Durante el reinado de Eduardo III (1370-1377), Inglaterra fue un lugar emocionante y peligroso. El cambio estaba en el aire y consistía en algo tan importante como el aumento de la influencia de los Comunes en el Parlamento y tan frivolo como las grandes transformaciones de la moda, las más importantes de los últimos siglos. Eduardo, orgulloso y ambicioso hijo de un rey depuesto y de una reina de insaciable codicia, embarcó a su país y a Francia en una guerra que se prolongaría de forma intermitente desde 1337 hasta 1453 (la Guerra de los Cien Años), al principio con la intención de salvar Gascuña, el último bastión francés del imperio de los Plantagenet, y después porque se proclamó Rey de Inglaterra y Francia. Sus constantes peticiones de nuevos impuestos al Parlamento para financiar la guerra acabaron por dar más fuerza a los Comunes; la riqueza aportada por el botín de guerra llevó a la frivolidad de las modas.
Fue en esta guerra donde mi protagonista, Owen Archer, perdió un ojo, defendiendo a unos nobles franceses que estaban prisioneros en espera de que se pagara su rescate. Como capitán de arqueros de Enrique, duque de Lancaster, Owen había estado al servicio de este héroe militar de la época en calidad de experto en el arco galés, el arma que valió a Inglaterra sus resonantes victorias en Crécy y Poitiers. Más que la pérdida del ojo izquierdo, Owen Archer lamentó abandonar la vida de soldado. El arco era el arma de mayor reputación por aquel entonces. Fue una suerte para Eduardo III que su abuelo Eduardo I decidiera desechar la ballesta en favor del arco galés, más simple pero mortífero. Con éste, un buen arquero podía disparar de diez a doce flechas por minuto, frente a las dos de la ballesta. Aun cuando el alcance de ésta era mayor, a mediados del siglo XIV el arco galés, con sus casi dos metros de altura y su madera de tejo, arce o roble, era capaz de atravesar una cota de malla y tenía un alcance de doscientos cincuenta metros, aunque perdía efectividad más allá de los ciento cincuenta. Eduardo III combinó caballería y arqueros, para que los arqueros literalmente oscurecieran el cielo con sus flechas, mientras los jinetes corrían a sacar ventaja de la sangrienta confusión del enemigo. Era una combinación mortal. Los arqueros fueron tan fundamentales en la batalla que en 1363 Eduardo ordenó que la práctica regular del tiro al arco debía sustituir al fútbol los domingos y fiestas de guardar.
Tan larga guerra tuvo lugar en suelo francés, especialmente en el norte de Francia. En la novela, la madre de Lucie, Amelie D’Arby es hija de un noble normando cuya tierra había sido tan devastada por los ejércitos, que no pudo reunir el dinero de su propio rescate. Al no disponer de dinero, ofreció en cambio a su hija casadera a sir Robert D’Arby. La joven fue llevada a Yorkshire todavía conmovida por los horrores vividos durante la guerra. Había visto la cabeza de su hermano en una pica, había visto a una compañera de escuela violada y asesinada por un soldado inglés y ahora estaba casada con un enemigo, que la llevaba a un país donde en lugar del francés normando se hablaba el inglés. Hoy Normandía y Yorkshire no parecen tan lejanos; en aquel entonces los separaban largas y peligrosas jornadas de viaje, y eran culturas no homogeneizadas por los medios de comunicación. Sin la guerra y sus consecuencias, la vida de Amelie habría sido muy diferente y no habría habido historia.
La seguridad no era completa en Gran Bretaña. Eduardo estaba también en guerra con los escoceses, aliados de los franceses, a quienes ayudaban distrayendo a Eduardo. Yorkshire no estaba fuera del radio de acción de las escaramuzas con los escoceses. De hecho, Eduardo trasladó la sede del gobierno a York en 1327 y de 1333 a 1338, para no tener que alejarse tanto de allí cuando estaba ocupado en la frontera. El rey y Phillippa de Hainault se casaron en la Catedral de York. Debido a la amenaza escocesa, en el siglo XIV se repararon las murallas de la ciudad. Hoy sólo es el centro lo que está dentro de las murallas, ya que la ciudad se extiende fuera de ellas, pero en el siglo XIV sólo los miserables vivían extramuros. El bosque de Galtres, al norte, era morada de ladrones; en los caminos había bandas de salteadores, muchos de ellos escoceses de las Highlands, y una práctica defensiva corriente en la Edad Media era quemar las chozas de quienes vivían fuera de las murallas. Por ello, aunque la población podía aumentar, las dimensiones físicas de una ciudad no variaban, lo que obligaba a vivir en una abarrotada promiscuidad y con los servicios sanitarios colapsados. Incendios periódicos e inevitables dejaban espacio para nuevas edificaciones, que solían ser casas de piedra de comerciantes ricos.
York situada sobre el Ouse, río afectado por crecidas —regulado por un dique—, y a medio camino entre Edimburgo y Londres, fue considerada durante todo el siglo XV la capital política y económica del norte. Había sido una ciudad importante para los romanos, que la llamaron Eboracum y alojaron una legión allí; para los vikingos, que la llamaron Jorkvik y se instalaron en ella; y para Guillermo el Conquistador, que quemó buena parte para convencer a los norteños rebeldes de que él era realmente el rey. Guillermo construyó dos castillos gemelos para custodiar el río: el castillo de York, en la orilla oriental, y lo que hoy se conoce como Alcázar Viejo (Oíd Baile), en la orilla occidental.
Dada su estratégica posición, York se convirtió en una importante ciudad mercantil y comercial. Dos ríos se unen al sur de las murallas de la ciudad, el Ouse y el Foss. El puente del Ouse, con el ayuntamiento, la cárcel, la capilla de San Guillermo, la maison dieu (hospital de los pobres), los retretes públicos y otros edificios, fue el único puente entre el Ouse y el mar lo bastante ancho para que pasaran carros por él. Río arriba se extendía una cadena entre la torre Lendal y lo que hoy es la torre de la calle del Norte para impedir el paso de los barcos que no pagaran peaje. En el siglo XIV, los muelles de York eran el centro del comercio de lanas que financiaba la guerra de Eduardo.
York era asimismo un importante centro eclesiástico y no hay que subestimar el poder que tenía la Iglesia Católica en el siglo XIV. Sólo en York había diez casas religiosas, cuarenta y siete iglesias, dieciséis capillas y la catedral. York era la sede del segundo dignatario eclesiástico más importante de Inglaterra, el arzobispo de York. Inglaterra estaba dividida en dos provincias metropolitanas, Canterbury y York, que a su vez estaban divididas en unas veintiuna diócesis. Los arzobispos de Canterbury y York tenían escaño en la Cámara de los Lores, que entonces se denominaba Gran Consejo. El abad del convento benedictino de Santa María de York también tenía voz en el Gran Consejo. Cuando el abad Campian y el arzobispo Thoresby comentan las investigaciones de Owen, mientras toman una jarra de vino, se trata de dos hombres importantes que velan por sus intereses.
De hecho, eran señores de sus propias liberties en York. Aunque la ciudad tenía un alcalde y dos consejos, las áreas llamadas liberties se regían por otras leyes. El castillo de York era una de ellas. El abad Campian era señor de la liberty de Santa María, y el arzobispo Thoresby lo era de la liberty de San Pedro o catedral de York. Gozaban de inmunidad ante la administración real porque eran sus funcionarios, no los del rey, los que ejecutaban las órdenes de la Corona. Cada liberty tenía autoridad sobre los delitos cometidos en su territorio y poseía sus propios tribunales, cárceles y patíbulos. De aquí que las muertes ocurridas en la abadía cayeran dentro de la jurisdicción del abad Campian y que las investigaciones de Thoresby estuvieran fuera de lugar.
Pero el arzobispo Juan Thoresby era más poderoso que el abad Campian porque era a la vez arzobispo de York y lord canciller de Inglaterra, uno de los principales cargos de gobierno. Esta dualidad no era infrecuente. De hecho, como los arzobispos y obispos intervenían en política, delegaban en sus arcedianos el cumplimiento de muchas de sus funciones. York estaba dividida en cinco arcedianatos: York, East Riding, Cleveland, Richmond y Nottingham.
Escribir una novela de misterio ambientada en una época lejana exige al autor tres disfraces: el de novelista, el de historiador y el de creador de enigmas. El novelista protege la integridad de la forma y el desarrollo de los personajes, y se complace creando un mundo usando libremente la imaginación. Pero el historiador gruñe ante los anacronismos, se preocupa por la cronología y corrige las descripciones de acuerdo con los estudios arqueológicos, desde los planos de la ciudad hasta la estatura de los ciudadanos. El creador de enigmas no ve con simpatía el exceso de descripción histórica superflua, tiene que retrasar alguna de las revelaciones del novelista para mantener el suspense, y se afana porque las cosas sucedan en el momento y lugar adecuados. Es preciso llegar a un acuerdo entre los tres para terminar el libro antes de que el autor se muera.
Preferí no detenerme en las condiciones insalubres de la York del siglo XIV, la estrechez de sus calles y la lobreguez debida a los pisos que sobresalían. Al entrar en la ciudad, Owen observa que apesta como Calais y Londres, y se pregunta cómo puede haber gente que quiera vivir allí. Pero los demás personajes son habitantes de York y no advierten sus condiciones, como nosotros no advertimos las de nuestras ciudades. Para el ciudadano, la muy comentada suciedad de las ciudades medievales era como nuestra contaminación actual, algo que formaba parte de la vida urbana.
Elegí York como escenario de mi serie de novelas histórico-policíacas por la importancia alcanzada por la ciudad en aquella época. Hice a Owen forastero porque los mejores detectives han sido hombres ajenos a la sociedad inmediata, nunca parte integrante de la comunidad, y porque sus pasadas experiencias y relaciones lo hacían más flexible. Un arquero galés que hubiera ascendido tanto en el séquito del duque de Lancaster tenía que ser un hombre inteligente e ingenioso. Y desde luego físicamente fuerte.
Motivos similares de aislamiento y flexibilidad me guiaron en la creación de Lucie Wilton. Quise que fuera una mujer tan independiente como era posible serlo en la Edad Media, y una mujer fuerte, tan diferente de las mujeres que Owen ha conocido en la corte y en campaña que, para complacerla, tiene que acordarse de su madre. Es una mujer ambiciosa, muy parecida a la reina Isabel I, que aprendió en la infancia que una mujer debe saber valerse por sí misma. Por desgracia, los farmacéuticos de York no se integraron sistemáticamente en un gremio hasta el siglo XV, cuando aparecen por primera vez en los documentos gremiales. Pero los gremios se desarrollaron de forma diferente en las diversas ciudades. Así, los farmacéuticos de París pertenecían al gremio de los cerveceros. Y en el París del siglo XIV, Lucie podría muy bien haberse hecho cargo de la farmacia a la muerte de su marido. De modo que la novelista ha trasvasado a York las normas gremiales de París, pero la historiadora ha procurado que dichas normas fuesen históricamente verdaderas. La autora de misterio apartó a Lucie de la pirámide social, pues es hija de un lord pero esposa de un maestro boticario, una mujer con un pasado conflictivo, y con habilidad y ambición suficientes para despertar una dosis satisfactoria de sospechas.
Casi todos mis personajes son ficticios, pero el viejo duque Enrique de Lancaster fue en realidad un héroe militar que murió en 1361. Juan de Gante, tercer hijo del rey Eduardo III, pasó a ser duque de Lancaster a la muerte de Enrique. John Thoresby fue a la vez lord canciller de Inglaterra y arzobispo de York, aunque renunció a su cargo como lord canciller hacia 1363. Pospuse su dimisión para poder enfocar su doble aspecto de estadista y eclesiástico, un hecho frecuente en la Inglaterra medieval. En la presente novela todavía se siente cómodo en este papel doble, pero más tarde lo encontrará intolerable. El arcediano Anselmo es una creación mía. Su carácter obsesivo era necesario para el argumento.
¿Y los Digby? Chaucer esbozó un sórdido e inverosímil emplazador en Los cuentos de Canterbury. ¿Qué clase de persona puede elegir un oficio así? Owen ve una desagradable similitud entre su trabajo y el de Potter Digby. Pero Digby veía su empleo como un modo legítimo de salir de la miseria en que había crecido, en las orillas inundables del río, al norte de la abadía. El Ouse aun inunda los páramos después de las tormentas de invierno. En diciembre del año pasado (1992) desperté una madrugada y vi que la calle que daba al río, delante de mi casa, se había vuelto un lago congelado. De la noche a la mañana, el río había crecido varios metros. Al amanecer, que fue despejado y frío, el lago se congeló. Cuando las aguas se retiraron, quedó un barro helado que se derritió poco a poco. ¿Cómo sería la situación en el siglo XIV, cuando las chozas eran de barro y ramas?
Magda Digby, la madre de Potter, vive en un mundo propio. Un viejo barco vikingo, procedente del pasado de York, corona su casa y el personaje se expresa con arcaísmos. Magda es pura creación de la novelista y, tal vez, el personaje más real del libro. Como la yuxtaposición de la Inglaterra pagana y la cristiana en el Beowulf, Magda reúne el pasado y el presente. Está fuera del tiempo, como la ciudad de York que es en parte romana, en parte vikinga, en parte medieval, en parte victoriana y en parte moderna ciudad turística. Y aquí está la intriga.