Un carro desvencijado y traqueteante apareció detrás de Anselmo y se detuvo cuando pasó a su lado. El granjero observó el estado del sacerdote y se quitó un gorro mugriento.
—¿Qué es esto? ¿Los bandidos no respetan ni siquiera a los clérigos ahora? ¿Os atacaron, padre? ¿Perdisteis vuestro caballo?
Anselmo se aproximó a la carreta con paso vacilante y se apoyó en la rueda.
—Nos atacaron. Mi compañero está muerto. Debo llegar a York a la casa del boticario Wilton, cerca de la catedral. ¿Podrás llevarme?
—Claro que puedo. Voy al mercado. El Señor es bondadoso brindándome el modo de ayudar a uno de sus sacerdotes. Para un pecador como yo son muy necesarias las indulgencias que podré lograr con mi acción.
Poco después Anselmo estaba acostado entre cestas y sacos, reconfortado por esa señal de la gracia divina.
* * * * *
Cuando acabaron de preparar el cuerpo de Nicholas, Bess condujo a Lucie a la cocina y le sirvió una copa de aguardiente.
—Al alba mandaré al caballerizo a buscar al padre Williams.
Se trataba del cura de la parroquia.
Lucie asintió con rostro inexpresivo. Bess y Owen intercambiaron una mirada.
En aquel momento sonó la campanilla de la tienda.
—¿Quién diablos…? —dijo Bess, dirigiéndose a la puerta; volvió al cabo de un momento, totalmente sofocada—. Mi señor el arzobispo —anunció.
Thoresby entró en la cocina mientras Bess hablaba, e hizo una señal de la cruz para bendecir la casa.
—Señora Wilton —dijo tomando a Lucie por la mano—, vuestro marido era respetado en York. Nicholas Wilton era un excelente boticario. Todos lamentarán su partida.
—Os lo agradezco, Ilustrísima.
—Debéis perdonarme la intrusión en vuestro duelo, pero las circunstancias me obligan. Es sumamente lamentable.
Saludó a Owen con una inclinación de cabeza, y echó una mirada a Bess, que se excusó y fue a velar al muerto.
Lucie tomó un trago de aguardiente. Le temblaban las manos.
—Por favor, sentaos, Ilustrísima —dijo en voz baja.
—No me quedaré mucho. Simplemente quería comunicaros que lo he dispuesto todo. Dos de mis hombres traerán un carro y un ataúd dentro de poco. Al alba, cuatro de mis hombres y yo os acompañaremos a Freythorpe Hadden.
—Su Ilustrísima no debe preocuparse por nosotros. Los Wilton hemos servido a su objetivo.
—¿Qué queréis decir?
—Sé que Owen es hombre de Su Ilustrísima. Supongo que os debo agradecimiento por haberme permitido usar sus servicios durante un tiempo.
El arzobispo guardó silencio por un instante.
—Señora Wilton —repuso—, no es momento para dar muestras de orgullo herido. Estoy tratando de impedir que el arcediano o sus jóvenes acólitos causen más problemas.
Lucie se puso en pie, ruborizada y temblando de ira.
—No quiero parecer desagradecida, mi señor Thoresby, pero no puedo aceptar vuestra merced. No tengo la intención de enterrar a mi marido en Freythorpe Hadden. No es ahí donde debe estar.
—Escogí un mal momento, por lo que veo —dijo el arzobispo, poniéndose también en pie—. Perdonad, señora Wilton.
Le hizo un gesto a Owen para que lo siguiera al jardín y éste obedeció. Lucie le echó una sombría mirada cuando pasó a su lado.
Una vez en el jardín, Thoresby se despojó de su máscara de cortesía.
—¡Condenada mujer! —renegó, echándose la capucha sobre la cabeza—. ¿Acaso piensa que estamos representando un juego, Archer? ¿No sabe qué precaria es su posición?
—No sé bien qué piensa la señora Wilton en este momento, Ilustrísima. Anoche Anselmo la encerró en un cobertizo en llamas. Esta noche ha perdido a su marido. Ahora le sugerís que lo entierre en el último sitio donde ella querría hacerlo. Y sé que se pregunta si puede confiar en mí, o si puede contar conmigo. No debéis juzgarla por sus palabras o actos esta noche.
Owen sentía los penetrantes ojos de Thoresby clavados en él.
—La señora Wilton es más que una patrona para ti, según veo. ¿Qué sabe de todo esto?
—Lo sabe todo.
—¿Y qué es «todo»?
—Que Montaigne acusó a Nicholas de ser el culpable de la muerte de Amelie D’Arby, hace ya muchos años. Montaigne era el amante de Amelie y ella murió cuando estaba encinta de un hijo suyo, al intentar abortar con una sobredosis de una poción preparada por Nicholas. Montaigne trató de matar a Nicholas la noche en que ella murió y creyó que lo había hecho. Su regreso amenazaba a Nicholas. Temió que Montaigne descubriera que seguía vivo y volviera a intentar matarlo, o bien acabara con su buen nombre, lo que a su vez destruiría todo lo que él había hecho por Lucie. Así que lo envenenó con el medicamento que después se usó, involuntariamente, con Fitzwilliam.
—Debí suponer que había una mujer implicada. Podemos hacer tantas tonterías por ellas… —Thoresby guardó silencio un momento y luego preguntó—. ¿La señora Wilton participó en el envenenamiento?
—No. Ni siquiera conocía la identidad del peregrino para el que Nicholas preparó la poción. Y como su marido cayó enfermo la misma noche en que cometió el crimen, ella no se enteró del asunto a tiempo para salvar a Fitzwilliam.
Owen advirtió una sonrisa inquietante en la cara de Thoresby, y comprendió que se había apresurado demasiado en su negación.
—Si ella fuera realmente culpable, no me lo dirías.
—Mi primera lealtad es para con Su Ilustrísima.
—No creo —se rio Thoresby—. Pero es probable que ella sea inocente, de manera que prefiero aceptar tu explicación. —El arzobispo hizo una pequeña pausa antes de continuar—: Lo que me desconcierta es la voluntad del Señor en todo esto. Fitzwilliam se merecía el castigo, pero no de manos de quien le llegó. Y ahora mi arcediano parece poseído por el demonio mismo. Influyó sobre el hermano Michaelo y no hay modo alguno de saber sobre quién más. Debéis persuadir a la señora Wilton de que acepte mi plan.
—No es una mujer fácil de persuadir.
—Ya deberías haber descubierto un modo de conmoverla —replicó Thoresby con una helada firmeza que no admitía objeciones.
Y dicho esto, partió. Owen oyó el trote de su caballo perderse en la noche.
* * * * *
Bess observó cómo Lucie se dejaba caer en el taburete junto a la puerta.
—¿Qué mal trago pretende hacerte pasar el arzobispo cuando acabas de quedarte viuda? —Lucie no respondió de inmediato. Bess notó lo oscuro de las ojeras y las arrugas en torno a la boca, señales de poco sueño y mucha preocupación—. Los hombres no tienen ni idea de cuándo deben dejarnos en paz.
Lucie suspiró.
—Dice que puede haber problemas aquí y quiere que me vaya al alba. Al parecer el arcediano se ha vuelto loco. Pero el arzobispo tiene buenas intenciones, Bess. Ha decidido enviar hombres y un carro conmigo a Freythorpe Hadden. Y vendrá él mismo a decir el réquiem.
—¿Viajar a Freythorpe? ¿En tu estado? ¿Sin dormir?
—Los bandoleros raramente atacan tan temprano.
—Pero no has descansado, mi niña —objetó Bess.
—Descansaré después. Tía Phillippa se ocupará de que lo haga.
—Oh, sí, como se ocupó de ti en el pasado. No tengo confianza en sus cuidados.
—Me vendría bien una botella de tu aguardiente para reconfortarme en el camino —dijo Lucie.
—¿Quieres librarte de mí? —inquirió Bess, amoscada.
—Me quitaría el frío —prosiguió Lucie sin hacerle caso y con los ojos fijos en su marido, tan silencioso y extraño, envuelto en la mortaja—. Y una de las mantas que usas en el carro.
Bess, que había enviudado dos veces, comprendió que Lucie necesitaba un poco de soledad antes de que empezara el funeral.
—Bueno, necesitarás algo para entrar en calor. Iré a buscar lo que me pides mientras tú te quedas aquí sentada junto a la ventana. Y descansas un poco.
Lucie prometió hacerlo.
Bess salió. Al pasar frente a la puerta de la tienda, oyó a Owen hablando con Tildy. Convencida de que oirían a Lucie si necesitaba algo, Bess salió por la puerta de la cocina y se marchó a la posada a buscar todo lo que pudiera servir para aliviar la incomodidad del viaje que iba a emprender su amiga.
* * * * *
Lucie se despertó con la cabeza apoyada en el brazo de Nicholas, en el cuarto a oscuras. No había creído que pudiera quedarse dormida con su esposo recién muerto. La asustaba estar tan agotada: embotaba el ingenio, provocaba errores. Sacudió la cabeza para despejarla y, encaminándose a la ventana, la abrió para que el aire helado la reanimara. Nicholas ya no debía cuidarse de las corrientes de aire. La brisa le azotó la cara y actuó como una bofetada, despertándola a su horrible realidad. Su marido le había sido arrebatado. Sus dulces ojos estaban cerrados para siempre.
Y ya los hombres que la rodeaban estaban tratando de quitarle lo que era suyo, diciéndole dónde debía enterrar a su marido. ¿Qué derecho tenían a interferir? Decían que era por su protección, pero ¿qué podía importarle su seguridad al arzobispo de York y lord canciller de Inglaterra? Todo lo que exigía la cortesía era que le hiciera una advertencia, o tal vez que sugiriera un medio de protección, pero no que indicara el lugar ni que abriera la marcha.
Lo que hacían Thoresby y Campian era protegerse a sí mismos, porque ella sabía cosas que ellos preferirían mantener ocultas. Ella podía hablar y el pueblo de York la escucharía con interés.
Aunque con eso no ganaría nada. El pueblo sentiría curiosidad por la historia de Anselmo, Nicholas y Amelie. Se entretendría. Todos se la llevarían a casa y allí estarían ocupados con comentarios durante muchas noches frías. Pero ¿por qué iba a traicionarse ella a sí misma? No tenía nada que ganar con aquella revelación y mucho que perder. Era una historia de acciones insensatas, y eso la perjudicaría. Un boticario con poco juicio no inspira confianza.
El arzobispo debía saber que ella no tenía intención de relatar la historia. Hablaría con él mañana; en realidad, hoy mismo, ya que parecía faltar poco para el alba, aunque la lluvia mantenía oscuro el cielo.
Mientras contemplaba el tenebroso cielo, la puerta se abrió detrás de ella. Supuso que era Bess, preocupada por ella, y sonrió a pesar de sus temores. Su amiga se alegraría al ver que estaba tomando el aire. Unos pasos vacilantes cruzaron el cuarto hacia la cama y se oyó un gemido.
—¿He llegado tarde? ¡Oh, Nicholas, eres demasiado cruel! ¿Por qué no me esperaste? Me llamas y después no esperas. He cruzado el infierno esta noche para venir a tu lado.
Lucie se estremeció. Era el arcediano, el causante de toda su pena. Owen debía de haberse dormido. Y Bess. Lucie no podía contar con nadie.
El aliento del hombre era entrecortado y sibilante, como el de alguien herido o muy enfermo.
—Te oí, Nicholas. Te oí. Trataron de detenerme, pero me liberé. Hermoso Nicholas, te han cerrado los ojos. No quisieron que yo los volviera a ver.
Lucie se dirigió a la mesilla, conteniendo el aliento por temor a tropezar con algo en el camino. Buscó la pequeña lámpara de alcohol, giró la manivela, y se alzó una llama brillante.
Anselmo jadeó, sorprendido al verse descubierto, y miró en su dirección protegiéndose los ojos con una mano torcida e hinchada. Había colocado en su regazo la cabeza de Nicholas, liberada de la sábana mortuoria, y tenía un aspecto horrible. Su frente estaba cubierta de sangre, y olía a sangre y a sudor de fiebre. Una mancha rojo oscuro se extendía por la mortaja. Renunció a protegerse los ojos para sostener mejor a Nicholas y abrazó el pálido cuerpo desnudo.
—Yo te quemé. ¿Cómo se liberó tu espíritu? ¡Fuera de mi vista, mujer demoníaca!
—Ésta es mi casa, monstruo. Y Nicholas fue mi marido —replicó Lucie, acercándose a él.
Anselmo enseñó los dientes y le gruñó como un gato herido, apretando a Nicholas contra sí.
Era una espantosa pesadilla. Uno muerto y el otro enloquecido de dolor y pena, con más aspecto de cadáver que el primero. El loco murmuró algo en latín, abrió el párpado derecho de Nicholas con su dedo hinchado y torcido, y se inclinó para besarlo en la boca.
—En nombre del cielo, déjalo en paz —dijo Lucie, temblando de furia.
Anselmo alzó la vista hacia ella.
—¿El cielo? ¿Qué puedes saber tú del cielo, súcubo?
Sin despegar la vista de Lucie, acarició el cabello de Nicholas, su vientre, sus muslos, gozando de la incomodidad que veía en la mujer.
—¡Basta! —gritó ella.
Trató de calmarse y de pensar qué podía usar como arma. Recordó el cuchillo con que cortaba las vendas y que guardaba en la mesa junto a la cama.
—Tengo derecho a despedirme —replicó Anselmo, que se inclinó para besar a Nicholas otra vez—. Él me amaba. Yo lo protegía.
—¿Amor? —Lucie se aproximó un paso—. Nicholas te temía. Dijo que eras un loco, un malvado.
Anselmo soltó un chillido y volvió a recostar a Nicholas con manos temblorosas. Lucie cogió el cuchillo de la mesa y lo alzó mientras retrocedía.
Anselmo avanzó hacia ella.
—¡Tú eres el engendro del mal que envenenó el alma de mi Nicholas! —exclamó—. Nicholas me amaba. Era un amor puro e inocente. Y después se apartó de mí por Amelie D’Arby la puta francesa.
—Y tú indujiste al inocente Nicholas a matarla.
—Sucedió tal como había rezado para que sucediera —respondió Anselmo con una sonrisa.
—¡Cobarde! Hiciste que tu amado cometiera el pecado por ti. Para que fuera Nicholas quien se quemara en el fuego del infierno, no tú.
—Ella se quemará, no mi Nicholas. La muerte de ella fue horrible. De una hemorragia, con la vida fluyendo de su cuerpo, llena de dolor y de miedo. Y murió sin confesión, ¿lo sabías? Sin confesión. Ahora arde en el infierno, mi pequeña loba. ¿Te la has imaginado allí, consumiéndose en el fuego eterno?
Lucie le lanzó un tajo a la cara con el cuchillo, pero no sabía manejar un arma y sólo le hizo un rasguño en la mejilla.
Anselmo rugió de dolor y trató de apoderarse del cuchillo.
Lucie quiso golpearlo con un pie, pero las faldas se lo impidieron y él le hizo soltar el cuchillo de un golpe.
Lucie cogió entonces una silla y la descargó sobre él. Anselmo vaciló, pero se repuso casi de inmediato. Sangraba por el estómago, la cara, la frente, y la mujer no podía comprender de dónde sacaba energías para seguir adelante.
El arcediano se arrojó sobre ella y le aferró el cuello con las manos. Pero apretaba con una sola; la otra estaba inerte. Lucie intentó volverse hacia aquella mano inútil, pero él la empujó hasta la pared y le golpeó la cabeza contra ella. El impacto la dejó aturdida y las rodillas le flaquearon. Anselmo volvió a golpearle la cabeza contra la pared; Lucie soltó un grito al tiempo que sentía que las piernas dejaban de sostenerla. Él la apretó contra la pared, con la mano útil oprimiéndole la garganta.
Unas fuertes pisadas resonaron en la escalera. «Dios bendito, dame fuerzas para matarlo —rogó Lucie—. Por mi madre. Por mi marido.» Clavó las uñas en la mano de Anselmo y él descargó su cabeza contra la de ella. Los oídos le zumbaron y Lucie sintió el sabor del sudor y la sangre del arcediano.
—¡Atrás, señora Phillippa! —gritaba Owen al otro lado de la puerta—. Apartaos.
La puerta se abrió con estrépito.
Anselmo soltó un grito ahogado y colocó a Lucie frente a él. Owen la liberó de un tirón y ella se arrastró hacia el cuchillo.
Anselmo, aullando de furia y dolor, se abalanzó sobre Owen, que lo alzó en sus poderosos brazos y lo arrojó contra la pared. Anselmo se estrelló con un nauseabundo ruido de huesos rotos, y se derrumbó con la cabeza torcida en un ángulo poco natural. Phillippa gritaba.
Owen se apresuró a ir junto a Lucie, que estaba arrodillada, con el cuchillo levantado, mirando el cuerpo del arcediano.
—¿Lo has matado? —dijo sin aliento, con un deje de incredulidad—. Yo tenía que matarlo, no tú.
Owen se arrodilló a su lado y, cogiéndola por la barbilla, le volvió con delicadeza la cara hacia él.
—Presentaste una buena batalla, Lucie. Ahora está muerto. No podrá hacer más daño a tu familia.
Lucie volvió la cabeza hacia Anselmo.
—Desnudó a Nicholas. Lo besó…
—Te llevaré abajo —dijo Owen suavemente.
—Él… —Lucie se desprendió de Owen y trató de ponerse en pie por sí misma—. Gruñía y pegaba como un animal herido, no parecía humano. Y el modo en que abrazaba a Nicholas… Yo… —Dio un paso hacia el cadáver desnudo de Nicholas, que yacía sobre la sábana manchada con la sangre de Anselmo y apretó una mano contra la boca—. El modo en que lo abrazaba y lo acariciaba, provocándome… Nicholas murió temiéndolo. Y ese monstruo lo abrazaba cuando Nicholas no podía resistirse.
Todo su cuerpo temblaba.
—Lucie… —dijo Owen, tocándole el brazo.
Ella se apartó y fue a colocarse junto al cadáver de su esposo con los brazos pegados al cuerpo y el cuchillo temblando en la mano.
—Dios mío, aun muerto se aferraba a él. Qué amor tan terrible y asfixiante… Más odio que amor. ¿Cuál fue el pecado de mi esposo para tener que pagarlo así? —Alzó la sábana manchada en sangre—. ¿Qué derecho tenía, qué derecho?
»Toda esa sangre —se dijo Lucie con un estremecimiento—. También el vestido de su madre estaba empapado en sangre, su piel suave y fría…»
Owen se acercó.
—Déjame que te lleve a la cocina —rogó.
Lucie negó con la cabeza.
—Bess tendrá una sábana limpia. Seguramente tiene una sábana limpia.
Abajo se abrió una puerta y se oyeron pasos que cruzaban la cocina y subían la escalera. Unas voces murmuraron junto a la puerta y Bess asomó la cabeza.
—Madre de Dios —susurró al ver la desnudez de Nicholas sobre la sábana ensangrentada—. ¿Qué ha pasado aquí? —Sus ojos registraron el cuarto, se detuvieron en el rostro manchado de sangre de Lucie, en la sangre de la camisa de Owen y se posaron en el cadáver del arcediano—. ¡Santa María, Madre de Dios! —repitió, inclinándose sobre él y apartándose enseguida al sentir el hedor—. No habrás hecho tú todo esto, ¿no? —preguntó a Owen.
—Ya estaba herido.
Lucie pareció despertar al oír sus voces y dejó caer el cuchillo, que golpeó el suelo con un ruido sordo.
—Lucie… —dijo Bess, yendo hacia ella. Frotó la sangre del rostro de su amiga.
—Ya no necesitaré el aguardiente y la manta —dijo Lucie.
Bess se volvió hacia Owen.
—¿La sangre de la mortaja es del arcediano?
—Sí.
Bess se quedó pensando un momento.
—Acaban de llegar los hombres del arzobispo con el ataúd. Phillippa y yo amortajaremos a Anselmo en su propia suciedad y le pondremos una sábana limpia a Nicholas. —Asintió para sí misma y se encaminó a la puerta, pero se giró antes de salir—. Y vosotros dos deberéis tratar con los hombres del arzobispo —añadió.
Lucie había empezado a temblar convulsivamente. Owen le tomó las manos y advirtió que estaban frías como el hielo.
—No sé qué hacer —dijo Lucie mirándose las manos en las de él con los ojos dilatados por un aturdimiento que Owen conocía muy bien. Lo había visto infinidad de veces en sus hombres, tras combatir durante horas en un campo de batalla sembrado de cadáveres, resbalando en la sangre y entrañas de sus camaradas y enemigos, hasta que sus mentes y corazones no podían más—. No sé qué hacer —repitió Lucie en un susurro.
—Por el momento debemos bajar —dijo Owen, y la llevó de la mano.
Los hombres del arzobispo se pusieron en pie al verlos entrar y Owen les indicó con un gesto que volvieran a sentarse.
—La señora Wilton necesita un trago de aguardiente. Y a mí no me vendría mal tampoco.