Algo más acerca de las salidas:

Erraría quien supusiera que son tales salidas unívocas, inequívocas, y de unánime sentencia. Oh, no. Considérese a modo de ejemplo el despartimiento de algunos mitologemas. Y no pierdas de vista cuán varia y discorde a punto está de ser la compostura de los «yoes» confederados y pendencieros que todos juntos blasonan de tu nombre y apellido, como de un vanidoso y lábil canotier estival. A algunos lágrimas, singultos, pompa de consternaciones mocosas; pero a otros convendrán trompetas, gaseosas, sombreritos cónicos de papel: una vuelta por Italia. Pon atención: hay un «yo» tuyo vestido de negro, bien afeitado, de impecable gramática, el cual considerará de buen gusto, en cualquier circunstancia, conformarse a una almidonada compunción; pero tu «yo» mozo del lechero, aprendiz de panadero, electricista, ese es todo él leticia de alimentos, semen y excrementos.

Ejemplo: marcha de la Gran Madre, evento curioso, dramático, no frecuentísimo, que hace que se ruboricen los bulbos de los fulmíneos cronistas.

La Gran Madre es, por lo general, sedentaria de culo enorme, en parte animal, en parte vegetal, prensil de seudópodos y raíces fusiformes: ama por lo tanto pudrirse en «yoes» ajenos; gusta enormemente de sus propias manidas efusiones, gourmande y caníbal de sí mismo; se hincha y se obstruye con su nutritivo líquido pútrido; y, carente de voz propia, se dice que se expresa mediante nuestras interiores ventosidades.

Pero hela aquí, arrastrando las venas varicosas eternas, acusadoras, la maraña de los ovarios, los filamentos de los dedos acariciadores, la boca golosa, las salivadas mucosas; gelatina de ubres con dientes. La pastorean a la estación milicianos sin madre, nacidos de camaleones aerófagos, la despegan del suelo con podaderas, obtusidad, obscenidad y oraciones. Y, entonces, verás a hombres cultos, melancólicos, nasales, ante su marcha lamentar la perdida infancia, declararse parcialmente muertos; todavía lamiscan, apresurados, la última cuajada leche del cuerpo informe; pero los patanes, irreligiosos e intolerantes, comentan de las luminarias, el ondear de orejas, las pedorretas. La Bisonte Matriarca se dilata a medida del vagón al que la han trasvasado; paralelepípedo de amor, delimitado por punteado de uñas, dientes, ojos. Rechinan las ruedas en el despartimiento y ya se derraman las latas de petróleo que aplicarán fuego a la desierta estación: quedan ralas hierbas casuales, dialectales.

Se dice, y parece razonamiento provocativo y horrendo, que acaece a algunos el resultar derrelictos a causa de su propia muerte, o más bien el expulsarla con infelicísimas astucias: a ello inducidos por las ilécebras del menos cierto y exigente connubio. Expélase la enorme, dactílica, fastuosa muerte, exacta ceremonia inscrita y descrita en las impersonales órdenes de servicio, la noble hembra, arcaica, de anchas espaldas; y en su lugar sucédala la muertucha, la mujeruca insidiosa, la acidiosa ramera, desechada por otros, húmeda de sudores preagónicos, frígida ante los orgasmos del coma, estéril ante el semen ballesteado por la nada. Una muertituta así no tienes por qué pagarla durante toda la vida, puedes conseguirla en el último momento; en la estación término del ánima pululan muerfurcias de precio mínimo.

Dicen que el hombre adúltero ante su propia muerte no posee extrínseca diferencia, no se distingue de manera alguna, no por la corbata deportivamente cromatizada, o por el distintivo ideológico, o por la foto de la pin-up pegada en el tafanario del alma. Pero no se duda de que, en la noche, entre las dos y las tres, junto a la mujer ignara e indiferente, horrendos terrores deban azotarlo, de que, de una u otra forma, él, el infiel, pueda morir sin muerte alguna; y míralo cómo intenta persuadirse de que es miedo vano, de que hoy la muerte puede encargarse por teléfono, es más, basta con asomarse a la ventana, verás a los esbeltos celebreros avanzar por las aceras, serviciales y silenciosos, basta un silbido, un ademán, tu mujer ni siquiera se despertará, la muerte te será llevada hasta el umbral de tu casa, hasta la puerta de tu habitación, sin duda habrá alguna medida no demasiado indecorosa para tu talla. Pero en el corazón de la noche, cuando incluso los tranvías meditan acerca de su propia agonía, tú temes quedarte sin muerte, y te preparas ya a mendigarla con abyecciones cualesquiera.