Hipótesis correlacionada con la glosa precedente:

Si este razonamiento tiene un quid en sí de racionabilidad, adquiere credibilidad la tesis de que: son los objetos presencia no humana, deshumana, más que humana, antihumana; coágulo de angustias, que debe entenderse: o como conglomerados en vinavil de desesperación de gránulos del diosmuerto (véase supra); o toquecitos de graso pesar recortados en la pinguosidad de la pesadumbre, con presión de pulgares demiúrgicos persuadidos para nacer árbol (con vocación de ataúd u horca), metal (cuchillo o cortaúñas), piedra (tumulto popular reprimido en sangre). A menos que no sean, simpliciter, toquecitos del propio diosmuerto macerado en descomposición, oloroso de pringue gravoso y nutricio. Dios como flan.

2) La segunda guisa de adiós, de la que se disertará a continuación, es de cualidad más sutil; exige, por lo tanto, ser escrutada y descrita con filológica, amorosa atención. A este adiós lo denominaremos «intrínseco», y es totalmente íntimo, interior, interno: no le son menester interlocutores externos, no se deja condicionar por intervenciones extrínsecas. No será, pues, temerario afirmar que pueda ser semejante índole de adiós por singular pureza ejemplar con el que cualquier otro se emparienta, y a la vez le está por debajo por cuanto se diferencia de él; unidad de medida de toda rescisión de presencia, abeja reina autofecunda de toda mínima larva de renuncia.

Con pertinencia didáctica, el presente estudio iluminará la cualidad, de la que antes se hablaba, no eventual sino necesaria del adiós; tamaño adiós no está hecho, no es cosa que pueda hacerse, no debe intentarse hacerlo; ni acaece, ya que en tal caso debería existir, pues, un momento en el que no hubiera acaecido, y por lo tanto resultaría infirmada su cualidad categórica; sino que solo por su propia libre urgencia en encarnarse quiere duplicarse en voces, gestos, sombras, por lo que su no ser se ornamenta con las astucias del ser, él que es cualidad, condición, esqueleto íntimo del ser.

El adiós intrínseco acaece por entero y solamente en el yo: entendiendo con ello todo lo que, sea bajo el título que fuere, se aglomera, con mixtos e inconciliados sentimientos, en torno a nuestra espera de morir.

(Aglomera en torno: nos anillamos alrededor de esa muerte, para nutrirnos de ella osmóticamente; y oyes fragores y flatulencias del alma, y gorgoteos noctámbulos, y tufos preverbales que parecen dar testimonio ya de la principiada digestión; y, más adentro, fosforecen fetos entre ícticos y minerales, casi muerte que crezca por lenta gravidez; y se aguarda a la buena comadrona que concuasando este cuerpo, a aquel haga nato vital).

Desde este punto de vista, así pues, el yo es un lugar, un hic: por lo tanto lo emparentaremos con la estación, o con el funeral, lugar trascendental, metafísica marca de uña, o menos incluso, astucia del discurso (como si dijera: Señoras y Señores) o de la sinrazón, sede del delirio, asiento de la demencia, trono del balbuceo, ataúd del hormigueo; ya que es menester una sede en la que el adiós pueda caminar con distinción, como un viejo tenor; telón de fondo, pues, y bastidores, consagrados a un nombre sonoro y ficticio por una didascalia excogitada ab aeterno. Discontinuo y periclitante, el yo se mantiene unido por alteraciones catastrales, trucos, fundidos cinematográficos, efectos especiales, una ronca banda sonora, una aguja de calceta usada para el sismógrafo, un cartel en el que aparece escrito «id a Lourdes», con colores pingües que destiñen.

De noche, cuando la incipiente liberalización hipnagógica te vuelve menos indulgente a la mediocre prestidigitación de la continuidad, tú también te habrás tropezado con tus manos: forcípulas carnosas, pinzas mecánicas y garfios sanguíneos, tentáculos y ventosas enroscados, enastados en los confines del alma & cuerpo. Ahusadas sicarias, insolentes, algo obscenas, desnudas. Y allí habrás descubierto vetas, disimuladas lúnulas, por no hablar del dédalo de las jamás recorridas líneas de la palma, mapas de ciudad hermética, enroscada dentro de tu cuerpo. Las ejercitas para dóciles factótum, diestramente oficiosas para ano y genitales tuyos y ajenos; garfios del alma, la cual es inmortal. Ahora, autónomas, pendencieras, tienen arranques, gulas, apetitos, desdenes, afanes, iras, acusaciones, ansias de acariciar, rasguñar, engarrafar, estrujar, estrangular, truncar. No se apagan con serte maestranzas diligentes: compilan la ideología de las uñas. Ya no se conforman con serte obsequiosas sicarias: sino que seas tú su perista. Te muestras reacio; calculas mentalmente cuánto falta para la hora del paseo de la muerte; ganas tiempo, pálido. Te desertan, al fin: el tío pulgar, pingüe y obtuso, el meñique espía y bastardo, el índice amenazador y sacerdote, el anular desleal y sentimentoso, el corazón, vicioso remedador del falo; y tú, desesperado, te revuelcas en las aceras, babeante y tembloroso mendigo que envuelve el infame muñón en media de mujer amada.

Matarán, tus manos, escribirán en los muros palabras obscenas, desarraigarán postes de la luz, remedarán los gestos nocturnos de los pederastas: y tú, lejano de sus años, religiones y muertos, advertirás en el calor de las vísceras el buen alimento que ellas te proporcionan, presa de molares de carne.

Así pues: algunas partes del yo, por más o menos encarnaciones que tengan en partes del cuerpo, pueden súbitamente despartirse; te hallarás, se ha dicho, sin manos; o se te deslizarán fuera de las órbitas las esferas ícticas de los ojos, como canica del agujero; y continuarás sin embargo viendo, si bien, por haberse esos globos oculares alejado mucho, verás cosas incongruentes con tu vida cotidiana; tú procurarás vivir una manejable vida de padre, y serás testigo (tú, que tanto de la eterna salvación ponías en la astuta elusión de toda acre emoción) de delitos, estupros, voluptuosidades desalmadas e incomprensibles, éxtasis extrahumanos, símbolos serpenteantes, combustiones angélicas, pero llevadas a cabo por ángeles de religiones No Admitidas; o tal vez pernoctes durante años en un tedio de otros planetas, tétrico y ultravioleta. O se te desprende ese brazo dilecto para ti por tatuaje chocarrero o persistente aroma de mujer amada. O, en fin, tu alma emigra, y de ella aguardas epifanías, números para la lotería, firmas claras y reticentes, un apopléjico timbrazo del teléfono, o una hoja movida sobre la mesa por los hocicos del viento. Vete a la estación: mea en los grandes, decrépitos urinarios (aquí, en todo caso estás menos alejado), escruta los arcaicos, perentorios raíles. También el lavabo te ha sustraído el ánima tránsfuga; lávate en tus orinas. También los sueños parten: y entonces la noche se vuelve un enorme y vacuo agujero, cloaca en la que te precipitas, a habitar con las ratas de alcantarilla. Por encima, jovencitas católicas de menstruo sintético tildan de revelación olorosa tu guano sin alas.