Animado por la «balística descenditiva» que es uno de sus temas principales, este libro se precipitó como un meteorito desde los cielos poco nublados de la literatura italiana de los Late Fifties hacia los mares intensamente agitados de los Early Sixties, cual anuncio de una estación de nuestras letras cargada de perturbaciones atmosféricas, pero sobre todo cual fenómeno viviente que no cesaría de desconcertarnos, más allá de todo calendario y de toda efemérides, debido a una carga agresiva que está lejos de decrecer. Desde entonces, la Hilarotragoedia continúa, ante nuestros ojos hipnotizados, descendiendo inclinándose calando rebajándose despeñándose derrumbándose, verbos todos que en la perspectiva léxica del libro significan la más triunfal observancia a un destino. Había entrado en escena Giorgio Manganelli, personaje único en nuestra literatura y en cualquier otra, semejante única y exclusivamente a sí mismo, aquel que habría de convertirse en el teórico y el crítico de la Letteratura come menzogna, un autor que desde el texto hoy raro del Discorso sulla difficoltà di comunicare coi morti al más divulgado Nuovo commento, ha seguido tejiendo una telaraña cada vez más fina y recargándola con todos los plintos los capiteles las metopas marmóreas que sus excavaciones lingüísticas e icónicas y sapienciales van sacando a la luz.

Si la forma del libro es la de un tratado, el espacio que este va construyendo a nuestro alrededor (desde el título que «repite el nombre de una antigua representación heroico-cómica», como nos advertía el texto de presentación de la contracubierta) es el de un teatro, teatro de una arquitectura compuesta entre lo renacentista y lo barroco, con algunas pasamanerías de neogótico, teatro dotado de una cúpula zodiacal como un planetario —solo que esta cúpula, invertida, queda boca abajo—, teatro consagrado a los virtuosismos de un único primer actor: el lenguaje. En el escenario manganelliano, el lenguaje se ofrece a sí mismo como espectáculo, es él mismo escenografía, maquinaria escénica, juegos de agua, fuegos artificiales, prestidigitación, acrobacia pirueta befa. Vocablos imprevistos, metáforas impetuosas se suceden con el ritmo de un ataque de hilaridad prorrumpente, pero ya por las mismas grietas de ese terremoto interior que es la risa nos adentramos en las sombras de un carcajeo cada vez más oscuro hasta desembocar casi en el otro polo del oxímoron, en la tragedia. En el centro o extremo nadir del tratado-teatro, un docto humanista, rodeado por ángeles negros de humor atrabiliario y tinta erudita, da la vuelta como si fuera un guante a la imagen triunfalista del hombre y pone en evidencia su naturaleza irrisoria y grotesca (ensañándose cada vez más, hasta el episodio de la visita de la madre o el del no nacido), no sin proponer grandiosos mapas del alma humana (el yo y los eidola) o del cosmos (el mundo como Hades), dignos de un filósofo gnóstico, para arribar a la tenebrosa iluminación, casi taoísta, del Hades como agujero en el universo.

Italo Calvino

[Texto de contracubierta de la edición de 1972 de Hilarotragoedia (Milán, Feltrinelli).]