3) A la tercera guisa de adiós nosotros la diremos «proyectante», y participa de la primera y de la segunda, en cuanto presupone en efecto eventos y cosas y personas externas, pero solo en cuanto simbólicas de nuestros nomina y numina interiores: de modo que sus adioses remedan esos otros, más secretos e íntimos. El adiós amoroso, típico de semejante suerte de adiós, pero acaso no el único, nos ilustra en qué manera acaece; ya se ha visto, en el precedente, el adiós a las propias manos: ahora bien, el adiós tiene siempre, en puridad, atingencia con manos propias, pero transformadas en tales por usucapión amorosa. Cuando un rostro de mujer baja a ocupar todos los orificios de tu alma y de tu cuerpo, de modo que dentro de ti manos y pies y orejas y pelo y ojos y mondongo y uñas, ya no respiran, y mueren, se suicidan, se desangran (ya que en el enamoramiento el alma puede desertar enteramente de órganos y miembros, que por lo tanto se mantendrán más acá del juicio universal), emigrando al fin para intentar reencarnaciones en el análogo miembro de la amada: de ello resulta que nosotros, saqueados de manos, ojos y párpados, nos reconocemos en manos, ojos y párpados ajenos; condición aventurada cuando no enteramente ruinosa.
Y, en fin, será el adiós a las propias manos pertinente contrapeso a tanto exitium de desmembramiento. Así pues: por ira, cansancio, terror, juego, vicio, virtud, tiesura, se desparten las manos; momento de exquisitísimo horror: ya que todo adiós es para siempre, como todo abrazo es para siempre. El despartimiento de las manos es irreparable: sean cuales fueren los eventos —perdón, arrepentimiento, silencio, muerte, distracción, indiferencia— esas manos antes nuestras, hechas hembra, se disuelven, como se dice que acaece con las medusas muertas, corroídas por la sal: a nosotros nos quedan las abreviaturas de los muñones, como en compendiosa enciclopedia, asteriscos de úlcera y llaga.
Entenderás, pues, la especialísima angustia que ilumina los adioses amorosos, ese despartirse nuestro de un nosotros, trascrito en la irónica autonomía de nuestros disiecta membra. Hilarante asunto, incluso de suicida hilaridad, este despedirse de almas antes ceñidas; que conlleva no sé qué escalofrío de irrupciones eléctricas (temporales, escenas histéricas de Dios mío), como si otras manos ya nunca nuestras conmutaran interruptores y válvulas.
Entre todos, es adiós necesarísimo: introduce en la castidad de la angustia extrema. Los miembros perdidos se descomponen en fuego anónimo; te llenas de mataduras y alusiones de sangre; te tatúas de uñas, tuyas y ajenas. Así descarnado, pulido, desangrado, deshuesado, cocido, recocido, deshecho, enervado, desgranado, cardado, castrado, descarnado, embadurnado, disuelto, vaporizado, en absoluto inepto para proyectar miembros, que ya no tienes, para exhibir retórica amorosa, carente de orientación, como omnímodo indeterminantum, mondo de nombre o cualquier otra marca, líquido y muerto, alcanzas un grado de castidad para el porvenir inesperado: cuerpo que no tiene lugar para existir, que no existe y es consciente de no existir.
Consumado el adiós, superada la cámara del llanto, despejados los sueños del rostro desertante, permanece el signo matemático, el gráfico del único no nato ni moriturus pez abisal, grabado en el fondo, en el urinario del alma, por una mano pía y obscena. Consumado tú mismo en el vitriolo del adiós, ya no podrás perder ni alma ni muerte; has lucrado un enorme salto hacia atrás; ahora vuelas: las peludas piernas, como de árbitro de fútbol y profeta vinolento, vibran por el airoso abismo, y no te falta el hálito para tanto vuelo descenditivo, pues has conseguido la compacidad de la muerte. Ícaro pilotante, no arrollado a catástrofe, exactamente te precipitas: ¡orgullosísima vista! Las madres tapan los rostros a los arrapiezos, no vaya a consternarles tu inminente estrago. Pero tú, con despego, voz culta y modulada, corbata sociabilísima, sonriendo, anotando, jovial te precipitas.