Distinguiremos en primer lugar tres grados de angustia, como queriendo decir, tres grados de «no», de éxtasis negativo, de catalevitación; que puede parecer cosa extraña para ser dicha, equivaliendo a: tres grados de tinieblas, tres grados de muerte, tres grados de nada; pero que existen, precisamente, grados de la nada, intentaremos proseguir diciendo, en la medida en que nos sea posible. A estos tres grados nombraremos, con arrogancia nominalista: de la angustia lisonjera, de la angustia disruptiva, de la angustia conclusiva, o estática. Dé inicio el discurso con la primera, o
angustia lisonjera
Es esta queda, obvia, pobre, no clamorosa, no ilustre, no impaciente, feminal, risible e hilaritiva; consistente no ya en agua, o diremos más bien vinillo despreciable y leve, puedes bebería; bébela: te sentará bien; y de hecho tú, amigo prebalístico, o de perpleja e incluso eludida y deplorada balística, cotidianamente la bebes, inconsciente; ella enjuaga los tubos carnales de tu perecedero hidroducto, te irriga el desmañado cuello cilíndrico henchido de culpables, clandestinos tumores; la tumescencia del esófago árido por el divino fuego de la pirosis, la rubicundez de los intestinos modernistas; los tranvías están llenos de ella, y no menos los dormitorios, sean de prostíbulos, de hoteles para amantes, de casas de cierta y legítima coyunda, y los figones en los que se entretienen propiciantes francachelas. Considérense estas últimas: tú bebes, y reprimes tu muerte, a modo de eructo: el irrigante alcohol fermenta tu ocultada muerte, y esta parece disolverse en humor rojo y jubiloso; y por el contrario no encontrarás ya en el guardarropa del alma aquella única calavera departidora y amiga que te asistió, infante, en las penosas astas, en los primeros vergonzantes y furibundos amores; sino que una jauría de calaveras rumian y berrean, todas juntas, y ya no entiendes nada; y esta condición interior parécete que mina la extrínseca de joglería y francachela, y por lo tanto te regocijas y te desasosiegas y cantas: o en todo caso mormullas, y haces batería acaso de tus nalgas; cosa que a ti te parecerá extremadamente jubilosa, por más que imites el clangor de los fúnebres metales. Contémplese al emblemático deliriumtremente: tiene este apariencia de figura bufa, de amable ineficiencia, a quien las tremebundas manos denuncian como hombre de sostenidas y progresivamente mejores bebidas: pero es pobre y deshecha cosa, feto senil, inepto para la más volátil de las gramáticas.
Y prosigo: la encontrarás, no ya agua, sino polvo, sudor, en los matrimonios, y están colmos de ella los labios y los genitales de los enamorados, efímeros en el abrazo especular, taciturnos en la única cosa que llevan en el corazón, muerte propia y ajena. La angustia que se ha llamado lisonjera, brotando de nuestros esplacnos del alma, inunda, fecunda, refresca todo lo que toca, y todo lo toca, y el angustiástico así se aconsanguínea con las cosas, y ellas con él, casi emparentado por eyaculado humor seminal, que les hace uno en carne y sangre y espíritu. Casi en harén, elegirás tú, angustiante, el regazo en el que deponer tu fértil huevecillo de congoja.
Escucha música, canciones en especial, viles cuanto quieras, inhonestas, idiotísimas, encontrarás allí esta angustia desarmónica, pobre, a toques, como barlocho de unto ínfimo, que echar en sartenes como cocción de alimentos de medio pelo para entrañas miserandas y lánguidas; pero tú la reconocerás ante su cualidad omnidifusiva, su euforia analfabeta, su amigable petulancia, su espuria fraternidad. La encontrarás en películas, en revistas de huecograbado, viles incluso, en modestas familias, entre todas cosa vilísima, donde su engordecer enfanga madres y padres e hijos, cohabitantes alrededor de hogares de común letrina. Y es hilaritiva: nota su pingüe pesadez, su amor por historietas bobas y mansamente obscenas, su interés veleidoso y senil por el sexo, su golosa indulgencia ante materias fecales, venas varicosas, hedor de animales en cautiverio; todo ello conlleva cordialidad, humor comunero, por el que, histérico, ríes socarronamente de escabrosas, piadosas miserias, con tal de que contengan indicio de la lisonjera; y lloras, también, en cualquier caso por cosas innobles: no visiones, no amores enormes, no muerte de amigo, no verdades perdidas, sino melodías que discurren de genitales cubiertos de espinacas en noches de luna menstrual.
Sin embargo, si esta depone como larva o ninfa o mínimo huevo en comisuras de cosas idiotas o ineptas, no bastará ello para llamarla abyecta, por más que conforte a vileza; la equipararemos a diablillo de lance, a quien queda, espantapájaros para fieluchos menos que mediocres, el gesto de las nalgas aún lozanas, mandrilsemejantes, policromas y mustias, y el darle a la cola con fingida terribilidad, ondeando y balanceando, de modo que no sabes si es payaso o diablo, hechicera o putilla; pero que en definitiva a su avernillo asiste y lo mantiene sedientucho, a los reprobillos suyos entiesa y emborraza, y así echa una no inadecuada mano a la gestión decorosa del mal, de todos los decoros el más arduo y necesario.
Mastica, pues, el decrépito merengue, bébete el vino bodocal de parque de atracciones, enorgasma tu alma dactilógrafa, muerde la almohada de tu fallecimiento en homenaje al sudoroso olor axilar de una canción de amor, confíate al ángel que eructa y tan mal huele, formida el tebeo de terrores de un infierno tibio y rosado. También de esto alimentarás la catalevitación, el amor mortis, el descensus ad coelum.
Si esta es la descripción de la lisonjera, añádase que en dichas circunstancias de lo contingente (¿tren o cianuro?, ¿zenismo, trapensismo, diario deportivo?) lo que monta y cala es el manejo que de lo lisonjero haga el paciente; en efecto, aquel que a semejante lisonjatio de la emoción, o cosquilleo de las axilas de la muerte, o chistosidad subteológica preste dócil embudo auricular, móvil y prensil, idóneo para la succión; y, no oponiendo reluctancia avispada y racional a las femíneas úngulas del sentimentalismo, sea convenientemente vil, exhibicionista, quejumbroso, vicioso, insincero, arrogante, bravucón, hombre adulto y madurado, sujeto de derecho; le tocará en suerte —casi cochecito de plástico extraído de la caja del detergente, o estilográfica de plástico de beneficencia, o bolígrafo de plástico ganado en el tiro al blanco— una inferior, ínfima revelación: un sucedáneo de sangre, un milagro en polipiel, una gracia huecocáncrica; pero ello le tocará solo si diciendo sus devociones al bacín de la divinidad mediocre, caro lo siente precisamente como bacín, hospitium de recónditas deyecciones; vas de ficticio oro, de no potable bebida; y ello una vez más no con menosprecio, sino con honesto amor por la degradación.
No te niegues semejante mediocre consolación, que, acaso, sea el mínimo aceptable, acaso el máximo, ya que, si das de dientes en la durísima corteza del hic et nunc, te explotará bastante más que la muerte jovial; y entonces sí que trajinarás la tijera en gorja de cónyuge, serrarás a los superiores jerárquicos, te combustionarás de petróleos; y a quien glose que es loable toda actividad tendente a la resecación mecánica de los superiores, como la afectuosa ama de casa hace con el timbal de macarrones y setas; y que es, análogamente, fragmentación y redistribución de cónyuge indicio de independiente juicio y amor por culta soledad; se responde: impróvida desilusión urge a serrar burócratas, infantil inquina a disecar cónyuges, concrescencias en torno a gránulo de no matado amor; y de la misma semilla vuelven a echar yemas jerarcas y amores conyugales; la rueda no se detiene, nos encarnamos y reencarnamos y desencarnamos, y se alarga a desmedida la perdurancia del universo, que aguarda, bostezando, la clasificación del último mandamás de reencarnado amoroso, sensorial y ceceante, para catalogarse en las estanterías altísimas de la nada.
Por lo tanto: de la lisonjera extraerás párvulo combustible para el artefacto catalevitador; pero en definitiva lo extraerás, siempre y cuando alcances vileza suficiente; y te prepararás para la gradación segunda, más trabajada y específica: la
angustia concuasadora
2) esta concuasa; escinde; reseca y arranca; y de hiato, escisión, dicotomía, resección es ciencia y conciencia; es angustia no ya genérica sino específica en absoluto de los adioses, devota de lo irrepetible individual, de su efímera eternidad; de su desaparición, que precede y justifica el principio, de su estar ya consumado y muerto, ahora que no está aún concebido; de su ser nada, no ya sombra u otro levísimo indicio: sino nada en absoluto, que ni espacio siquiera tiene suficiente para sostener un conceptual aliento de nombre; de su ser nada ahora, en el momento en el que más es; y de su anonimato de cosa tupida por innumerables nombres, que embaucan su esencia, hasta hacerla única, no confundible, separada del entero universo, hecha a perfecta desemejanza de Dios. Esta es la angustia necesaria para los adioses: adioses no ya como eventos de dicotomía actual, sino como categoría, condición, relación, trato; ajenamiento como diálogo; infinita separación como perfecta no perfectible co-presencia.
Llegados a este punto, resultará acaso de cierta utilidad y proporcionará un limitado pero no vulgar gozo hojear la siguiente: