Introducción al
el nervioso lector a quien le acaezca entre sus manos esta fábula iracunda, no inquiera a quién socorre la antes citada clasificación de los verba descendendi, y praelectio del desmoronamiento; al igual que el plano ciudadano resulta necesario al jocoso turista, al urbanizado provinciano quejumbroso y luctuoso, así las antes recogidas hipótesis léxicas proporcionan determinadas no incómodas indicaciones al ruinante, al precipitable: al hombre a quien acaece nacer, a quien no le bastó el ánimo —¿o fue distracción?— de eludir el enamorado esperma paterno y la leve humidad de las gónadas frívolas y mimosas; tú, por lo tanto, puesto que todo lector presupone coito fecundo, y un gemido largo de amor y nacimiento, y ojos fatales a la tumba; y, in primis, ese otro hermano, tu diputado y representante, aquel por el cual votas con cada lamentación, rebosante de ira, beso bostezante o desleal, traición malicenta, senil encaprichamiento por caderas femeninas, coqueteo de mentón mustio, cariñena o whisky como elusión del fallecimiento, terror nocturno por sábanas madorosas a imitación de sudarios — el hermano adulto, el
suicida
No es éste lugar para un discurso académico, armonioso, docto, paciente, articulado, fenomenológico, acerca del automorir: pero considérese brevemente el gesto de quien se despeña, se explota, se desentraña, se desencabestra, se escinde con bisturí de tren, se encianura y se encianotiza, se estruja y se deshace, se cuelga de memorable lazo, se trincha con eficaz cuchillo; oh, no este es hombre solitario y extrínseco a la gama de lo humano, sino único adecuado, persuasivo, pertinente argumento de gramática, paradigma, Labienus Romam pervenit para obtusos escolares, fraternal a todos nosotros de él partícipes, del amigo coherente, de sus miembros dispersos; arcángel nuestro, y Jerónimo huesudo: la calavera tribuna a quien confiamos nuestro «no» entre dientes.