Si pasamos ahora a las manos nerviosas de los estadísticos los exiguos, pero inquietantes, documentos más arriba recogidos, es verosímil que de ellos no sepan extraer conclusión alguna; los manosearán de un lado a otro, y nos los devolverán, molestos y acaso indignados. Y no cabe duda de que, estadísticamente, estos documentos son inutilizables. De material tan excepcional no es razonable deducir media alguna. Y con todo, resultaría difícil hallar textos tan ricos de información, en última instancia más iluminadores, si bien, no cabe la menor duda, de modo notablemente provocativo y ambiguo. En realidad, nosotros oscuramente advertimos que la suerte del no nacido y la del caótico fabulador son extremadamente paradigmáticas; y es más, nos parece difícil imaginar una suerte humana cualquiera que de alguna forma no pueda reconducirse, en parte o en todo, hacia el ejemplo del uno o del otro.

Pero sigamos adelante: hemos tratado variadamente del suicidio, discurrido de la balística, aprestado el gráfico de la levitación descenditiva, y bosquejado un mapa no genérico de los suburbios del Hades. Nos queda ahora aportar una razonable contribución a la ulterior, y conclusiva, pregunta: ¿qué es exactamente el Hades? En primer lugar, ¿existe? Nosotros sabemos de los angustiásticos adunados en la periferia de esta hipótesis clásica; ¿deberíamos deducir que tienen explícitos documentos acerca de la existencia de una ciudad o región o lugar al que sea lícito atribuir ese nombre, o no serán otra cosa más que unos paranoicos, mentecatos, a quienes la náusea del agramatical universo persuadió de la existencia de este atroz El Dorado, esta nada compacta, este «no» afirmativo?

Es del todo obvio que, a este propósito, nosotros no podemos salir del campo de las hipótesis: y aquí a continuación proponemos algunas de estas, variadamente corroboradas con lo que puede extraerse de los testimonios antes recogidos. Cojamos, por ejemplo, la historia del no nacido. Parece intuirse que este hubiera debido nacer de una cierta madre, en un cierto día, establecido, tal vez, pero la cosa no está clara, de manera taxativa; por razones que él no pudo aclarar jamás, su nacimiento resultó no sabemos si suspendido, aplazado, o anulado; en particular, desconocemos si las autoridades adscritas a la ejecución de aquellos planes, esas que aparean y hacen concebir, fueron directamente responsables de tantas alteraciones. El tono desdeñoso e irrespetuoso del documento hace presumir que el no nacido tenía sus buenas razones para considerar que no; impresión tal vez arbitraria, pero que no nos es lícito rechazar. Ni nos parece honesto asidero objetar que de tal forma la situación se vuelve aún más incomprensible; ya que, por el contrario, no faltará a quien pueda parecer más creíble. Aceptamos pues la impresión del no nacido, de que a su nivel nadie estuviera en condiciones de darle una razonable explicación del permutado plan, y de la cadena de desventuras que subsiguieron lo que parece un capricho de déspota insensato; ¿querrá eso decir acaso que la contraorden provenía de instancias superiores? A esta hipótesis debemos contraponer dos objeciones: en primer lugar, no resulta creíble que los planes, si existen, no sean cuanto menos verificados por las instancias superiores; por último, es preciso hacer notar, no se trató de una «permutación» de planes: en efecto, la cadena de crímenes y violencias más arriba descritos se deriva claramente de la voluntad de sostener en pie ciertos acontecimientos, precisamente como si el no nacido hubiera nacido regularmente, de una cierta madre, en un determinado momento. La impresión, por mucho que pueda parecer temeraria, es que hubo una intervención de distracción, que un elemento extraño hizo saltar un diente de los engranajes, de forma incongrua y ruinosa. Un elemento extraño: pero ¿quién, o qué, podrá ser este elemento renitente y molesto? Y con todo, tal hipótesis satisface algunas condiciones: explica el ingente desorden causado, ya que la intervención sería brutal, imprevisible; explica la tentativa, no exenta de pánico, de devolver la normalidad al universo, y al mismo tiempo la ineptitud en formular una solución alternativa cualquiera; y explica las razones, por último, de la insolente, pero íntimamente desorientada, reticencia de los beatos; ya que, está claro, estos no tenían interés alguno en confesar que no estaban en condiciones de llevar a cabo sus planes, y que, por lo tanto, su dominio del universo era precario y en buena medida jactancioso. Pero ¿por qué razón aquel quid hostil se movería para encasquillar el engranaje que en cualquiera de los casos no dejaba de funcionar? Avancemos de conjetura en hipótesis: que se trata de puro y simple odio; y en tal caso se tratará de sabotaje o, en cualquier caso, de acto de guerra; podemos imaginar que se trate de fuerzas sustancialmente minoritarias, ya que incidentes de tal índole son raros; pero definitivamente consolidadas, en caso contrario no explicaríamos la ajena reticencia y manifiesta mala conciencia: en tiempos de Lucifer, las cosas fueron bastante distintas. O bien: podría tratarse de algún ente autónomo y extranjero, que se ocupa de sus propios asuntos y en el ámbito del cual han prosperado de alguna forma también los nuestros, estos dioses hodiernos; aquella intervención sería nada más que un gesto de calculado entremetimiento, encaminado a hacer rememorar a esa gente que ellos no tienen potestad alguna sobre el universo, sino que como mucho son huéspedes de un dementoide jefezuelo. Otra posibilidad: que este algo no sea radicalmente extraño, ni oficialmente enemigo, sino clandestino, e ínsito al sistema; y que ese gesto tuviera, digámoslo así, un significado político, tendiera a algo, casi cual tumulto aparejado por una oposición clandestina. Es hipótesis de cimientos asaz inciertos; y sin embargo, toca acaso un punto esencial, que las demás hipótesis ignoran. En efecto, el error, o como quiera que desee llamarse la operación, tuvo un resultado neto: el no nacido fue sustraído al mecanismo de los eventos, «saltó fuera» del plan. Tal vez mereciera la pena obrar tan portentosa y también triste barahúnda para liberar una fuerza probablemente prodigiosa, un alma externa a la creación, y con todo idónea en cierto modo a obrar en ella, y conocerla. Nótese: el no nacido, parece entenderse, fue encaminado hacia los estudios zodiacales, a las investigaciones de destino; ¿de quién descendió aquel decreto? ¿Acaso una mano atenta y sabia a su manera reguló su vocación? Y nótese también: el no nacido fue introducido, a causa del horror de sus experiencias, en la levitación descenditiva; la fuerza enorme e intacta de un alma pura, de experimento, fue enviada a los suburbios del Hades, y allí reside, si bien su singularísima condición nos la haga en absoluto invisible. ¿Podrá ser entonces esta alma el explosivo apto para abrir de par en par el Hades a todos los oscuros, impotentes hadesdestinados que languidecen en torno a sus puertas? Otra hipótesis: que en los suburbios del Hades se concentre una suerte de oposición cósmica, un comité revoltoso de sombras atravesables por un dedo de niño, aunque terribles de odio y de amor; y acaso el no nacido sea de estos el arma más tremenda, o bien, simplemente, el jefe. ¿Y si fuera verdad justo lo contrario? Es decir, ¿que el Hades no sea nada más que el infierno, que esas almas desventuradas y risueñas ansíen solo una damnación no afligida por la esperanza? Todo ello no solo es posible, sino horriblemente razonable. Una última hipótesis, esta dejada caer por mero juego intelectual; que el quid opositorio, saboteante, sea ni más ni menos que el Hades. Imaginémonos este como una gran cosa combinada, en parte de máquinas, en parte de miembros, de engranajes y uñas, garfas, y ganchos, y zancas, y zarpas, y palpos, y forcípulas, y remos, metálicos, queratinizados, carnosos, inoxidables, eficientes y pasionales. Alimentados por íntima sístole y diástole se alargan los prensiles filiformes artefactos, y aguijonean, como puta con ilécebra de dedo índice vuelto hacia arriba y trémulo hacia atrás; fascinan, tentáculan, martrullan lo que se les pone a tiro, lo devoran y asimilan. Grandísima cosa, pero no despiadada, al contrario, sensata, y acaso duramente amorosa, la maquinarda desde su logar negativo hace despuntar lentísimo, secular tentáculo; y el error, lo no previsto, se insinúa en esos otros supernos engranajes, esos que montan con rudos tornillos y tuercas las almas y las animulas, y las ballestean en el regazo del universo, hacia sus improbables, vergonzosos sufrimientos.

Siglos han hecho falta para que esta máquina de carne y metal se inventara a sí misma, extrajese de su propia nada la fuerza de dibujarse, y ocupase al fin con sus propios provisorios miembros, como de mínimo pez, un infinitésimo de universo. Y desde ahí, tumor o feto o perla o estalagmita, fue concreciendo por autónomas invenciones, por autoconcepción se preñó, concibiendo o pariéndose miembros, se verificaba, a veces descartada, a veces aprobada, y por fin, habiéndose constituido en total organismo, se dejó catalogar por apresurados inspectores como gránulo casual, o exiguo desorden de las vísceras universales, y mucílago errático; sobre sus exiguas paredes han escrito «letrina», como ulterior ludibrio, han orinado encima. Después siguió creciendo, y acudieron los ángeles a celebrar un picnic, y la llenaron de etiquetas y cajas rasgadas; por último, acaeció un día que un ángel dejó allí sus alas desgarradas por un repentino arranque de la maquinastra; y el terror voló por los cielos. Pero aquel mismo día las tentácolas saboteaban el engrande, y el pleno desorden entraba en el universo hasta entonces regido por un desorden hipócrita, administrativo; y la singular historia del no nacido es, sin duda alguna, indicio de ello, y de los menos opinables.