del bailarín.
—Como ves, está contenta —dijo quedo—. ¿Por qué iba a pegarle? Nos llevamos mejor que muchos. No me ha dicho nunca una palabra desagradable. Estamos de acuerdo hasta en las diversiones, que es lo más difícil.
—Ya lo sé que ella contigo está de acuerdo—. Me detuve.
Doro no decía nada. Miró la copa con aire mortificado; la miró con la cabeza gacha, teniéndola a cierta distancia, luego la vació a hurtadillas, medio volviéndose, como cuando uno se aclara la garganta en público.
—Lo malo —dijo con tono de conclusión, echando a andar—, es que hay demasiada confianza. Uno dice ciertas cosas sólo para complacer al otro.
Clelia y Guido se acercaban a nosotros por entre los veladores.
—¿Lo dices por mí? —dije.
—También por ti —refunfuñó Doro.