Documentación llamada del Desorden de los Cuentos de Hadas

Yo nací en un arrabal silvestre, de Alsacia creo, ¿o eran los Apeninos? Allí se hablaba una lengua dulce y vinosa, como el modanés: tal vez fuera la Borgoña. ¿El mar? Naturalmente, un gran mar tranquilo y metálico. Pero ¿no era un burgo montano? Y de aire purísimo, añadiré, aromatizado por grandes bosques de abetos. ¿Estaba acaso cortado a pico sobre el mar? Rara vez. Era un burgo marítimo aselvado entre montañas y glaciares, un refugio alpino lamido por dos océanos. Aquí podemos hacer un alto. Siempre es así. Yo no puedo sostener razonamiento acerca de mí sin que en un abrir y cerrar de ojos todo se precipite en la más inextricable de las contradicciones. Yo he definido mi suerte como Desorden de los Cuentos de Hadas. Escuchadme: en primer lugar, ni yo, ni nadie más ha podido constatar jamás con suficiente estabilidad si soy yo varón o hembra, si bien no soy yo invertido ni invertida ni, en rigor, un hermafrodita. Naturalmente, he tenido un padre. Pero ¡he aquí, de inmediato, cuánta perplejidad! Mi padre era Rey: ello no es materia de duda. Pero en nuestras tierras decir de alguien: es Rey, es la mínima, la más inútil, la más elusiva de las informaciones; como para un vivo decir de otros: está muerto. ¿Qué Rey, en efecto? ¿Era el Rey Bueno? Cuando le tiraba de la larga barba rubia, e intricaba mis dedos en su corona de cartas francesas, y le arañaba el fajín policromo de plástico, aquella carota cuadrada y sin edad, eternamente senil, me engendraba una inane ternura; era un pobre diablo y un incapaz, un buen hombre de ojos caninos. Pero decidme entonces, ¿qué era esa enorme llave sanguinolenta que se le entreveía en el bolsillo del armiño? ¿Por qué ocultaba detrás de la barba la mano izquierda desprovista del meñique cercenado de cuajo, que echaba sangre sin tregua y le enlodaba la capa? ¿Y qué eran esos enormes gritos que de noche barrían el castillo y corrugaban las cortinas y revoloteaban a los búhos y hacían que me sobresaltara entre mis sábanas, cubierto por el sudor letal de la infancia? ¿Y quién era, quién era mi madre? ¿La gentilhembra delgada y de faz adolescente, que me adormecía con sus arrullos ceceantes, y que a mí, taciturno, me consternaba con las lágrimas que le manaban de los ojos retóricos? Desapareció cuando yo no tenía más de… Oh, no me metáis en cálculos; yo era pequeño, y propenso al llanto. ¿O era mi madre esa otra, la mujer ronca y huesuda que siempre me contaba una única historia, con un Monstruo, un Niño y una Bruja? Es una historia que he olvidado, o tal vez haya reprimido en mi mente como atroz y acongojante, pero sin acabar de deshacerme de ella, y que por lo tanto aún fermenta y se descompone en alguna habitación cerrada de mi alma, donde en ocasiones sale de noche para estuprarme los sueños. Un Monstruo que se come a un Niño, una Bruja que se come a un Monstruo, un Niño que se come… Ya no recuerdo qué o a quién se comía el Niño. Era una historia breve y rápida, y de noche en noche iba adquiriendo una loca aceleración propia, como un rabioso juego de la morra, jugado cada vez más precipitadamente por impetuosos jugadores, un fulmíneo volar de manos y dedos abiertos o cerrados. Era tan veloz que inevitablemente morían todos, y cada uno se hallaba en determinado momento entre los dientes de otro, todos masticados por todos. ¿Era, pues, esta la mujer que me había dado a luz? ¿O esa otra que le siguió los pasos, con ojos negros aterrorizados pero, también, con una reguardante maldad en sus dedos enjutos y raudos? Pero ¿cuántas mujeres tenía mi padre? Temblando rememoraba la llave sanguinosa. ¿Era acaso él?… Pero entonces ¿por qué aquel pachón, estólido Soberano lloraba silenciosamente sobre su enorme trono a causa de las perfidias de su hija? Para empezar, ¿quién era esa hija malvada? Me es difícil sustraerme a una impresión penosa: que fuera yo. Y, sin embargo, si así fuese —quede claro que es un si, ya que a qué serviría querer sustraerse a lo que he llamado, en un momento de triste hilaridad, el imperativo hipotético— si así fuese, muchas cosas quedarían claras. En primer lugar, mis sentimientos de culpa hacia mi padre. Y además, ciertos recuerdos que algo tienen de sueño, pero que de este se distinguen por una continuada aspereza de sensaciones. Un viejo servidor me reprende por no sé qué capricho mío, y yo hago que le ahorquen y cuarteen, y lloro para que mi padre me regale esa pobre cabeza, que me tienta como un juguetillo. Un muchachito degollado… ¿Me había ganado a las damas? Una casa que arde… el asunto me divierte enormemente. ¡Una Bruja! He ahí la palabra: yo era una bruja. Al verme, la gente se escondía; y yo llevaba en torno a mí mi piel rugosa —¡yo, una niña!— que iba colgando, ¿o era acaso una piel de muda? Mi padre, el buen Rey de Oros, lloraba y se arrancaba la barba. Entendámonos: que yo fuera la hija bruja es una simple hipótesis de trabajo. Podría conseguir una enorme abundancia de documentos para infirmar semejante hipótesis, de no ser porque mi vida es un constante desmentido del principio de contradicción. Recuerdo con exactitud, en efecto, que a la edad de doce años me enamoré perdidamente de una galopilla de las cocinas. Esta es fácil: Cenicienta. Hoy la llamaría mujerzuela, pero entonces conseguía que me hirviera la sangre. Monilla, no cabe duda, pero moralmente vil. Me chantajeaba, alternando el pubis y la facticia gracia de dos ojos inagotables. Pero de inmediato el desorden vuelve a precipitarse sobre mí. Si esa era, como decía ahora mismo, Cenicienta, ¿cómo es que acabó durmiendo en el bosque? Eso, estoy seguro de haber aferrado un error, como se coge al vuelo un insecto estólido y molesto, sosteniéndolo delicadamente entre el pulgar y el índice, sin matarlo. Fui YO quien acabó durmiendo en el bosque. Pero, entonces, ella, ¿cómo acabó? Lo diré con todas las letras. Sea: fue ELLA quien vendió la manzana envenenada a Blancanieves. Esto es, lo admitiréis, incomprensible. ¿A causa de qué oscura continuidad o fulgurante discontinuidad la sierva, la galopilla putesca se convertía en la Bruja? No nos demoremos. Otros interrogantes nos acosan: si yo estaba enamorado de ese continuum Cenicienta-Bruja-Blancanieves, ¿cómo es que me correspondió a mí, precisamente a mí, comerme la manzana envenenada? Puedo aventurar una hipótesis: que yo fuera uno de los ratones de la carroza, que Cenicienta quisiera matarme para quitarse de en medio a un testigo de las vicisitudes que de miserable la habían convertido en rica y poderosa… o que alguien, para impedir el regreso de Cenicienta, atentara contra la vida del ratón, como vosotros podríais agujerear la llanta de un automóvil. Tal vez me comiera la manzana yo y me convirtiera en la durmiente del bosque, a menos que no fuera yo el príncipe que desposó a la bella durmiente; pero, en tal caso, ¿por qué habría de matarla? Me parece recordar que era la séptima… Pero ¿no me identifico yo con mi padre? ¿No son estas mis madres? Será mejor avanzar con prudencia. ¡Prudencia! ¿De qué vale la prudencia, cuando a nuestra alma le ha tocado en suerte habitar en el corazón mismo de la gran máquina que manipula los números originarios, las figuras primas de la baraja de cartas del universo?

Así pues, lo repito, yo amé a Cenicienta… ¿hasta cuándo? Tenía dieciséis años cuando me tocó el papel de Turandot. Se hace precisa, acaso, una breve glosa: he dicho «papel», puesto que eso pretendía decir. Quien haya leído las primeras líneas de este informe tal vez haya cedido al chantaje melodramático de mi voz agitada, discontinua, histérica. Ay de mí, incluso ese tono tragédico, agitado y noble, era absolutamente artizado: la verdad es que soy un cobarde, un comicastro, un inepto. En nuestra tierra tiene su asiento y destino un traspunte tirano y acanallado; este expide, en la noche, a sus emisarios con sus guiones, vestuario y artefactos, a casa de uno o de otro, nos arranca de nuestros estudios, o distracciones, o amores, o espera de la muerte, y nos impone a cada uno de nosotros todo aquello que implica la gestión de sus espectáculos; de modo que hoy tú serás lebrel, y mañana arcabucero, patito, hembra de trapacería, invertido de farsa. Un comicastro, nada más que un comicastro; ¿y qué más da si la participación en esos oblicuos, arrogantes guiones me llevaba a la periferia de la demencia, si cada pronombre se me deshacía entre las manos, cuando mis gestos eran desordenados, si yo erraba el tono de las palabras, si mis entradas eran de una desmaña intolerable? Y sin embargo, ahora que he escrito estas palabras, ahora que he hecho eso que, según creo, merecería el nombre de «confesión», la desesperación me alcanza; puesto que siento toda su inadecuación, mejor dicho, simplemente su falsedad. Ni siquiera el traspunte tenía control total sobre mi impermanencia, al contrario, él luchaba por ponerle reparo, para que mi locura no le echara a perder completamente sus pobres tramas. Por dondequiera que yo me mueva, la red de las contradicciones me encierra y constriñe, y no sé si me incumbe el título de Venus, león o escurridiza rata. No me queda otra que quemar los episodios de mi miserable, pero ruinoso feuilleton. Así pues, heme aquí como adolescente Turandot, encargada de perversidades horrendas y feroces desafueros. Coged un modesto relatador de chanzas de suburbio, y hacedle hacer el papel de Hamlet, de Edipo… Yo en matar a príncipes no experimentaba placer alguno; había crecido: hubiera preferido yacer con ellos. Me inclinaba a la ninfomanía. Pero, naturalmente, era mi deber hacer que los decapitaran, obtener de ello impía gloria, y partir el corazón de mi quejumbroso padre. Avezado a las astucias del secundario, de alguna forma planté cara a mis siniestros cometidos. Estoy, en todo caso, completamente convencida de que no fui brillante. Precisamente entonces empecé a sentirme inadecuada para mis funciones: la extrema impermanencia de mi identidad me volvía inepta para alcanzar cualquier clase de competencia profesional. Tomé conciencia de un fundamental desacuerdo, una incapacidad de aprestarme a mi conturbador destino. Entre tanto, estaba claro, la confusión era superior al nivel económico. Un cierto margen de oscilación siempre había sido tolerado, y la versatilidad estimulada: pero en mi caso se había ido más allá de cualquier límite de conveniencia. Que en el curso de una semana me tocara ser vampiro, padre noble, madrastra asesina y asesinada, muchacha virtuosa envenenada, sapo con alma de príncipe, áspid enamorado de princesa, príncipe con espíritu de orangután; todo ello era oneroso, estúpido, dispersivo. Yo era un buen sapo, un áspid discreto, una mediocre muchacha virtuosa, como vampiro era de una intolerable retórica, era una madrastra de ínfimo amateurismo. Cuando tenía entre manos hechicerías venéficas, o acababa con una estirpe o no causaba nada más que apuros de digestión; y de ahí se desprendían embrollos, intercambios de papeles, el caos de una serie de guiones trastocados y por reordenar. Me acaeció además el agravar estas confusiones objetivas con otras que podría llamar subjetivas: me enamoré de un dragón, me equivoqué de vaso y me envenené por mi propia mano, amé de oídas a una princesa que era yo mismo en una precedente edición. Todo ello es grotesco. Pero aún debo añadir algo, algo que mi natural, silvestre pudor hasta este momento me ha impedido decir: yo sufría. Sufría horriblemente. Enamorarse de un dragón, un dragón, nótese, ¡que era cometido mío matar! Un dragón de cara impía y obscena, de ojo feroz e idiota, y ornado solo por el gran prestigio de las alas maravillosas, llamativas, arcoirisadas, suaves y metálicas… Por aquellas alas ilusorias podía uno desvivirse. Ilusorias, digo: ya que en ningún caso hubieran podido elevar en vuelo al tórpido animalejo que a ellas subyacía. Pero, en definitiva, yo lo amé. Y, en virtud de la febril rapidez de mis mutaciones, lo amé primero como muchacha atada al peñasco que aguarda ser devorada. Lo amé nada más verlo emerger de las aguas, lo amé como hórrido, admirable, tremendo, obtuso, y aguardé con extremada delicia el instante de ceder a sus dientes… Yo, la muchacha del peñasco, debía, según las didascalias transcritas con la híspida caligrafía arcaica de los fabulistas, debía, digo, prorrumpir en grandes gritos y forcejear e invocar a hombres y a dioses; pero no emití voz alguna. Y ya semimuerta me abandonaba a las fauces deliciosas y atroces, cuando el apresurado traspunte hacía rodar sobre las tablas del escenario al guerrero con corcel y coraza. Tenía un cometido fácil, propio de mayordomo: mirar a la muchacha, amarla, matar al monstruo, desposar a la muchacha. Demasiado, demasiado fácil. Suspended el aliento un instante; atención: ¿advertís el chasquido metálico? Ya no soy la muchacha enamorada y moribunda. Soy el guerrero. Y no me enamoro de la muchacha. Me enamoro del monstruo. ¿Amor homosexual? Tal vez, en ese mismo instante, partícipe de la misma barahúnda de transformaciones, el dragón se convertía en hembra. Entre tanto, yo no conseguía extraer la tizona —así debía llamarla, «tizona», como si fuera un profesor de instituto— de la vaina. Los huesos de mi esposa crujían bajo la mecánica dentadura, y yo en el fondo de mi corazón, sórdido de celos, me alegraba por ello. Contemplaba hechizado al monstruo, vacilaba, lo amaba. Nueva iracunda intervención del traspunte, pues en caso contrario me hubiera dejado devorar, sin oponer reparo alguno. Destino pasivo.

Entre tanto, en breves instantes había sufrido toda una serie de inefables dolores, en parte amorosos, en parte abstractos y filosóficos: el conjunto de amor y voluntad de morir que había experimentado cuando estaba atada al peñasco me había fascinado como horrible vórtice; pero ¿quién dirá del lancinante, heroico e inconfesable tormento del guerrero que se desarreboza enamorado de su natural enemigo, y ve desgarrada a la mujer que era guión suyo salvar, y que racionalmente reconoce ante él una única solución, fuera de la vergüenza de aquel amor inane, es decir, volverse monstruo? ¿Es que existen, señaladas en algún catálogo de los artefactos del dolor, lágrimas idóneas para ornar y ennoblecer tan vergonzosa ineptitud? Si las hubiese, yo debiera conocerlas, pues las lloré todas. Cuánta desesperación creció dentro de mí. Di en odiarme. Introduje en mis cuentos de hadas ulteriores aún más desordenadas variantes. A punto de entregar una manzana envenenada —una de las muchas, infinitas manzanas envenenadas que ocupan el mismo lugar que los sellos en la vida de un misérrimo alumno de orden— a una mozuela sacrificanda, me sentí arrollado por tan viva repugnancia moral que en dos bocados me devoré la manzana, ante los ojos estupefactos y desaprobadores de la mujercita, que demostraba poseer conciencia heráldica, ¡notablemente más alta que este exhibicionista hijo de Rey! Fingía perder el cajetín de los venenos, y diligentes regidores me lo localizaban; arrojaba a un rincón mi risible corona, y ella por sí misma rodaba hasta mi cabeza; procuraba agazaparme como sierpe o escorpión detrás de las vigas, entre los ladrillos desencajados de mi ratonil castillo, y me sacaban de ahí como traje invernal, me refrescaban en un rellano y otra vez, desde el principio, a operar con mis estólidas nequicias.

Una noche, agotado por aquella triste comedia de hacer de bruja entre gente en parte de bien, en parte inexistente, comprendí que toda mi perversidad y mi soledad me eran ajenas; yo no tenía un alma heráldica. Aquella vez me correspondía un papel mínimo: y el traspunte no me prestaba atención. Además, desde hacía cierto tiempo yo no era nada más que un secundario de las felonías, y se me tenía tan en cuenta como a trapo de ínfimos servicios: de esos con los que se limpia la guillotina de la sangre negra de los asesinos. Deposité en un rincón, con cuánta cautela, vestidos y libros —¡aquel horario ferroviario encuadernado como magia negra!—. Cogí la puerta, y me marché. Era una noche cálida y serena, con raras ráfagas de viento. En nuestra tierra no hay ciudades; dos pasos apenas y estaba en campo abierto. Era un fracasado; pero había huido. ¿A salvo? Caminé toda la noche sin encontrar alma viva. Al alba, estaban ante mi vista nuestras fronteras. Las escruté, presidiadas por esos soldaduchos de cartón piedra con los que se asustan los menores de edad y las mujeres preñadas. Para mí, bastaban. ¡Jamás conseguiría atravesar aquella barrera! Me arrojé al suelo y, hundiendo la cabeza en el terreno, lloré. Acaeció entonces lo que siento la tentación de llamar un milagro. Estaba, pues, revoleándome por el suelo, atónito por el horror de mi condición, cuando advertí cómo un aliento cálido y selvático me hurgaba en el cuello. Levanté el rostro surcado por las lágrimas, y me vi encima la cara ancha, buena y transida del Lobo. Me miraba con sus grandes ojos meditabundos y no osaba preguntarme la razón de mi desesperado dolor. Pero yo abracé la cálida cabezota leonada y le conté, le grité, le sollocé mi historia. Me escuchó pacientemente, sin interrumpirme, y cuando estuvo seguro de que yo había acabado, me dirigió la palabra hablándome poco más o menos de esta manera: «Tu situación es la mía; yo soy un mediocre lobo, y si bien estoy seguro de que sería aun peor cristiano, me es intolerable prolongar una vida ligada a una vocación que no solo me es ajena, sino que me envilece y degrada; esta bajeza de los comicastros me ha nauseado. Estamos acabados. Matémonos. Escucha: tú tienes manos fuertes: me estrangularás. Yo tengo dientes terribles: te degollaré. Lo haremos a la vez. Discúlpame, amigo, porque tendré que hacerte daño: pero es el primer gesto de honesto amor que hago desde que estoy en el mundo, y lo hago de corazón. Lo que nos acaezca de muertos lo sabremos después. Ahora sabemos, el uno y el otro, que tenemos un amigo». Y así lo hicimos. Al cabo de pocos minutos nuestros cadáveres yacieron en un no ficticio abrazo sobre la tierra iluminada por un sol ni nuevo ni viejo. Y entre tanto, nosotros, sustraídos a la vil fábula que nos había afligido y enlodado, nos precipitábamos por el aire amigo, en una luminosa desesperación, réprobos y salvados, suicidas y reconciliados. Ahora, mi amigo Lobo y yo ponemos orden en el gran cuerpo de los cuentos de hadas que tanto nos fatigó e ilusionó. ¿Desde hace cuánto permanecemos en los suburbios del Hades? ¿Qué orden o sentido proponemos hallar en el Hades? ¿Y no podrá bastarnos esta penumbra eterna, sin soluciones, donde incluso lo divino es clandestino, donde lo demoníaco te mastica y te ama a la vez?

Nota de la redacción: La carta apenas recogida es, sin duda alguna, noble. Los sentimientos son elevados, aunque algo confusos. Que en tales condiciones el Anónimo haya conservado tanto decoro de lenguaje es indicio consolador de la fundamental nobleza del alma humana —si no fuera porque nos queda una duda: ¿era en realidad humano, hablando con propiedad, este ser? ¿O era verdaderamente, lo es todavía, lo será siempre, nada más que un dragón tránsfuga, una bruja renuente, una sierpe dotada de inútiles alas? Y entonces: ¿a quién incumbe perdonarlo, si es que hay algo que perdonar? O, de otra manera: ¿quién debe ser perdonado por él?