Glosa a n. 3, pág. 54, línea 7

Se afirma explícitamente en la precedente nota que es el adiós amoroso forma explícita de semejante condición, pero no la única: valga, como glosa de semejante no casual enunciación, este, que a continuación se recoge,

Testimonio de un joven solitario

(El documento que aquí sigue, y los sucesivos, han de ser considerados ejemplos, o ejercicios, o acaso verificaciones experimentales del precedente texto teorético; por lo tanto, presuponen su aguda lectura; el grave, oneroso masoquista que haya atesorado diligentemente las paradigmáticas morfologías, podrá delectarse con tales textos, como el papanatas escolar, con traducir las primeras deletreadas frases de silvestre e intransitable idioma. Y si alguien hay a quien le parezcan, estas documentaciones, cosa pobre, y tediosa, tenga presente que la escrupulosa fidelidad testimonial ha parecido más importante que las lánguidas venustidades del estilo; y no se le escape, de estos textos aurorales, la ceceante, impúber gracia como de grafito de catacumbas, nacido de un tierno y abrasante furor).

Fingiendo el alma humana de forma sensible, diversamente articulada o trabajada según el destino y vocación de cada uno de nosotros, será la mía tal y como sigue: cuerpo de araña o cangrejo, comprimido, ancho, confinado en caparazón gélido y áspero; sobre el cuerpo, hincados en legañas y tártaros, estarán agavillados racimos de ojos, defectuosos todos, miopes, hipermétropes, astigmáticos y daltónicos: de modo que los universos de los que tengan experiencia resulten discontinuos, patéticos y lejanos en ocasiones, en ocasiones inminentes y pendencieros, por turnos evaporados y cegadores; de torva obscenidad cromática, amará reparar en anfractuosidades, galerías, madrigueras y grietas, donde, para sustraerse al amor ajeno, mantiene semejanza de excremento, líquido pútrido, fungosidad, conglomerado de sílex y escorpión; de sexo imperfecto, de ahí que guarde sospecha, pavor o ira hacia sus mismos semejantes; henchido como arisca rata de albañal, aguardará a las horas nocturnas para osar, con su demorada furia, la travesía de las grandes avenidas: y no será raro que coinquine con su negra sangre el adoquinado hostil.

Tengo en odio las nasales lamentaciones autobiográficas, los resentimientos líricos y alusivos; y no me demoraría ahora en ellos más que para introducir y hacer razonable la historia que ahora se narra, no por insolente narcisismo, sino para custodiar su condición testimonial.

Inhóspito e hirsuto, yo vivo en un escardillo de tétricos prodigios; rehúyo las voces registradas de los vivos, me demoro en gutural conversación con los alientos mascullados, los raucos zumbidos de los vellosos imperfectos; los no nacidos, los no muertos, las mezclas de vida y muerte; anoto el rechino silabeado de los guijarros, las entrecortadas razones de los insectos, recojo las confesiones de los vegetales agonizantes. Adoro la compañía, entre todas discretísima, de los muertos.

En estas vidas, cual la mía, trazadas a lápiz contra el impúdico technicolor del universo, en estas existencias lucífugas, gatunas, acaece en ocasiones una irrupción de luces crudas y punzantes, un estrépito sardónico y tronado aterroriza la casa desierta, cuyo silencio por lo general queda apenas menoscabado por el gemir de un grifo consunto por manos definitivamente muertas. Tinieblas arcaicas, silencios tumbales, se encuentran sin defensas contra la rascadura de una uña, una luciérnaga. En ocasiones, una fosca euforia, un súbito desamor de la puericia de nuestras tinieblas nos vuelve desleales a nosotros mismos; la noche, extenuada por su propia compacidad, se anega en el suicidio del alba.

Mis años se escandieron entre una y otra conmemoración de los muertos; en este día sacro para la honesta calígine de los raídos difuntos, mi soledad se aplaca y se exalta a la vez; en esas breves horas oso yo superar las aduanas de mi áspero recato, esbozo una queda bienvenida, cálida y casual. Adoro a los ajados, analfabetos difuntos que cada año intentan su inane excursión entre los vivos: con gorras de ciclista, capazos estorbosos, talegas gastadas, deambulan estos, como empujados, o acaso constreñidos a una feria bulliciosa o fatigosa, ocasión segura de malentendidos, engaños, desilusiones y estafas. ¡Yo os saludo, pacientes muertos dialectales! Pero vosotros, decidme: ¿quién os constriñó a consentir que entre vosotros, en aquel día sacro para vuestras anónimas agonías, se mezclase un lujoso, lúcido ángel, provocativo federal de los cielos?

Un ángel: una cara ancha, un cuerpo linfático y malsano, vestes ambiguas, de desleal inocencia. ¿Fue su gracia ultrajante, su sarcástica inmortalidad la que devastó mi vida clandestina y humilde? ¿O acaso el indicio de una honesta monstruosidad, mínima dignidad como rescate de un ser sórdido y estólido?

Lo miré, lo saludé, me perdí; ignoré las miradas asombradas y deplorantes de los difuntos; declamé una vil, sintáctica bienvenida; sin horror me descubrí en la voz el metálico homenaje del sicario. Celebré la nobleza de la tierra que lo acogía, elogié la benignidad de su clima, la copia de las obras de arte, la hermosa silueta de los jóvenes, la virtuosa meditación de los viejos; le ofrendé la ciudad, sus ignaros habitantes, a mí mismo.

Cautivado por la culta pornofonía de mi voz, se desvinculó de los muertos, siguió mis pasos. Mi conversación era caprichosa, voluble, agitada. El escuchaba, obtuso y cómplice, simuladamente esquivo, como una criada que medita dejarse seducir. Tuve gestos cínicos y garbosos, articulé voces tornasoladas, sociables. ¿Es que hay límites para la abyección de aquel que cree cumplir su propio destino?

Esa misma tarde, en mi mísero cuarto, desprendiéndome del ornamento mundano, ante él, silencioso y estupefacto, empecé a hablar de mi vida. Impúdico, ebrio, a base de furia extraje de mi mente emparedada determinadas fantasías clandestinas y abstractas, confiado en que para él, celícola, no existiera el escándalo; aventuré a la tosca luz del día los delicados murciélagos de mis sentimientos. Saqueé mi vida, esa pobre cosa, y no había en ella fruslería de recuerdos que no reluciera entre mis manos, mientras se lo ofrecía.

Pasaron los días, y el ángel empezó a despegar la boca, a interrumpir aquella monótona furia mía; y bien amable me pareció aquel gesto que, hendiendo con privada insolencia mis discursos, me arrebataba al arbitrio de la soledad, ya que esta no cede ante el amor ni ante el coloquio, sino solo ante el ultraje.

No tardé en conocerlo por lo que era, pero mi alma deshonesta era reacia a comprenderlo; torvo y estulto, amigo indolente y acidioso; pocas cosas lo distraían de su vicioso torpor, una sola tal vez, risible al decirla: el deporte. Se despabilaba para hacer preguntas de fútbol y ciclismo. Yo nada sabía de semejantes asuntos: di en leer periódicos deportivos con filológica devoción. Me avispé para traerle noticias vergonzosamente circunstanciadas, me fui avezando en discriminar las caras entumecidas de los campeones, apronté un actualizado becerro de sus ínfimas empresas. Empuñé la bastarda heráldica de las gacetas deportivas. Y a más me corrompió aquella sacra abyección. Adquirí cuaderno y diccionario de rimas, me puse a escribir himnos en su honor; con inmundas chanzas procuré ganarme alguna de sus lentas, desconfiadas sonrisas; empecé a remedar su cuerpo, a arrastrar las palabras, como perdulario. Aprendí a deliciarme con el rugby.

Consolaban y aterrorizaban mi consagración ciertos menos sórdidos momentos. Me acaecía el sorprenderlo ceñudo, ensombrecido en taciturna cólera, que acaso en él, rudísimo de palabras, era imitación sumaria del dolor; me clavaba los ojos con refrenado rencor, casi en litigio con una memoria odiosa en la que yo, o nuestra condición, estuviéramos implicados. Me preguntaba entonces si su aparición entre los muertos, y la permanencia de él, inmortal, junto a mí, mortal, no habrían de explicarse con algún transido recuerdo.

Transcurrieron pocas semanas, principié a notar en sus maneras una alteración. Hablaba más a menudo y, si bien toscamente, durante más tiempo; no por deleite, con todo, sino como lo hace quien se muestra turbado y deseoso de hallar alivio en una gresca, y se da ánimos bebiendo, e insolentándose con quien, por amor o temor, no puede oponérsele. Tal vez su angustia se hubiera vuelto intolerable y, transformándose en furor, buscaba una salida en envilecedoras sevicias. Empezó a tratarme con concisa arrogancia; a darme órdenes insolentes, a las que yo obedecía. Se reveló maligno, matón, sórdido. Una noche me dirigió unas cuantas palabras villanas y sarcásticas, me provocó como un soldado mugriento de burdel. Me dijo que se había hartado de mí, que se marchaba. Me arrojé a sus pies: prometí, todo a la vez, abyección, fidelidad, me dije dispuesto a toda clase de innoble y heroica obediencia. El parecía divertirse; y tal vez fuera una situación divertida.

Una vez que se hubo ido, se me volvieron renuentes manos, piernas, boca, como dándome a entender con su amotinamiento su desdén; rechacé mi parco alimento, vagabundeé desordenadamente, hablé en voz alta por las calles, consterné a los vivos con gestos necios y descuidados, eludí la afligida indulgencia de los amabilísimos muertos; por último, ansioso de coloquio con un ser avezado como yo a la degradante asiduidad con los milagros, me precipité en busca de un oscuro sacerdote, confesor practicante de una iglesucha periférica, horrenda y grandiosa. A éste, con retórica y furores, narré mis prodigiosas vicisitudes.

Él escucha, sigue mis pasos, con los ojos desorbitados, los labios semiabiertos; cuando acabo da muestras de desasosiego, quiere escuchar la historia desde el principio. Y mientras hablo, y vuelvo a evocar una a una las desgarradoras minucias, él asiente, se enardece e ilumina; después, cuando hube terminado la tercera exposición de los acontecimientos, tras un breve, anhelante silencio, me pide licencia, que yo le consienta el narrar ciertos recuerdos suyos; y ante mi agitado asentimiento, principia a narrar la siguiente historia:

Él había sido seminarista melanconioso, ásperamente diligente para con sus deberes, pero siempre desmemoriado y abstraído por teratologías celestes e inférnicos esplendores. Una mañana, una fría y algo húmeda mañana, de esas en las que seminarios, cuarteles y colegios hacen pedidos al por mayor para distribuirlos entre sus propios misérrimos adeptos, una vez levantado el cuerpo acerbo y enjuto, ignaro de placeres, del lecho virtuoso y funcional; apenas manos a la obra en el cántaro desportillado y letrinoso, he aquí que se le aparece al adolescente en camiseta, glandular y huesudo, un santo: en absoluto garrido, precisó, ni engreído de aureolas y paramentos con aroma a libídine de paraíso; postrado y desgarbado, por el contrario, ataviado con una tunicucha rebajada y remendada, no sin tics nerviosos, en fin, uñoso y sucio. Afirmó el tal ser un cierto Leonida, que había conducido vida silvestre y mezquina entre Capadocia y Cilicia, en tiempos de langostas blasfemas y maestrillos eremitas; y que, yéndose de este mundo tras breve y huerca existencia, ilustrada por ciertos milagrillos de medio pelo, se había visto convertido en santo. No diserto, según las pías leyendas, ni agudo cogitador, no electo taumaturgo, sino al contrario plebeyo, y pesadamente didáctico.

Entre Leonida y mi hombre —al que nominaré Demetrio, pues no era su nombre especialmente distinto, de ahí que no quepa duda de que sabrá reconocerse— fue así como dio inicio una familiaridad rústica y desconfiada: ya que al desmañado, reverencial silencio de Demetrio, Leonida respondía con una caprichosa, pero no arrogante cautela, un calor anónimo, sofocado de inmediato por bruscas reticencias, y reavivado por estros risueños y provocadores.

De este modo Demetrio pintaba las maneras de aquel santucho hediondo y lunático suyo: perorata lenta, de quien teme dejar que le arranquen de la boca una palabra comprometedora; ante una pregunta, la más inocente incluso, no daba respuesta de inmediato: sino que hacía girar sus ojos de animal avispado y atónito, te clavaba la mirada de soslayo, levantaba ligeramente el labio superior, como para un hipotético adentellamiento, y respondía, al fin, de manera ambigua, insatisfactoria, como alguien que no ha comprendido pero no quiere darlo a entender. Y realmente, añadía Demetrio, era él un pobre idiota, aunque no carente de una grave gracia, por la que mucho le era perdonado. Demetrio se industriaba en explicar en qué consistía esa gracia: una manera de reír bobalicona pero no fosca; una risa, precisaba, que de alguna forma él daba a su interlocutor; y sobre todo una disposición a escuchar, sin comprender, pero con una intensidad ficticia, que era necesario presumir alimentada de una cierta ruda simpatía.

Brevemente aludió Demetrio a esos encuentros y coloquios: cómo Leonida no tenía miramientos en invadirle el sueño, en aparecer en las letrinas, en entrar bodoque en las aulas de las clases, en berrear, en taconear entre los pupitres, inadvertido para todos excepto para él, con una suerte de ribalda ebriedad villana. Ay de mí, tal y como había venido, Leonida se marchó. Precedieron a la despedida pataletas, extravagancias, excentricidades malhumoradas, que Demetrio escudriñó con taciturno horror. Una noche, al fin, cuando los seminaristas ya se habían colocado en los ataúdes de los catres, Leonida se encogió de hombros, masculló algo con una mueca incomprensible —tal vez «gracias», o «asqueroso» o «lárgate» o «¿qué quieres que haga?» o «diostemaldiga» o «querido mío» o «hijo de la mierda»—, enfiló con el pecho la vidriera del dormitorio, la redujo a mil pedazos y se marchó.

En la noche fría y ventosa, Demetrio meditó largo rato, con sus ojos miopes abiertos de par en par —después de que se hubiera aquietado el trasiego de vigilantes y seminaristas en torno a la vidriera hecha añicos. Que Leonida no volvería jamás él lo tuvo por seguro desde entonces; y, es más, siempre había sabido que aquella dispar camaradería no estaba destinada a perdurar demasiado. Y con todo se preguntaba el disciplinado seminarista: ¿por qué el santo había descendido hasta él? ¿Por qué se había demorado junto a él, mortal, aquel ser insignificante, pero al fin y al cabo aureolado? ¿Y por qué se había ido? ¿Y qué sentido habrían de dar a su vida aquella enigmática incursión, aquel oscurísimo despartimiento? Demetrio no había rezado nunca a las potencias del cielo para que le devolvieran a aquel amigo improbable y ultrajoso. Y empero, no había dejado de preguntarse, sin ira, pero con obstinada desolación: ¿por qué razón había descendido hasta él? Demetrio siempre había sospechado que una obtusa angustia oprimía aquel corazón de bucéfalo. Cultivando, como acaece a los amantes derrelictos, una concienzuda filología del amado, yuxtaponiendo los quedos y dudosos indicios de las sacras crónicas, y rememorando frases, palabras balbucidas, suspiros, e imprecaciones incluso, contratos blasfemos, lamentaciones infames y no raramente lacrimosas, había creído poder reconstruir la siguiente historia:

En vida, ese Leonida había depuesto devoción y amor en un innominado eremita, hombre milagrero y facundo, a quien había aludido con frecuencia, con una mezcla de veneración y rencor; este conjeturaba Demetrio que pudiera ser el beato Leoncio, de quien las sacras fábulas apenas hacen mención, entre una congerie de santos desechados y amontonados en la carcomida cómoda de la historia eclesiástica. Parece ser que este había concebido un indulgente afecto por aquel forzoso bigardo, y le enseñó lo poco que después enraizó en su pobre cabeza: a realizar milagrillos, pronunciar frasecitas edificantes, mover las manos con esos gestos que enternecen a las multitudes, y así podríamos seguir. Leonida era entonces algo menos rústico, y con cierta enjundia mental; y se había aprendido esas cosillas con reconocimiento. Muerto Leoncio, y exaltado a la condición de beato, durante un par de años Leonida había recibido sus no infrecuentes visitas: «Haz esto, no hagas eso, hijo mío», como es usanza. Y de tal guisa fueron las cosas que al final aquel inalquitarado cerebro suyo empezó a tambalearse: aquel aureolado que venía a sobredorarle con lentejuelas sobrenaturales su madriguera tártrica y fétida, que flotaba a media altura, con sus mohines y su vocecilla fingidamente senil, lo turbó y obnubiló su mente; se sintió en vena de diva, de predilecto de los poderosos; organizó sin duda algún clamoroso, aunque inocente, desmaño; en conclusión, Leoncio acabó por desdeñar a Leonida: y al final desapareció. El desgraciado aguardó algún tiempo; después empezó a ganarle el desaliento; la aflicción se tornó melancolía, rencor después, y odio al fin por aquella desierta vida suya; y acaso se percatara de su propia nimiedad, y cayó en náusea de sí mismo. Dio en vagar por los bosques, rechinando mudas lamentaciones; por fin, demenciado por completo, incapaz de nutrirse, extenuado y transido, con el primer trastabillón en piedra o raíz había rodado por el suelo, y allí había yacido, sin ánimo ya u orgullo para moverse; y al poco había pasado a mejor vida. Se halló convertido en santo: pero sin parar mientes tan siquiera en aquella honorificencia extraordinaria, que lo hacía par, y acaso mayor que su maestro, dio en vagar por cielos y tierras, con objeto de localizarlo; y a medida que la esperanza de volver a verlo alguna vez andaba flaqueando, él iba acanallándose; se extrañó de sus colegas y, es más, desertó cabalmente de las celestes moradas; desdeñoso y desventurado, condujo vida ínfima como patrón de una mísera tribu balcánica; para rehuir las molestias edificantes de los supernos, aquel desfachatado buscó amparo en alguna impracticable selva, se engalanó como fetiche; en fin, se redujo a santo de lluvias, de tormentas veraniegas, útil para ayudar con manos nudosas en un parto de novilla. Movido acaso por un secreto afán de volver a encontrarse con su Leoncio, se había puesto otra vez en camino; topándose con Demetrio, había hallado en su compañía efímero consuelo; más tarde se había cansado de él, por motivos ignotos, que Demetrio conjeturaba como sigue:

tal vez se hubiera apercibido Leonida de estar interpretando, con respecto a Demetrio, el papel de Leoncio, y le acometiera la ira, el disgusto y la melancolía; o la poquedad de Demetrio hubiera dejado en el corazón de Leonida tamaña insatisfacción como para incitarlo de nuevo a los cielos, en la inane búsqueda del maestro; o tal vez —y la hipótesis es mía, y Demetrio, resentido, ni siquiera quiso escucharla— tal vez se dispusiera Leonida a hacer de Demetrio un nuevo maestro suyo; y, en tal caso, o lo ensangustió la memoria de la perdida devoción; o tal vez le hubiese llegado de los cielos, vigilantes con aquel cenobita negligente, la orden de no pesiar como maestro un cuerpucho de hombre no experto aún en muertes: y, entre todas, esta me parece a mí la menos increíble de las hipótesis.

Y por lo tanto no parecerá irrazonable deducir de las historias hasta ahora mencionadas la siguiente hipótesis:

A cada condición de amor es intrínseco su propio y específico adiós; de amor corporal, muerte o despartimiento, decadencia o distracción, urgir de nuevos resultados biológicos, como son los de los hijos; y estos también, que no creíamos baladíes, divinos amores, cual la devoción que había atado al joven solitario con su ángel, que había enlazado a Demetrio con Leonida y, con toda verosimilitud, a este con Leoncio, y acaso también al ángel con una ignota imagen cualquiera, estos también padecen sus adioses; por lo tanto, los miembros que no abandonarás a hembrita voluble y lánguida, sino que confiarás a la fascinación de las presencias celícolas, esos también te serán al fin raptados; y nace la sospecha de que este rapto perenne de las almas y de los cuerpos ajenos sea cósmicamente fatal; de modo que opino: traspasando de amor en amor, de adiós en adiós, lentamente en el curso de los siglos nos atamos en presencia o en ausencia. Así acaece: yo dono mis manos a mujer de mí amorosa; esta se desenamora; de otro amorosa, a este ignaro ella ignara da, con las suyas, parte o todo de mis manos; este, derrelicta la hembrucha, se enamora de angelizado afrita, u otro fantasma; y he ahí mi mano abrenunciada encosmicarse: de afrita traspasa a poltergeist, sakti, arcángel; y más allá: al cabo de los siglos se hallarán, mis manos, en dotación a una periférica nebulosa cualquiera, o se la comerciarán serafines y querubines; yo, muerto, en fin, un día, ignaro o no, volveré a encontrar mis manos; o tal vez de mis manos, o de las de cualquier otra criatura o increado amorosamente cedidas se hará una pulpa amorosa, en la que vaya poco a poco resolviéndose cualquier otra cosa; y triturado todo lo que no haya allí de coloquiante, el universo fructificará en infinita granada de amor. Qué enorme emoción, encontrar en los cielos una aureola de uña, y reconocerla como propia, y en la frágil y seca queratina localizar, como en valva de concha o en vientre de árbol reseco, los estigmas del viaje, o los signos de los estupros de amor sufridos e infligidos; rostros lacerados en orgasmos de adiós; acariciados en espasmos de reconocimiento.

Así pues, todo el universo se ama y se abandona, se pierde y posee, y entre ambas condiciones, o gestos, o arrebatos, o sentimientos, o tensiones, o revelaciones, o en fin deslumbramientos o iluminaciones, no verás en conclusión diferencia alguna.