Cae, por fin, el alma a la periferia del Hades, y allí demora, aguarda y opera para poder hacer su ingreso; tiene paciencia, se desasosiega, malvive, se desespera. Cultiva valor, fantasía, masoquismo, soledad.

Llamémoslos suburbios: no hallaréis allí ni calles, ni barrios, ni autobuses, ni restos de periódicos usados, ni cápsulas de bebidas no alcohólicas, ni preservativos aplastados contra el suelo, como niños sordos bajo un bombardeo, los cuales, cuando termina, siguen adheridos al suelo; nadie juega allí, en efecto, ni caminan convergentes amantes morituri; habitados, sí, y no raramente: pero no busquéis familias, ni tribus, ni reuniones en pórticos o plazas, ni coloquios, si no mínimos, necesarios, quedos. Tal vez sea cielo esa plaza boca abajo, como deben de verlo los peces desde el fondo del mar en días de lluvia inmóvil; pero qué escaso el mudar de las luces desde el alba al atardecer; y tal vez no sea arrogancia nomenclatoria catalogar como «hierba» esa mucosidad violácea, o como «plantas» esos dedos de viejo peón caminero que asoman de una arena inhóspita y rasposa. Suburbios, en definitiva: desagradables amasijos de piedra y asfalto que algún demagógico alcalde de los ínferos se atrevió a extender a modo de piel de la tierra leprosa. Observad ahora, a vuestra derecha, un muro de unos doscientos metros, compacto, inútil: no sostiene nada en absoluto, nada en él se apoya; alguien lo ha cubierto con palabras obscenas, pero por lo general en lenguas de tan extravagante grafía y muertas hace tanto tiempo que esa estólida superficie no extrae de ellas ni tan siquiera una vitalidad de escándalo. Líquidos pútridos y cenagosos se extienden en inférnicos ostensorios, acuosos y excrementicios, hormas, o residuos, o indicios de imperfecta muerte. El viento es aquí abajo un soplo caliente y anónimo, cual el que en la tierra remueve los periódicos retóricos del suelo, pero no toca las faldas de las hembras; raras las lluvias, y tan extravagantemente distribuidas, que hay lugares que desde hace doce siglos aguardan su comienzo, y a cada estremecimiento de equívoco frescor, que se insinúe entre las ligas del ínfimo viento, se alucinan sus oscuros habitantes. No llueve jamás a gusto, jamás de requeteviento, esa lluvia que sabe a mujer, a niños peleones, que parlotea de noche sobre las capotas de los automóviles de los amantes, en los extrarradios ciudadanos; porque, ya se ha dicho, la oscuridad no desciende jamás, jamás sube la luz, el aire es turbio pero es ignota la leticia barroca de los nubarrones culones que planean para rumiar los rayos publicitarios de la ostia blanqueante. Temporales se dan, secos, sin embargo, sin consuelo, vidriosos, pendencieros y raucos, sin ira, rezonglones como viejos gatos resecos, de genitales de cristal, que con el coito se despedazan y sangran.

Los escuchan los solitarios inquilinos de los suburbios, con la cabeza gacha, como traductores ineficientes, sea sorprendidos por la novedad de un acento que altera por completo un idioma conocido, hasta hacerlo alarmante e inédito, sea mistificados por un lenguaje ficticio, o inventado como burlísima por fraudulento numen, sea conducidos a paranoica vergüenza de la constatada incapacidad de extraer sentido en un discurso deglutido de palabras juiciosas, pero en salsa de ratio absurda e incongrua. Meditan los borborigmos, como por alimento reciente, del cielo conyugal, temporalesco, el aliento cálido, con tozuda atención; deletrean truenos, vocalizaciones de serpentinos rayos bífidos; palatalizan remezones; vista patética, de todos ellos arregazados y abstraídos; ya que la dificultad de hallar barbero vuelve esas descarnadas mejillas tupidas de tosco y cerdoso pelaje; graban en las íntimas cintas del grundig eterno la voz del dios ciclotímico, y tiemblan ante cualquier fragmento que parezca conferir sentido; pues los míseros siempre leen en ello palabras de ira didáctica e insensata: como estacazos de mamá borracha, admoniciones de padre lujurioso, didascalias de predicador coprolálico; pero jamás la lluvia que purifique los icores de esas encías trabajadas sobre los guijarros, ni seísmos que abran de par en par las puertas del cercanísimo Hades.

No tienen allí cursos de aguas, ni fuentes, ni cascadas, ni lagos: sino fosos hechos a semejanza de pubis, y esas pozas de las que se ha hablado, cenosas demoras de aguas viles y tibias. Hay allí, con todo, doce cantinas de cerveza egipcia, ácida, muerde la garganta, pero a fin de cuentas no inamable, cuando es bebida en esos vasos desportillados que amenazan lengua y paladar. Y dos tascas de material vinoso, rojizo, grave, tabacoso, sanguíneo y turbio, calentucho —a excepción de algo de vinillo somontano de buena y anciana reserva, que se obtiene solo a alto precio de angustias y sufrimientos, digno de catálogo de arte; y además, las cloacas.

El punto sucesivo del cuestionario propone: ¿dónde viven los hadesdestinados? Especificar lugares, equipamientos, servicios.

Si esta es tierra de muros insensatos, ladrillos senescentes, piedras derruidas undique, senderos frustrados; lugar desnudo de cabañas, no digamos ya casas o cuarteles; ¿dónde, pues, vive esa gente? Se dice que hay casas allí: pero muertas, ya se entiende, simplificadas a un duodeno de escalera que se yergue desmochado entre intestinos murales; las usan como letrinas para no colmar de mierdas sus misérrimos tugurios. Dícese también que se dan iglesias, pero sin cultos. Quien llega hasta aquí abajo tiene en ocasiones todavía la mente, no obstruida sino impura de huellas de esas divinidades a las que nutrió con calditos de oraciones —¡cuán enfermizas!—, a las que limpió el culo de talcos litúrgicos —¡cuán ineptas para sobrevivir!—, a las que arrulló a imitación de la muerte con la cantilena de las afectuosas laringes —¡cuán infantiles!— y, si bien la precipitada carrera espacial y letal ha aclarado tamaña confusión teológica, aún hay quien acucia a culturas de oraciones; y, por lo tanto, alguna oficina reaccionaria se ha apresurado a hacer erigir ciertas capilluchas de detérrimo rococó empalagoso y empachoso; pero bastan después las primeras insolencias de una tormenta, y la iglesia queda para las serpentesas, las formicantes, los sapos de sapez; animales, sí, los hay: animalejos de piel en negativo, ojos protrusos, de cegatoso, buscando luz de menos que luciérnaga; se las comen.

Alguno excogitó, saecula saeculanta atrás, el cultivar falansterios; semillas llegaron hasta aquí abajo, reticulares y pingües, que, ingrávidas de humor masculino, y enterradas, como hacen los perros con sus deyecciones, se abrieron camino, crecieron, despuntaron e irrumpieron en retículos de aéreas, vegetales esferas, anómalas, hidrocefálicas, sostenidas sobre exigüidades de esbelto pecíolo, conglomerados de celdillas, cajas clorofílicas, sarcófagos herbosos, apartamentos de colmena, de modo que quepa en ellos un hombrecillo a lo largo, resguardado por membranosas cafelas; pero aquellos habitáculos no tardaron en revelarse objetos maliciosos y siniestros; fuera esa memoria de semen humana que había actuado su nacimiento sin amor; o ese hálito de malolorosa soledad que se desprendía de los cuerpecillos de hembras y varones allí enfilados; o una cierta mezcolanza de carne que se añadía a la trama vegetal, y la sazonaba de pasiones; en definitiva, tanto enloquecieron aquellos malvados huéspedes de deseos amorosos y homicidas, tanto se alteraron y horripilaron, tanto rechinaron los dientes y sacudieron que se desceparon, y rodando se destrozaron, haciendo brotar del verde mondongo los cuerpecillos desmenuzados, peptonizados de los engafecidos. Situación, esta, grave de inconvenientes: ya que estos, debiendo, a efectos del Hades, ser considerados difuntos, tuvieron que remontarse a las estaciones precedentes, antiguamente de muerte, procediendo desde nosotros, pero de premuerte, para quien considere la situación partiendo de la geografía ideológica del Hades; de las cuales, como si dijéramos etapas de la letal Rueda de la Oca, volvieron a bajar después mediante astucia burocrática de suicidios; pero hubo quien tenía el cuerpo tan desgarrado, en aquel amanadamiento vegetal, como para haber quedado completamente desmembrado; y hubo quien no fue capaz de recuperar y anudar desde el principio la equívoca relación de las distintas partes: como le ocurrió al marinero patagónico, que fue disecado en tres partes: dos de las cuales se hallaron al cabo de dos meses, pero no la tercera; y aún la busca, pregunta, indaga, alborota, y arrastra el tronco salobre, carente de piernas e ingle, ejemplo de provocativa castidad.

Otro hubo que intentó hacer tugurios de grandes termiteros: cosa en apariencia no difícil, ya que en gran número estos habían sido vaciados del todo y tenían capacidad suficiente para contener dos o tres hombres de cuerpo mediano; pero que no tardó en revelarse irrealizable, por dos órdenes de razones: en primer lugar, estaban infestados por fantasmas de termitas difuntas que allí transcurrían las noches chirriando, carcajeándose, haciendo las habituales burlas cabronas de los fantasmas; pero pase, porque quizá hubiera podido incluso tolerarse el rascaqueterrasca de las estupidísimas difuntas; pero se constató que los termiteros se enraizaban en una subterránea red de galerías y pasadizos, laberinto o metropolitano, recorrida ininterrumpidamente por monstruitos pobres e irracionales: cieguitos, vespertilios de alas seccionadas. Fueron estos últimos los que echaron a los habitantes de sus cementeriales termiteros; no por lo que hacían, pues eran animales dóciles y afables, melancólicos, sin malicia, siempre dispuestos a restregar contra la mano del hadesdestinado sus cabecitas peludas de tímidos ratones: pero aquellas alas consternaban; las llevaban cortadas a ras del cuerpo, casi arrancadas y a la vez heridas con tosco cuchillo; y alrededor de la obscena mutilación exhibían su desventurada sangre, coagulada, negra, sucia; y añádase que un cartílago cualquiera, de notable estorbo, les colgaba siempre, por lo que caminar no podían, si no con gran dolor; lo que hacían, mansamente. Todas éstas señales ciertas de la presencia de algún divino ser hipogeico, encerrado en el centro del oscuro laberinto, o en todo caso con libre acceso a este, nefario torturador; por lo que se asustaron los humanos; no de los suplicios; sino del poder ser raptados, detenidos en los abismos, de modo que no pudieran acceder nunca más al Hades.

Hoy, los hadesdestinados eligen como domicilio particular las madrigueras; que en los suburbios del Hades abundan, y mejor dicho son esos suburbios; madrigueras, decimos: pero es dudoso que hayan sido habitadas alguna vez por animales, monstruos o cualquier otra cosa viva; forámenes, o grietas o boquetes excavados en la dureza de la piedra: trabajados por extrínsecas intemperies o por intrínsecos despeñamientos; hendiduras en ocasiones umbrías y hondas, en ocasiones breves y angostas; siempre incómodas e hirsutas, en ocasiones húmedas por el secreto gemir de aguas subterráneas, rechinantes, turbadas por soplos de tierra que se desprende; pero en definitiva habitables, y de hecho habitadas. Allí los seres humanos se aglomeran, raramente más de uno en una sola madriguera; allí se introducen, allí disponen su triste alimento, allí yacen, agazapados al fondo, entre salientes y guijarros, y desde allí, por fin, se desplazarán algún día hasta la entrada del Hades.

Misérrimas moradas: pero humanas. Alguno que pasa allí unos días desde hace siglos ha ido embelleciendo en cierto modo la tosquedad de los muros penumbrosos y rudos; y ves sobre aristas y rocas extenderse liberal púrpura de damascos, y ondear dogarescos encajes y puntillas; ves pedazos de espejos, insertados entre puntas y cuchillas de viva roca, adornar con su estrabismo de luz esa noche igual y desierta; ves a otros pulir piedra con piedra, casi para acomodar y mitigar la protervia de los muros, hacerlos lisos y civiles; y a otros, en cambio, exacerbar lo limado, aislar los voladizos, intrincar de peñascos el ya perplejo camino por el nocturno tugurio, y en todas las maneras hacerlo aspérrimo, misérrimo, tetérrimo, inhóspito y odioso; casi para glosar la propia suerte con rimas de sílex; y no negaremos que una dura belleza emerge de esos meandros excogitados por una fantasía masoquista, y llevada a efecto por manos a las que no bastó trabajar en la actuación de un único suicidio. Otros, en cambio, excavan la entrada con objeto de recoger cuanta luz externa les sea posible, y hacer de ella vastísimo reflejo, casi luminoso, en la medida de la luz que puede haber en los suburbios del Hades; otros el hiato entre piedra y piedra tanto restringen que no se da acceso a lumbre alguna, sino que de la extrínseca penumbra se pasa a la noche total de la caverna, apenas penetrable para los nictálopos. Otros cultivan allí la grácil tela tejida por graves arañas sobre el gríseo de fragilísimas patas: y la gruta se medica, como herida anticuada, con babeadas vendas, laberintos de aire y saliva; hay quien adensa luctuosos líquenes, y hace mullido de harinado polvillo vegetal la aspereza de un suelo deshumano. Y más aún: hay quien atrae allí crujidos de amigas sierpes, y los desventurados y desventurantes vespertilios, gañidos de infravida de aquel muerto páramo. O llaman con efímera luz de brasas a las triturables mariposas: a las que después matan, y con sus alas desgarradas ornan las paredes; o las adornan con signos humanos, aunque no sean más que geometrías; o incluso con manchas de su propia sangre, extraída de las venas en horas de especialísima, lujosa angustia, y esparcido como orina por protervo muchacho contra la pared deforme. Hay quien colocó huesos de devorados animales, y también, según se dice, de hombres fractos y muertos; o clavó vivas serpientes, que hermosamente se retorcieran contra el hórrido negro. Ves en algunas de estas madrigueras dispuestas mantelerías especiosas, áureas, de encaje, sobre relieves que simulan tablas y mesas: pulidas con fatiga durante siglos para sostener vanas hipótesis de platos; candelas de negra cera iluminar la madriguera como alcázar o mansión; candeleros de ardientes rastrojos hacer de ellas salones de baile o aquelarre; y pez abrasadora deslizarse por los muros para simular insensatas combustiones nupciales, coronadoras o rituales; o singular luz de larguísima lumbre perfilar sombras extendidas y austeras.

Otros eluden, rechazan, blasfeman toda luz, fuego o resplandor: allá no aplacan líquenes las dentaduras rocosas; ni vespertilios conducen acullá su vuelo chismoso; allí residen los hadesdestinados en solemne desesperación, acomodando la pobreza del cuerpo a la crudeza del lugar, en aquel oscuro sepulcro en el que jamás distinguen señal de sombra dibujada por sus heautatimoroumena membra.

Los habitantes de estos suburbios no gustan de compañías permanentes; son solitarios, no por amargura sino por concentración; toleran breves coloquios, quedos como en sueñovela; desconocen sus respectivos nombres, y es frecuente que no tarden en olvidar el propio: tanta les resulta ajena toda ambición de caricia verbal, tanto son hostiles al genio del vocativo. Con todo, han ido surgiendo en ciertas menos inhóspitas anfractuosidades lugares idóneos para rápidos convenios; demoras de pocos instantes, de una hora como mucho. Los suburbanos convienen allí para breves juegos; oponiendo distinto número de dedos al concurrir de las manos, o usando guijarros marcados a guisa de dados, o incluso jugando sobre ciertas cartas desparejadas y extenuadas. Juegan sin complacencia, sin ira, con canallesca tristeza; y no imprecan, no se exaltan, sino que todo lo ejecutan con melancólica gravedad, mitigada apenas por un cierto centelleo de ojos y gestos. Es dudoso que esos pasatiempos, jueguecillos, desahogos de humores por lo demás en absoluto enojosos e incomunicantes hayan de verse como diversión: y si bien se ha generalizado en la solipsista lengua de los ínferos el dar a esas anfractuosidades el nombre de «parque de atracciones», no resultará acaso irrazonable proponer otra más temeraria opinión: que sea ese trajinar con los dedos, o con los guijarros, o con las cartas, ese tentar a la suerte, nada menos que una disimulada forma de culto. En efecto: llegados a los suburbios de los ínferos, se purgan a escape de todo residuo litúrgico, por lo cual, recuérdese, se deja que aquellos barroquismos de iglesias se deterioren hasta la muerte, como viejas fulanas; pero el comercio con el Hades inminente y elusivo; la soledad que les cuca; el aire cadavérico y sombrío; los soplos subterráneos de las clandestinas divinidades; la memoria del gran vuelo; la ambición del éxtasis; las ansias del último descenso, de la levitación boca abajo, en el boca abajo que no conoce otros boca abajo, en el que se subsume todo posible boca abajo; todo ello les conduce a excogitar nuevos sobajamientos cultuales; ¿con qué?, no lo saben. Dicen: las entrañas del mundo; otros: el hálito de esas entrañas, entendiendo con ello algo grave e indecente; otros: el excremento explicativo; y además: la mucosa hermafrodita; y por fin: las cloacas de la luz. Expeditos de quejumbrosas prácticas, de petulantes negociaciones de letanías y oraciones, de súplicas abyectas, incapaces de deteriorar la dureza de las magras rótulas en homenaje a la pinguosidad de los cielos, iluminados, en definitiva, por la luz de su propia indignidad, ellos han elaborado este simple y decoroso ritual —si palabra tan equívoca se presta a definir operación tan monda de íntimos acríticos abrazamientos con lo divino. Ya que si este fuera un gran cabrón, como en ocasiones se dijo, esta gente lo interrogaría cosquilleándole debajo de la axila, para extraer de él la risotada obtusa y profética; si fuera toro lo conducirían a monta, y tendrían en cuenta sus ansias amorosas sobre las expropiadas vaquillas; si fuera luz, insinuarían en ella cortocircuitos, y doctamente glosarían sus descargas y centelleos; si fuera noble ave, se entregarían a la tarea de desviarlo de su vuelo con simulado gemido de alma por salvar, y así desforestado, lo acanastarían, y le harían escoger después los planetas, como hacen las gitanas con sus loritos; si fuera fuego lo insolentarían con tocino y sal, y argumentarían según los colores que de él explotaran; si fuera ojo, hurgarían en él con palillos, y le insuflarían pimienta, para extraer instrucciones de sus no improbables guiños. Así pues: con ese darle a los guijarros y a las cartas y a los dedos hacen sobre poco más o menos lo que hacen aquí arriba entre nosotros frailucos y monjillas con sus rosarios, pero con sutileza y pertinencia notablemente mayores; estos opinan que es la casualidad acto libre en la trama de los acontecimientos, por lo tanto, lo único verdaderamente significante; sustraído a cualesquiera causas; así pues, colmo de aflato, verdadero divinísimo pedo. Por lo tanto, con cada lanzar de números contremecen de oscura y disimula leticia. Disimulada, efectivamente: puesto que no pueden decir ellos cuál es el sentido de su juego, ni siquiera los unos a los otros; al contrario, se comportan con cierta vandálica descortesía y, si bien casi no pronuncian palabra, en ocasiones hacen gestos de obsceno fastidio, pero con tanta gravedad y despego, que hacen verosímil que se trate de chanzas ceremoniales; reputando por cierto ellos que el coloquio exige tales villanías y canalladas para alcanzar cumplida eficacia, lo que parece confirmado por el hecho de que no den los demás nunca réplica a esos gestos, sino que al cabo de cierto tiempo otros les contrapongan, ejecutados con pareja solemnidad y melancolía; y es cosa singular ver a esas figuras enjutas y honestas hacer gestos alusivos a malos usos sexuales, o a fallecimiento complejo y extraordinariamente oneroso, o a actividad excrementicia desmedida y arrogante. Y así, el llamarlos, a esos lugares de salvante perdición, «parque de atracciones», como se ha dicho, o también «casinos» o «letrinas» parecen ser antifrásticas zalamerías; o más exactamente es modo evocativo del humor de tales gentes, ruinoso y letal; especificación, por lo tanto, de la levitación descenditiva. Allí juegan, después se desparten, siempre anónimos los unos de los otros; siempre desdeñosos y amorosos los unos de los otros; sin tocarse con mano o rozarse de labio; descendiendo de nuevo con rápida andadura de casi animal, avezados como están a las desigualdades de aquel suelo ajado; y corretean, los obtusos, los semidesnudos, entre una tupida rodadura de guijarros, entre un gañir de animaluchos pisoteados y escabullidos por debajo de los pies arqueados, de momias; y hallan amparo en sus tugurios, donde meditan de nuevo las jugadas, los números, los gestos, aprecian la devoción de insolencias y obscenidades propias y ajenas, hacen propósitos, se enmiendan y, de par en par los ojos febriles, aguardan el alba.

Los hadesdestinados no duermen; puesto que están más allá de la puerta mitad de cuerno, mitad de marfil, no tienen necesidad de barquear arriba y abajo; sino que en cierto modo son ellos mismos sus propios sueños.

Afirmación esta que requiere sin duda alguna cierto comentario. Hasta ahora, discurriendo acerca de los hadesdestinados, los hemos nombrado «humanos», «seres humanos», «criaturas humanas»: no lo negaremos, con notablemente apresurada simplificación. Pero escúchesenos: entiéndase por humano no ya una convención de los órganos y de su disposición, la icnografía del corpachón: sino un cierto destino. «Humano» será el aglomerado de vísceras violáceas que se arrastra por las llanas del decimocuarto planeta de Aldebarán, si su destino ha de ser mortal y letal, descenditivo, casual, hadesdestinado, improbable y balbuciente. Así pues, los inferantes son humanos en virtud de su obediencia a esta idea del destino; no por otra cosa. Allí confluyen desde donde sea, dejándose caer desde planetas y solos, o salidos de los mismos planetas y solos, pero de distintas especies; así que no nos asombrará ver, junto a los humanos humaniores, máquinas equinas, ese ciervo mencionado más arriba, y también quirópteros, hormigueros pensativos, guijarros estilitas, plantas beguinas, perejiles polémicos, y voltear por el aire efímeras colonias de bacterias angustiadas. Pero es menester añadir más: los hadesdestinados no permanecen largo tiempo en la forma que vestían a su arribada; sino que la presión, la íntima creatividad del lugar, los trabaja, retoca, modifica y sustenta de sangre nutritiva y fantástica. Y también, los consume. He aquí criaturas que fueron hombres y mujeres: pero ahora de tal índole trabajados como guijarro bajo el agua, que apenas les queda un esbozo de espina dorsal, una quíntupla fosforescencia en el aire les sirve a ellos de manos. He ahí una grafía blanquinegra por el aire ocupando el lugar de alma; y un ideograma paseando que fue hombre de impetuosos y vanísimos amores. He ahí orejas deformadas como largos embudos de cristal, maniobradas para captar los susurros del Hades; o los envuelve a algunos una eflorescencia de exteriores mondongos, sobre los que se abren palpos para captar bayas e insectos; o las piernas se dicotomizan poco a poco, de modo que al final ves girar disco de hombre entre piedras y despeñaderos; unos alargan y deshuesan la enjutez de los brazos, otros la de los dedos: se hacen prensiles o sedentarios, maniobrando sus desarticulados miembros capturan el alimento, juegan con dados de piedra, rascan donde haya agua o esperado acceso a los ínferos. Hay quien se deshace como sorbete arrojado en tiempo estival sobre asfalto ardiente; y un gran charco humea durante años, en la que resisten dos esferas de ojos, ya sin párpados; a otros las anhelantes fauces se les enfurruñan, y se les engrifan, y se hienden, y de ellas se derrama una disparatada gracia de colmillos; hay quien se agracia de membranas las axilas, como pájaro ineficiente; y cual irrisión de la espera le ondea el vano aleteo. De muchos, casi nada permanece: una uña con restos de sangre jamás reseca; un párpado que vibra buscando un ojo que velar; una falange sabia de momiesca senescencia; un diente inflicto en un ombligo, el uno y el otro arrojados a un rincón de una vacía caverna, o flotando a media altura. Se afirma que los seres de esta forma consumidos están más próximos al tránsito para el Hades: pero no parece ser cierto. Es conocida una nariz, cosa levísima —no el cartílago, sino solo el orificio con escasa trama de pelusa y pelotillas— que desde hace milenta generaciones languidece péndula de muertas telarañas: lo que queda de continente de carne aquí caído desde inmensa luna de enorme planeta correteante alrededor de inconmensurable sol. Tal vez los más idóneos para el tránsito sean los aserpentinos, de miembros sinuosos e inestable forma. O tal vez aquellos —poco frecuentes— a los que brote un mecanismo circunvolador como de helicóptero, sobre la nuca, que les eleve por los aires y les conduzca a expedito despeñamiento. O tal vez las ratas, que al Hades arriban por galerías excavadas con sacra paciencia de colmillos. Pero en verdad, la única vía cierta es el exacto golpe de suerte a las cartas, a los dados, a la morra: la exactitud del azar.

Transformaciones que a nosotros nos parecen horrorosas: pero no así a los hadesdestinados, a quienes les complacen, como a nosotros nos complacen las metamorfosis de nuestros sueños; acaso con menor ansia, sin duda con atención más libre y lúcida. En la noche, los insomnes hadesdestinados se entregan a vivir con afilada agudeza de sentidos su ininterrumpida mutación; sin pesadilla, casi como evento deseado y elegido por ellos mismos, siguen el florecer del antebrazo en orquídea de vidrio y metal; o el recocer del bandullo que se fundirá como el plomo; o les cosquillea a breve risa el multiplicarse de los pedúnculos, el brotar de los prensiles zarcillos. A esto ellos le dicen «soñar»; y en verdad acaso no sea inexacto decir que ellos «desean» esas aventuradas transformaciones, si bien sea de creer que su «desear» es cosa distinta a la nuestra, difundida, por decirlo así en todo el cuerpo, jamás del todo inconsciente, como puede serlo en los terrícolas, ni jamás del todo consciente, ya que ello acaece solo a quien ha arribado al Hades.

Se preguntará si estos conservan memoria de lo que acaece en sus vidas. No de memoria se trata, sino de un permanecer, en ellos, de la condición dinámica de lo que para ellos fue, más que vida, plataforma de lanzamiento, trampolín, rampa del éxtasis descenditivo. Y acerca de ella van meditando con dura paciencia, con inteligencia y desesperada concentración; indagan en ella y la revuelven con reguardantes manos de ciego, la muerden con intensidad de dientes; jamás la reinventan, ni ambicionan corregirla, ya que a ellos les hace falta precisamente ese combustible de errores, ansias, desórdenes que fue su vida. Padecen hora tras hora sus no desacordadas angustias, sudan de nuevo sus mortales sudores, lagriman su sangre, se desvenan como hemorroisa; y, al mismo tiempo, con aciaga leticia, paladean los exquisitos ambages estilísticos en las que se va revelando su fatal, iluminante desesperación.

Con todo, antes de pertractar este lado de la personalidad ambigua y huraña de los hadesdestinados, no será inútil proponer una respuesta cualquiera a una pregunta insistente y razonable: ¿de qué se nutre esa gente? Del beber, ya se ha hablado; así pues, engullen; pero ¿qué alimentos, conseguidos cómo, conquistados, arrancados, ganados, merecidos en esos ingratos suburbios? ¿Y cuál será —de esos eventuales alimentos— la caloría libídica?

Por lo tanto: parte de su tétrico alimento lo consiguen entre esos animales —vespertilios, sierpes, saurios— que se dice frecuentan las extensiones rupestres de la banlieue ínfera. También los lisiados vespertilios: a los que, primero lagotean, como cosas lisiadas y enfermas, después los seccionan por su cabeza con exactitud de dientes, y les embeben la lenta sangre; después mascujan su escasa carne; o por cualesquiera orificios, oreja, boca, esfínter anal, degluten bichas y lagartos; otros más húmedos animalejos beben por dilatados poros; los aplastan sobre piedras, y se extienden sobre ellos, y sus licores beben, como zumo de mora, por los miembros sitibundos. Pero en un lugar de vida asaz rara, cual es aquel, es dudoso que esto pudiera bastar; si bien aquellos que tienen carne de estantigua y sangre rosada sean de asaz parco alimento. Circulan, por lo tanto, otras fábulas. Ciertas largas, tibias, humectas ventoleras traen gránulos diminutos y leves; los alientan como esporas en primavera; y esos gránulos se engarabatan en las adustas carnes y las penetran y nutren; o bien, casi polvo de polen, obscuran en ocasiones la oscuridad del cielo, como arena; cosa deshecha y pingüe, dulce al paladar, tierna al diente. Y aún más: se abren las piedras, y paren redondas mórulas de repapilante carne, como huevo; y eso es lo que comen. Pero ¿de dónde proviene esa nutrición, quién insufla polen en el viento, quién ingrávida esas piedras?

A tal propósito, se dan algunas hipótesis, ninguna de las cuales se corrobora con noticia cierta o se frustra con desnegamiento experimental:

1) que entre las semidivinidades cloaquenses —las estupradoras de los vespertilios— se oculten algunas de ellas no enemigas para el hombre, capitán Nemo de los ínferos; de esto se derivan subhipótesis:

a) que estas no inamables semidivinidades sean exigua minoría entre las hostiles o en todo caso no pasen de la cautela; y, por lo tanto, ayuden en la clandestinidad, con prestidigitación;

b) que esté en curso un debate, controversia o tensón doctrinario y sanguinoso entre semidivinidades auxiliares para el hombre y otras infaustas, y aún esté pendiente el resultado;

c) que se afronten las opuestas formaciones en menazador silencio, y de ello provengan por compromiso esas exiguas ayudas a los humanos;

o también:

2) que mayor divino asista:

y ello por

a) decisión suya caritativa;

b) para mendigar de los enjutos angustiásticos un homenaje que conforte su escabrosa pena, de él más que humano;

lo que podrá ser:

α) o porque el mayor divino sea prisión de otros inferiores divinos, y clandestino envíe mensajes de súplica;

β) o esté vivo y libre, y sea para sí odioso, conspirador en su propia muerte, ansioso de arrebujarse en la levitación descenditiva de los humanos;

o, por último:

3) megadivino sádico prolonga y alimenta la agonía de los morituri sin muerte, goza de su confiada desesperación.

Cuál de entre las muchas pueda ser la menos inverosímil de las hipótesis no merece la pena ser discutido; esto resulta de cualquier modo cierto: que de algún modo la soledad de los angustiásticos no es perfecta; que una cierta forma de societas habita su espacio; ojalá fuera también cierta esa última, impía, deseducadora hipótesis.