Historia del no nacido
(premisa redactora: el no nacido, obviamente, no fue «elegido» como por lo general se hace en los muestreos o en las entrevistas sociológicas: en efecto, siendo él, no ya representativo de una categoría, sino un unicum, su testimonio atañe al funcionamiento del entero universo, y no de la determinada corporación o específico sindicato en el que se articula. Nosotros consideramos, pese a todo, que debe concederse a este documento un crédito, más que estadístico, teológico. Aún más: la, digamos, «confesión» del no nacido fue hallada escrita sobre fragmentos de papel, numerados del 1 al 34555 y distribuidos por un área de veintiocho millas cuadradas; para mantener sujetos los fragmentos habían sido depositadas calaveras del barroco tardío, piedras muertas, vespertilios atados con hilos, diccionarios, e incluso cuadros firmados; dispendio de dinero, de energías, de ingeniosidad, que revela la absoluta, pero no incomprensible, falta de sentido de la realidad del misterioso no nacido).
Os parecerá cosa mezquina, risible, una de esas vergüenzas que no se confiesan, que echan a perder una vida y divierten a los amigos: ser cornudo, tener una hija puta, un yerno pederasta. Desventuras irremediables, que ni tan siquiera buscan comprensión. Yo soy un «no nacido»; añadiré, precipitado: un eternamente, verdaderamente no nacido; no el fisiológico no nacido, el nasciturus, que es tal, obviamente, hasta que nace. Debía haber nacido hace medio siglo: no nací.
Había presidido, como es uso, las bodas de mis destinados progenitores. Como es uso, me había chanceado con increíble grosería de sus potestades generativas; había escarnecido su conmoción, fingido tomar medidas de los genitales de mi madre. Reí obscenamente, me meé de la risa, hice gestos inmundos, remedé los gemidos del coito, de la concepción, del nacimiento… Los nasciturus son despreciables gamberros.
Pero no nací. Cómo acaeció, sigue siéndome todavía oscuro, si bien ángeles didácticos y probablemente hipócritas más de una vez se hayan afanado en darme fragmentos de una explicación acerca de lo que pudo haber acaecido, entre aquel mayo y aquel noviembre de hace más de cincuenta años.
Basta; aquella alba estaba listo yo para un presunto nacimiento inminente; mi alma había sido amolada, pulimentada, medida según las exigencias de su efímero cuerpo, y este había sido probado a distintas presiones y calores, como los preservativos. La maquilleuse me trabajó los ojos, me probaron los intestinos con excrementos ficticios; fui, en definitiva, atentamente verificado, y considerado conforme a los cometidos de un ser moderadamente funcional, como dicen que es el homo sapiens.
Aquella mañana vinieron a verme unos polizontes negrovestidos, a los que jamás había visto: técnicos en fallecimientos, peritos en catafalcos. Pero no sostenían en las manos esos aparatos mortuorios que eran de prever. Se me dijo más tarde que los jerarcas habían quedado tan desconcertados que no sabían pensar en otra cosa: mandaron a los muertistas, por ser más descomedidos, astutos, odiosos. En verdad, aquellos hombrecillos estaban desorientados del todo. Sus anchas manos peludas, que movían como prensiles yemas de simios, manos avezadas en los lentos, pacientes estrangulamientos de los moribundos, temblaban y se sobresaltaban, como si estuvieran frente a Tronos o Dominaciones, u otro querúbico tirano: ¡y yo no era más que un arrapiezo parvo e innominado! Pero era ya un monstruo. Me dijeron que había llegado una contraorden, y fingieron que la llevaban en la mano: entre grandes conturbaciones, rubores, balbuceos hicieron ademán de leer no sé qué mentida hoja; anunciaron que yo no debía nacer, que había habido un «cambio de planes». Dijeron precisamente eso, «cambio de planes». Me desmontaron los aparejos del nacimiento, me llevaron a la fuerza a una suerte de oficina de furriel: y la vida pareció continuar como antes, en los milenios de mi prehistoria. No puedo decir que haya sufrido: ¿qué sabía yo de vida o no vida? No tuve más que una leve contrariedad, una rabieta acaso, como puede ocurrirle a un chicuelo a quien le haya sido prometida una tarde variada y le acaezca el quedarse en casa a mascullar los jueguecillos consuetos; me consolé, pensando que me harían nacer más tarde. Empleé años para comprender qué singular, irreparable desventura me había tocado en suerte.
Ya que el hecho de que yo no hubiera nacido no afectaba a la necesidad de mí que se había advertido en el universo; era falso que los planes hubieran sido cambiados; quienquiera que fuera el que los hubiese trabajado, fuera cual fuese la obtusa, filatélica paciencia con la que los hubiera proyectado, y calculado comisuras y yuxtaposiciones y perspectivas, este había previsto que yo naciera en determinado momento; y por ello en el depósito del universo había encostalado flujos de sentimientos, ansias, voluptuosidad, lugares, luces, sangre e ira, y metales para hacer cubiertos, y había hecho que crecieran plantas, y predispuesto mujeres, y amigos. Muchas cosas se volvieron vanas, además de los pañuelos aprestados por los parientes para ondearlos en señal de buen augurio, para enjuagar lágrimas de gentil dolor: un sitio en la mesa, labios y genitales, agua y vino; pero a ellos no les fue dado morir, ni demorarse en esa seminada en la que yo residía. ¡Yo! ¿Con qué provecho usar tamaño pronombre para definir aquello que jamás usó un verbo, con el cual jamás concordó un adjetivo; ni tan siquiera un pronombre, acaso solo un signo de puntuación, o más bien una errata? Por lo tanto: yo no nací; pero fue necesidad que siguiera las vicisitudes de aquellas vidas, de aquellas cosas que vagaban continuamente, perplejas, en torno a mi ausencia. Como quien advierte oscuramente que algo ha mudado en la disposición de los muebles de una habitación que no ve desde hace tiempo, y no sabe dónde reconocerlo, y ni siquiera puede decirse seguro de que algo haya cambiado, y entretanto lo aflige una leve angustia, para nada lacerante, pero con todo inmedicable; su vida está amenazada por un tan secreto cuanto inasible desorden, y lentamente él se encamina hacia los accesos grandiosos e intransitables de la locura y de la muerte.
Me convertí así en estudioso de mi propia ausencia, y siendo a la vez inalcanzable para la gravedad de los eventos, y partícipe lúcido de todas las angustias de los vivos, tuve ocasión de desarrollar una solidaridad intelectual sutil y comprensiva, fantasiosa y capciosa; como si un teólogo tuviera acceso a los ínferos, limbo y paraíso, pero de otro planeta, donde le acaeciera el contemplar sufrimientos y alegrías, memorias de deshonras y pecados y ansias de redención que él podría aprehender solo gracias a una asaz indirecta y artificiosa conversación.
Hoy no osaría decir que semejante abstracta doctrina mía fuera para mí cosa extrínseca y renunciable; al contrarío, yo entero me reconozco en aquella trágica conciencia. Aprendí las angustias, como un ciego los colores y la luz; no estando directamente implicado en su producirse, me apropiaba de ellas objetivándolas con mi seca inteligencia; un no nacido, es cierto: y con todo, si se me consiente modular la voz hacia una extrema captatio benvolentiae, sin que esta se resquebraje y chine, un hermano vuestro, al igual, o no menos, que el mondongo pedunculado de Betelgeuze, y unos triángulos ciliados que empiezan a silabear los primeros sonetos acerca de la más tibia luna de un innominado carrusel planetario.
Mi madre, la madre a mí destinada, no pareció sufrir, al principio, por mi fallido nacimiento; pero a los dos años del día en que no nací, en mi segundo no cumpleaños, empezó a advertir el excedente de un sentimiento sin comprender de dónde venía; y primero se apesadumbró, después le dio por desasosegarse, por decaer, confundiendo su írrito amor materno con rabia amorosa y sexual; cedió a un ficticio furor que la abochornaba y la hacía despreciable ante sí misma. Fue preciso impedirle que tuviera niños. Y con el fin de que mi padre no la matara o repudiase, fue necesario hacerlo caer durante años en un estado de torpor; tarea fácil, de no ser por el hecho de que a él le estaba destinado el cometido de preñar, en circunstancias penosas, a no sé qué viuda; la cual fue confiada a un tío paterno mío, trabajado a fondo para tal ocasión.
Mi madre cayó pues en una honda, demente fábula de angustia: las ansias de bacante de aquella mujer honesta y persona de bien eran cosa tristísima para ser vista; el disgusto por lo que ella juzgaba infamia suya, y era afrenta del cosmos, la consumía y extenuaba. Por aquel entonces empecé yo a sufrir por aquellos horribles acontecimientos, si puede llamarse sufrir a la silenciosa, monótona concentración con la que yo seguía las huellas de mi madre, asistía a sus indignidades, cuya naturaleza empezaba a comprender. Poco a poco, la pena traspasaba mi nada. Cada grano de dolor que de esta forma se hacía mío era acogido con una suerte de leticia intelectual, como indicio de vida verdadera, y de inmediato lo trabajaba con la exactitud de una mente que no conocía la fumigación de los sentidos. Y asistía a la demencia de mi padre, que agonizaba baboso y perdido sobre sus almohadas, aquellos cabellos ralos, aquel rostro viejo, inalcanzable. Dolor, dolor: yo me anotaba formas y grados, y glosaba qué suerte de claridad me venía de él.
La necesidad de controlar de alguna forma a mi padre y a mi madre, y de hacer a la vez que acaecieran ciertas cosas a las cuales ellos y no otros estaban diputados, ensanchó lentamente el desbarajuste en la parentela primero, después entre conocidos, por último en la ciudad y en la región en la que vivíamos: y si bien, a medida que se ensanchaba el radio en cuyos límites actuaba mi ausencia, sus efectos iban haciéndose menos clamorosos, el tráfico de los cursores y de los polizontes ultramundanos no dejaba de ser intenso, continuo, molestísimo.
Preñada aquella viuda de la que se ha hablado; clasificados un cierto número de grescas y sediciosos discursos de pertinencia de mi padre, hombre insociable; acortada un par de años la vida de un enamorado que debía seducir a mi madre hacia mi quinto año de edad; alargada la de un cura que debía convertirla hacia el duodécimo; forzando que se derrumbara una casa en la que hubiéramos debido vivir, matando incidentalmente a un pobre hombre implicado en no sé qué clase de embrollo con mi padre; aplacada de alguna forma mi madre, reducida a estéril histerismo y a forzada castidad por la triste flacura que la había desfigurado completamente; las cosas empezaron a discurrir con un poco más de serenidad hasta cerca de mi vigésimo no cumpleaños. Por aquel entonces, los efectos más remotos de mi ausencia se habían dejado sentir hasta en Madagascar, donde un fulano, ladrón y garitero, que debía caer muerto en un duelo con mi padre, fue devorado por un noble local iracundo. En definitiva, las cosas iban apaciguándose: hasta tal punto que a mi padre le fue restituida cierta cuota de su racionalidad, y mi madre había vuelto a ocuparse de sus consuetas devociones y ocupaciones domésticas. Y fue entonces, precisamente, cuando sonó en mi vanísimo zodiaco la hora del enamoramiento.
En aquellos años, me había convertido en tamaño entendedor de congojas y desolaciones que, al reintentarlas en mi mente, de inmediato captaba calidades, diferencias, parentescos; constataba si era mi dolor de mejor calidad que aquel del que se derivaba; si, por el contrario, era más diluido, o frívolo, o exangüe. Como el bebedor discrimina las añadas, yo distinguía aromares, sabores, consistencias de mis vendimias de aflicción. Y ya me deleitaba con mi alcanzada sabiduría, con esa extraordinaria competencia, que a mi juicio me hacía sobremanera mejor que los humanos, tan alborotadores e indecorosos, cuando me vi envuelto en la más ruinosa y odiosa de esas experiencias mías de no nacido. Ay de mí, yo me enamoré. De la forma que fuera, los cuadrillos de los astros se hincaron en mi nada; y la mujer que los siglos habían fabricado para mi delicia y desesperación tomó posesión de mi alma. No sé decir si era ella hermosa, puesto que la jerga de la hermosura y la fealdad siempre me fue fatigosa y extraña. Pero que la amaba es cosa no menos incomprensible que indudable. ¡Monstruoso amor! Yo no tenía ni miembros ni nombre ni cuerpo, era incapaz de voluptuosidad y de celos, y ¡con todo pude enamorarme! Lanzada con exactitud por la balista zodiacal, la flecha inoxidable del hado acertó en el centro de mi nada. ¡Y al mismo tiempo pareció —¿cómo osaría decir más?— pareció traspasar también a la misérrima mozuela!
El evento, increíble y repugnante, suscitó grandes emociones en los ambientes supernos; y debo decir que el sobrecogimiento quitó a cualquiera las ganas de abandonarse a fáciles chanzas.
¿Qué fue de mi hermosa independencia intelectual? Dejé de catalogar dolores, de saborear angustias. Por vez primera furibundo, arrojé a un rincón mis fichas garabateadas, y me desesperé clamorosamente. ¡Desorientados, quienes habían aprendido a complacerse por mi apacible sensatez me dieron licencia para «frecuentar» a mi mujer! ¡Irrisión del verbo, del posesivo, del nombre! Yo solo podía apreciar las cualidades del dolor que inundaba los pedregales interiores de aquella a quien yo amaba: y sabía, como lo sabía, que eran dolores atroces, electos, férvidos, y desorientadores hasta rozar la demencia. Horribles congojas, sulfúreas y abrasadoras, que con iracunda ironía yo llamaba champaña de angustia; explosiones como géiseres; lugares nocturnos, ensordecidos por aguas clamorosas, donde en ocasiones se entonaban desordenados voceríos a causa de un luto, cuales solo los ínferos deben conocer.
Sí, ella, en esos planes que tan misteriosamente se habían venido abajo, ella era verdaderamente la mujer de mi vida: para nosotros habían sido previstos una casa, y por lo tanto, ladrillos, una cama, y por lo tanto madera… y también un hijo. Aquella desventurada tuvo un hijo: pero no fui yo el padre. Encaminados por la senda de una atrocidad sin pausa, debieron hacer que la violaran. Y fue preciso, antes, que ella casi se volviera loca por aquel misterioso dolor que la había inflamado y echado a perder, y que solo yo, que no existía, hubiera podido medicar. Fue preciso que anduviera, errabunda como una perra, por los pórticos de la ciudad, cubierta de trapos. ¡Sí, yo la vi! La seguí con la torva paciencia de los enamorados, la vi dar las gracias por una moneda de cuatro perras, arrojada a su mano sin anillo. Vi la violencia de la que fue víctima. Fueron necesarios años de cálculo para hallar al hombre adecuado: embrollos, violencias de toda suerte para hacerlo de abstemio, beodo; de inhibido gentilhombre, estuprador; de anabaptista, disoluto mujeriego. Dos días después, se hizo que el mísero fuera arrollado hasta la muerte por un caballo encolerizado: tan inexorable puede llegar a ser la cadena de los delitos sobrehumanos.
El hijo nació, y tuvo nombre ficticio, casi en homenaje al padre zodiacal; la madre murió. Mientras la veía sometida a la horrenda sevicia, al dolor que dilaceraba mi pobre nada le había sucedido una delicuescencia, una postración sin furor. No ya mujer era aquella, sino ejemplo extremo, unidad de medida del mal, del sufrimiento; instrumento de singular exactitud que, por decreto de un errático destino, solo yo estaba en condiciones de usar. Había vuelto a encontrar mi pulidez mental: pero, en conjunto, una solemnidad, una dignidad, que era nueva en absoluto. Presa de mi desecada desesperación, yo recorría los eriales de los cielos; y bastaba con mi sola presencia para desmentir la gran mentira de los paraísos, para infelicitar al más obtuso de los taumaturgos.
Yo era una nada: pero fui capaz de enflaquecer. Yo era una hipótesis: y la tensión de mi pregunta acabó por envenenar los enteros campos elíseos. ¿Qué había ocurrido en el instante de mi nacimiento? ¿Hasta dónde se remontaba tanto río de dolor, de consternación, de nequicias? Los beatos temblaban bajo mi mirada. ¡Los beatos! Desconozco si eran tales, aquellos señores juerguistas e insolentes que alborotaban por los cielos; o si no eran más que contrafiguras, o acaso, como sugirió un día un cartel de la oposición pegado sobre un urinario, ni más ni menos que réprobos, a quienes les había sido prometida una licencia, una efímera tregua en sus llamas, a cambio de aquella sórdida ficción. Tan tupida es la trama de mentiras que sostiene los cielos, que no osaría yo rechazar en modo alguno una hipótesis de tamaña fantasía. Mis preguntas se topaban con respuestas cínicas, o genéricas, o insolentes, o larvadamente amenazadoras; era raro que me acaeciera el captar un destello de cómplice pena; y esas semblanzas más nobles yo no podré olvidarlas.
¡La levitación descenditiva! Yo había visto durante siglos despartirse a aquellas almas a la vez ceñudas y serenas, ansiosas y apaciguadas; había transcrito el gráfico del descenso de más de un suicida eterno, había extendido la línea sinuosa con fría competencia. Con diligencia obtusa había colacionado datos acerca de la balística externa, acerca del descenso, en definitiva, acerca del Hades. ¡Así el lexicógrafo imbele e impotente anota y explica sobre la provisión de los textos palabras como: sangre, guerra, hembra, culo, cunno y miembro! Hasta que su vida quede devastada por un genital de tres al cuarto, un artículo de trasfondo patriótico, una jarra de cerveza tibia y vulgar.
Yo volé hacia mi suicidio. ¡Suicidio! ¡Menuda metáfora! Metáfora de una metáfora. ¿A quién mataba? ¿Cómo osaba hablar de trayecto descenditivo? ¿Podía aquel grumo de lúcido sufrimiento dejar rastros en el aire, acaso un vestigio entre angélico y luciferino? Por una vez, me abstuve de cuestiones metodológicas. Partí de cabeza, apartando de mi camino a los zafios beodos de los cielos. ¡Al Hades, al Hades! Lo que signifique este descenso total mío me es incomprensible. Solo esto tengo claro: que en los cielos, y en los ínferos, no hay otro recorrido al que pueda dedicar mis fuerzas. No tengo nombre, ni lugar, ni sangre, no me es dado ni nacer ni morir: pero algo me dice que tengo una patria.
Nos importa precisar que la presente edición del Testimonio del no nacido es rigurosamente fiel al original, tal y como fue recompuesto por la diligencia de nuestros filólogos; hombres, estos, especializadísimos, dotados de doce dedos en cada mano, y cada dedo de seis falanges, por lo que fichan con deliciosa soltura. Su caligrafía es la adecuada a su total carencia pasional; por lo tanto, los textos que ellos preparan son una summa de escrupulosidad crítica. Naturalmente, el estilo del no nacido es retórico; pero ¿cómo negar las alegrías del buen periodismo a un alma tan atrozmente fustigada por el hado? Y téngase en cuenta la calidad documentarla, el testimonio, del que nuestro siglo es tan atento secuaz; y aquí testimonio hay, hasta rayar en la grosería, casi podríamos decir, desmedida. Por otro lado, un documento que ilumine tan en profundidad el funcionamiento del zodiaco, que fotografíe el movimiento de los astros, ciertas anotaciones sobre los campos elíseos, son contribuciones inapreciables para la exacta fenomenología del universo. No creemos, obviamente, que de exposición tan parcial sea lícito extraer definitiva conclusión alguna; pero sí, tal vez, preclusión; no aclaraciones, sino presentimientos; menos aún, no más que estertores, roucoulements, borborigmos, apuntes de alma ventrílocua.
Pero llegados a este punto, tal vez no resulte inútil proceder a la lectura del segundo documento: singular testimonio de un Anónimo que, por haber existido, merece una denominación aunque no sea más que negativa, si bien no sea posible ni lícito intentar aprisionarlo (ya este masculino es temerario) en cualesquiera clasificaciones.