Puesto que no hay discurso general que no salga ganando al certificarse en lo particular, y lo abstracto procura nacer de todas las maneras en cuerpos precarios y compactos, ayudará, llegados a este punto, como ilustración de los morales temperamentos de los hadesdestinados, presentar la prescrita documentación, empezando por esto que ahora sigue:

Anécdota propedéutica

Yo he sido siempre, y destinado estoy ciertamente a ser en el breve plazo que me queda por vivir, hombre asocial en absoluto, insociable y huraño, avarísimo en palabras, castísimo en gestos, abstemio de cualesquiera cautivadoras pasiones; en fin, ingrato hacia los demás, hacia mí mismo oneroso. Ahora que mi vida reposa en una breve, ruinosa claridad, puedo extender una estenográfica relación de ella y volverme, yo, incordialísimo entre los hombres, efímero hermano de mi leyente.

Es bien cierto que yo dispongo de un cuerpo, una rudis trabazón carnal, que me hace extrínsecamente semejante a mis cofrades mundanos: pero mi destino, del que abanderaré ahora conciso y gélido discurso, fue, desde siempre, provocativo y monstruoso. En el inconmensurable códice teoescrito del universo, redactado con arabescada caligrafía de piedras, homicidios, volcanes, lujuria y sueño, algunos hombres yacen en estado de puntuación, mínima, grávida escansión, propiamente un no ser, que reparte y hace habitable el ser. Son estos, más que hombres carnales, insignias, ritos, estros, hálitos fatales. Desdeñosos, taciturnos, reluctantes al diálogo, pues bien lo saben absolutamente vano, estas almas, pese a mezclarse, en vida y en muerte, con los comunes terrenales, viven una vergonzosa y gloriosa vida de clandestinos cómplices de la tipografía universal.

Miradme: un cuerpo delgado y sin embargo desgarbado, un gesticular esmerado y con todo levemente incongruo, vestidos raídos y de bien. Con argucia responsiva he escogido para recubrirme el color de la tinta. El cual oculta hilaridad, en la extravagancia conceptual que me clasifica: incluso en este instante, a la piedad final ante mi elaborada existencia se añade un no menos conclusivo sarcasmo.

¡Cuán altos resuenan a mi alrededor las supernas chillerías imperativas! ¿Fue, por lo tanto, este universo nuestro inventado por quirópteros y murciélagos, y serán más tarde estos, los angélicos mensajeros, revestidos de apresurado e inhonesto candor por algún teólogo plumífero, serán estos las estafetas, los revisores del hado? ¿Las amorosas alas de cuero de un macrovampiro envuelven acaso el huevo del universo? Mientras escribo, la habitación, la casa, la ciudad y la región, pacíficas y ordenadas, se ven inmersas en un flujo de fonemas monstruosos. Pero yo he quebrantado la centralita de mi alma, no escucho, ya no quiero volver a escuchar.

Lector, atento a tu silla; no roces sin cauta pietas el botón de tu chaqueta; hoy, con deferente celo pisa las escaleras de casa. Diez mil perros recorren las calles de la ciudad, pero hay uno entre ellos a quien deberás pedir piedad. Baja de tu tranvía en la primera parada: ¿es que no te has fijado en la mujer del labio peludo? Depón cautamente este libro; apaga la luz, hojéalo; encontrarás la vocal fosforescente. Déjate gobernar por el horror: no puedes equivocarte. Defiéndete de ti mismo. Aborrécete. Aprende el arte de estar siempre en cierto modo al flanco a ti mismo, o más adelante, o de estar constantemente ya muerto. Pero divago. Debo hablar de mí.

Los hombres viven una fácil vida agramatical y anacolútica; a mí se me ha impuesto la consciencia sintáctica. ¡De cuáles indulgencias dialectales están hechos tus días, lector! Pero yo soy un exigente purista. Mis horas siempre han estado declinadas según las leyes de una vejatoria y privilegiada morfología.

Considérense los momentos significativos y solemnes de cualquiera de mis días. La «contemplación odiosa» destinada a verificar la inconsistencia del objeto, saludarlo como yuxtaposición de polvo, inclinarse ante la muerte, entelequia actual de lo vivo; recepción del hombre como polvo fonético, muerte dinámica, atareada descomposición. La «estafa arbitraria», destinada a poner un marchamo en la contrahecha realidad histórica, introduciendo en ella un gesto subrepticio; marcar una época no con una guerra mundial, sino con un gesto del pulgar. Por último, onerosísimo entre los ritos, el «reconocimiento». Reconocer las incursiones supernas en las súbitas hinchazones objetivas, los «aparte» de las proposiciones eternas y eternamente mutables. Eso es, escribo dos puntos: y la doméstica puntuación, encarnada apenas en brevísima gota de tinta, se contonea, hace un guiño, en sí reseca la malicia y la lascivia de la página entera. Rozar esos dos puntos objetivamente viciosos equivale a cometer actos impuros, adulterio, incesto. Cautamente me aparto de ese microscópico vórtice de pecaminosidad y, eso es, la pluma que empuño principia a desacralizarse, desvela su moribunda oseosidad; la depongo, afectuoso, pero firme; me alejo; un muro se me opone, abrasado de alusiones infernales; el interruptor se conecta fulmíneo con los timbres del Hades, desde la calle un claxon blasfemo remeda las trompetas del Juicio, mi sombrero es vitandus… Rindiendo el alma a la sacra consternación, busco con los ojos el objeto de insuperable horror… busco la «mácula radiosa». Oh, una mínima mancha, cuales innumerables abarrotan el papel secante, hojas, escritorios: un centro negruzco, aureolado de breves rayos, como de mínima explosión. En ocasiones, uno de esos habitáculos alberga el Él negativo, ende toma comida y alojamiento, aparca su negro caballo de ruina… Tú no tienes mis ojos lector, y nadie podrá advertirte, en el caso de que esa que estás a punto de rozar, que ya estás tocando, no sea mancha sino resquicio de mal universal; el mal alegre, cálido, hambriento. Ni tampoco, tal vez, te advertiría yo hoy: dejaría que tocaras la mácula, consagrándote a la condenación que nos haría hermanos.

¡Cuántas veces, entre los muros del humillante aparato al que, en obediencia al repetido croar empíreo, he consagrado yo mi vida terrestre, cuántas veces con ojos colmos de funesta conciencia los he visto, a esos viles padres de familia, implicarse en las volutas rigurosas de la condenación objetiva! ¡Teclear máquinas de escribir que eran portátiles círculos del infierno; manejar tinteros abismales, en cuya tinta se había transustanciado la dentadura de la gnosis; juguetear con un gato, disfraz, por si fuera poco, sumario de un filosófico vampiro! Píamente consternado, yo contemplaba el intrínseco desbaratamiento del hombre instantáneamente bronceado por el esplendor negativo de la mácula radiosa. ¡Cuánta consternada gloría iluminaba mis días terrenos! Pero, para hacer didáctica esta historia, es necesario conferirle su paradigmática conclusión.

Yo tengo, aún por poco tiempo según creo, una madre, con la que siempre he explayado la solemne avaricia que regula mis relaciones con mis desimilitudinarios semejantes. Una vieja madre; un cuerpo desgarbado, arrebujado en telas de programático luto, consumido mas aún belicoso; miembros irredentos, orillas de carne de las que fui arrancado, de las que acaso desertara, horrorizado y furioso. Que hay entre nosotros semejanzas físicas, y también en la forma de hablar y de gesticular, los parientes aseveraban a su tiempo con sandia leticia, y ahora repiten con bastante menos regocijo. Oscuro asunto es esta relación que a la vez nos une y nos opone; descendiendo, de estrato en estrato, de miembro en miembro, se alternan corrientes de odio, de vez en vez gélido y sanguíneo, de reserva, cautela, repugnancia y oculta solidaridad. Tal vez un diálogo coprolálico, obscenamente berreado, una nuestros miembros consanguíneos; y nuestra fealdad, la rencorosa soledad, la sacra demencia nos fueran impuestas, como indudable reconocimiento, por el murciélago superno que nos quiso sus clandestinos correos. O tal vez seamos, mi madre y yo, dos nocturnos interlocutores, dos vocales y belicosos lugares de tinieblas, dos alimañas ideológicas, dos sacas lingüísticas, dos andorgas, dos abomasos repletos de inagotable nada; y merodeamos uno alrededor del otro, fieras astutas y pacientes, y argumentemos con aullidos, asma, resoplidos nasales, largos silencios; debate acaso decisivo para las suertes de la sintaxis de la que somos testigos. Conclusión y sosiego de la contienda será moldear a uno de los dos hasta la perfección del monstruo, totalmente espantoso y emblemático, fiera de blasón y de bandera, digna de horror y de amor; ya que, como ahora queda claro, no existe forma alguna de salvación, fuera de lo monstruoso.

Reside mi madre con algunos parientes, nunca lejos de mí más de lo necesario. Cada año acude ella a transcurrir breves días conmigo. Incomprensible gesto, este, que sabe a ínfima, acaso impía teurgia, y roza desde luego la periferia de la magia negra.

La fatal y conclusiva crisis me había sido anunciada por eventos de clandestina portentosidad: ante ellos me había inclinado, los había anotado, diligente escriba de lo invisible. Se había rasgado el felpudo de entrada de mi tugurio, haciendo que se derramara por las escaleras ese espíritu sacro del que estaba henchido; me había tocado presentar mis respetos, con toda mi agudeza ceremonial, a un perro penosamente alusivo; me había alarmado el lento abrirse de una ventana cargada de amenaza ritual; por último, con indecible horror había descubierto que mi viejo y honesto sillón verde, único lugar hospitalario de mi cordialísima morada, ¡se había contaminado con una gigantesca mácula radiosa!

Como cada año, la llegada de mi madre fue subitánea y provocativa. En el umbral, como para lanzarme una irresistible consigna, intentó un beso tan apresurado como imprevisto; me quedé absolutamente desorientado, tamaña es mi descostumbre ante las usanzas afectuosas, y la intrínseca desconfianza hacia toda forma de osculatio conmemorativa. Y, en aquel instante, mi madre se movió hacia el sillón verde. Un instante: una tensón fulmínea contrapuso mi inveterada obediencia de sicario, espía, alcahuete, rufián, facineroso, lenón de los altísimos, a una no diría yo diligencia, sino más bien aviesa solidaridad de homicida a homicida. Nuestra distinta, pero igualmente veneranda nequicia, la conmemorativa insania, el mismo didascálico odio nos comprometían a una silenciada complicidad. Me abalancé, le aferré el brazo, la aparté, la lancé contra una silla neutral. La mísera vieja, tan rudamente manejada, me mira, aturdida antes que horrorizada por aquel gesto, brutal y eficiente bastante más allá de lo habitual. Lisonjeado por la revoltosa —y solo entonces oscuramente significante— leticia de aquella iniciativa, exploté en una dura, estilizada carcajada que espantó a la mujeruca senil. Me lancé a hablar con voluble furia: le grité que el sillón estaba viejo, frágil, roto, sucio y que era ajeno; que en ningún caso debía sentarse en él; que en caso contrario… e hice un gesto, como para conjurar horrendas posibilidades. La mujer me escrutaba con sentenciosa aprensión; la larga descostumbre ante el amor se transparentaba en su rostro, aquel conjunto de paciencia y frívolo rencor que tantas veces he vislumbrado en el rostro de las madres. Con el tacto ocular recorrí aquel cuerpo desadornado y liso, constaté su nota topografía, la vi menoscabada por todos los signos, desprendimientos, derrumbes que anunciaban su inminente decadencia: supe que mi madre no volvería a visitarme el año próximo, que en los meses inminentes ya se engalanaba, ya le abría los brazos el día diputado para su muerte.

Hablando la distraje; no comentó la extravagancia de mi actitud; empezó a discurrir: me dio noticias de parientes, caducos ya como moscas de noviembre; algo se encendió, discurriendo acerca de su salud inestable. Y bajo ese diálogo de tregua, había otra que se arrastraba, la topesca conversación de siempre, palabras abortadas, exclamativos difuntos, deprecaciones y súplicas, mofas apotropaicas, píos y obscenos conjuros, acusaciones y gemidos no menos verdaderos por ser mentidos.

Comimos: y he aquí, desmontada la mesa, a mi madre dirigirse hacia el sillón. Le grito que no se mueva; ¡la vieja loca no se detiene! ¡Me echo encima de ella, la empujo a un lado, mi madre cae al suelo! ¡La misérrima vieja! Noto cómo sus huesos crujen…

¿Para qué repetir una a una las fases del horrendo día? A las seis y dieciocho de ayer por la tarde, aprovechándose de una mínima ausencia, mi madre se sentó en el sillón. Al volver, no pronuncié palabra, no me sobresalté. Ante mi mirada, ella sintió un breve pánico. Intentó sonreírme, y esa mueca de cauta arrogancia, esa hizo que me estremeciera. Me senté frente a ella, y nos pusimos a hablar, con solemne calma. A la breve, tempestuosa solicitud, había sucedido una aviesa indulgencia. Esta mañana se ha marchado.

Y ahora heme aquí. Ya casi es mediodía. Hace dos horas que estoy sentado en el sillón. Escribo estas páginas fatales, y la calma de ayer no me deja. Mi madre y yo atendimos dignamente a un recíproco deber; odiosos el uno para la otra, estamos hechos de la misma horrible pasta. Es el final: mi cabalgadura rechina y brama; está ansiosa por partir. No hay límite para el horror que nos aguarda. Yo ya lo vivo. Es delicioso.

Voilà! ¿Queremos llamarlo aperitivo descenditivo? ¿Amaitaco catalevitacional? ¿Olivilla desesperativa? La historieta del anónimo puntuador tiene, a nuestro parecer, esas dosis de estimulante, y a la vez esa levitas, esa agilidad que tan bien se consagra a la inauguración de un solemne banquete de presurosos manjares. La calificación de anécdota propedéutica quiere indicar los límites ideológicos del testimonio. El puntuador, en efecto, no va más allá de la prebalística descenditiva; la facecia narra la crisis de la animula atintada, de cómplice y facinerosa ennoblecida hasta desertora. Pero de la levitación propiamente dicha no se menciona palabra; no pasa, en suma, de los preliminares. Y es completamente natural, si se considera que el documento resulta compilado por entero «antes» de partir del sillón hacia el lugar, entre todos, sumamente ideológico. Y, por lo tanto, discurriremos sobre él como de un compañero de viaje, un simpatizante, un inférnico sincero; risiblemente, lo llamaremos independiente de la sima: para subrayar su voluntad moral, mucho más evidente que la decisión ideológica. Pero no debe escapársenos el aflato didáctico que lo inspira. Allí se transparenta el concepto fundamental de que el balbuceo es intrínseco a la verdadera elocuencia; pero dicho así, en passant, y encerrado en el precioso relicario sintáctico de una prosa notablemente túrgida, que acaso susurre más de lo que dice. La alusión a la supuesta magia negra de la madre nos parece a nosotros gratuito mal gusto. En primer lugar, la negrura de lo que sea está conmensurada siempre con la escala cromática del contexto, por lo cual, siendo los dos razonamientos, el de la madre y el del hijo, sustancialmente negros, no se ve qué beneficio tiene un uso tan genéricamente emotivo de semejante término; y además, lanzar a una madre la acusación de magia negra, ¿no huele a pretexto polémico? ¿A ganas de discutir? ¿No será, diríamos, una chiquillada? La idea de que una «hinchazón objetiva», como se expresa nuestro sujeto, manifieste la insuflación de lo divino, tiene algo de eutrapelia que quisiéramos subrayar; ¡esas epifanías de los subitáneos dolores de muelas del universo! Reventad el forúnculo en el nalgacosmos y… ¡demasiado, demasiado divertido!

Que quede claro: las ocurrencias del texto no deben llevar a engaño al lector; el documento sigue siendo, si no trágico, hermosamente patético, una ilustración, al estilo del calendario del barbero, o de un almanaque popular, de la irrefrenable gentileza de ánimo de un pío homicida. Es una lectura ciertamente educativa. Dentro de ciertos límites, confiemos en que acabe por resultar no inútil para el catalevitador, hombre que no debe sentir menosprecio por las frivolidades pedagógicas, siempre que estén bien orientadas. Aperitivo, se ha dicho: por lo tanto, los grandísimos estómagos devoracosmos están invitados a dirigirse al siguiente documento, ideológicamente mucho más avanzado.