Las riendas estaban tan húmedas que parecían de barro entre los dedos de Anselmo, pero la desagradable sensación no duró mucho porque la lluvia y el frío le entumecieron las manos a medida que la noche caía. Con cada movimiento del cuerpo descubría algo mojado y helado, y sólo el contacto con el lomo sudado de su cabalgadura le procuraba una cierta calidez. Su compañero, Brandon, un corpulento novicio del norte, avanzaba delante, sin parecer afectado por estar calado hasta los huesos.
Anselmo ofrecía su incomodidad como expiación por su pecado de orgullo, su audacia al reemplazar a Dios en la decisión sobre quién debía vivir y quién morir. Su arzobispo lo necesitaba; Thoresby era un hombre demasiado importante para emprender él mismo este viaje y Anselmo no se quejaría.
De hecho, su señor el arzobispo lo honraba sobremanera confiándole esta misión, pues el beneficio que negociaría en Durham aportaría una gran suma al fondo de la catedral, y la negociación debía realizarse con cautela. Sir John Dalwylie podía cambiar de opinión, dejar su dinero en otra parte, y ellos se quedarían frustrados. Era tarea de Anselmo impresionarlo respecto de la importancia de la catedral, los agradecimientos que recibiría y las indulgencias que ganarían todos los contribuyentes.
Su acompañante se quedaría en un monasterio de la vecindad, dado que no podía confiar en que Brandon dijera las palabras correctas. En medio de negociaciones tan delicadas, sería un lastre.
No comprendía por qué el abad Campian le había asignado a Brandon como acompañante, y no a Michaelo, que era astuto y sabía hablar. Él había pedido a Michaelo, alegando que el segundo hijo de una antigua familia terrateniente le sería útil, ya que su sensibilidad aristocrática lo pondría en buena posición frente a sir John. Campian le explicó que Michaelo no deseaba ir y que había pedido quedarse en York a causa de su mala salud.
Era cierto que Michaelo era delicado, igual que Nicholas. El querido Nicholas… ¡Qué no daría Anselmo por verlo como había sido, por estar con él en su jardín! Llevarse a los labios una hoja, aplastar otra entre los dedos, oler una flor, mirar los colores, ¿no era aquello una muestra de la munificencia de Dios? ¿No podía verse la gloria de Su Creación en un jardín? Nicholas sentía tanto amor por la creación de Dios…
El delicado, sensible y melancólico Nicholas… ¿Qué habría sido de él si se hubiera quedado en Santa María, protegido del mundo? Habría superado al senil Wulfstan. Habría creado su hermoso jardín dentro de los muros de la abadía, a salvo de las tentaciones de la puta francesa. Todo el mal con que ella había envenenado la vida de Nicholas habría sido dirigido a otro lado. Nunca habría conocido a Amelie D’Arby. Su hija no lo habría atraído al matrimonio para extraerle toda la vitalidad, la belleza, la gracia. Ahora, el pobre Nicholas yacía en aquel cuartito maloliente, como una mosca a la que una araña le hubiera succionado toda la carne y la hubiera dejado prendida en la tela para seguir consumiéndola después. Un súcubo, una mujer malvada… Anselmo se alegraba de haberle dado su porción de eternidad la noche anterior. Ahora estaría quemándose en el verdadero fuego, el fuego eterno, a cuyo lado el incendio del cobertizo no era nada.
Anselmo, susurró una voz en su oído, y un suave aliento le acarició el cuello. Anselmo se volvió para ver a su amor, pero Nicholas no estaba con él allí en los páramos: era el viento que lo engañaba. Anselmo se envolvió el cuello con la capa, que el agua de la lluvia había vuelto pesada. Anselmo, Anselmo, —gimió la voz—. ¿Por qué no estás aquí? ¿Cómo puedes haberme dejado cuando más te necesitaba?
Nicholas se estaba muriendo, y por eso le llegaba su voz fantasmal. Se estaba muriendo, y Anselmo lejos, camino de Durham. Anselmo había abandonado a su amor, lo había dejado solo y aterrorizado por lo que vendría, lleno de temor al infierno. Nicholas temía que Dios no comprendiera lo que había hecho, lo que se había visto forzado a hacer; que Dios no le perdonara los asesinatos que Amelie D’Arby había hecho necesarios. El querido y dulce Nicholas temía porque aquella perra había destruido su paz de espíritu con palabras suaves y miradas insinuantes. Lo había hechizado e impulsado al pecado. No era culpa de Nicholas y Dios lo sabría.
Pero Anselmo debía estar allí para recordárselo. Nicholas no debía morir sumido en el miedo y el terror.
Brandon se detuvo de pronto y le indicó a Anselmo que hiciera lo propio. Los ojos del monje brillaban a la luz de la luna.
—Vienen jinetes detrás…
Anselmo escuchó, pero sólo oyó el silbido del viento.
—No hay nada. Tú…
Brandon hizo un gesto imperativo para que guardara silencio. Anselmo cerró los ojos y escuchó más allá del viento. Y efectivamente, más como un latido de la tierra que como un sonido, había un galope. Debía de ser un mensajero de York corriendo tras ellos para decirles que Nicholas se estaba muriendo y había pedido ver a Anselmo, que no podía morir sin Anselmo a su lado porque sólo de él aceptaría la absolución.
—¡Vamos! —gritó Brandon—. ¡Debemos salir al galope!
—No. Es un mensajero enviado para que volvamos.
—No es un mensajero —replicó el monje—. No vendría con tantos caballos. Seguramente son los bandoleros de las Tierras Altas. Nuestra única esperanza es correr antes de que nos vean. ¡Vamos! —dijo Brandon y, espoleando a su cabalgadura, partió al galope.
Anselmo sacudió la cabeza. «Joven necio», pensó. Pero, cuando el ruido de los cascos del caballo de Brandon se desvaneció, Anselmo cayó en la cuenta de que el monje estaba en lo cierto: había más de un jinete. Y comprendió que el arzobispo sin duda debía de considerar la misión de Anselmo mucho más importante que la absolución de su viejo amigo. No era, pues, un mensajero. Anselmo espoleó a su caballo tras el de Brandon. Pero Nicholas se estaba muriendo, de eso estaba seguro. Cuanto más corriera, más imposible le sería estar a la cabecera de su querido Nicholas.
Y de pronto los bandoleros estuvieron sobre él. Sus cascos hacían temblar el suelo y sus armas relucían en la oscuridad. El caballo de Anselmo piafó, aterrorizado por los gritos inhumanos de los bandidos, y arrojó al arcediano al suelo. Un casco le golpeó la frente, y todo se oscureció para él.
* * * * *
Nicholas apretaba la cabeza de Anselmo. Despierta. Despierta, Anselmo. Anselmo trató inútilmente de apartar la mano de su amigo; al parecer, Nicholas no se daba cuenta del dolor que le producía al oprimirlo con tanta fuerza. Tampoco lograba abrir los ojos, porque Nicholas le apretaba los párpados.
—¿Por qué? —gimió Anselmo—. ¿Qué he hecho para que me tortures así?
Yo estaba asustado. El Creador vino por mí y me asusté. No podía despertarte.
Anselmo hizo un esfuerzo para abrir los ojos y vio que era de noche. El viento gemía en sus oídos y la lluvia enfriaba su frente palpitante.
Entonces recordó y se llevó la mano derecha a la frente, o creyó hacerlo. Pero los dedos no tenían tacto, aunque la mano le palpitaba. Alzó la otra mano y palpó la frente lacerada e hinchada. Probó otra vez con la derecha: los dedos no respondían como deberían haberlo hecho. No sentía nada en ellos. Haciendo caso omiso del dolor que le quemaba el vientre, consiguió sentarse y aguardó a que la oscuridad húmeda que lo rodeaba dejara de girar a su alrededor. Cuando se detuvo, se levantó con piernas temblorosas, aunque al parecer intactas. Caminó unos pocos pasos, tropezó con un bulto y cayó. Era su caballo, pegajoso de sangre, muerto. Anselmo se arrodilló y tuvo violentas arcadas.
Anselmo.
Había olvidado que Nicholas se estaba muriendo. Debía volver a su lado, pero ¿qué podía hacer sin su caballo? Echó a andar.
* * * * *
Lucie descansaba frente al fuego de la cocina con la gata Melisende en su regazo. Owen estaba sentado enfrente, pero no decía nada, y ella agradecía su silencio.
Estaba tratando de comprender a Nicholas. Él le juraba que la amaba, y Philippa le creía. Estaba plenamente convencida de que todo lo que él había hecho lo había hecho por Lucie, por asegurarle un futuro, para que no tuviera que vivir con el miedo que había acosado a su madre y que había acabado por matarla. Phillippa podía entenderlo porque había vivido con el mismo miedo: miedo de sentirse fuera de lugar, de no ser nadie, de no tener un hogar.
Era ese miedo el que había llevado a Amelie a la muerte. Si sir Robert hubiera descubierto que ella daría a luz un hijo de otro hombre, la habría expulsado.
¿Lo habría hecho realmente? Lucie no lo sabía, porque la verdad era que apenas si conocía a su padre. Era raro pensar en sir Robert sin odio.
Entonces, si Nicholas no era culpable y su madre no era culpable, ¿quién lo era? Alguien tenía que serlo. Dios no habría planeado semejante fin para su madre. Alguien había transgredido Sus leyes, había alterado el equilibrio de la naturaleza. A esa persona había que culpar.
¡Qué diferente habría sido la vida de Lucie si su madre hubiera vivido!
¡Y qué diferente habría sido su vida sin Nicholas! Él había sido bueno con ella y le había enseñado a ser útil. Ahora era respetada en York por su saber, no por su matrimonio. Pero podían arrebatárselo todo.
Salió de su ensimismamiento y alzó la vista hacia Owen.
—Cuando le digas todo esto al arzobispo, ¿qué hará él?
Melisende se despertó con un gruñido, irguió las orejas, y se lanzó sobre algo que se escabullía por el suelo.
Owen se frotaba la cicatriz de la mejilla.
—No lo sé, Lucie. Estoy tratando de pensar un modo de no decírselo.
—No debes ocultar la culpa, Owen —replicó ella—. Debes decírselo. Tu lealtad es para con él.
Mientras Lucie subía al cuarto de Nicholas para ver cómo seguía, Owen observó a Melisende, que jugaba con el ratón que había arrinconado. Se sentía tan impotente como el ratón. ¿Cómo podía evitar decirle a Thoresby lo que había averiguado?
* * * * *
Anselmo avanzaba tambaleante por el camino, sin dejar de repetirle a Nicholas que volvía a su lado. El dolor en la frente se había ido adormeciendo mientras caminaba, pero la mano lo atormentaba. Arrancó una tira de tela de su capa, se la vendó lo mejor que pudo, y la metió en la manga izquierda. Así se sentía un poco mejor. No consideró siquiera la posibilidad de que no pudiera llegar hasta York.
* * * * *
Lucie encontró a Nicholas en un estado lamentable, gimiendo y sollozando. Se arrodilló a su lado, rezando para que Dios lo liberara del sufrimiento. Supuso que él soñaba con el Juicio, el momento temible en que Dios lo llamaría a dar cuentas por su madre, por Geoffrey Montaigne y por Fitzwilliam.
De improviso, Nicholas soltó un grito y le apretó la mano con fuerza. Lucie lo besó y le susurró palabras tranquilizadoras, con la esperanza de que pudiera oírla. Al rato, él levantó los párpados.
—Te perdono, Nicholas —le dijo Lucie—. Descansa en paz.
Él la miró y susurró su nombre. Después, con un estremecimiento violento, murió.
Muerto. El corazón de Lucie se detuvo, su mente quedó en blanco. Un frío paralizador le subió desde la punta de los dedos y se abrazó a sí misma. Nicholas estaba muerto. Se puso en pie y fue a la ventana, la ventana del jardín. Se lo imaginó allí fuera, con su sombrero viejo y el rostro manchado de tierra. En el verano, las pecas le cubrían la nariz y las mejillas.
—No. Nunca más —susurró—. Se ha ido.
Sólo entonces lloró. El dulce Nicholas… Volvió a arrodillarse a su lado. La había amado, había sido bueno con ella, un buen marido, siempre preocupado por el bienestar y la felicidad de su mujer. Sus ojos azules, que la habían seguido siempre con amor, ahora miraban a la nada.
Vaciló antes de cerrarlos, sabiendo que veía por última vez aquellos ojos tan hermosos y especiales. Allí se ocultaban recuerdos que la arrastraron a sus azules profundidades, recuerdos de su madre y ella en el jardín, las primeras visitas de Nicholas al convento, su vacilante y humilde petición de mano, su paciencia al enseñarle, su alegría por el nacimiento de su hijo, y su llanto por la muerte de Martin. Ahora debería recordar sola todo lo que habían compartido. Sola. Buscó en los ojos que tanto conocía, pero el alma había huido de ellos, la chispa de vida ya no estaba. Los cerró.
Debía bajar, decírselo a Owen, enviar a Tildy a buscar a Bess. No necesitaban un sacerdote, pues Anselmo ya le había administrado los últimos sacramentos. No había nada que hacer, salvo preparar el cuerpo para el entierro. Bess enviaría a su caballerizo a casa de Cutter a buscar el ataúd.
Le habría gustado enterrar a Nicholas en su jardín, donde había sido más feliz, pero no era posible. Debía ser enterrado en suelo sagrado. Y ahora ella tenía que ponerse en pie, bajar a la cocina, hacerse cargo de los detalles. Pero se demoraba, sintiéndose muy cerca de él aunque sus ojos estaban cerrados y su alma se había ido; sabía que, una vez que se apartara del lado de Nicholas, él se habría marchado definitivamente.
Aquella noche, había experimentado sentimientos encontrados hacia él. Se había sentido traicionada al saber que su madre había sido envenenada por el hombre en quien ella había puesto toda su confianza, toda su esperanza en el futuro. Por el padre de su único hijo: esa breve alegría, tan profunda y pura. Nicholas había actuado de modo irresponsable y había dado a su madre el arma con la cual se mató. Había buscado el consejo de su ex amante, alguien que necesariamente debía tener celos de los sentimientos de Nicholas por Amelie D’Arby.
Era al arcediano a quien Lucie debía odiar. Hasta ahora había culpado a Nicholas, pero era a Anselmo al que debía odiar. A Anselmo.
Él tendría que pagar por todo este dolor.
Owen soltó una maldición cuando sonó la campanilla de la tienda. Necesitaba pensar, pero no podía hacer caso omiso del visitante. Nadie acudía a esa hora de la noche si no era por una emergencia. Melisende, sin descuidar a su víctima, observó a Owen cuando pasó a su lado.
—Dios sea con vos. —Era un monje joven, con las mejillas rojas y sin aliento, los ojos brillantes por la excitación y la preocupación—. Debo hablar con la señora Wilton. Soy el hermano Sebastian, de la abadía.
—Hay un enfermo en la casa. La señora Wilton atiende a su marido.
El joven monje asintió.
—Mi abad me envía a advertirles que han envenenado al hermano Wulfstan.
Owen se sorprendió. ¿El hermano Wulfstan atacado, aun con Anselmo apartado de la escena?
—¿Está muerto?
—El Señor no lo quiso. Pero está enfermo. Y el abad teme que la señora Wilton esté en peligro. Sugiere que llevéis a los Wilton a Freythorpe Hadden. Estarán seguros protegidos por sir Robert y sus hombres.
—Una extraña elección. Sería más fácil defenderse en terreno conocido. ¿Por qué Freythorpe Hadden?
El hermano Sebastian hizo un gesto de impotencia.
—Soy sólo un mensajero.
«Pero los mensajeros solían saber más que los actores mismos», se dijo Owen.
—Vos conocéis al abad. ¿Por qué puede haber llegado a esa decisión?
—Quizá crea que York es peligroso. Los enemigos podrían estar en cualquier parte. Fue uno de nuestros hermanos el que trató de envenenar al enfermero: el hermano Michaelo, actuando por órdenes del arcediano. Tal vez mi abad sospecha que tiene más agentes. —Sebastian frunció el entrecejo, temeroso de haber dicho demasiado—. Pero yo soy sólo un mensajero —repitió.
—¿Y dónde está el arcediano ahora?
—Camino de Durham.
—Y si Anselmo regresa —intervino Lucie desde la puerta— y no nos encuentra, ¿no pensará en ir a la casa de mi padre?
El hermano Sebastian la saludó con una inclinación de cabeza.
—Dios sea con vos, señora Wilton. Mi abad está preocupado por vos. Dice que Owen Archer y los hombres de sir Robert os podrán proteger mejor en Freythorpe.
—Owen puede protegerme aquí. Mi marido acaba de morir. Quiero enterrarlo aquí, entre la gente que lo quería.
—¿Nicholas ha muerto? —preguntó Owen yendo hacia ella.
Lucie se mantuvo rígida, como si temiera derrumbarse si se relajaba. Su rostro estaba pálido y los ojos parecían inmensos.
—Por favor, agradeced al abad Campian su advertencia y su preocupación. Decidle que tendremos cuidado.
Lucie se disculpó y volvió a subir.
El hermano Sebastian dirigió a Owen una mirada preocupada.
—A mi abad no le gustará.
Owen lo miraba pensativo.
—¿El hermano Michaelo dijo que el arcediano se proponía matar a la señora Wilton?
—No sé.
—Tengo entendido que el arcediano fue enviado a Durham. Imagino que no iría solo.
—Lo acompaña Brandon, un novicio.
—¿Y quién más?
—Sólo Brandon.
—¿Nadie más? ¿Sólo un novicio? —se extrañó Owen. Sebastian pareció incómodo ante la pregunta.
—Brandon es fuerte.
Owen soltó una risa incrédula.
—Un hombre fuerte no significa nada para los bandoleros del camino.
El hermano Sebastian se encogió de hombros.
—Sé que no tenéis nada que ver —añadió Owen, dándole palmadas en el hombro—. No os quería reprender. Pero debéis entender que no puedo discutir con la señora Wilton la misma noche de la muerte de su marido. Me temo que tendréis que repetirle al abad lo que dijo.
El mensajero se fue y Owen subió al piso superior. Lucie estaba sentada junto a Nicholas, contemplándolo con una mirada perdida.
—He despedido al hermano Sebastian.
Lucie pareció volver en sí.
—No enterraré a Nicholas en Freythorpe Hadden —dijo, frotándose la frente.
—¿Por qué no?
—Esa casa sólo nos ha traído sufrimientos a los dos. Ojalá pudiera enterrarlo en su jardín. Pero de ninguna manera en Freythorpe. Sir Robert me expulsó. No hay amor para mí allí, ni para Nicholas.
—Pero fue tu casa —objetó él.
Ella le dirigió una mirada extraña.
—Tú has decidido no volver al lugar donde creciste. Quizás haces bien.
Owen no encontró respuesta a eso.
—¿Cómo puedo ayudarte? —inquirió.
—Tía Phillippa debe dormir. Pídele a Bess que venga a ayudarme a preparar a Nicholas para el funeral.
Owen le cogió las manos.
—Tu tía no es la única que necesita sueño.
—No puedo dormir —replicó Lucie.
—Lucie, piensa en lo que has pasado estas últimas dos noches: el incendio, y ahora Nicholas.
—Lo prepararé. Y después lo velaré.
—Deja que otro lo vele en tu lugar —rogó él.
—No. Lo haré yo. Yo lo maté y yo lo velaré.
Owen sintió que se le contraía el corazón. ¿Que ella lo había matado? ¿Ella era la asesina después de todo? ¿Nicholas había hallado la muerte por un veneno lento que le había impedido recobrarse lo suficiente para recordar y acusarla?
Lucie soltó la risa, una risa frágil y trémula.
—Te escandaliza oír que maté a mi marido.
—Estoy confundido. ¿Cómo puedes decir que lo mataste?
A pesar de la falta de sueño, y en el inicio de su duelo, Lucie podía mirarlo y hacerle sentir que podía ver hasta el fondo de su alma.
—No soy una envenenadora, si es eso lo que estás pensando. —En su voz no había ira, sólo un gran cansancio—. Le dije que su amigo había tratado de matarme y lo culpé por la muerte de mi madre. Cuando trató de decirme que había matado a Montaigne por mí, le di la espalda. Y después bajé, cuando debería haberme quedado con él.
Con dulzura apartó un rizo de cabello gris de la frente de Nicholas.
—Ya se estaba muriendo, Lucie —observó Owen.
—Me equivoqué al culparlo —prosiguió ella sin apartar la vista de su marido—. Todo ha sido obra del arcediano y su amor perverso por Nicholas, un amor malvado y asfixiante. Es Anselmo el que se quemará en el infierno por esto, no mi Nicholas.
—Mañana pensarás en ello.
Lucie no estaba escuchando.
—Vine y encontré a Nicholas gimiendo en sueños. Traté de tranquilizarlo. Le dije que lo perdonaba. Pero no sé si me oyó.
—Estoy seguro de que sí.
—Lo dices porque quieres calmarme. Después tratarás de persuadirme de que lo lleve a Freythorpe.
—Eso no es cierto, Lucie —se defendió él.
—Ve a buscar a Bess.
Al ver que no aceptaría ningún consuelo, Owen hizo lo que le pedía.