Glosa acerca de la mujer infiel:
Que esta recite o encarne una cierta función de lo divino parece obvio; y ahora se dará buena demostración de ello. Para deificarla, bastará con que tú la ames; con esa hocicante devoción que se consagra solo a las cosas que sabemos perecederas y fulleras. Te planea encima la socarrona, desnuda en inférnica levitación; adórale la flor del chocho. Compila liturgias, haz procesiones y triduos de la multitud devota de tus miembros: músculos, ingle, prepucio, alineados en colecta sexual, con ondear de píos testículos, bajo baldaquines de escroto, detrás de ciborio de vulva.
Divinidad engañosa: única posible. Caprichosa, desleal, inconstante, para sí misma ignara; por lo que necesitan propiciaciones de sangre y esperma, ejercicios de insomnio y esperma, monotonía de lamentaciones y esperma. Hace falta la sevicia para crear un dios. Dios cohabita con el cabrón bisulco; husméale la barba desgreñada y senil —¿queda claro?
Se entroniza en la hembra la deslealtad esencial. Por lo tanto, la libertad de lo divino. Acoge asentimientos, los aprueba y tergiversa. Esta, que con gesto de nalgas te aguijoneó a la súplica, protesta, soslaya, asiente, y hace de ti un convencido con adhesión del cuerpo pegajudo, con gravosa intervención de saliva, con tecleo lascivo y casual; tú, engatusado, te celebras su hostia; y ella principia entonces a volvérsete infiel: ruedan sus muslos hacia otra presa, hacia otros diezmos y regalías.
Y por lo tanto, en la noche perfecta de tu alma, en el traque barraque de tu cerebro sonoro y seco, ¿qué sentencias y concluyes, cornudo?
O.d.g.: ¿dejarse morir, matarla, hundirse, como comandante de sumergible —con la mano en la visera, reprimiendo un último eructo—, en un mediocre aguardiente de frontera? La soledad acelera la cariocinesis del alma. Exudas, como les ocurre, y no siempre, a quienes sufren de manera horrible, una sumisa fosforescencia corporal; feto o neoplasma, la ectofotosfera se coagula en imagen de hembra desexuada, sin sombra de pubis; boca sin aliento, silencio de infecunda vagina, ustión de mano entrometida y cantante. Tú, cornudo, risibilísimo entre los hombres, ocasión de mofa y farsa, del lodazal de tus miembros desaprobados germina una uña, una amiga lúnula de hembra.
Así pues: la mondaria infiel es dolosa divinidad para sí misma; se humilla a vas sacrificial, se te hace ancila y mártir, la lujuriosa se vuelve corderiforme, a la parrilla para tu interior nutrición.
Tú devorarás su memoria; después, desvestida de su nombre, hecha geológica, de estegosaurio aureolada en fósil, no la perdonarás tú: sino que intentarás ganarte el perdón de ella, entronizada por gracia de su deslealtad.
Inclínate, tú, nacido de su regazo balbuciente, impuro —pues en caso contrario no podía generarte— ante ella fecunda, carnosa, necesaria.
Así, la hembra infiel, ministra y puta, aplica el fuego a su propia hoguera; y tú quémala, amigo. Tú ámala, cornudo.