Capítulo 25

Consecuencias

Wulfstan oyó el ruido de un par de botas y un par de sandalias en el suelo de piedra de la capilla. Se detuvieron en la puerta y después entraron los dos juntos, con un tintinear de cadenas de oro. Wulfstan dejó de prestar atención y volvió a su meditación sobre la cruz, a la que representaba en su postura, postrado en el suelo de piedra, ante el altar, con los brazos abiertos. La cruz, agonía de Cristo, salvación de la humanidad. Merced a aquel acto de desprendimiento, el hombre podía tener esperanza de salvación, por grave que hubiera sido su pecado.

Luchó por mantener su mente fija en la cruz, pero la disciplina no era fácil para Wulfstan. Sus pensamientos parecían flotar sobre él sin llegar a apoderarse de su mente por entero, rozándola apenas con hebras azarosas. Era un sentimiento agradable, que le resultaba imposible resistir. Pero lo intentó. Tenía la imprecisa sensación de que no merecía consuelo, de que había hecho algo imperdonable, aunque por el momento no podía recordar qué era. Cuando trataba de recordar, se asustaba y abandonaba el intento.

—Hermano Wulfstan, ¿puedes oírme?

Era una voz tranquila y desconocida: profunda, resonante. La voz le gustaba, pero no respondió. Hablar habría significado romper la burbuja en la que flotaba. ¿Por qué no lo dejaban en paz?

—Wulfstan, el arzobispo ha venido a hablar contigo.

Era la voz de su abad, agudizada por la tensión. Una voz desagradable, se dijo Wulfstan. Prefería la otra.

—Quiere hacerte preguntas sobre Lucie Wilton.

Lucie Wilton: ojos azules, un contacto suave, una sonrisa. Wulfstan se estremeció. La burbuja en la que flotaba se hundía precipitadamente, pero después volvió a elevarse. Lucie Wilton despertaba un recuerdo desagradable: no quería pensar en ella.

—¡Wulfstan!

¿Por qué no se iban?, se rebeló Wulfstan.

—Nicholas Wilton ha muerto, Wulfstan —prosiguió el abad—. Sabemos que envenenó a tu amigo Montaigne. ¿Lucie Wilton tuvo algo que ver?

Montaigne, el amable peregrino… ¡María, Madre Compasiva, eso era! Ése era el horrible acto por el que no podía ser absuelto, ni aun después de la peor pena. Era su culpa. Él debería haberlo sabido: era su deber. Había asesinado a su amigo, le había fallado. Había pecado de arrogancia. Y la querida Lucie Wilton… ¿podía haber participado en el envenenamiento?, ¿o haber sabido de él y no haberle advertido? ¿Podía haberse mantenido indiferente mientras envenenaban a su amigo?

—¡No! —La burbuja estalló y su corazón dio un salto.

Clavó los dedos en las piedras del suelo, tratando de erguirse. Unos brazos fuertes vinieron en su ayuda. Wulfstan abrió los ojos y vaciló, cegado por las velas del altar. Los brazos fuertes lo sostuvieron.

—Ven, siéntate en este banco. —Era el arzobispo el que hablaba con voz agradable y lo ayudaba con tanta dulzura: Thoresby en persona. La cadena del lord canciller brillaba en su pecho. Olía a aceites perfumados—. Tengo que conocer el carácter de la mujer, hermano Wulfstan. Debes hablarme de ella.

Michaelo a veces olía así, recordó el monje. Especias, almizcle, flores, todo junto. Un jovencito vanidoso, pero inofensivo, había pensado Wulfstan. Hasta que Michaelo trató de envenenarlo. Y había estado peligrosamente cerca de lograrlo.

—¿Por qué yo? ¿Por qué querría matarme a mí? —se preguntó Wulfstan en voz alta.

—Wulfstan… —La cara del abad Campian llenó su campo visual—. Estás delirando. —El abad se volvió hacia Thoresby y explicó—: No se ha recuperado del todo. Pero pidió que se le permitiera venir a la capilla y hacer penitencia.

—¿Penitencia? ¿Por qué pecado, hermano Wulfstan? —inquirió el arzobispo.

El monje inclinó la cabeza.

—Debería haber advertido la naturaleza del preparado. Debería haber reconocido los síntomas del envenenamiento con acónito. Vuestro pupilo no habría muerto. Ni Geoffrey —añadió sollozando.

* * * * *

Phillippa y Bess habían persuadido a Lucie y Owen de que fueran a dormir a la posada. Ellas prepararían a Nicholas y lo velarían. Uno de los hombres del arzobispo montaba guardia en la posada, otro en la tienda. Los otros dos habían ido a informar a Thoresby de la muerte del arcediano.

Owen fue a ver a Lucie antes de ir a su cuarto. Estaba en la ventana, abrazándose el pecho con fuerza, como si se preparara para resistir el próximo golpe.

—Debes tratar de dormir.

—Cuando cierro los ojos, veo a Nicholas en brazos de Anselmo —repuso ella, con la voz empañada por las lágrimas—. No puedo soportarlo.

Owen permaneció un momento sin saber qué hacer o decir, ni siquiera si se le quería allí. Pero no podía dejarla en tal estado.

—Ven, acuéstate —le dijo al cabo—. Yo te hablaré hasta que estés dormida.

Lucie se dejó llevar a la cama.

—Cuéntame cómo conociste al arzobispo.

—No. Eso te mantendría despierta —se opuso él.

Por el contrario, le habló de sus arqueros, nombrando a cada uno y describiéndoselo. Lucie no tardó en dormirse.

Owen se adormeció en la silla a su lado.

Lucie se despertó con el canto del gallo, desorientada.

—¿Dónde estoy?

Owen abrió los ojos con un sobresalto.

—¿Dónde estoy? —repitió ella.

—En la mejor habitación que tiene la posada. Vinimos aquí anoche.

—El arcediano —susurró Lucie, tocándose la cara con precaución.

Le habían aparecido cardenales en la cara y el cuello, lo cual reveló a Owen que habían combatido más de lo que suponía.

La visión de los cardenales llenó a Owen de una furia que no había quedado saciada con la muerte de Anselmo, y luchó por controlarse.

—Quédate acostada —le indicó, al tiempo que le colocaba un trapo frío y mojado en la cabeza—. Luchaste con valor.

Los ojos de ella miraban más allá de Owen.

—Quería matarlo —dijo—. Me enfadé contigo por robarme su muerte.

—Ya terminó todo.

—¿Qué haré ahora?

—¿Hacer?

—Lo he perdido todo: mi marido, la tienda… Todo.

—Le dije al arzobispo que eras inocente.

—Eso no importará.

—Haré todo lo posible por ayudarte —prometió él.

Lucie se quitó el trapo y se sentó con esfuerzo.

—¿Seguirás trabajando al servicio del arzobispo?

—Tal vez acabe en su calabozo del Alcázar Viejo.

—¿Por qué? Lo hiciste en mi defensa. ¿Por qué habrías de ir al calabozo?

—Thoresby no quería que Anselmo muriera en la ciudad. Quería que sucediera lejos de todo testigo.

«Y ya había cuestionado mi lealtad», añadió Owen Archer para sí.

—¿Tendrías que haber dejado que Anselmo me matara?

—Por supuesto que no. Todo está en que Su Ilustrísima me crea. —Owen volvió a mojar el trapo y se lo puso otra vez en la frente—. Vi la cuchillada en la cara de Anselmo. Tuviste mucho valor.

—Estaba poseída. Quería cegarlo y después acuchillarlo en el corazón. Ya ves el poco éxito que tuve. Nunca había usado un cuchillo como arma. No sabía que el cráneo…

Tosió y se dobló sobre sí misma. Él le sostuvo la cabeza sobre una jofaina mientras vomitaba.

* * * * *

John Thoresby se quitó la cadena y la capa; no quería mancharse, pues era difícil limpiar sangre de las pieles. Sólo entonces se inclinó a examinar a su arcediano. El golpe seco le había quebrado el cuello. Le agradó comprobar que Archer era rápido y eficiente, pero también le molestó. Él quería que sucediera esto, sí. Pero no en York no tan cerca de la catedral. O, si tenía que suceder en la ciudad, podía haber sido en un suburbio apartado, donde alcanzara su jurisdicción. No es que nadie involucrado fuera a hablar. Pero había sucedido en medio de la ciudad, y alguien con insomnio podía haberlo visto llegar o ver la conmoción. ¿Y por quién había matado Owen a Anselmo? ¿Por su señor, o por la bella viudita?

Thoresby sabía cómo vérselas con la viuda. Wulfstan había dicho que ella esperaba ser maestra boticaria pronto, que lo deseaba con avidez y que Nicholas también lo deseaba. Esto convenía a Thoresby. Le gustaba el espíritu de la señora Wilton: habría sido una buena abadesa. La dejaría llegar a maestra del oficio a cambio de su silencio sobre aquel asunto. No dudaba de su cooperación.

Pero ¿qué podía hacer con Archer? Lo sabía todo, no tenía lealtades, nada lo ataba a nadie, con nada podía comprarse su silencio… salvo con la viuda. Si Archer había matado a Anselmo por la viuda, podía ser útil. Habría que observarlo.

* * * * *

Las misas por los difuntos fueron discretas y breves, pero no por pudor. Anselmo y Nicholas fueron enterrados en suelo sagrado; en el caso del boticario, Thoresby bendijo un rincón del jardín de los Wilton. Fue poca cosa para él, pero la viuda le quedó conmovedoramente agradecida. Así la quería.

Thoresby observaba a Archer, de pie junto a la tumba. Si el hombre estaba enamorado de la viuda, por fuerza debía de sentirse contento. Ahora ella era libre, aunque por supuesto habría que observar un discreto período de duelo. Pero Archer estaba allí con una luz sombría en su ojo, siempre cerca de Lucie Wilton aunque sin tocarla nunca. Como si no pudiera aspirar a esa recompensa terrenal.

Después de la ceremonia, Thoresby llevó a Owen aparte.

—¿Por qué ese aire sombrío? —inquirió.

Archer le dirigió una mirada extrañada.

—Nada de esto es justo. Todo York está haciendo de Anselmo un mártir. Dicen que fue atacado en una emboscada y que volvió a la ciudad a impartir los últimos sacramentos a su amigo. Que Dios vio su lealtad y lo dejó llegar a tiempo para ayudar a su amigo a ascender al paraíso.

—Es casi cierto, Archer.

—El pueblo debería saber toda la verdad. Debería saber lo que hizo Anselmo.

Thoresby se miró el anillo, preocupado por el brillo fanático en el ojo de su hombre.

—Fui yo el que puso en labios del pueblo la historia de la noble muerte de Anselmo —dijo sin alzar la voz—. Si la corrigiera y le dijera a la gente que mi arcediano mató a Digby y que trató de matarte a ti y a la señora Wilton, habría un escándalo en la catedral. La gente no da dinero a iglesias conectadas con escándalos. Y el rey quiere que la de York sea una gran catedral, porque en ella está enterrado su hijo, William de Hatfield, que murió tan joven, un niño todavía, porque era demasiado bueno para vivir. A Eduardo le gusta esa imagen. La Capilla Hatfield debe ser digna del pequeño ángel y ningún escándalo debe tocarla. Así que ya ves: mi historia romántica de los amigos de infancia es la única que debe oírse.

—Es una mentira.

—Eres tonto, Archer. ¿A quién le hará daño?

—¿No sois un hombre de Dios? ¿No debéis conducirnos por el camino de la verdad e indicarnos cómo elegir entre el bien y el mal?

Thoresby se mordió los labios para no sonreír. ¿Era posible que Archer siguiera siendo tan ingenuo, después de todos sus años al servicio del viejo duque?

—Soy el arzobispo de York y lord canciller de Inglaterra —contestó—. El bien y el mal deben juzgarse a la luz del bienestar general.

Owen dio unos pasos frente a él.

—Enviasteis al arcediano a Durham con la esperanza de que lo atacaran.

—No fue una mera esperanza. Te dije que había firmado una sentencia de muerte. ¿A qué crees que me refería? Los atacantes eran soldados míos.

—¿Y Brandon?

—Tenía que enviar a alguien de la abadía, o Anselmo habría sospechado. El joven Brandon conocía el plan. Se escapó, aunque no necesitaba hacerlo. Mis hombres no le habrían hecho nada.

—Los páramos son muy oscuros, Ilustrísima. ¿Cómo podían saber que atacaban al hombre indicado?

—Ese joven tiene sus recursos. Podía hallar un modo de darse a conocer.

—¿Y si los bandoleros los hubieran encontrado antes?

—Confié en Dios. Brandon es un joven fuerte del campo. Sabe cómo defenderse.

—¿Contra los bandoleros de las Tierras Altas? ¿Qué sabéis de luchar solo, vos, que habéis sido protegido desde el nacimiento? Es lo mismo en la batalla. Los mandos se sientan en sus elegantes tiendas, donde elaboran sus planes, y después nos llevan y nos traen imitando tácticas que han leído en los libros. Lo encuentran excitante, un desafío. Hacen apuestas. Muy buen estratega ese Thoresby: perdió sólo cincuenta hombres.

—Como soldado, deberías haber apreciado a un hombre así —replicó el arzobispo.

—¿Por qué enviasteis al novicio? ¿Por qué no a Michaelo?

—No podía confiar en que Michaelo no tratara de salvar a Anselmo.

—Sois demasiado frío.

Thoresby se echó a reír.

—Me gusta tu indignación moral, Archer. Quiero que sigas a mi servicio. Me viene bien un hombre como tú.

—¿Para qué me querríais? No hice un trabajo brillante aquí.

—¿Cómo que no? Resolviste el enigma de la muerte de Fitzwilliam. Me alegro de saber que su muerte fue accidental. No siento tanto mi fracaso con él, sabiendo que no fue tan malo como para que Dios se molestara en destruirlo.

—No os entiendo.

—No estás acostumbrado a los modos del mundo, Archer. En la batalla los dos lados parecen claros, aunque sabes que no lo son. En el campo de batalla no ves nada de lo que sucede detrás de las líneas. El enemigo de hoy es el aliado de mañana, a veces luchando por una franja de tierra sobre un río. Ahora estás detrás de las líneas, observando la turbia verdad de las cosas. Nada es tan claro como piensas. Has perdido tu inocencia.

—Temo haber perdido mi alma. Una vez me disteis a elegir entre vos y Gante. Os elegí a vos, sin dudar, pensando que erais más honorable.

El arzobispo observó que Archer parecía disgustado consigo mismo.

—Cena conmigo esta noche. Hablaremos.

* * * * *

A la hora indicada, Thoresby encontró a Owen en la antecámara, mirando con gesto sombrío a algunos soldados que había alrededor de un barril de cerveza, contándose historias, disfrutando de su hermandad.

—Podrías volver a esa vida. ¿Te gustaría?

Owen negó con la cabeza.

—Los motivos por los que la dejé no han cambiado. Con un solo ojo soy menos fiable. Necesito trabajar solo. De ese modo no arriesgo más que mi propia vida.

—Comprendo. Bien, puedes serme útil aquí.

—Preferiría un trabajo más honrado.

—Honrado —repitió Thoresby—. Ya veo. ¿Qué te propones?

—¿Qué pasará con la tienda de los Wilton?

El arzobispo lo miró con atención.

—¿Te interesa? Pero eres sólo un aprendiz.

—Me gustaría continuar mi aprendizaje con la señora Wilton.

Thoresby arqueó una ceja.

—Todavía no tengo decidido si ella seguirá al frente de la tienda.

—Haríais mal en despojarla de ella. Esa mujer puede ser más hábil aún que su marido.

—De ahí que tengas interés en aprender con ella —dijo Thoresby con una sonrisa maliciosa.

Owen lo fulminó con la mirada.

—Pensáis que quiero acostarme con ella. Pero lo que quiero es esa vida. Es un trabajo honrado.

—Mataste a mi arcediano por ella, no por mí, ¿no es cierto?

—En ese momento no importaba en absoluto por quién lo hacía. No quería que le hiciera daño a Lucie.

Thoresby volvió a pensar en el funeral. No había visto indicios de afecto entre ellos.

—¿Has discutido tus planes con ella?

—No.

—¿Y si se niega a conservarte?

—Entonces buscaría otro puesto similar.

—Ya veo. Sea como sea, te pierdo. Lo siento. Me gustaba que odiaras el trabajo. Eso es lo que mantiene honrado a un hombre.

—¿Cuándo tomaréis una decisión sobre la tienda?

—Pronto.

—Me propongo pasar unos días en Santa María.

—Trabajo honrado y oración… Me pregunto si te reconocerían tus viejos camaradas.

—Desde que inventasteis la historia de que yo había perdido el gusto por la vida militar… —Owen sacudió la cabeza—. No lo entiendo. Pero no puedo perdonarme por la muerte de Digby.

Thoresby puso una mano en el hombro de Owen.

—Nunca podemos predecir qué pérdida nos resultará más difícil soportar. Vamos. Tenemos que comer.