Es central en la filosofía desconstructivista de Derrida su insistencia en que «no hay nada fuera del texto». A pesar de ello, y cualquiera que sea la forma textual que tome, el hecho de que Derrida nació en Argelia en 1930 parecería ser inexpugnable ante el asalto desconstructivista. La suya era una familia petit bourgeoise de judíos «asimilados», que formaban parte de la clase colonial francesa a la vez que eran extraños a ella. Creció en la capital, la ciudad de Argel, situada al borde del mar. Los europeos vivían allí una despreocupada y vana vida mediterránea que transcurría entre el negocio, el café y la playa, y que tan diestramente fue evocada por el escritor y filósofo francés de Argelia Albert Camus en El extranjero. Derrida vivió en la Rue Saint-Augustin, algo que había de desempeñar el importante papel de coincidencia afortunada en su autobiografía de 1991, a la que llamó Circunfesión, un título que implicaba los dos tópicos principales de circuncisión y confesión, aunque al final del libro nos quedamos sin conocer detalles de ninguna de las dos. En cierto lugar, aparentemente refiriéndose a sí mismo, Derrida escribe: «se circuncida a sí mismo, la “lira” en una mano y el cuchillo en la otra». Pero unas páginas más adelante dice: «La circuncisión sigue siendo la amenaza que me hace escribir aquí». El elemento de confesión es igualmente confuso. En cierto momento se dirige al lector con respecto a su madre: «Le mentí todo el tiempo, igual que hago con todos vosotros». Sigue una larga cita de las Confesiones de san Agustín. La «circunfesión» de Derrida tiene muchas citas latinas de san Agustín, con quien trata de identificarse. En efecto, san Agustín nació el año 354 d. C. en la colonia romana de Numidia, cuyo territorio forma parte ahora de Argelia. Otras semejanzas con el filósofo del cristianismo temprano son más fugaces. Además de identificarse con san Agustín, Derrida fantasea también sobre él e imagina al santo cristiano como «un pequeño judío homosexual (de Argel o de Nueva York)», e incluso se refiere a su propia «homosexualidad imposible»). En otro momento confiesa: «No conozco a san Agustín». Ya con todo este bagaje asegurado, podemos adentrarnos en terrenos más objetivos.
En 1940, cuando Derrida contaba diez años de edad, Argelia se vio arrastrada a la Segunda Guerra Mundial. Aunque el país no fue testigo de combates y no vio ni siquiera un uniforme alemán, la guerra arrojó una sombra pestilente sobre la vida de la colonia francesa, que se había convertido en un protectorado del imperio nazi. De nuevo, Camus capta la atmósfera del periodo, esta vez en La peste. Francia había sido invadida y la Argelia francesa estaba siendo gobernada por el régimen colaboracionista de Pétain. En línea con los decretos nazis, se introdujeron leyes racistas en 1942, trayendo a la superficie el antisemitismo latente en la población europea. Derrida fue informado por un maestro de que «la cultura francesa no está hecha para pequeños judíos». Era privilegio del primero de la clase izar todas las mañanas la bandera francesa en la escuela, pero, en el caso de Derrida, esta tarea fue asignada al segundo. Se introdujo un sistema de cuotas que limitaba el número de judíos (el 14%) en los lycées (institutos). El director del liceo de Derrida decidió por su cuenta reducir la cuota al 7% y Derrida fue expulsado. Este tipo de situaciones degeneraba en la calle en insultos e incluso en violencia.
No es difícil imaginar el efecto que pudo tener todo esto en un alumno excepcionalmente inteligente y sensible. Es igualmente comprensible que el hombre que emergió de esta experiencia negara cualquier influencia de su vida temprana en su pensamiento posterior. Después de todo, su objetivo confesado era el de interrogar a la filosofía, no a sí mismo. Por consiguiente, sintió siempre aversión a comunicar detalles personales que parecieran proporcionar un lazo causal entre su vida y su obra. Y con cierta justicia. Debiera recordarse que el superviviente maduro pensó su filosofía a pesar de los intentos de sabotear su vida intelectual y social.
Durante una parte de su primera adolescencia, Jacques no recibió ninguna educación. Fue inscrito en el lycée judío no oficial, pero casi siempre hizo novillos. Era consciente de «pertenecer» al judaísmo; a pesar de que había crecido asimilado a la sociedad europea, sentía ahora que no era parte de ella. Su penosa experiencia le llevó a rechazar toda clase de racismo, si bien, en palabras de su colaborador George Bennington, también sentía «desasosiego respecto de una identificación gregaria, de militancia o pertenencia, incluso judía».
Al reanudar su educación una vez terminada la guerra, Derrida se comportó como un alumno desordenado, triunfante sólo en el campo de juego. Soñaba con llegar a ser un jugador profesional de fútbol. Semejante ambición pudiera no ser tan iletrada como parece a primera vista. Diez años antes, Camus había jugado de portero en el Racing de Argel, y fue por entonces cuando Derrida escuchó, por casualidad, en la radio una charla sobre Camus que le atrajo hacia la filosofía. El héroe de Derrida era un hombre de pensamiento y de acción.
A pesar de su rebeldía de adolescente, el intelecto excepcional de Derrida era evidente. A los diecinueve años fue enviado a París para preparar el ingreso en la École Normale Supérieure, la institución de educación superior de más prestigio en Francia. Vivir solo en medio de las frías y grises calles de París después del mar y la luz del sol de Argel resultó ser una experiencia perturbadora. Derrida se vio atraído por la filosofía existencialista y nihilista de Sartre, que causaba entonces furor en los cafés de estudiantes de la Orilla Izquierda. Sartre afirmaba que la «existencia precede a la esencia» y sostenía que no hay una humanidad esencial. Nuestra subjetividad no nos ha sido dada, nosotros mismos la creamos a través de nuestra acción. La manera como elegimos vivir nos hace lo que somos.
Como resultado de la presión de los exámenes, la desorientación y las pastillas (anfetaminas y somníferos), abandonó después del primer examen y sufrió una ligera crisis nerviosa. En el segundo intento, en 1952, consiguió ser admitido en la École Normale Supérieure, donde estudió filosofía los cinco años siguientes. Allí leyó con atención a los dos personajes que más habían influido en Sartre, los filósofos alemanes Husserl y Heidegger. Estos pensadores de la primera parte del siglo XX habían sido importantes en el desarrollo y la elaboración de la fenomenología, «la filosofía de la conciencia», que afirmaba que nuestra conciencia fundamental queda fuera del alcance de una prueba racional o de la evidencia científica. Sólo es accesible a la intuición, y sólo mediante ésta accedemos a los problemas centrales del ser, de la existencia misma. La base de todo nuestro conocimiento queda por tanto más allá de la razón y de la ciencia: el conocimiento se asienta en la conciencia.
La guerra de Argelia estalló en 1954, al sublevarse contra los franceses las poblaciones árabe y bereber en pro de la independencia. Derrida apoyó la lucha por la independencia, pero al graduarse en 1957 fue llamado a filas para servir en Argelia en el ejército francés. Se ofreció como voluntario para enseñar y fue destinado a una escuela de fuera de Argel para hijos de soldados franceses y argelinos del ejército francés. Derrida se sintió desgarrado por las atrocidades, cada vez mayores, cometidas por los dos bandos, pero todavía confiaba en que se llegarla a una Argelia independiente en la que los europeos pudieran coexistir con sus vecinos árabes y bereberes. La familia de Derrida había vivido en Argelia a lo largo de más de cinco generaciones y sus miembros se sentían más argelinos que franceses. En 1960 regresó a Francia, donde obtuvo una plaza para enseñar filosofía y lógica en la Sorbona, en la Universidad de París. Estaba ya casado con Marguerite Aucoutourier, que había sido compañera suya de estudios en la École Normale Supérieure y le había acompañado hasta Argelia, pero que no pudo evitar que sufriera un episodio de depresión severa después del regreso. La guerra terminaría con la independencia de Argelia en 1962 y con el éxodo masivo de los europeos. Se rompió en pedazos la esperanza acariciada por Derrida de llegar a ser ciudadano de una Argelia independiente; a partir de entonces experimentaría a menudo un sentimiento que denominó «nostalgeria»[1]. En 1962 tuvo lugar también el comienzo de la propia independencia de Derrida como filósofo, con la publicación de su primer trabajo importante; añadió a su traducción de Origen de la geometría, de Edmund Husserl, una introducción, del tamaño de un libro, que empequeñeció el trabajo de Husserl, que tenía la longitud de un ensayo.
Husserl fue originariamente matemático, lo cual le condujo a ver el peligro implícito en la fenomenología de que basara todo el conocimiento en la intuición, es decir, en la inmediatez de la aprehensión individual. Si la base de todo conocimiento está más allá de la razón y la ciencia, ¿cómo puede uno conocer la verdad de algo que no esté basado en la propia intuición? Esto significaba que el conocimiento matemático y científico era relativo. Proposiciones del tipo de 2 + 2 = 4 no son incontrovertibles, surgen simplemente de la intuición que uno tiene del mundo. Otros podrían intuir las cosas de manera diferente, en cuyo caso no existirían razones para refutarles.
Husserl trató de rescatar a la filosofía de esta dificultad que amenazaba con socavar todo conocimiento. Tomó la geometría como la forma más cierta del conocimiento, usándola como paradigma de todo el conocimiento matemático y científico; toda ciencia de este tipo se aseguraría la verdad si se pudiera demostrar que el conocimiento de la geometría está a salvo del relativismo.
Husserl razonó que la geometría ha debido de tener un origen histórico y que este origen debió de consistir en la intuición original de un ser humano histórico. Cierto día de la prehistoria, un individuo tuvo que tener la intuición de línea, de distancia o, posiblemente, incluso de punto. La geometría —línea, distancia, punto, etc.— comenzó de este modo subjetivo, y estos términos originales han debido de tener un significado claro e irrefutable, captado primero por la intuición. Pero una vez que estos términos han sido captados por la intuición, el resto de la geometría era sólo cuestión de descubrir las implicaciones lógicas de estos supuestos fundacionales. En época de la Grecia antigua, Euclides demostró que la estructura de la geometría se construía a partir de conceptos básicos semejantes. La propia geometría estaba, en cierto modo, «ya allí», esperando ser descubierta, aguardando su momento histórico. Una vez que las nociones originales habían sido intuidas, el resto era incontestable y no había en ello ningún relativismo. Todo conocimiento científico, e incluso filosófico, funcionaría de esta manera. Sí, está ciertamente fundado en la intuición (hablando históricamente) en línea con los deslindes hechos por la fenomenología, pero no es relativo, puesto que se sigue a partir de estas intuiciones originales por pasos lógicos que descubren una estructura que, en cierto modo, estaba «ya allí», esperando ser descubierta.
Derrida estaba seguro de que este razonamiento contiene una aporía, una inconsistencia interna sin resolución posible y, argumentando de esta manera, en su introducción al Origen de la geometría de Husserl y en obras posteriores, estaba sentando las bases de su posición filosófica. Pues la «filosofía» de Derrida no es propiamente tal, sino más bien un cuestionar la filosofía, un «interrogarse sobre su posibilidad». Se cuestiona la base entera de la filosofía y su capacidad de operar en sus propios términos. Toda la estructura de la filosofía está contaminada por una aporía y por eso no puede ser consistente. Era algo más que un oscuro razonamiento acerca de las bases de la geometría, se cuestionaba la posibilidad de la filosofía misma, y, con ella, los fundamentos de todo conocimiento.
Según Derrida, Husserl vio la geometría como Una forma de conocimiento perfecto que existía en un reino de verdades intemporales. Era incontestable y seguía siendo verdadera independientemente de la aprehensión o intuición humana. Para Derrida, cualquier intuición prehistórica posible era irrelevante respecto del camino mediante el cual la geometría había llegado a ser considerada en la historia como el paradigma de toda verdad científica y filosófica. Era una verdad ideal, más allá del reino de los razonamientos. Derrida se oponía a esto. Aunque los conceptos básicos de esta verdad hubieran sido intuidos históricamente (o prehistóricamente), la verdad misma no estaba fundada en una experiencia vivida. Según Husserl, ya había existido «ahí afuera», esperando ser descubierta; por ende, esta verdad no podía estar fundada en una experiencia vivida. No era intuida conscientemente, fundamento necesario exigido por la fenomenología para todo conocimiento. Ahí, en el corazón mismo de la filosofía, residía una aporía. Por implicación, nuestra noción toda del conocimiento era inconsistente. O bien el conocimiento se fundamenta en la intuición o no es así; no puede ser a la vez las dos cosas. ¿Cómo sabemos que la geometría está «ahí afuera» esperando ser descubierta? ¿Y es seguro que admitamos que la geometría es verdadera porque aplicamos la lógica en ella, y no porque la intuyamos? Puede que sea consistente dentro de sus propios términos, pero ¿cómo la intuimos en cuanto que conocimiento? ¿Qué bases hay en la conciencia —el fundamento último del conocimiento— para que aceptemos su verdad?
Semejantes preguntas pueden parecer nimias, pero sus implicaciones afectan al conjunto de la filosofía occidental y al conocimiento científico basado en ella. Heidegger se hizo preguntas similares y, al hacerlo, reveló una suposición escondida que subyace a toda la estructura del conocimiento. Y lejos de fundamentarse en la intuición individual, esta suposición es puramente metafísica, es decir, está de algún modo por encima y más allá del mundo físico. No se basa en experiencia de ningún tipo. Heidegger mostró que la noción toda de filosofía occidental, y su sirviente, el conocimiento científico, se basa en la idea de que de alguna manera, en alguna parte, la verdad puede ser validada en un sentido absoluto. Hay un reino de la verdad que no es relativo. El «alguna parte ahí afuera» donde existe la geometría es parte de ese reino, «una presencia», donde existe la verdad absoluta. También garantiza toda verdad. La verdad es validada aquí por su propia presencia. Existe. (De otro modo habría sido una ausencia). Esta presencia es absoluta, garantiza la verdad absoluta. La identidad de esta presencia existente no puede ser otra cosa que una forma de ser que conoce todas las cosas y conoce la verdad de todas las cosas, incluida ella misma. Éste es el significado de la verdad. Se da una coincidencia de ser y conocer en esta presencia que garantiza la verdad de todas las cosas.
Como había de mostrar Derrida, esta garantía de verdad, esta presencia, revela otra aporía. La idea filosófica de la verdad basada puramente en la intuición cae víctima de su propia contradicción interna. La verdad absoluta puede ser garantizada sólo por un reino o presencia absoluta. Cualquier verdad menor finita debe ser inevitablemente relativa. No hay manera de que un intelecto finito, limitado a su propia intuición, pueda saber si la verdad de lo que conoce por intuición se ajusta de algún modo a la verdad de lo que es. Semejante coincidencia, semejante igualdad, puede garantizarse solamente por un absoluto que él no es capaz de intuir. No es difícil detectar la figura fantasmal de la divinidad detrás del argumento de la «presencia». Durante muchos siglos, Dios ha sido la verdad que garantizaba la verdad absoluta. Pero sin su presencia —llámese divinidad o lo absoluto— no existe la verdad y quedamos debatiéndonos en un tremedal de relativismo. Esto se aplica a la geometría tanto como a la filosofía. En realidad, Derrida había de afirmar que una situación semejante niega hasta la posibilidad de la filosofía. Queda claro ahora por qué no se ve a sí mismo como filósofo.
La filosofía se había encontrado antes en esta encrucijada. En el siglo XVIII, el filósofo escocés David Hume suscribió la idea de que todo conocimiento se basa en la experiencia. Analizó entonces este aserto, aparentemente incontrovertible, y llegó a unas conclusiones sorprendentes. Si se lleva el empirismo hasta sus límites, el conocimiento se reduce a ruinas. No tenemos experiencia real de la causalidad; todo lo que percibimos realmente es que una cosa sigue a otra, y no que una sea causa de otra. De manera semejante, no tenemos experiencia real de los cuerpos, sino simplemente de conjuntos de datos sensoriales. Ni siquiera tenemos experiencia de nosotros mismos. No experimentamos directamente el yo, ni tenemos impresión alguna que corresponda a una identidad, ni experimentamos nada que nos diga que el denominado «yo» sea el mismo en un momento y en el siguiente. Tan tajante reducción de la verdad a la experiencia (precursora reconocible del intuicionismo fenomenológico) detuvo en seco en su camino a la filosofía, pero no terminó con ella. Tampoco terminó con el conocimiento humano, especialmente la ciencia, que se basa en nociones tales como causalidad, identidad, continuidad, etc. Lo único que hizo Hume fue poner de manifiesto el status de nuestro conocimiento. Confrontado a un análisis lógico rígido, salta en pedazos lo ilógico de la experiencia.
La filosofía puede a veces socavar completamente el status del conocimiento. La teoría puede reducirse a la nada, pero esto no detiene la práctica de nuestros intentos por construirla. Es ciertamente así en los campos de las matemáticas y de las ciencias «duras», como la física. Seguimos tratando de alcanzar conocimientos de manera científica, aun cuando antifilósofos como Heidegger y Derrida logren desbaratar el concepto de verdad científica. Incluso, de manera perversa, continuamos aplicando el método científico a campos que no están todavía establecidos como ciencia. La teoría del caos muestra cómo el movimiento del ala de una mariposa en la selva brasileña puede producir un tornado en Kansas. Los efectos enormemente cambiantes de las numerosas variables involucradas en la predicción meteorológica son incalculables como para que se pueda predecir con alguna certeza el tiempo con mucha antelación. Lo mismo puede aplicarse a todas las predicciones económicas o al ejercicio del psicoanálisis. No se trata todavía de ciencias (y es posible que nunca lleguen a serlo). Pero el hecho es que continuamos aplicando lo mejor que podemos el rigor científico en esos campos.
La negación de Derrida de la verdad en geometría, e incluso de la posibilidad de la filosofía, está sujeta, en su propia manera abstracta, a exactamente las mismas restricciones. Al socavar la verdad logra socavar la verdad de lo que está diciendo. Como veremos, Derrida admitirá esto y seguirá sus implicaciones hasta alcanzar conclusiones atrevidas y radicales. Pero el hecho es que semejante teoría (sufra o no el sabotaje de sus propias contradicciones) desafía la práctica humana. Practicamos la economía y la meteorología porque nos sirven de ayuda los conocimientos infundados que descubren. Podemos admitir que no existe la verdad absoluta ni una garantía final para el conocimiento, pero, una vez dicho esto, no nos cuestionamos que los tres ángulos de un triángulo plano sumen 180 grados. Un electrón es comparable en tamaño a una aguja en un estadio de fútbol y, sin embargo, hemos descubierto cálculos exactos que nos permiten predecir su comportamiento con precisión. Toda la industria de los ordenadores se apoya en tales predicciones. Y aceptamos otras «verdades» menos matemáticas y científicas, tales como la teoría de la evolución de Darwin, la estructura del ADN, etc. En realidad, incluso admitiendo que no haya una verdad absoluta, nos oponemos paradójica y firmemente a cualquier intento de socavar tales verdades «no absolutas» mediante otras refutaciones que no sean las científicas (i.e., los experimentos, la experiencia). Puede que la verdad sea relativa respecto de un status absoluto, pero otra cosa es tratarla como relativa. Es de suponer que Derrida, por ejemplo, no negaría la «verdad» de que millones de judíos murieron durante el Holocausto. Aun cuando la civilización occidental se ha desarrollado utilizando un concepto de verdad absoluta que es en sí misma contradictoria, sin ella se cae a pedazos. Cómo se las arregle Derrida con esto y con la «imposibilidad» de la filosofía será vital a la hora de enjuiciar su estatura como pensador.
En 1965, Derrida comenzó a enseñar historia de la filosofía en la École Normale Supérieure. Para entonces formaba parte de un grupo emergente de intelectuales parisinos asociados a la revista de vanguardia Tel Que/ (Tal Cual). A pesar del frívolo título, no se trataba de una revista ligera de estilo «tábano». Su objetivo era el de promover un nuevo «terrorismo intelectual» que subvirtiera todas las concepciones anteriores respecto de la literatura, la crítica literaria y la filosofía. Entre sus colaboradores, en uno u otro momento, estuvieron todos los más importantes nuevos pensadores franceses: Barthes, Foucault, Kristeva y Derrida. Inevitablemente, los laxos objetivos iniciales habían de divergir pronto.
El objetivo de Derrida era nada menos que destruir toda «escritura» demostrando su inevitable falsedad. El escritor escribe con una mano, pero ¿qué hace con la otra? Todo escrito, todo texto, tiene su propia agenda escondida, contiene sus propias suposiciones metafísicas. Esto es especialmente así en el lenguaje mismo. El escritor es a menudo inconsciente de este hecho. El lenguaje que usa distorsiona inevitablemente lo que piensa y escribe. En La escritura y diferencia (1967), Derrida ataca al epítome del pensamiento francés, el racionalista del siglo XVII Descartes, el primer filósofo moderno. Descartes buscó la certeza intelectual última mediante la razón. Con el fin de despejar el terreno, inició un proceso de duda sistemática. Descubrió que podía poner en duda la certeza de todo. Sus sentidos podían engañarle; hasta su sentido de la realidad no era capaz de distinguir a veces entre el sueño y la vigilia. Igualmente, un astuto espíritu maligno podría engañarle acerca de la certeza absoluta de las matemáticas. (Tres siglos más tarde, Derrida pretendería mostrar cómo podría suceder). Pero al final Descartes encontró que había una cosa de la que no podía dudar. Era la certeza última del cogito ergo sum («pienso, luego existo»). Aunque el mundo le engañara había algo de lo que no podía dudar, y era que estaba pensando.
Derrida se mostró en desacuerdo. Básicamente, sostuvo que Descartes estaba a merced del lenguaje que utilizaba. Le era imposible salir «fuera» del lenguaje en el que estaba pensando, con todas sus suposiciones ocultas y una estructura que restringía y distorsionaba su pensamiento. Su dinámica y su metodología eran capaces de extraviar su pensamiento mucho más que cualquier ilusión de los sentidos. Semejantes restricciones son «inherentes a la esencia y al proyecto mismo del lenguaje, de todo lenguaje en general». Por ejemplo, fue simplemente la gramática lo que indujo a Descartes a concluir: «Yo pienso, luego yo existo». Su experiencia radical de certeza no contenía, como Hume indicaría más tarde, ningún concepto de identidad, ni siquiera de causalidad («luego [por lo tanto] existo»). En última instancia, Descartes era consciente sólo de la coexistencia de pensamiento y ser. Quizás su pensar y su existencia eran idénticos. Como Heidegger expuso más tarde, nuestra aprehensión fundamental es la de «ser-en-el-mundo»; ésta es la intuición de la fenomenología, más allá de la razón y la ciencia.
En otra de sus obras importantes del periodo, De la gramatología (1967), Derrida elabora las nociones centrales de su pensamiento. La indecidibilidad es una parte vital del ataque de Derrida a la filosofía. Una de las suposiciones más escondidas del pensamiento occidental es la regla básica de la lógica a menudo mencionada como ley del tercio excluido. Concierne a la identidad, y en su forma más temprana propuesta por Aristóteles dice: «Nada hay entre afirmar y negar». En otras palabras, una proposición es o verdadera o falsa. No puede ser a la vez ninguna de las dos, o las dos. Se habían encontrado excepciones a esta regla mucho antes de Derrida. La proposición «Este enunciado es falso» derrota a la lógica en su propio terreno. La proposición «Sonrió gordamente» puede considerarse bien como vacía de significado (error en la aplicación de categorías), bien en un sentido poético (describe la sonrisa mofletuda de un niño). En realidad, todo enunciado poético, toda imagen, todo arte incluso, contravienen la ley de tercio excluido. Tómense los versos de Shakespeare «El mundo es un escenario / Y todos los hombres y mujeres meros actores». El mundo no es, ciertamente, un escenario de madera colocado frente a un auditorio; sin embargo, en un sentido distinto (imaginario) representamos el papel de nuestras vidas como actores en un escenario. Una imagen, igual que un cuadro, es y no es a la vez lo que retrata. Hay también enunciados que son metafísicos y, por lo tanto, inverificables («Más allá del universo está la eternidad»); y otros que aunque son correctos gramaticalmente están vacíos de significado («El abalorio aplasta sagazmente el pliegue coronario» o «Un litro de pradera es tu único hombre»).
Pero Derrida fue más lejos. Declaró que la filosofía anterior se había equivocado al buscar una verdad esencial de algún modo contenida en la «esencia de las cosas». Por el contrario, debería haberse concentrado en el lenguaje que utiliza. Éste no tiene ninguna equivalencia esencial con los objetos, ni siquiera con los conceptos que nombra y describe. Ésa no es la manera como el lenguaje adquiere significado. Todo lo que encontramos en el lenguaje es un sistema de diferencias y el significado surge simplemente de esas diferencias. Pero éstas son múltiples y sutiles. No hay modo de reducir los muchos matices de la diferencia en el lenguaje a un simple fundamento lógico que establezca identidad.
Derrida sostiene que el pensamiento occidental, especialmente la filosofía, se basa en la noción binaria implícita en la ley del tercio excluido. La definición de conceptos depende de una oposición. Una proposición es o verdadera o falsa. Una cosa está viva o muerta. Un lugar está dentro o fuera, alto o bajo, arriba o abajo, a la derecha o a la izquierda. Y así sigue: positivo/negativo, bien/mal, general/particular, mente/cuerpo, masculino/femenino; así es como dividimos y clasificamos la experiencia para darle significado. Una objeción obvia a este método es que el significado de un término depende del significado de otro. En otras palabras, el proceso es circular: se refiere a sí mismo, en vez de a aquello que pretende describir. Para Derrida, esto indica el defecto esencial de semejantes leyes y sus razonamientos; contienen una suposición metafísica encubierta en cuanto que pretenden describir una realidad esencial y que esta realidad esencial se caracteriza por poseer coherencia lógica. El razonamiento de la lógica se encuentra también en la realidad. Semejante manera de pensar no sólo supone una realidad esencial —en la «presencia» de una realidad absoluta—, sino también que esta realidad es lógica. Es inconcebible la noción de una verdad absoluta que contradiga las leyes de la lógica.
La conciencia, nuestra intuición del mundo, está más allá de la lógica. No intuye ninguna «presencia» de una verdad absoluta. Nos conocemos a nosotros mismos y el mundo a través de la conciencia y del «espejo del lenguaje». Son el fundamento del conocimiento, aquello que lo hace posible. Pero este proceso, que tiene lugar fuera de la razón y de la lógica, queda de hecho excluido del procedimiento mediante el cual obtenemos conocimiento, esto es, la lógica, la razón, etc. Las diferencias que hacen surgir el significado en el lenguaje son transformadas por la lógica en distinciones, identidades, verdades. Para Derrida, esta contradicción socava inevitablemente la «verdad» del conocimiento.
Según Derrida, el conocimiento del mundo, basado en la identidad, la lógica y la verdad, proviene de una aporía. Es el resultado de una contradicción interna. De nuevo, es bastante fácil señalar la contradicción en que cae Derrida consigo mismo. Si la presencia de una contradicción invalida el conocimiento lógico, entonces el uso de la lógica en la argumentación de Derrida es, con seguridad, igualmente dañino. El razonamiento de Derrida, que dispara de este modo contra él mismo, no es nuevo. Antes incluso de Hume, el filósofo empirista irlandés del siglo XVII Berkeley se las arregló para «refutar» las matemáticas, con gran satisfacción por su parte, utilizando las matemáticas. Indicó cierto número de inconsistencias que sólo podían ser corregidas introduciendo reglas arbitrarias dentro de un sistema que aparentemente consistía únicamente en verdades necesarias. Las matemáticas no son lógicamente ciertas. Por ejemplo:
12 x 0 = 0
13 x 0 = 0
Por lo tanto: 12 x 0 = 13 x 0
Dividiendo ambos lados por 0
Se sigue que: 12 = 13
Según Berkeley, esta anomalía puede corregirse sólo mediante la introducción de la regla arbitraria que dice que se puede multiplicar por cero, pero no dividir. Lo que es peor, Berkeley señaló también el fallo lógico inherente al cálculo infinitesimal de Newton. O bien existían los «infinitésimos» que utilizó Newton o bien no, pero su cálculo cambiaba de una a otra opinión en medio de las operaciones. Y a pesar del uso frecuente que hizo de la ley del tercio excluido, Berkeley procedió también a «refutarla» (de nuevo mediante el empleo de la lógica). Esta exhibición de fallos en la certeza de las matemáticas, y por ende de todo conocimiento, alcanzó su apoteosis por los días del nacimiento de Derrida. En 1931, el matemático austriaco Godel consiguió probar, siempre mediante métodos lógico-matemáticos, que las matemáticas no pueden ser ciertas. Cualquier sistema rígidamente lógico, tal como las matemáticas, contiene obligatoriamente proposiciones que no pueden ser ni probadas ni refutadas usando los axiomas básicos sobre los que descansa. Esto fue en efecto más dañino para las matemáticas que cualquier argumento de Derrida, puesto que indica la posibilidad de que las propias matemáticas pueden dar origen a contradicciones matemáticas. (También se viola con ellas la ley del tercio excluido. Semejantes proposiciones no son ni verdaderas ni falsas dentro del sistema).
Como hemos visto, Derrida deseaba dar un paso más adelante invalidando todo el procedimiento de la lógica. Y a pesar de sus protestas en contra, lo hizo mediante el uso de razonamientos lógicos. Se presta a discusión que Derrida haya aportado algo esencialmente nuevo a los argumentos de hace doscientos cincuenta años de Berkeley y Hume o al razonamiento «definitivo» de Godel. Se puede aducir también que la distinción entre intuición y pensamiento racional se remonta dos mil años atrás, a la primera época griega del pensamiento filosófico. Derrida diría, naturalmente, que intuición y razón no son aplicables la una a la otra. O, al menos, que tal aplicación no produce la certeza que se pretende.
La matemática y la ciencia han sido capaces de sobrevivir a Berkeley y a Hume y han continuado su andadura, a pesar de todo, desde Godel. Todo parece indicar que las observaciones de Derrida serán igualmente eficaces. ¿Qué indica esto? Fue en verdad una sorpresa y un fuerte golpe al orgullo matemático descubrir que las matemáticas no son tan ciertas como se había pretendido. En el caso de la ciencia fue diferente. Sencillamente, porque la ciencia siempre fue consciente de esto. O, al menos, lo ha sido cada vez más desde la época de Galileo. Las teorías científicas son propuestas, después modificadas (o desechadas) cuando entran en conflicto con la realidad (los descubrimientos experimentales). La verdad científica no ha sido absolutamente cierta, o no ha sido vista así por los científicos, desde hace ya algunos siglos. Galileo fue modificado por Newton, Newton a su vez fue reemplazado por Einstein. La ciencia es la verdad que funciona, no la verdad cierta. Y lo mismo se puede decir, quizás en un grado menor, de todo conocimiento humano. Derrida afirma que en esto pasamos por alto el aspecto más importante y que para la mayoría de nosotros persiste la «presencia» de una verdad absoluta en nuestra actitud hacia el conocimiento. Semejante argumento no resiste un examen cuidadoso. Lo mismo en ciencia que en certidumbres menores de la historia. En lo que concierne a hechos históricos —el Holocausto, por ejemplo—, nos comportamos como si la «presencia» persistiera. Admitimos la verdad de este acontecimiento debido a una evidencia que, por su propia naturaleza, está abierta a interpretación, modificación o incluso a contradicción. Admitimos la existencia del Holocausto como científicamente cierto, no como absolutamente verdadero.
Pero el propósito de Derrida no es del todo negativo. Lejos de ello, su objetivo declarado más importante es el de incluir todos los elementos que la lógica y la claridad han tratado de excluir del rico caudal de la intuición consciente. Al reducir la experiencia a conocimiento limitamos la riqueza plena que realmente es. De nuevo, esta opinión no es muy original. El conocimiento es una abstracción; abs-trae de la experiencia, como indica el significado original latino; trae «fuera de» o «desde» (como en [abs-] ausente). En otras palabras, y por implicación, reduce el todo. El proceso se inició en la experiencia humana no para descubrir una verdad absoluta, sino con el fin de sobrevivir, de hacer uso de la experiencia, conseguir poder sobre el mundo que nos rodea. Fue técnico, científico, antes de su pretensión, muy posterior, a la «Verdad absoluta».
Pero el razonamiento central de Derrida a este respecto se refiere a la manera como usamos el conocimiento, sea el intuitivo o el denominado «lógico». ¿Cómo nos expresamos a nosotros mismos y expresamos el conocimiento? En el lenguaje. Pero éste tampoco es absoluto, preciso o lógico. Cada palabra, cada frase, e incluso el modo como las colocamos en una oración, engendran ambigüedades confusas. El lenguaje elude la claridad y la precisión. Cada palabra tiene su propio significado o significados, pero también trae consigo cierto número de connotaciones más o menos encubiertas. Hay equívocos, semejanzas, referencias sugerentes, interpretaciones diversas, raíces divergentes, dobles sentidos, etc. El lenguaje hablado puede aludir intencionadamente al doble sentido. El comediante pone un énfasis artificioso en una observación inocente, y ésta queda así abierta a una interpretación muy distinta. Algunas proposiciones pueden, bajo ciertas circunstancias, incluso inadvertidamente, significar lo opuesto («No tendrá lugar ningún blanqueo en la Casa Blanca»).
Lo mismo sucede con el lenguaje escrito. El lector puede añadir libremente su propia interpretación, su actitud, su intención. Las palabras en la página —ambiguas en sí mismas— sirven simplemente de caja de resonancia para la interpretación del lector. Derrida lleva este análisis hasta el extremo. La diferencia, sin «términos positivos» de identidad, significa que el lenguaje, en este nivel subyacente del significado, es casi completamente fluido. Si no hay identidad, no hay conceptos y estas nociones identificadoras son literalmente inconcebibles. Este nivel —en medio de la fluidez del doble sentido y los chistes, de unos significados que se mezclan con otros, etc.— esquiva toda claridad. Pero a la vez elude la «presencia» metafísica de la verdad absoluta que el pensamiento occidental intenta imponer al lenguaje. En este nivel —análogo en muchos aspectos a la mente inconsciente— el lenguaje retiene su rica mezcla creativa de indecidibilidad entre sus diferencias.
El elemento de ambigüedad existente en el lenguaje ha estado claro para los poetas desde que comenzó la literatura. Esto explica quizás el primer recibimiento de las ideas de Derrida en Norteamérica, presentadas en una conferencia dada en la Universidad Johns Hopkins en 1966. El tratamiento del lenguaje hecho por Derrida fue visto como una herramienta incisiva y original para la crítica literaria. Mostraba cómo se podía discernir toda clase de referencias y significados nuevos en un texto literario, creando así sus propios subtextos. Era posible revelar intenciones escondidas, suposiciones metafísicas encubiertas y ambigüedades implícitas. Por otro lado, la recepción que tuvo Derrida en la comunidad filosófica fue menos entusiasta. ¿Qué quería decir?
La respuesta de Derrida a esta pregunta elude la precisión, del mismo modo que el lenguaje, desde su punto de vista, elude el significado preciso. Pero el lenguaje sí tiene un significado. Se originó como medio de comunicación. Aun en el caso de que la comunicación sólo pusiera de manifiesto un poder inarticulado —del que habla sobre el que oye, como en los gritos primitivos—, la intención era la de comunicar, y esta comunicación, con significados más o menos precisos, ha seguido siendo su actividad central. La literatura, lo mismo que el arte, juega continuamente con el lenguaje y utiliza su componente lúdico y ambiguo, pero ni siquiera así desciende sino rara vez hasta la cabal tontería (el sin-sentido). Dadaísmo, surrealismo y otros ismos similares derivan su poder del significado dislocado 1 de las evocaciones anómalas y de cosas semejantes. Si no fuera así, todo texto «sin sentido» tendría el mismo efecto.
Entonces, ¿cuál es la utilidad del análisis de Derrida? Expone cómo el significado de un texto asume varias convenciones y contiene sus propios códigos; muestra cómo adquiere sentido un texto, y no qué significa; indica cómo se simplifica el texto. Este método de limitar y manipular el rico ámbito del lenguaje ha sido empleado siempre, y se puede observar en los primeros filósofos. Derrida ilustra esto con un ejemplo tomado del Fedro de Platón, donde éste relata el mito del dios Theuth del antiguo Egipto, que explicó al rey de Egipto lo beneficioso de enseñar a escribir a sus súbditos. Les permitiría mejorar la memoria e incrementar su sabiduría. Theuth afirma: «Mi invento es una medicina [farmakon] que fortalece memoria y sabiduría». El rey replica que escribir produciría el efecto opuesto. «Este invento causará el olvido en aquellos que lo aprendan, pues no necesitarán ejercitar la memoria al confiar en lo escrito». Theuth había descubierto un farmakon para recordar, no para la memoria misma. Lo mismo sucede con la sabiduría. El rey observó que la escritura produciría simplemente la apariencia de sabiduría, no su realidad. Estimularía la ilusión de saber, no la sabiduría interior auténtica.
Derrida señala que el mito de Platón contiene el uso típico de los opuestos binarios, de o/o. O bien la escritura es buena para la memoria o bien no lo es, pero pudiera ser de hecho las dos cosas a la vez. Derrida se centra ahora en la palabra farmakon. En griego quiere decir «medicina», «cura» o «poción». (Es el origen de la palabra farmacia). Pero farmakon puede significar también «veneno», «hechiza» o «encantamiento». La palabra farmakon cubre por tanto los dos lados del argumento. La escritura puede reforzar el poder de la memoria y puede también aletargarla. El significado de farmakon se hace inestable en este contexto, y esta inestabilidad introduce la diferencia. Identidad, opuestos binarios, o/o, resultan eliminados, y en su lugar tenemos la ambigüedad de la diferencia. Se desenmaraña la lógica del razonamiento de Platón y en su lugar tenemos la indecidibilidad.
No es de extrañar que los filósofos norteamericanos no quedaran muy impresionados con el pensamiento de Derrida. Este tipo de tratamiento encajará muy bien en la literatura, pero ¿qué diablos tiene que ver con la claridad de un razonamiento filosófico? Sólo trata de enturbiar las aguas, confundir los temas y destruir los conceptos. La filosofía intenta eliminar semejante ambigüedad. ¿Por qué tratar de reintroducirla? Derrida replicó a estas objeciones con dos argumentos. Su intención era la de mostrar las convenciones con las que opera la filosofía, sus suposiciones acerca de la verdad, sus códigos encubiertos. En segundo lugar, señaló que todo lenguaje se construye sobre este subtexto de ambigüedad; elude la identidad con cualquier objeto real, y desconocer esto es no saber qué es realmente el lenguaje en toda su plenitud. Los filósofos no fueron los únicos que no se dejaron impresionar por este razonamiento; para los científicos fue simplemente una tontería trivial. Una ley científica es válida hasta que es refutada, no por la introducción de ambigüedades verbales. Los juristas y los científicos de la política descartaron los argumentos de Derrida tildándolos de bromas. Tal y como Derrida había indicado, cada uno, dentro de su contexto, conservaba sus propias convenciones y supuestos. Otra cuestión era en qué medida eran conscientes y cuánto importaba esto.
Derrida llamó «desconstrucción» a este proceso de razonamiento o aproximación filosófica (denomínese como se quiera). Explica lo que hace con alguna precisión. Separa lo que ha sido unido implícitamente en un texto. La imponente autoridad de un texto es desensamblada. En lugar de un significado, adopta muchos. Después de la primera conferencia en Estados Unidos de Derrida en la Johns Hopkins, el desconstructivismo comenzó a imponerse rápidamente como doctrina intelectual. Desconstrucción, indecibilidad, aporía, diferencia fueron pronto las nuevas palabras de culto en las universidades. Johns Hopkins y Yale abrazaron el desconstructivismo con cierto entusiasmo, otras instituciones lo rechazaron con similar pasión. La división en el mundo académico norteamericano se repitió por todo el mundo. En su conjunto, los filósofos franceses y del continente europeo estaban dispuestos a escuchar. Gran Bretaña y otros países anglófonos se mostraban displicentes. Esta simplificación binaria reverberó a través de diferentes disciplinas. Derrida encontró seguidores en filosofía y en la critica literaria; la ciencia consideró que no pasaba de ser una tontería. No había espacio para el relativismo en los dominios de la relatividad.
En mayo de 1968, París se vio sacudido por les événements (literalmente, «incidentes» o «sucesos»). Los estudiantes salieron a las calles, combatieron a la policía y la Orilla Izquierda fue escenario día y noche de tumultos virulentos. Los estudiantes resistieron a las bombas lacrimógenas y los cañones de agua de la policía antidisturbios, levantaron barricadas, arrojaron adoquines y llegaron a tomar la Sorbona y, de hecho, a controlar el centro de París, al sur del Sena. Los motines se extendieron rápidamente por las universidades de Francia y se declararon espontáneamente huelgas en varias fábricas grandes. El país quedó virtualmente paralizado. Mucha gente apoyaba a los estudiantes, aunque temían que el Estado colapsara. La explosión de violencia juvenil surgió como resultado de años de gobierno autoritario del Estado, que culminaron con la esterilidad resultante de diez años de gobierno patriarcal ejercido por el anciano general Charles de Gaulle. En Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania y otros lugares estaban en marcha las transformaciones sociales y culturales de los años sesenta. Manifestaciones masivas en contra de las armas nucleares y la guerra de Vietnam, la revolución de las costumbres, coetánea con la aparición de la música rock y el movimiento hippie, así como la opulencia de la posguerra no habían producido muchos cambios en Francia. En especial, el sistema educativo mantenía a los jóvenes en un puño. El programa escolar era rígido en extremo; culminaba en el temido examen de baccalauréat, que decidía el éxito o el fracaso de por vida. El programa estaba fijado de tal manera que el ministro de Educación podía saber con certeza, a cualquier hora de un día cualquiera, precisamente qué página de qué libro de texto estaba siendo estudiada en todas las aulas del país. Por el contrario, la educación superior era un desastre; contaba con un mínimo equipamiento anticuado y las aulas estaban tan congestionadas que a menudo no podían entrar la mitad de los estudiantes; cursos irrelevantes e inútiles eran dictados por profesores ancianos e ineptos y las condiciones de vida eran pobres.
La nueva ola pos-Sartre de pensadores parisinos, tales como Foucault, Barthes, Derrida y otros, asociados a Tel Quel, representaba la protesta intelectual contra la esterilidad de la sociedad francesa. En ese contexto se entienden más fácilmente algunos excesos del movimiento. El énfasis de Derrida en la «fluidez» del lenguaje se hace más comprensible visto con el trasfondo de los edictos autoritarios del sistema educativo francés. Su insistencia en la «diferencia» del lenguaje, en lugar de la identidad de las palabras con sus objetos, subvierte la ortodoxia lingüística dominante. Ésta era, y todavía es, terreno vedado de la Académie Française, que sigue pronunciándose acerca de la pureza lingüística del francés (sobre la exclusión de «americanismos» y palabras inglesas) y del significado preciso de las palabras francesas. Tales restricciones producen un sentimiento íntimo de opresión. Afecta a la manera como se piensa y llega hasta la mente misma. Las gentes de habla inglesa, cuyo idioma no está bajo ninguna amenaza y penetra cada día más en los idiomas del mundo, tienen escasa, o ninguna, experiencia de semejantes problemas. Al contrario, el inglés ha conservado su extensa homogeneidad precisamente mediante su capacidad de adaptarse, absorber y resistir. (Considérese, como contraste, el destino del árabe. La escritura árabe clásica sigue siendo comprensible desde Marruecos a Filipinas, pero las variantes habladas del árabe son casi incomprensibles de un país al vecino). A mediados del siglo XX, el inglés americano había ya insuflado nueva vida en el formalismo moribundo del inglés de Inglaterra, que había sido la lingua franca a todo lo ancho del Imperio británico (más de una tercera parte del globo). Y es posible sostener que ese mismo inglés de Inglaterra había proporcionado ya una cierta cohesión y disciplina a la fecunda diversidad de las variantes americana, india, australiana y africana, manteniendo la unidad del conjunto. Precisamente este hecho ha incitado a muchos críticos norteamericanos de Derrida a pensar que son irrelevantes para el mundo de habla inglesa sus opiniones peyorativas sobre el lenguaje y sus implicaciones filosóficas. Ya sabemos que el lenguaje es capaz de tomar vida propia, que las palabras pueden adquirir connotaciones nuevas o incluso significados totalmente distintos. Uno no tiene más que pensar en palabras como gay («alegre», «homosexual»), freak («capricho», «monstruo», etc.) o challenged («retado», «cuestionado») para ver que el inglés está en constante mudanza. Derrida luchaba en muchos aspectos por una libertad que las gentes de habla inglesa dan por descontada. Pero, naturalmente, éste no era su objetivo principal, sino mostrar que todo lenguaje es de suyo y por completo fluido.
Derrida representó un papel activo en el comienzo de Mayo de 1968, participando en marchas y manifestaciones. Llegó incluso a organizar una asamblea en la École Normale Supérieure, con debates abiertos entre estudiantes, profesores simpatizantes e intelectuales visitantes —celebridades de moda deseosas de sumarse al bando ganador—. El propio Sartre se presentó a una de las asambleas de la Sorbona, pero fue pronto abucheado. Aunque sus simpatías estaban del lado de los estudiantes, en realidad había perdido contacto con esta generación. Los viejos no tenían idea de las aspiraciones de los jóvenes. Al propio Derrida le resultó difícil entender la anarquía, lo inarticulado de las peticiones y los discursos, el populismo y la frecuente estrechez de miras. El vigor de los sentimientos juveniles que florecía en graffiti tales como «Debajo de los adoquines está la playa», «El mañana brilla en el hoy» y «Los muros son la palabra» no dejaba ningún lugar para una tarea intelectual. (Ésa fue la equivocación de Sartre). Derrida simpatizó con el movimiento pero evitó el protagonismo. ¿Qué podía decir en medio del tumulto del momento?
El mundo observó divertido cómo la capital cultural más importante del globo se convertía en una juerga anarquista. Mientras tanto, De Gaulle fue presa del pánico y huyó en secreto a Alemania para consultar a sus jefes militares (al mando de las tropas francesas de ocupación en su zona de la entonces Alemania Occidental). De Gaulle recibió el apoyo de los militares y la desorganizada rebelión se desplomó al disponerse los estudiantes a partir hacia sus vacaciones en las islas griegas. Pero la lección fue aprendida. Era el fin de los viejos tiempos. De Gaulle dimitió antes de que acabara el año y murió un año después de renunciar. Francia entró en el mundo moderno por el camino de la democracia populista y la cultura de la juventud. Se subieron los salarios a los obreros y se les dio voz a los estudiantes en la educación. Las clases de Derrida en la École Normale Supérieure se hicieron cada vez más populares. El guapo profesor de elegante atuendo y de llamativo peinado alto se convirtió en un personaje de culto.
Pero no alcanzó este status sin perder algunas plumas en la pajarera-invernadero que es la vida intelectual parisina. Derrida no mostró en un principio simpatía por las opiniones de su contemporáneo Foucault, que también ofrecía una imagen de hombre apuesto, con su típica cabeza afeitada, sus gafas de diseño y sus jerséis claros tipo polo. El relativismo cultural de Foucault concordaba con el relativismo lingüístico de Derrida. Los dos eran considerados como los líderes del movimiento conocido como posestructuralismo, según el cual todo conocimiento es textual (es decir, es una interpretación relativista del texto). La historia, la psicología, la filosofía, la antropología, todas ellas no manejan conceptos sino palabras. Para Foucault, esto conduce a epistemes (o paradigmas) de conocimiento, en los que está involucrado el poder y que estructuran el pensar de una época, dirigen la manera como se piensa, determinando con ello sobre qué se piensa, los objetivos de este pensar, sus lagunas, y hasta excluyendo la posibilidad de pensar de ciertas maneras. Por ejemplo, la era medieval, que creía que el mundo consistía en última instancia en tierra, aire, fuego y agua y sus mezclas, no era capaz de concebir elementos atómicos. Con el advenimiento de una era nueva —como la transformación ocurrida desde el Renacimiento a la Edad de la Razón— se establecía una nueva episteme de pensamiento. Foucault vio en Descartes al epítome de la Edad de la Razón. Después de usar la razón para dudar de todo, para destejer el tejido de su existencia (y, por implicación, las certidumbres de la época anterior y su episteme), Descartes llegó a su certeza básica: «Pienso, luego existo». Derrida se opuso al análisis de Foucault. Al usar el lenguaje de la razón para describir el método de Descartes, Foucault se adhería a la episteme de la Edad de la Razón. La duda de Descartes socavó de hecho, inconscientemente, la misma razón cuya supremacía trataba de establecer. También se podía dudar de la razón. El texto de Descartes estaba abierto a una interpretación mucho más drástica que la hecha por Foucault. Es ilusorio suponer que el pensamiento pueda usar un lenguaje que esté «fuera» del lenguaje que describe.
Foucault reaccionó, naturalmente, con cierta pasión ante una crítica que amenazaba con socavar todo su proyecto intelectual (y, al parecer, cualquier proyecto intelectual). En opinión de Foucault, el ataque puntilloso de Derrida no era más que un juego del intelecto. Esta riña condujo con el tiempo a un cisma en toda la tendencia posestructuralista. A la vez que mantenía su énfasis en el texto, especialmente en el documento histórico, Foucault insistía en que es posible analizar la estructura de poder adherida a un texto particular. La episteme que controla y limita el escrito implica un sistema de poder político. El texto histórico está abierto a una interpretación particular. Derrida replicaba que, como cualquier texto, está abierto a una multitud de interpretaciones. La opinión sobre cualquier documento histórico puede cambiar de una época a otra. Aunque esta afirmación liberaba el texto de una única interpretación autorizada, dejaba a Derrida sujeto a la acusación de que al texto podía dársele cualquier interpretación.
La divergencia entre la opinión de Derrida y la de su contemporáneo parisino Roland Barthes fue menos violenta y aparentemente menos fundamental. Barthes fue el principal valedor de la semiología, según la cual un texto es estudiado por su significado de «segundo orden». Los intelectualmente inocentes que leen un texto con el fin de descubrir las intenciones de su autor son descartados por irremediablemente ingenuos. El significado real de un texto radica en el análisis de los símbolos y signos interrelacionados cuya estructura subyace debajo de la superficie. Barthes extendió audazmente su análisis mucho más allá de los textos filosóficos y literarios, hasta reinos tan diversos como la moda, la Torre Eiffel e incluso la lucha libre (donde podían encontrarse toda clase de signos interrelacionados luchando bajo la superficie).
Este método de analizar los textos llevó a Barthes a anunciar la «muerte del autor». Lo que éste (o ésta) dijera no importaba. El autor no es más que un constructo cultural, el producto de una época, una clase, un sexo, de expectativas y apetitos socialmente determinados, etc. A lo más, el análisis de Barthes muestra cómo el lenguaje que aparece en la superficie está montado sobre una estructura escondida de supuestos, haciendo que estos supuestos totalmente artificiales parezcan «naturales», «universales» e incluso inevitables. Éste fue el caso, por ejemplo, de la novela burguesa y los valores culturales no cuestionados sobre los cuales descansa.
Derrida tenía sentimientos encontrados respecto de la denominada «muerte del autor». Naturalmente, aplaudió a Barthes por desnudar las suposiciones encubiertas y revelar cómo las «verdades universales» de los valores burgueses no eran en realidad nada más que un constructo arbitrario de prejuicios y supuestos. En esto coincidía con su desconstructivismo. Era una evidencia más de la «presencia» trascendental de la metafísica occidental. Era siempre necesario exponer semejante «verdad» como puramente humanística. Por otro lado, Derrida deploraba cualquier suposición de que este criticismo pudiera ir más allá de lo humano y emerger, por decirlo así, «al otro lado» de la ideología humanística, de modo que algún día sería posible hacer juicios totalmente libres de humanismo y de su sesgo inevitable. Esto es imposible. El lenguaje en que este criticismo es formulado contiene inevitablemente huellas de las suposiciones humanísticas sobre las que se asienta, sobre las que ha crecido a lo largo de la historia. La argumentación puede parecer circular, pero su sentido está bastante claro. Estamos obligados a la circularidad del discurso, que está siempre sujeto al lenguaje que usamos. No podemos saltar fuera de su coloración inevitablemente humanística. Puede que esto parezca deprimente respecto de un concepto de verdad que vaya más allá del constructo socialmente acordado. Sin embargo, tiene implicaciones claramente alentadoras. La verdad tal como la conocemos, del único modo que podemos conocerla, debe ser humanística. Debe seguir siendo «de los hombres, para los hombres». Por desgracia, como deístas y metafísicos recalcitrantes se han apresurado a señalar, lo mismo puede decirse de las suposiciones metafísicas y religiosas que han sido parte del lenguaje durante tanto tiempo. Derrida afirma que debemos liberamos de esta «presencia», aunque simultáneamente asevera que nunca podremos deshacemos de la «presencia» humanística. Es difícil ver cómo pueda tenerse las dos cosas a la vez —excepto, naturalmente, en el reino de la «interpretación libre» por la cual aboga, supuestamente libre de contradecirse a sí misma.
A finales de 1960, el propio Derrida se fue convirtiendo cada vez más en una presencia célebre. Su desconstructivismo se estaba poniendo igualmente de moda a ambos lados del Atlántico, y dando igualmente lugar a controversias. Los filósofos y los científicos no fueron los únicos en desechar sus ideas por obvias, por innecesariamente complicadas o por tratarse de tonterías incomprensibles. (Un profesor inglés muy conocido fue tan lejos como para afirmar que su obra era las tres cosas, una calificación que el propio Derrida habría encontrado difícil de desconstruir). Al mismo tiempo, la influencia de los antiguos alumnos de Derrida llegaba más allá de los confines de Yale y París. Pero las fuerzas de la reacción habían empezado a cerrar filas. En la mayoría de las universidades más antiguas de ambos lados del Atlántico no había lugar para la desconstrucción. La muerte del autor podría ocurrir en otros sitios; se había exagerado mucho la muerte de estos autores.
En 1970 falleció de cáncer la madre de Derrida, a la edad de setenta años. Al año siguiente, Derrida regresó a Argelia, por primera vez desde la independencia del país, para dar una serie de charlas en la Universidad de Argel. Aprovechó la oportunidad para visitar la villa al lado del mar donde había nacido, su jardín de infancia y muchos otros lugares de la memoria de su niñez. Su «nostalgeria» sería a partir de entonces más intensa, tras la muerte de su madre. Referencias crípticas a estos lugares de su vida anterior, e indicaciones oblicuas a sus sentimientos respecto de ellos, comenzaron a aparecer con mayor frecuencia en su obra. Pero ¿por qué esas evasivas, cuando no tenía nada que ocultar? Aparentemente, la expresión directa de esos sentimientos los habría menoscabado. Su vitalidad se habría visto limitada al tratar de contenerlos en palabras que se habrían interpuesto en la realidad de sus memorias. De nuevo nos encontramos con el farmakon, a la vez cura y veneno, que traiciona y estimula la memoria. El farmakon, o escritura, es como el comodín, la carta abierta del mazo. Puede significar cualquier cosa. Las palabras son la diferencia, no la identidad. Deberíamos fijarnos en cuánto pueden significar las palabras y no intentar ver qué significan. Derrida quiere conservar intactos sus recuerdos; se aclara así la razón de sus premeditadas evasivas con respecto a su autobiografía.
En sus obras posteriores, Derrida manifestó con creces su actitud respecto de la claridad en el lenguaje. Volvió a publicar tres libros en 1972, que fueron Márgenes d e la filosofía, Posiciones (consistente en varias entrevistas) y La diseminación. La última indicaba la dirección que estaba tomando ahora el pensamiento de Derrida. La diseminación argumenta una vez más que no puede existir un significado único y fijo en un texto. Es irresistible la fuerza de los distintos significados, los dobles sentidos, las ambigüedades asociativas y características similares. El resultado es la diseminación de significados, de interpretaciones diferentes. Derrida juega con el hecho de que la palabra diseminación encierra ecos de seme, la antigua palabra griega para «significado» (de ahí nuestro vocablo semántica). Señala que, además, recuerda a semen, por lo que eyacula sentido. El último ensayo de La diseminación fue denominado «Disemináción». El propio Derrida ha proclamado que este texto es «indescifrable» e «ilegible», anticipándose así a sus desventurados críticos. Ésa era justamente la intención. Derrida logra así una apoteosis de la «textualidad», el juego de diferencias en el significado, de asociaciones, de indecidibilidad, etc., ad incomprehensum. Dos ejemplos al azar. Primero un encabezamiento: «El doble fondo del más que presente». Luego una frase: «La expropiación no procede por tanto meramente por una suspensión cifrada de la voz, por una especie de espaciado que puntúa, o más bien que saca de él, o en él, sus ejes; es también una operación dentro de la voz».
Ninguna cita breve puede hacer justicia a la manera como Derrida se las arregla para eludir cualquier significado en su texto, cualquier sentido, incluso cualquier cordura. Todo intento de hacer una exégesis del texto está condenado al fracaso; en realidad, causaría, en opinión de su autor, un daño serio al texto. El designio de darle un significado sólo conseguiría eliminar cualquier significado pasado que pudiera haber contenido, así como la posibilidad de interpretaciones futuras. Todo significado presente impuesto al texto solamente puede ser una ilusión que trata de restablecer la «presencia» de un significado absoluto, una verdad absoluta, lo cual es, naturalmente, una falacia. O, para decirlo con las inimitables palabras del maestro: «Una y otra vez, la escritura aparece como desaparición, retroceso, borradura, retirada, bucle, consunción». Quizás la mejor ilustración sea la descripción de lo que el texto es y cómo nació.
El sedicente «ensayo» de Derrida comenzó su andadura como recensión del libro Numbers, del escritor francés contemporáneo Philippe Sollers, otro miembro del grupo Tel Quel. Numbers afirma escuetamente en su portada que es una novela. Comienza con una dedicatoria en ruso, seguida en la página siguiente de un epígrafe en latín que sugiere las alturas y profundidades de interpretación del libro (Semina que innumero numero summaque profundo). El propio texto se inicia directamente con: «[…] el papel se estaba quemando, y era cuestión de todas las cosas dibujadas y todas las pinturas proyectadas allí de la manera regularmente distorsionada, mientras que una frase decía: “existe la superficie exterior”». Cien páginas más adelante cierra con las palabras: «quemado y rehusando poner la tapa sobre su espacio y profundidad cuadrados —(1 + 2 + 3 + 4)2 = 100 ——[en el texto de Sollers, este espacio es ocupado por dos grandes ideogramas chinos]——». En medio, la «novela» de Sollers no es nada si no es una continua novedad. Y esta doble negación puede sugerir, y sugiere, casi cualquier cosa. Encontramos allí más ideogramas chinos, hasta rompecabezas, todo contenido en una serie de cuadros de texto en gran parte incongruentes, que se dice que están relacionadas como los añicos de un espejo roto. El texto contiene también citas de personalidades tan dispares como el matemático y fanático religioso del siglo XVII Pascal, Karl Marx, el cardenal medieval y profético pensador científico Nicolás de Cusa, Friedrich Nietzsche y Mao Tse-tung. Se incluyen también citas de Bourbaki, seudónimo adoptado por un grupo variable de matemáticos franceses que asumen anónimamente responsabilidad colectiva por la axiomática matemática, algo controvertida, producida bajo este nombre. El método puramente axiomático de Bourbaki pone énfasis en el hecho de que en matemáticas uno no sabe de qué está hablando ni se ocupa de si lo que uno dice es verdadero en un sentido real. Puede suponerse que el parecido con el texto es intencionado, y caracteriza adecuadamente el método de Derrida.
No puede decirse lo mismo de Wittgenstein, también citado en Numbers. El objetivo filosófico de Wittgenstein era diametralmente opuesto al de Derrida. Ambos pretendieron haber encontrado la «solución final» para la filosofía, acabando así de una vez por todas con esta actividad. Y ambos encontraron la clave para ello en el lenguaje. Pero todo parecido termina aquí. Derrida resolvió «el problema de la filosofía» por el simple expediente de explosionar el lenguaje desde dentro, haciendo detonar su significado en miríadas de fragmentos de ambigüedad, autocontradicción y chistes de doble sentido. Se hacía así imposible toda filosofía coherente y, en realidad, cualquier coherencia. Wittgenstein por su parte pensó que la filosofía surgía de los nudos enredados de significado que aparecían cuando las palabras se aplicaban a categorías inadecuadas. (Por ejemplo, es sencillamente imposible preguntar: «¿Cuál es el propósito de la vida?», puesto que las palabras propósito y vida no pueden aplicarse con sentido la una a la otra). Lo que llamamos filosofía surgió solamente de los errores en el uso del lenguaje. Si se desenredaran los nudos, los errores sencillamente desaparecerían. No es sólo que no hay respuestas a semejantes preguntas filosóficas, es que no hay preguntas propiamente. Lo que ambos, Wittgenstein y Derrida, tienen profundamente en común es su opinión de que la filosofía es un truco de magia. Pero mientras que Wittgenstein hace desaparecer el conejo blanco en el sombrero, Derrida saca un sinfín de ellos.
La reseña que hace Derrida de Numbers poco más que emula el espejo roto que pretende enjuiciar. Es (para sumarse al espíritu de las cosas) una reflexión con reflexión, o una reflexión dentro de una reflexión. El original es citado, imitado (quizás concienzudamente, pero no con ingenio feliz). En realidad, la oscuridad del original parece haber sido tomada como un reto a mejorar, más que a superar. Afirma incluso que cualquier recensión sería la misma: «Otras enumeraciones semejantes, todas escritas honradamente, quedarían, no obstante, indescifrables». Ni que decir tiene que otros recensores han encontrado un modo más directo de expresar su opinión sobre el texto de Sollers y el ensayo de su compañero. «Basura» fue la opinión supuestamente «indescifrable» que vino a la mente de más de un comentarista de lengua inglesa. Hasta algunos de los admiradores más próximos a Derrida pensaba que esta obra era una aberración. ¿A dónde podría ir ahora? ¿Qué había más allá de lo que se afirma como «ilegible»?
La respuesta no tardó en llegar. Dos años más tarde, en 1974, Derrida publica Glas. Esta obra consiste en dos columnas impresas continuas. Como en La diseminación, ambas comienzan en la mitad de una frase, pero esta vez prosiguen a lo largo de casi trescientas páginas, salpicadas de párrafos sangrados, como notas, y, de vez en cuando, cuadros de citas. La columna de la izquierda, con caracteres un poco más grandes y líneas más próximas, consiste en una lectura muy original del filósofo alemán del siglo XIX Hegel, mezclada con citas suyas. La otra columna es un comentario, también con citas extensas, sobre las obras del escritor francés Jean Genet, elocuente pederasta y presidiario. Las dos son lacerantes, cada una a su manera. Pero el contraste entre la metafísica sistemática alemana y la sodomía sistemática francesa no podía ser más extremado. No se vea en esto ninguna intención antigermana u homofóbica. Tanto las obras de Hegel como las de Genet están a la par de las de Derrida en sus ataques a las sensibilidades y expectativas del simple lector. Las frases de Hegel, largas de una página de implacable jerga metafísica, le califican como el Sade de la filosofía. La relación de Genet con Sade es algo menos filosófica, pero el efecto es igualmente doloroso.
¿De qué trata realmente Glas? Como ya debiéramos saber a estas alturas, no nos corresponde a nosotros decidir sobre la finalidad de todo esto. En palabras de Christopher Norris, uno de los críticos que más simpatía siente por Derrida, «Glas no es un “libro”, al menos en el sentido tradicional de esta palabra, es decir, un volumen cuyo principio unificador consiste en remitirnos siempre a alguna fuente privilegiada de intención de autor». Por otra parte, la tipografía y la impresión de este no libro fue evidentemente materia de una atención extremadamente precisa por parte del privilegiado autor. No se le permitió al infortunado impresor una interpretación abierta, un «lo tomas o lo dejas». Nada menos que cuatro tipos distintos de letra fueron usados en el texto (uno para cada columna, otro para los sangrados, otro para los cuadros de textos citados), por no hablar de las cursivas frecuentes, los pasajes en alemán, griego y latín clásicos, etc. Y, en la edición original, este no libro fue compuesto de manera que tuviera un volumen de exactamente cien pulgadas cúbicas. Sus páginas formaban un cuadrado de diez por diez pulgadas y el grosor de todas juntas era de una pulgada. Insisto, pulgadas. (Lo que el impresor francés, que trabajaba en centímetros, diría de todo esto escandalizaría incluso a los oídos de Genet).
Puesto que el libro fue presentado para el consumo público, sería legítimo preguntarse si tiene algún significado. El célebre método dialéctico de Hegel comienza con una tesis, que entonces genera su propia antítesis, y ambas se combinan para formar la síntesis. Por ejemplo, «ser» genera su antítesis «nada», y ambas se sintetizan en «devenir». Todo el sistema omnicomprensivo de Hegel se genera de esta manera. Es posible leer semejante dialéctica en Glas. La columna hegeliana de la izquierda es la tesis: un ejemplo de la más elevada filosofía, la justificación intelectual última de Hegel del Estado autoritario prusiano del siglo XIX. No es difícil ver la antítesis en las rapsodias de Genet sobre un jeune garçon blond («un muchacho rubio») y Dovone aime Gabriel, surnommé l’Archange. Pour l’a mener à l’amour elle mette un peu de son urine dans ce qu’elle lui donne à boire ou à manger (la orina del arcángel Gabriel es usada como poción amorosa). Es de suponer que la síntesis ocurre en algún otro lugar, posiblemente en la mente del lector. O como Derrida expresa tan eficazmente: «Su interpretación implica directamente toda la determinación hegeliana del derecho por un lado y de la política por el otro. Su lugar en la estructura y el desarrollo del sistema […] es tal que los desplazamientos o desimplicaciones de que será objeto no podrían tener un carácter simplemente local».
Se podría perdonar a quien concluya que ha de haber un límite para este tipo de obra. Una vez que se ha producido, de una u otra manera, lo «indescifrable… ilegible», su propósito ha sido cumplido con seguridad. Derrida no pensaba lo mismo. A pesar de volar por toda Europa para dar charlas, a la vez que mantenía su puesto académico en París, y satisfacía otros deberes académicos en varias universidades de Estados Unidos, siguió siendo pasmosamente prolífico. Incluso en esa etapa, su producción de «textos» —desde no libros del tamaño de libros hasta artículos no articulados— llegó a centenares. Lo que muchos consideran su siguiente obra importante apareció en 1980. Fue titulada La tarjeta postal: De Sócrates a Freud y más allá. El hecho de que Sócrates no enviara nunca una tarjeta postal, ni a Freud ni a nadie, surge de una desconstrucción trivial de este título, pero que no deja de ser válida si se toma el método de Derrida al pie de la letra. Una vez dejado atrás este gracioso chiste, podemos pasar acto seguido al chiste más serio del texto.
Comienza con un ensayo sobre el «principio postal», que, según Derrida, tiene más importancia que el principio del placer de Freud, pues cubre toda la historia de la metafísica occidental, «de Sócrates a Freud y más allá». Al enviar una tarjeta postal, o cualquier mensaje, damos algo pero nos mantenemos a nosotros mismos fuera de este dar. Se juega con la relación entre el remitente (destinaeur) y el destinatario (destinataire) y del hecho de que las dos palabras francesas enlazan con «destino», como hado y como fin de trayecto. En un escrito anterior sobre este tema, Derrida había llegado a la conclusión de que «una carta puede no llegar siempre a su destino, […] la estructura de la carta [es] capaz, siempre, de no llegar». La parte principal de la obra se dedica a un análisis del psicoanálisis. El heroico intento de Freud por elevar el psicoanálisis al rango de ciencia empírica es desechado de manera perversa como metafísica, a pesar de que esto era precisamente lo que Freud trataba de evitar. Pero, según Derrida, todo intento semejante por establecer la verdad es metafísico e invoca la «presencia» que ha persistido en todo pensar occidental. (El hecho de que Freud fracasara en última instancia en establecer el psicoanálisis como una ciencia empírica «dura», similar a la física, seria quizás algo admirable. Fracasando en el intento de liberarlo de la metafísica, falló también en basarlo en la metafísica). Pero incluso en medio de todo esto hay algunos conceptos difíciles que vale la pena desenredar: «Aquello que no es ni verdadero ni falso es la realidad. Pero, tan pronto como aparece el discurso, uno se encuentra en el registro de desvelar la verdad en cuanto a su contrato de adecuación: presencia, discurso, testimonio». El discurso, que incorpora verdad y falsedad, describe una realidad que no implica entidades semejantes. El hecho de que la filosofía se ocupe de esa realidad (o de las bases de nuestra relación con ella) la colocará siempre a un nivel más profundo que el de la ciencia. En último análisis, el conocimiento científico busca simplemente describir nuestro encuentro con esa realidad más que la realidad misma (o las bases de nuestro contacto con ella). Recoge evidencia experimental de nuestros encuentros. Y aquí radica la dificultad del análisis de Derrida. Lo esencial del discurso es que implica nuestro encuentro con una realidad sin valor. Una botella de arsénico no es en sí misma verdadera ni falsa. La etiqueta de «veneno» en la botella, verdadera o falsa, describe la realidad de un posible encuentro y no la cosa en sí misma. Es una verdad científica, no una verdad absoluta. Es verificable por la experiencia, no por referencia a ninguna «presencia» absoluta.
Los viajes de Derrida le llevaron en 1981 hasta Praga, situada entonces detrás del Telón de Acero. Derrida había contribuido a establecer la Asociación Jan Huss (bautizada con el nombre del mártir checo del siglo XV que desafió el poder de la Iglesia). El objetivo de esta asociación era ayudar a los intelectuales oprimidos de Checoslovaquia, que eran perseguidos por el régimen comunista. Derrida dirigió un seminario de una semana, lo cual supuso un riesgo considerable para él mismo y para sus oyentes. El seminario incluía un artículo titulado «Antes de la Ley», haciéndose eco de un cuento de Kafka, que vivió la mayor parte de su vida en Praga. El significado de esta charla, típicamente anodina, fue, no obstante, claro hasta para la policía secreta, para quien la silaba cons en el desconstructivismo de Derrida era superflua. Derrida fue registrado y se «descubrió» en posesión suya un paquete marrón de marihuana. Fue encerrado en el acto.
Francia toma muy en serio a sus intelectuales, aun cuando los demás no sean capaces de pensar lo mismo. Lo que para las autoridades checas podría haber sido un incidente menor que involucraba a un pedante provocador francés fue visto de manera muy distinta por la prensa parisina. El patrimonio nacional francés estaba en juego, y el propio presidente Mitterrand expresó enseguida sus sentimientos con toda claridad a las autoridades checas en un lenguaje flagrantemente desconstruido. (Veinte años antes, cuando las autoridades francesas pensaron en arrestar a Sartre por activismo político ilegal, el mismo De Gaulle intervino diciéndoles: «No se arresta a Voltaire». Sartre encarnó involuntariamente entonces su existencialismo, que promulgaba: «El hombre está condenado a ser libre»). Derrida fue liberado a toda prisa por las autoridades checas y regresó a París para recibir una bienvenida de héroe. Sartre había muerto el año anterior, igual que Barthes. Foucault moriría tres años más tarde, pasando a Derrida el manto —que había pasado desde Descartes, a través de Voltaire y otros, a Sartre— de intelectual vivo más grande de Francia.
Derrida vio siempre en el desconstructivismo una herramienta contra el autoritarismo y la injusticia política. Pero la «política de desconstrucción» parecía resistirse a un manifiesto político o a una clara acción constructiva. Según Derrida: «El desconstructivismo debería buscar una nueva investigación de responsabilidades, cuestionando los códigos heredados de ética y política». Esto podía conducir a cualquier postura política. Pero, a pesar de semejantes evasivas intelectuales, el propio Derrida representaría un papel activo a mediados de los años ochenta en la campaña para liberar a Nelson Mandela y acabar con el apartheid en Sudáfrica.
Más sujeto a controversia, y más peligrosamente, llevó también una campaña en contra del racismo en Francia, rasgo perenne de la escena política local, que se centraba fundamentalmente en la numerosa población inmigrante norteafricana. Desafiando una oposición feroz, hizo campaña por la concesión del derecho de voto para los inmigrantes. «El combate contra la xenofobia y el racismo pasa también por el derecho al voto. En tanto que no sea ganado, reinará la injusticia, la democracia se verá limitada en esa medida y la respuesta al racismo seguirá siendo abstracta e impotente». El heredero del manto de Voltaire parecía haber heredado también la claridad de mente de su predecesor a la hora del debate político.
Las cosas eran un poco distintas en lo referente a la política del feminismo. Si los opuestos binarios del pensamiento lógico occidental —verdadero/falso, mente/ cuerpo, positivo/negativo— tenían que ser remplazados por la indecidibilidad, ¿qué sería de la polaridad masculino/femenino? Aunque las mujeres desearan ser tratadas como iguales (indecidibilidad), insistían también en una identidad separada (polaridad). La salida parecía estar en poner el acento en la diferencia, en lugar de en la identidad. El patriarcado, al igual que la polaridad lógica que afianzaba, debía ser desconstruido. Pero esto no debería aplicarse al propio feminismo. Las feministas que buscaban la igualdad con los hombres estaban simplemente repitiendo los viejos errores. Un feminismo tal «es la operación mediante la cual una mujer desea ser como un hombre, como un filósofo dogmático, exigiendo verdad, ciencia, objetividad. Es decir, con todas las ilusiones masculinas». Derrida se opone también a lo que llama «feminismo reactivo», que es simplemente «adaptativo y autolimitativo». Por otro lado, un feminismo «activo» afirma la diferencia haciéndola positiva. Muchas feministas han visto en esto simple retórica, pero Derrida y los desconstructivistas han reclutado, sin embargo, una vigorosa abogada norteamericana en la persona de Barbara Johnson (que emprendió la hercúlea tarea de traducir fielmente La diseminación a un inglés ilegible).
En 1992, Derrida protagonizó una controversia en Inglaterra. Al ofrecerle la Universidad de Cambridge un título honorífico, se opusieron algunos miembros del claustro de profesores, la primera vez, desde que se tiene memoria, que ocurría algo semejante. Sus oponentes no se anduvieron con remilgos. Según ellos, la filosofía francesa estaba manejada por «Un sistema de mandarines, gurús y modas [y] no se guía por los mismos criterios de rigor y claridad» propios de sus colegas británicos. En verdad, «los franceses sobresalen en fabricar términos de significado turbio que hacen imposible detectar en qué punto la especulación filosófica se toma en galimatías». A pesar de tales arranques de francofobia, a Derrida se le concedió en su día el título honorífico.
Derrida prosiguió su programa desconstructivista. Tan prolífico como siempre, persiste en involucrar a grandes pensadores y escritores del pasado en su diálogo desconstructivista. Sócrates, Platón, Descartes, Kant, Rousseau, Hegel, Nietzsche, Marx y Mallarmé, por citar unos pocos, todos han participado (o, más precisamente, han sido despedazados) pasivamente en este proceso. Su obra ha sido desconstruida, traduciendo sus logros a un código desconstructivista. Unos pocos ejemplos breves serán suficientes; se deja al lector sacar sus conclusiones respecto del sentido de estos ejercicios.
La psicología freudiana: Derrida insiste en que la mente consciente no está nunca libre de «huellas» de la experiencia en la mente inconsciente. El yo que percibe, que se imagina a sí mismo en el presente, está siendo siempre, en realidad, «escrito» por «huellas» inconscientes del pasado, que a su vez está también siendo «escrito» por huellas inconscientes de su pasado. Esto significa que no existe la percepción pura.
Como alguien que no esquiva nunca las dificultades, Derrida decidió en 1991 meterse con Marx, precisamente cuando parecía que el derrumbamiento del marxismo era definitivo. En Espectros de Marx emprende lo que llama hantologie, que es el estudio de los fantasmas, espectros y espíritus que rondan por el espacio entre los opuestos binarios del ser y del no ser, los vivos y los muertos. Se hace un gran uso del hecho de que su palabra inventada, hantologie[2], suena en francés lo mismo que ontologie (ontología). Esta última es la esfera de la filosofía dedicada a pensar acerca del «ser», o existencia última. La primera frase del Manifiesto comunista de Marx dice: «Un fantasma recorre[3] Europa, el espectro del comunismo». Para Derrida, el marxismo no está vivo (como se creyó una vez) ni muerto (como se piensa ahora). Más allá de esa polaridad, el marxismo es indecidible, un espectro. Finalmente, Derrida decide que la desconstrucción es en realidad una forma más radical de marxismo. Mediante esta conclusión tiene éxito en la poco menos que imposible tarea de unir a casi todos los filósofos y pensadores políticos contemporáneos. Por desgracia, los une en su contra. Digo «casi» y con ello quiero decir todos salvo los adscritos a la escena intelectual parisina, donde la conclusión de Derrida es debatida ardorosamente, en pro y en contra (inspirando justamente el tipo de polaridad que el propio Derrida decreta no válida).
Era quizá inevitable que en algún momento Derrida se fijara en James Joyce, cuya magistral prestidigitación verbal está en las antípodas de la de Derrida. La utilización que hace Joyce del lenguaje es a la vez comprensible y divertida, añade riqueza de significado a lo que describe (sin aniquilar ni su significado ni el objeto de su descripción) y no conlleva ninguna tarea (anti)filosófica. «¿Existe un límite a las interpretaciones de Joyce?», pregunta Derrida. Y se contesta que no. Parece entonces contradecirse al explicar que Joyce abarcó todas las interpretaciones posibles antes que nosotros. Curiosamente, Derrida decide abordar el Ulysses de Joyce en lugar de Finnegans Wake, que se habría prestado más fácilmente a la tarea de interpretaciones infinitas sin un significado último. Aun así, incluso esta aberración del genio tiene una tendencia impresionista hacia un significado, por debajo del vendaval de neologismos, dobles sentidos y solecismos solipsistas:
¡Tres quarks para Míster Mark!
Seguro que no tiene razón alguna para chillar,
y si tiene una, seguro que no vale nada.
Mucho antes de que Derrida desconstruyera a Joyce, el científico nuclear norteamericano Murray Gell-Mann leía Finnegans Wake por placer. Cuando Gell-Mann descubrió un tipo nuevo de partículas subatómicas, decidió, como por juego, llamarlas quarks, escogiendo la palabra de la cita anterior. Para Joyce, el neologismo literario que es la palabra quark está abierto a una variedad de interpretaciones divertidas y de doble sentido. Para Derrida, no hay duda de que podría ser desconstruido hasta perder todo significado. Para Gell-Man, y ahora para todo el mundo científico, es el nombre preciso de una clase de partículas subatómicas con spin fi (φ) y carga eléctrica de +2/3 o -1/3 de unidades, que se combinan para formar hadrones, pero que no han sido detectadas en estado libre. Comparando las interpretaciones, una corresponde al uso literario del lenguaje, otra al uso científico. Corresponde al lector decidir qué es la otra, en el supuesto de que sea algo (tal como aseguraría Derrida).