Glosa a las palabras: «yo, muerto, en fin, un día, ignaro o no, volveré a encontrar mis manos» (pág. 65)
¡Bien habrás reconocido tú, dilecto Calibano, mi pasional y desesperado amigo, hombre de suicidio como ningún otro, en estas palabras mías, un eco de aquellas ansiosas pláticas nocturnas nuestras, por las calles acaloradas de la gran ciudad, o en los malecones, entre la noche, bajo el cielo sellado por la redonda insolencia lunar! O de invierno, en nuestras míseras habitaciones, cuando se discurría a media voz, no fuera a oírnos la exigente patrona de la casa: ¡más que para no molestar, para que no escuchara la gloriosa locura de nuestros razonamientos! Nos angustiaba nuestra recurrente soledad; nos preguntábamos qué podrían significar aquellas separaciones, despedidas y escisiones que ininterrumpidamente invadían nuestra vida; e intentábamos imaginar teorías e hipótesis a este propósito, de las que resultara que: o la soledad era idéntica a su contrarío; o de alguna manera acabase enmendada e iluminada al final de los siglos, de forma que concluya en su contrario; y eso queríamos conseguir, oh, Calibano, sin recurrir jamás al nombre de Dios, la incógnita omnivalente, el comodín teológico, que para todo vale, todo lo sana, todo lo rectifica. No: nosotros queríamos del universo una imagen coherente e inocente, que se mantuviera unida por sí sola, sin el gesto arrogante de un arbitrario, triangular caporal de los cielos. En aquellas horas yo esbocé mi teoría de la equivalencia del encuentro y del alejamiento; y tú, alma condenada al enamoramiento, siempre ilusa, eludida y desilusionada, excogitaste aquella teoría de los eidola, que durante tanto tiempo me tuvo fascinado, que llegó a turbarme hasta las lágrimas y no sé si más me conhortaba o me ensangustiaba. Al cabo de tantos años, espero no tergiversar con exceso de grosería tus palabras.
Tú afirmabas que estaba nuestra persona, la que se congrega bajo las banderas de un único y no revocable nombre, habitada por infinitas animulas; y a estas tú denominabas eidola, imágenes, para señalar su condición esencial, que es la de ser formas perfectas, no necesitantes de sus consanguíneas para su propia integridad y existencia. Precisabas que el yo no ha de verse en la suma de estos eidola, ni, estrictamente hablando, en las relaciones que mantengan: sino en cada uno de ellos; y si acaece, como acaecerá, que yo crea ser más uno que otro de estos, ello proviene del prevalecer o decaer de uno u otro eidolon: pero yo nunca dejaré de ser todas y cada una de estas animulas.
A cada eidolon atribuías tú un único destino al que este pudiera entregarse con pasión y competencia; destinos, añadías, recíprocamente intolerables, incluso absolutamente contradictorios; de cuanto se desprendía que, siendo yo cada uno de esos eidola, semejantes destinos recíprocamente repugnantes me pertenecían integralmente. Ello generaba furores interiores, desesperaciones, delirios, euforias, fraudes, violencias y deserciones. Tú aducías como ejemplo cuanto acaece al enamorado: acontece en este, decías, una extraordinaria aceleración de los eidola, como átomos de hidrógenos en ampolla sobrecalentada: las animulas hambrientas se precipitan en primer lugar para efectuar un reconocimiento, después para alimentarse, aquellas a quienes conviene, de lo que por destino han creído reconocer en el rostro que las desafía. A medida que bulle el enamoramiento, la forma del amante se modifica, se aerodinamiza, al igual que a las caducas, arcaicas animulas suceden las nuevas, que tú decías eidola futurantes.
La novedad del destino del amante alboroza a algunas animulas, a otras las abate; a algunas las acelera, paraliza a otras; a algunas ilumina, a otras ensombrece; a algunas sacia, a otras provoca gazuza. Pero he aquí, al escarcharse el calor amoroso, entenebrecerse y apagarse la luminaria que hizo perspicuo el sabbat de las animulas; las eufóricas enflaquecen y se mustian; se arregazan como fetos, o momias tribales, o el esqueleto del homo de la clava; por la gran anaquelería del interior silo se acuclillan las hibernantes, taciturnas, resecas, como muertas, de no ser por el raro, seco chasquido de los cabellos y de las uñas en crecimiento obstinado.
Enfervorizado en el discurso, congestionado su rostro de muchacho entecado por el error del nacimiento, paseabas por la angosta habitación articulando los delgados brazos, la longitud de las piernas, y continuabas: pero existe, existe una condición en la que cesa la repugnancia de las alternativas, pabulum idóneo para la simultánea nutrición de todas las contradicciones, donde se vuelven íntegros los mútilos destinos; existe la muerte, solecismo que rigoriza el léxico matemático, error que confiere sentido al impecable discurso, cotidiano apocalipsis, portátil fin del mundo, puesta a cero de todo programado universo: ella emancipa a las animulas esclavas, con el calor de su aliento sanguifica a las exangües, las nutre de su negra leche afectuosa.
Verdaderamente, era un discurso asaz marrado, este que te encaminaba a la conclusión anhelada por tu corazón pasional. Con brusco tránsito de lo teorético a lo personal, decías tú, llegados a ese punto, que jamás habías olvidado a mujer que tú hubieras amado; en el caótico sotabanco de tu corazón se agavillaban retratos de mujeres, variamente dilectas; desde hacía años en absoluto salidas de tu vida; naturalmente, algunas muertas; u olvidadas en absoluto; o reluctantes a recordar; en ocasiones, ni siquiera ornadas ya por la chambrana de un nombre; supervivientes, algunas, gracias a una aspereza de la boca, un gesto de la mano; o inmóviles en el ámbar de un berrinche dominical; menos aún: mujeres entrevistas por la calle; muchachitas que pasaron a la carrera, iluminadas por una blanca botella de leche; sin duda ya madres, muchas; otras, muertas ya, no le cabe duda. Pero descollaban determinadas figuras más fatalmente dilectas: rostros solemnes, taciturnos, no serenos. «A todas estas», decías tú, agitándote, «a todas estas pude yo amarlas solo imperfectamente, como consentía la angustia de una única existencia, la poquedad del lenguaje, la disfunción y difidencia de las pasiones. Cada una de ellas me ha dado indicios de un destino que reconozco como mío y a mí necesario, y del que no puedo renegar ni consumarlo. Pero una vez muerto, una vez sustraído a las toscas abreviaciones de la hora, me disolveré en mis infinitas animulas; y yo seré cada una de ellas, como quiere la infinitud de mis destinos. Cada eidolon buscará ese otro extrínseco que entrevió en su existencia premortal, y del que extrajo apresurado pero inolvidable alimento; y acorrerán los eidola a un abrazo ya no escindible, definitivo, necesario; y no habrá intolerancia entre semejantes totales y exclusivos amores. A cada una de las mujeres a las que yo inexactamente amé, volveré a encontrar en la precisión de la muerte: y serán, todas, igualmente, fatalmente, amables, amativas, amantes, amadas».
Te asaltaba entonces una suerte de funesta leticia, casi como si te descubrieras encima una fiebre, una adolescente lascivia de pronto morir: y recuerdo haberte visto temblar, ante la esperanza de semejante cósmica recuperación de tus amores.
Retomando al fin el razonamiento sobre las angustias, nosotros, nos topamos con la
angustia estática, o conclusiva
angustia, esta, que no nace de la espera de acontecimientos que se formidan terribles y ruinosos; no quiere hallar símbolos en gestos y cosas; no quiere adioses; no celebra ni extrínsecos ni intrínsecos abandonos; no adorna con su retórica renuncias, deserciones, exilios; no sazona con su presencia oficiosa marchas, fallecimientos, funerales, pulverizaciones; pues al contrario, se exalta en perfecta soledad, en ausencia de todo aquello que pudiera menoscabar una ausencia. Tanta es su incorpórea pureza, su categórica persuasividad, tanta su impersonal dignidad, que ni tan siquiera ha menester de angustiástico, habitante o testigo. Podríamos decir que participa de la naturaleza del número, pero de un número que nadie piense o haya pensado jamás; lo que entienden los ciegos cuando hablan de la luz; ausencia que es, que evita que otro esté en su lugar, pero que a la vez, en gracia de su no ser, está por doquier y en cada cosa.
Coronación de la angustia estática es la autoconciencia del universo como Hades; por muy baja que sea la autoconciencia de los amasijos estelares, esta se halla larvada por tamaña angustia; ves cómo los cometas padecen con velocísima furia sus propias ansias de morir; hembras desgreñadas abrasan, en seculares despeñamientos, mejillas y efélides de sus pendencieros rostros caballunos. Grávida se hincha por los cielos la arrogante nebulosa; la descompone una lentísima ira; se disgrega, y desde hace siglos el meñique cósmico se esfuerza por perder de vista al opuesto coxis, pero ya son ganas de pedalear por los cielos; apenas ahora, tras ene por ene eras se han dilatado apenas las entrañas nebulósicas, y se le ha enronquecido la voz; y estos mínimos indicios da en óbolo a sus propias implacables ansias de morir.
Sugerimos, para mayor claridad, estos otros problemas, a los que no intentaremos dar respuesta: ¿cuánto tiempo emplearán en morir los triángulos? ¿Cuál conciencia del no existir sostiene las fibras sutiles y tenaces de los seres aún no nacidos? ¿Qué contribución aportan al fallecimiento hodierno los fallecidos de hace miles de millones de eras, en otro planeta de otro universo ajeno a nosotros, ignoto y repugnante?
Ve en ti, querido mío, cómo van las cosas. Si es que no se te va excavando un secreto rencor hacia ti mismo; si es que, más bien, a la postre no te odias a ti mismo, y de semejante sentimiento no nace una adusta, deletreada, infantil noción del morir; sino esto también: si es que no estás tan intrínsecamente ligado a este desdén hacia ti, que no eres otra cosa más que eso, y que eres, al mismo tiempo, amor y desdén hacia ti. De ahí que te reconozcas como Hades —no parte o entreseña del Hades, sino todo el Hades— y juntos consigas hacerte amigo de ti mismo; y es solo por excesiva ternura de abrazo si ello se muda en afecto corredizo que embarulla tu minúsculo aliento; o si estas ansias de poseerte amorosamente te descomponen y te cercenan; o si te apocopas en la cabeza, con la ilusión de que más tarde te resulte más expedito besarte; o si el calor de tu autoafecto se hace candente en explosión plúmbea que teclea el intráneo de tu calavera.
Así pues, eres testigo: eres tú mismo la angustia estática; tú eres el Hades, según las sospechas de tu infancia, cuando excrementabas, y llorabas tu asmático llanto impersonal, y te mortificabas forúnculos y eczemas; ya entonces sospechabas tú que aquella limitada, local hinchazón, molestia, era alegoría, símbolo, semantema, ficha, documento de otro grandísimo excremento, costra, eczema; y que eras tú precisamente aquel eczema; por lo que no te quedaba más que asquearte como innoble y vilísimo, y a la vez tenerte cariño y adorarte por tu extrema, ejemplar indignidad.
El universo que se reconoce como Hades se articula en súbita obediencia en los necesarios círculos jerárquicos. Tú, encerrado en el angosto habitáculo de un universo infinito, habitas en un foso, desde donde, más tarde, vuelto inmoto y terroso, pasarás a otro foso a ello diputado. Eres el réprobo; y, al mismo tiempo, el demonio: el diablucho cornudo y caudado, cómico y pueril. Como tal, estás resguardado de las agresiones de la fe: no en cuanto a incertidumbres, quede claro, sino en cuanto a certezas de evidencia doctrinaria; por lo que te estás en tu infierno, fresco entre tumba y fuente, decoroso, atildado en tu decentísima librea de llamas y tinieblas. Consciente de tu dignidad y situado por lo tanto en un plano intemporal, tú celebras, en los humos de tu aromática combustión interior, todos los adioses posibles, como ya acaecidos. Degustas las cualidades teoréticas del adiós. Experimentas el amor del desamor; ya que el universo Hades te desama a ti, hombre Hades, y al mismo tiempo te ilumina, y te hace significante; y por lo tanto no será impropio decir que te ama.