Apostilla sobre el ciervo suicida:

Anotaron recientemente las gacetas la siguiente verificada Nueva, o Historia, o Fábula, o Mito; de ciervo que hubo quien divisó abriéndose paso entre anfractuosidades en alba nivosa y ofuscada: de ellas asomándose la apacibilidad de un hocico equino, infante, huérfano de arcaica soledad; no quejumbroso, taciturno y solo meditando ante el precipicio; suspirando, naturalmente, llorando, tal vez, por esos ojos pacientes. Pensativo de aquella forma, pasó las horas; por fin se despeñó deliberadamente a muerte.

Interrogante:

en aquella hora de espera; de tecleo febril por los archivos de los eventos difuntos; de compulsación desesperada y fútil de los catálogos de los adioses; de los diccionarios de los nombres propios trascordados, de las enciclopedias de los perecederos suspiros; de los horarios rigurosos de las citas vanas; de los protocolos de las cartas variamente dispersas; del inane mamotreto de los verba sperandi; del índice de las personas y de las cosas notables de una entera vida; horas de cálculos mortales, de imágenes intrincadas más allá de su esperanza de desentrañamiento, de alternativas bramidas con fatigada caligrafía de infancia, de instantáneas esperanzas, resolutivas e inutilizables; cuyas huellas siguen desesperaciones fulmíneas, definitivas, expeditas, naturales:

¿en cuál guisa se le pasó por la mente a aquel hocico marrón la leticia horrenda del descenso? ¿Fue la ilusión de un infierno cervuno, angosto y faccioso, como un racista club de difuntos; o acaso la esperanza de ínferos fraternales con el universo entero, mejor dicho, único lugar de fraternidad perfecta, sin discriminación por sangre o articulación vocal, raíz o corteza o cristal, pseudópodos o bayas? ¿O fue, aquel suicidio terrestre, tránsito en su destino acérrimo de ciervo —no ciervo, sino ciervohombre, no hombre, sino hombreángel, encerrado entre frágiles charnelas de pelaje—, astucia y sapiencia de descendente ab aeterno a quien le urgiera abrirse un nuevo pasadizo; descendido aquí, sobre la tierra, a través de una serie de precedentes despeñamientos, estrangulaciones, ustiones, desde dispersos planetas, onde tuvo forma de pulpo triangular, ojo apiernado, tubo de plástico y sangre, ventosa, engranaje de carne, hexagarrudo silicato?

¿Descendió aquel, el ciervo, rebotando durante siglos de precipicio en despeñadero, y fue acaso inducido a detenerse sobre esta tierra, engatusado por elegante leticia de leonado pelaje, amurcantes gracias genitales, distracciones de carreras nevosas por bosques polares; pero pensativo siempre del viaje interrumpido; y rescatado por fin para el destino suyo justo por un mínimo incidente: el odioso deplorar de un «No me diga»; la sentenciosa irrisión de un «¿Usted cree?»; reclamado de tal forma a la coherencia de sus tareas descenditivas, hacia abajo hasta aquella eternidad de pausa, onde no haya ya forma, ni obligación, ni licencia, ni esperanza de ulteriores despeñamientos? Y, en tal caso, ¿estaremos nosotros tal vez adelantados o atrasados, en comparación con la ambladura desgarbada del ciervo? ¿Cuán numerosas nos aguardan las muertes que, pasándonos de mano en mano, nos consignarán a la última, paradigmática muerte? ¿Con cuál ingenio, cuál astucia, o paciencia, o arte, o azar, podremos excogitar, o conseguir, o construir, o inventar, o adivinar, una muerte así de muerta, mortífera y mortal, que no dé lugar a ulterior muerte? ¿O cuántas muertes de esa índole nos serán necesarias, cuán fantásticas, ruinosas, desesperadas e ingeniosas? ¿O, tal vez, nos precede, afectuosa avanzadilla, este ciervo melancólico, analfabeto peón caminero a lo largo de las impracticables autopistas del fallecimiento?

¿O era este un pasajero casual, un compañero de camino que se ha equivocado de funeral, y camina a nuestro lado bajo la densa lluvia de noviembre, con su no fingido pero mal recóndito dolor? ¿En este efímero milenio es este el compañero de viaje, el vecino de enfrente que se despierta un instante antes de la bajada, agarra la maletita desgastada y repleta, y se precipita al andén de una estacioncilla de nombre ilegible, bajo los faroles oscilantes por el afecto irónico del viento, en el subitáneo, ilusorio calor que proviene del silencio cuando el convoy se detiene, tras un borbotear ineficiente de aguas afontanadas, y que apenas tiene tiempo de lanzarte lo que tiene la apariencia de ser una despedida —si pudiéramos entender la lengua gutural y masticada, de no ser por ese deslucido echarpe que le sofoca el aliento—, una despedida, con todo, que, ininteligible, apresurada, dicha sin tan siquiera dirigirnos la mirada, nos conmueve como extrañamente amiga, novísima y habitual, cual la que desde siempre esperábamos, cálida y distraída, de quien ignora nuestro nombre, pero de nosotros lo sabe todo, nacimiento y muerte y vergonzosas leticias?