Bess estaba sentada en el banco del cuarto de Owen, mirándolo reunir sus pertenencias para marcharse a Santa María.
—Es lo mejor que puedes hacer: rezar y pensar en lo que pasó. Tienes una cabeza sobre esos hombros anchos, Owen Archer. —Él le había contado todo, incluida su esperanza para el futuro—. Y, cuando vuelvas, quizá Lucie esté dispuesta a pensar en ti bajo otra luz.
—No puedo esperar algo así tan pronto, Bess. Pero eres una buena amiga por decirlo.
Owen dejó su saco, hizo levantar a Bess de su asiento y la abrazó con fuerza.
—¡Vaya! —Bess dio un paso atrás—. Si mi amiga Lucie no muestra interés, no es ni de cerca tan lista como yo la creía.
—Cuídala, Bess —pidió Owen, alzando otra vez el saco y encaminándose a la puerta.
—El cuarto estará esperándote —le gritó Bess cuando se marchaba.
Pero no sabía si Lucie Wilton haría lo mismo. Esa joven tenía sus propias ideas y una voluntad obstinada. Bess no podía predecir su reacción al plan de Owen.
* * * * *
Lucie se levantó para servirle más vino al arzobispo, pero él lo rehusó con un gesto.
—No puedo quedarme más. ¿Estáis satisfecha con los términos?
Ella examinó el papel con un cuidado que parecía excesivo y Thoresby se preguntó cuánto tendría de sincero. Su rostro pálido y tenso hablaba de su pena y de las pruebas por las que había pasado. Los oscuros cardenales resaltaban contra el blanco de la cofia. La muerte de su marido y su enfrentamiento con Anselmo estaban demasiado cercanos para que pudiera negociar su futuro. Y ése era precisamente el motivo por el que él había elegido el día siguiente al funeral: para que no hubiera tiempo para reflexiones ni cuestionamientos. Ella tendría lo que quería, siempre que prometiera guardar silencio. Y no podía querer otra cosa.
—Estoy contenta con los términos. ¿Qué dice el maestre Thorpe?
—Su intención es que os hagáis cargo de la tienda. No necesita saber que no habría logrado su propósito si os hubierais negado a cooperar.
Lucie observó la cara de Thoresby durante más tiempo de lo que a él le habría resultado cómodo.
—Creo que hago bien en confiar en vos —dijo al cabo—. Espero no tener que arrepentirme.
—Mientras cumpláis vuestra parte del trato, todo estará bien —aseguró el arzobispo.
—¿Y qué hay de Owen Archer?
—Servir a la Iglesia le ha desilusionado. Se propone buscar un trabajo decente.
—¿Podéis permitírselo?
—Depende. ¿Os ha dicho algo?
Ella negó con la cabeza.
—Hablaremos cuando vuelva de la abadía.
—Ah, sí. Está dedicado a la plegaria.
Thoresby se puso en pie y Lucie lo imitó.
—Ilustrísima, querría haceros una pregunta sobre el ojo de Owen. ¿Podría seguir siendo capitán de arqueros con un solo ojo?
Curiosa pregunta para hacérsela a él, pensó el arzobispo.
—Claro que sí. Un arquero cierra un ojo para apuntar. La visión no es la misma, pero el viejo duque decía que Archer casi había recuperado su habilidad de antaño.
—¿Por qué dejó entonces esa vida?
—No podía confiar en sí mismo.
—Es lo que él dice, pero ¿qué piensa Su Ilustrísima?
Thoresby sonrió. Aquella mujer le gustaba.
—Yo le creo. Y pienso que ha terminado con las matanzas. Perdió el ojo porque salvó la vida de alguien que no pensaba que su propia vida valiera ningún agradecimiento. Archer es un inocente… o lo era. Creo que ha aprendido algo a mi servicio.
—Me salvó la vida —dijo Lucie.
—Es una suerte que Archer conserve los reflejos de un soldado, ya que no su ánimo. Quedad con Dios, señora Wilton.
—¿No lo castigaréis por la muerte de vuestro arcediano?
Otra pregunta extraña.
—No llegué a arzobispo de York y lord canciller de Inglaterra por mi ingenuidad, señora Wilton.
Lucie se quedó velando hasta tarde aquella noche. Melisende entró, bebió un poco de agua y durmió una siesta en su regazo. Tildy puso un plato de comida ante su patrona y lo retiró frío. Bess fue a ver cómo estaba y decidió dejarla en paz; la gata partió para sus reuniones nocturnas y al fin, helada y con todas las articulaciones rígidas, Lucie se arrastró a la cama, donde hundió la cabeza y lloró.
* * * * *
Owen se revolvió en el catre, tapándose los oídos. Aun así, seguía oyendo las campanas, las sentía vibrar dentro de su cuerpo. Malditas campanas, pensó.
En aquel momento sonó un golpe tímido en la puerta.
—Peregrino Archer, es hora del oficio nocturno —anunció una voz.
Owen se sentó y comprendió por qué le habían parecido las campanas tan cercanas: estaba en Santa María. Buscó a tientas su parche, se lo puso y abrió la puerta de la celda.
Un novicio lo saludó con una inclinación de cabeza.
—Seguidme —indicó.
Las campanadas cesaron. En el silencio que siguió, se oyó el susurro de muchos pies calzados con sandalias a lo largo de los corredores de piedra mal iluminados. El grupo de hombres de ropa oscura entró en la capilla también iluminada con velas y se dispersó por las filas de bancos, siempre en silencio y casi sin mirarse. El novicio llevó a Owen a su sitio. El ex capitán miró alrededor y vio hombres en su mayoría con las capuchas bajas y las cabezas inclinadas. Nadie tenía prisa ni irritación, nadie buscaba un sitio mejor: todos se movían con humildad y callada obediencia. Owen se sintió colmado por un sentimiento de paz y comprendió el atractivo de la vida monástica. Cuando empezaron a cantar el oficio, sintió el corazón más ligero.
Hasta que su ojo cayó sobre el hermano Wulfstan. El buen Wulfstan… Desde el intento de envenenamiento, había un cierto velo en la mirada del viejo enfermero, como si sus pensamientos ya se hubieran fijado en la próxima vida. Owen se preguntó cuánto tiempo permanecería el veneno de Michaelo en el cuerpo de Wulfstan y si el novicio Henry habría pensado en sangrar al viejo monje.
Su sensación de paz desapareció.
Después de desayunar a la mañana siguiente, Owen fue a la enfermería para hablar con Henry. Pero encontró a Wulfstan solo, añadiendo gotas de distintos aceites esenciales a una pasta de ungüento. Cuando cada gota tocaba la pasta caliente, soltaba un intenso perfume, lo cual explicaba que el viejo monje hiciera este trabajo cerca de una ventana entreabierta.
—¿Podemos hablar? —preguntó Owen.
No sabía con qué rigor se seguía allí la regla de San Benito.
Wulfstan le indicó un asiento cerca de él.
—El enfermero es necesariamente una excepción. Y como nuestro Salvador sabe demasiado bien, yo he dejado relajar mi voto de silencio con los años.
Los ojos del viejo monje parecían despejados aquella mañana.
—Parecéis recuperado —dijo Owen.
Wulfstan meditó un momento y después asintió.
—Un feo asunto. ¿Quién habría pensado que Michaelo podía hacer algo así? —Soltó una risita y añadió—: Encuentro milagroso que haya tenido la energía necesaria.
La risa sorprendió a Owen.
—¿Lo habéis perdonado?
—Confesó e hizo penitencia —repuso el enfermero, al tiempo que entrecerraba los ojos para medir otra gota—. Y si en su corazón se arrepiente sinceramente, el Señor lo perdonará. Yo no puedo hacer menos.
—Y a Nicholas Wilton ¿lo perdonáis también?
Wulfstan suspiró, se secó las manos y se sentó junto a Owen.
—Eso es más difícil. Me utilizó para envenenar a mi amigo. El abad Campian me explicó que Nicholas lo hizo porque temía a Montaigne. Pero no necesitaba haberlo matado, de eso estoy seguro. Geoffrey había venido aquí a hacer las paces con Dios. No habría puesto su alma en peligro. No habría atacado a los Wilton —aseguró, enjugándose una lágrima.
—Lamento el dolor que os ha causado todo esto.
El enfermero observó la cara de Owen.
—Ahora te creo, pero al principio no me gustaste.
—Lo sé.
—Sabías demasiado para ser un extraño y hacías demasiadas preguntas. —El viejo monje sacudió la cabeza y lanzó un suspiro—. ¡Pobre Lucie! Me pregunto si la historia se hará pública. ¿Perderá todo lo que Nicholas trató de darle?
—El arzobispo no tiene ningún deseo de hacer público un escándalo que implica a su difunto arcediano —repuso Owen—. Pero no sé si dejará que la señora Wilton siga al frente de la tienda.
—¿No apruebas el silencio del arzobispo?
—Me complace por la señora Wilton y por vos. Pero se le ha mentido a la gente sobre Anselmo.
Wulfstan se encogió de hombros.
—Era un alma extraviada. Como lo somos todos, unos más y otros menos. Descanse en paz.
Owen no dijo nada.
—¿Qué harás ahora? —añadió Wulfstan.
—Me gustaría seguir como aprendiz de la señora Wilton.
—Ya veo —repuso Wulfstan.
Owen dejaría obrar al tiempo, haría uso de su encanto y acabaría por pedir la mano de Lucie. ¿Y quién podría culparlo?
* * * * *
Una mañana muy temprano, dos semanas después del funeral, Lucie se despertó sintiendo un aroma fresco que le recordaba la primavera. Sonrió al volverse hacia la ventana del jardín y ver las ramas de membrillo que había llevado dos días antes: el calor del cuarto las había hecho florecer. Era un buen augurio para el primer día que despertaba sola en aquella cama. Había temido tanto aquella primera noche que la había pospuesto y dormía en el cuarto más pequeño con su tía Phillippa, mientras ventilaban el dormitorio y lo limpiaban de los restos de enfermedad y muerte.
Phillippa se había marchado el día anterior, con pena.
—No debería dejarte tan pronto. Ni siquiera has intentado volver a dormir en tu habitación. Hay quienes tienen miedo de hacerlo, aunque Dios sabe que otros deben de haber muerto aquí antes que Nicholas y Anselmo. Lo malo es saberlo, haber visto a Nicholas aquí en su mortaja…
—Por favor, tía Phillippa —le rogó Lucie; la charla constante de su tía la sacaba de sus casillas—. Estuviste aquí cuando más te necesité, pero ahora empiezas a preocuparte por sir Robert y por Freythorpe. Una quincena es suficiente.
Phillippa suspiró.
—Pareces tener las cosas bajo control —reconoció, mirando con satisfacción la cocina limpia y ordenada.
Lucie sonrió. Habían sido Phillippa y Tildy, no ella, quienes habían hecho una limpieza meticulosa de la casa.
—Estoy segura de que Tildy mantendrá la casa limpia, ahora que tú le has enseñado cómo hacerlo.
—Es una buena chica —dijo Phillippa, poniendo en su lugar un banco—. Tu maestra te ha sido útil.
—Al igual que el arzobispo —añadió Lucie.
Su tía no pareció estar de acuerdo.
—A él le convenía mantener todo este asunto en silencio. Yo no desperdiciaría mucha gratitud en él, niña.
—¿Le contarás a sir Robert lo de Nicholas y Geoffrey?
—No es una idea que me entusiasme. A Robert podrían darle ganas de hacer otra peregrinación. Pero creo que habría que decírselo. ¿Quién sabe? El conocimiento de que todo ha acabado podría devolverlo al mundo. Hasta podría pensar en venir a ver a su hija.
Lucie recordó sus palabras esa mañana, y no supo qué pensar sobre su sugerencia. Quince años atrás había borrado a sir Robert de sus pensamientos. Y, antes de eso, había sido más un ogro que un padre.
Pero la idea de él y la tía Phillippa en Freythorpe Haddden, pensando en ella, la hacía sentir menos sola.
Nunca había estado tan sola. De niña había dormido con su madre o su tía. En el convento había compartido un cuarto con otras chicas. Y después había ido a la cama de Nicholas. De pronto estaba sola… y seguiría estándolo indefinidamente.
Al darse cuenta de lo sombrío de sus pensamientos, se dijo que quizá Phillippa se había ido demasiado pronto. Pero ese día volvería Owen de Santa María.
Owen… La perspectiva de su regreso la alegraba, lo cual era una tontería. En buena lógica, no podía esperar que él mantuviera la farsa de su aprendizaje. Quizás algún peregrino de la abadía ya le hubiera ofrecido un trabajo. Quizá ni siquiera pasara a despedirse.
Más pensamientos sombríos, se reprochó. Ni siquiera las flores de membrillo podían alegrarla. Lucie alzó a Melisende de los pies de la cama y la acarició. La gata abrió los ojos para ver por qué la molestaban y, al ver el rostro lloroso de su ama inclinado sobre ella, le pasó una lengua rasposa por las lágrimas.
—Creí que si conservaba la tienda estaría totalmente satisfecha —susurró Lucie, con el rostro apoyado en la cálida piel de la gata—, pero no había pensado cómo sería estar sola. —Dejó a Melisende sobre la cama y se levantó decidida—. El mejor antídoto para esta clase de humor es el trabajo duro.
Acababa de encender el fuego y poner a calentar el desayuno, cuando entró Owen con una brazada de leña.
Lucie sintió que el corazón le daba un salto.
—No te esperaba tan temprano —dijo, apartando el rostro para ocultar a Owen el alivio que sentía.
—Estoy seguro de que hay mucho que hacer.
—Me las he arreglado.
Owen apiló la leña junto al hogar mientras ella preparaba unas gachas de avena.
Comieron en silencio. Lucie quería preguntarle cuáles eran sus planes y por qué estaba allí, pero fue él quien habló primero.
—Jehannes será el nuevo arcediano de York —comentó.
—¿Es buena persona?
—Pienso que es un hombre excelente.
Lucie asintió, mirando fijamente su tazón.
—Y Michaelo reemplaza a Jehannes —dijo Owen.
—No parece una elección prudente —opinó ella.
—Ahí estoy de acuerdo contigo. El arzobispo dice que Michaelo siente que el cielo le ha dado una segunda oportunidad, y que eso lo volverá leal.
El tono de Owen indicaba a las claras que consideraba un necio al arzobispo.
—¿No aprecias al arzobispo? —preguntó Lucie, bastante sorprendida.
—No. —Owen parecía irritado—. La familia de Michaelo compró el perdón.
Lucie no quería ver debilitada su confianza en el arzobispo, por lo que prefirió cambiar de tema.
—¿Pasaste el tiempo en la abadía enterándote de las novedades? ¿No era tu intención decidir qué harías con tu propia vida?
Owen la miró con suspicacia.
—¿El arzobispo ha hablado contigo?
—Sí. Yo me quedaré con la tienda a cambio de mi silencio. ¿Y tú? ¿Ha hablado contigo?
—¿No te dijo nada más?
—¿Qué más había que decir?
—¿Nada sobre mí? —insistió él.
—Me dijo que te proponías conseguir un trabajo honrado.
—¿Nada más?
—Nada más, Owen. ¿Qué es lo que has pensado hacer?
—Quiero seguir aquí, como tu aprendiz.
Los ojos de Lucie se abrieron de la sorpresa y una sonrisa iluminó su rostro.
—Estás bromeando.
—No.
—No puedo imaginar que te des por satisfecho con esto.
—Yo sí puedo —replicó Owen.
—Estás huyendo de la vida.
—De mi antigua vida, sí.
—Sentirás la nostalgia de la acción —opinó Lucie.
—Entonces saldré al jardín y sudaré. Cortaré leña, cavaré la tierra, podaré árboles.
Lucie soltó una carcajada y Owen se sintió desilusionado. Había sido un tonto al albergar esperanzas. Debía haber sabido que ella no aceptaría.
—Sigues pensando en mí como en un soldado —le reprochó—. Me has condenado a esa vida por siempre.
—Lo siento —se disculpó ella.
—La gente cambia, aunque no lo creas. ¿Dónde estarías tú si Nicholas hubiera dado por supuesto que sólo podías ser feliz como señora del castillo? ¿Te habría gustado pasarte la vida en un convento?
Lucie se ruborizó.
—Alguien más podría haber pedido mi mano.
Otra vez la había ofendido sin pensar, se lamentó Owen, que maldijo para sí su desafortunada lengua.
—No me refería a eso. Te he dicho muchas veces que he terminado con la vida de soldado. ¿Por qué no puedes creerlo?
—¿Por qué habría de creer nada que tú digas? Te introdujiste en mi casa con una mentira. Espiaste y mentiste sobre lo que hacías. Oh, de acuerdo, ahora dices que quieres ser mi aprendiz, pero ¿cómo sé que no sigues empleado por el arzobispo? Quizá para vigilarme, por si la viuda Wilton resulta ser una envenenadora a pesar de todo.
Había alzado la voz, como si sus palabras fueran látigos.
Owen se puso en pie.
—Nunca quise mentirte —aseguró.
—Pero lo hiciste.
—También te salvé la vida.
Lucie se mordió la lengua.
—Soy un idiota por querer convencerte —añadió él—. Me rechazaste desde el momento en que me viste.
Y se encaminó hacia la puerta.
—Por favor, siéntate, Owen. No me gusta tener que discutir contigo cada vez que hablamos.
—Quizá —dijo él volviéndose— sea una señal de que mi aprendizaje contigo no es buena idea.
—¿Qué pensará el arzobispo de este plan?
Owen comprendió que Lucie estaba tratando de ganar tiempo para evitar que él se marchara. Muy bien, decidió; vería adonde los conducía todo aquello. Volvió a la mesa y se sentó.
—Le conté lo que planeaba y no puso objeciones.
—No me lo dijo.
—Pensé que te lo diría.
Lucie recogió los platos, limpió la mesa y volvió a sentarse frente a él.
—La tía Phillippa se marchó ayer. Me vendría bien una ayuda. Al menos hasta que el maestre pueda encontrar otro aprendiz.
—Pruébame a mí.
Lucie suspiró.
—Tengo que hacerlo, ¿no? Firmé un contrato. Y el maestre es testigo.
—Pero, por haberte mentido, yo te liberé del cumplimiento de ese contrato —le recordó Owen.
—Has sido de más ayuda que un aprendiz corriente.
* * * * *
Y lo siguió siendo a lo largo de toda la primavera. Al principio Lucie lo vigilaba, preguntándose por qué se quedaba y diciéndose que quizás el arzobispo realmente lo hubiera dejado allí para vigilarla. Pero Owen se concentraba en su trabajo todo el día, la acompañaba a misa los domingos, y, según Bess, no se encontraba con ningún sospechoso a beber en la taberna. Salvo que no durmiera, Owen no tenía tiempo de trabajar para nadie más que para ella. Así que Lucie fue tranquilizándose. Le dio más libertad en el trabajo y aceptaba sus sugerencias cuando le parecían adecuadas. Incluso hubo una noche en que Lucie necesitaba compañía —el día en que Nicholas habría cumplido años—, e invitó a Owen a quedarse después de la cena y cantar para ella. Como antes, su voz la conmovió y la llenó de alegría. Comprendió cuánto se había encariñado con su sonrisa torcida, el modo de pájaro en que movía la cabeza para verlo todo con un ojo y hasta el modo en que la contradecía cuando se ponía obstinada. Le gustaba tenerlo allí frente al hogar, con ella, al terminar la jornada.
No le confió nada de esto a Bess.
* * * * *
El juglar bretón acosaba a Owen en sueños. Aquel hombre de ojos salvajes saltaba sobre él desde las sombras y su compañera lo atacaba por detrás. Una y otra vez Owen la asía por el brazo en el momento en que ella quería herirlo en el ojo. Al alba sus camaradas lo felicitaban al encontrarlo junto a sus cadáveres. Y él estaba ileso y era capitán de arqueros. Al otro lado del canal, su esposa lo esperaba en la cama, soñando con él, anhelando su regreso. Podía verla, la piel blanca, el cabello sedoso derramado sobre los pechos desnudos…
Owen despertó cubierto de sudor, como había hecho muchas noches durante la primavera. Bajó la escalera, salió de la taberna y echó a andar. Caminó a paso ligero hasta que expulsó la ternura y el goce del sueño en forma de sudor y su cabeza volvió a quedar limpia. Sabía que no debía soñar con Lucie Wilton como su esposa, ya que ella no había manifestado ninguna inclinación en ese sentido. Pero esa noche no podía quitarse de encima el sentimiento de ternura. Volvió a San David todavía turbado. Abrió la verja del jardín y entró. Había que cavar un hoyo para el abono. Se desnudó hasta la cintura y trabajó a la luz de la luna.
Lucie se despertó al oír el chirrido de la verja, aterrorizada, diciéndose que era demasiado tarde para que fueran Owen o Bess. El intruso pasó bajo su ventana y después se hizo el silencio. Contuvo el aliento y entonces le llegó el ruido de una pala cavando en la parte trasera del jardín. Se echó un chal sobre los hombros y cogió el bastón que Owen había cortado y tallado para Nicholas.
La luna llena iluminaba el jardín. Lucie se mantuvo en las sombras, buscando con la vista al intruso. Pero no era ningún intruso. Era algo peor, quizá. Era Owen, desnudo hasta la cintura, con la espalda y los brazos brillantes de sudor. Los músculos se le marcaban con el esfuerzo del trabajo; recordó que Geof le había explicado una vez que los arqueros tenían que ser hombres muy fuertes para poder enviar la flecha hasta el lejano campo enemigo. Rememoró lo que había sentido cuando los brazos de Owen la habían levantado en el aire. Era tan distinto de Nicholas como un hombre podía serlo de otro. Se preguntó si aquellos músculos serían calientes al tacto, cuando los ejercitaba como ahora. «Dios me perdone por estos pensamientos», murmuró para sí, diciéndose que debería volver adentro. Pero no podía apartar los ojos de Owen. Ambos padecían hechizo de luna: él por cavar un hoyo en medio de la noche, ella por mirarlo. Se estremeció, aunque sentía el cuerpo inquietantemente cálido.
Sintiéndose observado, Owen miró a su alrededor y la vio. ¡Santo Dios, tanto trabajo para apartarla de su mente, y allí estaba ella en camisón, con el cabello cayéndole sobre los hombros!
—No deberías salir así —le recriminó.
—Pensé que eras un intruso.
—Con más razón, entonces.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Lucie, acercándose.
El hombre olía a sudor y tierra.
Owen clavó la pala en el suelo y se apoyó en ella para salir del hoyo. Quedó de pie en el borde opuesto a donde estaba ella.
—No podía dormir.
—¿Algo te molesta?
Owen pensó en alguna mentira inocente, pero luego se dijo que no era necesario disimular. Era evidente que ella no tenía idea de lo que él sentía, o no se habría mostrado así ante él.
—Lucie, nuestro acuerdo no funciona —dijo, enjugándose el sudor con la camisa—. Fui un estúpido al creer que podía trabajar tan cerca de ti y no desearte.
—¿Has soñado conmigo?
—Sí. Debería darme vergüenza, ¿no?
Si lo decía como algo de poca importancia, quizás ella no notara que estaba temblando en una noche tan cálida.
Lucie rodeó el hoyo hasta quedar tan cerca de él que Owen pudo ver la luna reflejada en sus ojos y sentir el calor de su cuerpo.
—Estás temblando —susurró Lucie y, abriendo el chal, envolvió a Owen y se apretó contra él.
Cuando Owen la rodeó con sus brazos, ella sintió la vida que había en él, su calidez y lo besó.
—¿Sabes lo que estás haciendo, Lucie?
—Yo también soñé contigo una vez —confesó ella—. Y me asustó.
—¿Por qué?
—No lo sé. Nunca había tenido esa clase de sueños con Nicholas.
Sus cuerpos seguían muy juntos y Owen la apretó contra él, deleitándose con su aroma.
—No puedo confiar en mí mismo, Lucie.
Ni ella podía confiar en sí misma. Quizás estuviera cometiendo un error. Pensó en huir, pero el cuarto vacío y la cama fría no la atraían; y él era cálido, estaba vivo y la quería.
—Bésame —dijo.
Se deslizaron hasta el suelo, sin soltarse, e hicieron el amor, Lucie con una pasión que en nada se asemejaba a lo que había experimentado con Nicholas, Owen con una ternura que no había sentido hasta entonces.
Se despertaron helados por el rocío.
—Te quiero, Lucie —susurró Owen besándola.
Ella se apoyó en un brazo y lo miró.
—¿Realmente pensaste que podría haber envenenado a Geof por el honor de mi familia?
—¿Por qué sacar ese tema ahora?
—Quiero saber.
—Te vi fuerte y orgullosa, y lo creí posible.
Estaba hermosa, con su cabello húmedo sobre la cara.
—¿Y ahora estás seguro de que soy inocente?
Owen sonrió.
—Inocente de eso, sí. Pero sigues siendo fuerte y orgullosa. No puedo decir de qué serías capaz.
—Los soldados prefieren que sus mujeres sean tímidas y obedientes.
—Entonces es una suerte que ya no sea soldado, ¿no?
Ella le apartó el pelo de la frente y le acarició tiernamente la mejilla.
—Creo que podría amarte, Owen.
Podría, repitió él para sí. Dios misericordioso.
—¿No podrías mentir, sólo por un momento, y decir que me amas?
Lucie le dirigió esa temible mirada que él conocía bien.
—Ése no sería un buen modo de empezar.
En lugar de discutir, la atrajo contra él y la mantuvo abrazada. Ella respondió al abrazo y él pensó que tal vez no había sido tan tonto cuando salvó al juglar. Puede que la pérdida de su ojo hubiera sido el modo con que Dios lo había llevado hasta Lucie.
—Nos casaremos —dijo Lucie en el desayuno—. Y seguirás siendo mi aprendiz.
—¿Has decidido que me amas, entonces?
—Creo que lo haré —repuso ella sonriente.
—Ya veo que tendré que trabajar duro para convencerte de que la vida es más dulce cuando yo estoy cerca.
Los ojos de Lucie se suavizaron.
—Has empezado con buen pie.
Se agachó para acariciar a Melisende. Cuando se enderezó, Owen se inclinó sobre la mesa y le cogió la mano.
—Estoy decidido a hacer que me ames.
Lucie miró cariñosamente a Owen y se dijo que ya amaba esa cara maltrecha.
—Creo que podrías lograrlo, Owen Archer.
* * * * *
Bess los encontró en la tienda, trabajando al alimón y algo en el modo de moverse juntos le indicó lo que había pasado. Fue rápidamente a la taberna a buscar una jarra del aguardiente del arzobispo.
—¿Para qué es eso? —preguntó Tom.
Era apenas mediodía.
—Lucie y Owen —dijo ella, triunfante—. Exactamente como te dije que pasaría.
—¡Vaya, Bess, tenías razón! Con parche y todo…
—Ese ojo no fue nunca el problema, Tom. No sé por qué piensas en él siquiera.
Fin