Glosa a la ameba:
una súbita ternura me indujo a decirle: abuelita sin gafas. Me resulta difícil no amar a esta discretísima entre mis antepasados, esta manganelli de los grandes océanos del jurásico, ignara de ovillos, de gafas, de ceremonias católicas, ni fiel ni adúltera, paciente ante su propio destino en verdad notablemente oscuro e ingrato, puesto que a ella, llegada antes que las grandes religiones reveladas, debía resultarle bastante nebuloso el sentido del enorme reventadero; pero laboriosa siempre, parca, contenta con lo poco, nacida, grávida, muerta, azorada en sus primeros monólogos interiores de verbos desportillados, pronombres de obnubilada extensión, enorme deservicio de calendarios. Ella apenas tenía más que una notablemente perpleja idea de sus nietos, y no tramó el alcanzar por ella indirecta redención; no hizo alarde ante la gelatinosa abuela viciniore de semejantes consanguíneos cultos y bisexuados; sino que atendió a sus imperfectos deberes y, honestamente fallecida, se descompuso con señoril prontitud en aquellos mares siempre en movimiento, borborigmantes por el apenas insuflado flatus de coelo, incómodos para cualquiera, excepción hecha de esas miopes, empecinadas abuelitas… Esto me importa ahora notar: la ameba abuelita masticó el primer parvulísimo punto, la perlita diminuta, el primer añico de dura, indigerible nada. Y nuestra tribulación hodierna, cantilena y blasfemia, sea también devoción hacia la archiabuela ¡fffft! delicuescente en la nada.
2) hipótesis:
que este inveterado pábulo de carne espástica, y jugos de maleficio, y caldos de delirio, y mayonesas dolientísimas, esta nutrición oculta, cotidiana, ininterrumpida, de pastas leudadas de «no», de fermentados alcoholes decientes, provenga del deshacerse en la cámara ardiente, desierta de vileza de ángeles, entre ajadas cortinas hinchadas por ventosa, histérica gravidez, rutilantes y pulverulentas, entre velas abatidas, despabiladas por las sierras dentarias de ratas de alcantarilla industriosas y ufanas de solemnes vibrisas, provenga del deshacerse, digo, del corpachón enormísimo, extendido sobre esponjadas galaxias, lívido a fuerza de bofetadas de meteoritos blasfemos, el infinito odre vaciado de Dios.
Se deshace, el inmortal, en aquel altísimo aposento en el que murió solo, y allí va mutándose en polvillo de malicioso dolor, en gránulos, pimienta y especias de congoja: y estos se pierden por doquier, al alentar de un pálido viento movido por impúberes serafines, antaño pingües y serviles, ahora encanallados y resecos. Te lo encuentras por todas partes, entre tus papeles, en las solapas (pues no se percataron de ello las manos hábiles e irascibles de tu avisada compañera): mínimo fragmentum del deshecho Padre inalcanzable. Fue, tal vez, su fracaso en la paternidad lo que le indujo a eterna mutación, por la que Dios estará en cualquier parte, y estará allí como mal. El gran aposento aventado por el frío, amarillo crujir de los aireados cometas: deslumbra el cadáver senil una luz discontinua e iracunda; y a aquel desvarío luminoso confieren ilusión de movimiento espectral las vestiduras cárdenas, lacias sobre el cuerpo que se consume e irradia en rehiletes de espasmos. Exiguo, arcaico, equívoco, he aquí el signo de alguien a quien le fueron concedidos porvenires no demasiado remotos, y manoseó la cabecera con la prolongada mano enamorada. De este, ni polvo tan siquiera han dejado las ratas de alcantarilla.