Phillippa estaba de pie en el umbral de la cocina observando la lluvia helada, que semejaba hebras de plata en la oscuridad. El aire aquí era diferente del de Freythorpe. Aquí la fragancia ácida de los brezales quedaba apagada por el aire húmedo que se alzaba del río. Quizá se había equivocado al dejar venir a Lucie. No sólo por el aire. No, eso era una preocupación menor comparada con lo que Lucie y el aprendiz acababan de contarle.
Le resultaba difícil aceptar que Nicholas Wilton hubiera asesinado a Geoffrey Montaigne. No lo creía capaz de hacer daño a nadie; por eso había podido perdonarle la muerte de Amelie. Recordó al hombre debilitado y enfermo en su lecho, y comprendió que su enfermedad era la clave para entenderlo todo. Lo que había hecho lo estaba matando: era un buen hombre que había sido inducido a cometer un pecado con el que no podía vivir. Phillippa no podía creer otra cosa de él. Y tenía que convencer de ello a su sobrina. Lucie tenía que comprender que, si Nicholas realmente había matado, lo había hecho para salvarse. O para salvarla a ella.
Se volvió hacia Lucie y Owen, que seguían sentados, esperando que ella volviera a la mesa. Lucie acariciaba a la gata, que se había enroscado en su regazo como si sintiera que su ama necesitaba compañía. ¡Santa María y todos los santos! Con su marido muriéndose arriba y su pasado revelado como un nudo de mentiras y medias verdades, la pobre necesitaba consuelo. El mejor consuelo que Phillippa podía darle era contarle todo.
—Cuando eras pequeña, tenías una gata muy parecida a ésta. La llamabas Melisende, la reina de Jerusalén.
—Ésta también es Melisende —dijo Lucie—. Es tan obstinada y hermosa como la otra.
—Me alegra oír que no recuerdas sólo lo malo.
—Mis recuerdos de Freythorpe antes de que muriera mamá son recuerdos felices, tía.
Phillippa asintió.
—Entonces quizá lo que yo diga sirva de algo. Quiero que entiendas a Nicholas. No debes condenarlo, Lucie. Ni a tu madre. Te diré lo que necesitas saber. —Se sentó, se sirvió una generosa medida de aguardiente y bebió un trago antes de empezar—. En primer lugar debes comprender a Amelie. Ella tenía apenas diecisiete años cuando la arrancaron de su familia y de su país para entregarla a un extraño. Pero así es como se hacen las cosas —añadió con un suspiro—. Las hijas son bienes muebles. Y después se quejan de que lloramos demasiado. ¡Como si no tuviéramos motivo! —Miró a Lucie y continuó—: Me prometí que no te sucedería a ti lo mismo. Debes creer que permití este matrimonio sólo porque tú accediste… de hecho, parecías muy decidida… y porque te daría la ocasión de volverte dueña de ti misma.
Lucie no dijo nada. Phillippa suspiró y bebió otro sorbo de aguardiente.
—Amelie se aferraba a mí, patéticamente aliviada, cuando yo hablaba en francés con ella. Aparte de Geoffrey Montaigne, un joven caballero del séquito de mi hermano que había sido muy amable con ella… más que amable, como pude comprobar…, no tenía a nadie con quien hablar, nadie a quien confiarle sus temores. No necesito decirte, Lucie, que tu padre no contaba en ese sentido. Él ha pasado todos estos años arrepintiéndose, por supuesto. Nunca debió traerla aquí, tan lejos de su casa. El mismo Robert decía que Amelie era su botín de guerra, ¿te imaginas? —Phillippa miró a Owen y añadió con severidad—: Estoy segura de que vos no tenéis problemas en imaginarlo, habiendo sido el capitán de arqueros de Lancaster todos estos años.
—Él no es como sir Robert —dijo Lucie en voz baja—. Déjalo en paz. —Y, dirigiéndose a Owen, añadió—: No debes culpar a la tía Phillippa por su falta de cortesía. Ha conocido pocos placeres con hombres. —Owen se tragó la respuesta que había preparado.
Phillippa se limitó a encogerse de hombros.
—Quiero que comprendas la desdicha de Amelie, de lady D’Arby —prosiguió—. Mi querido hermano se enfureció cuando pasó un año y el matrimonio no había engendrado hijo ni hija. Y no se guardó su ira. ¡Pobre Amelie! La conducta de Robert empeoró las cosas. ¿Sabes?, su flujo menstrual se había interrumpido, seguramente por la desdicha, el miedo, la soledad y quién sabe qué más. Le dije a Robert que era culpa de él, y que del miedo que ella le tenía no podía salir nada bueno, pero por supuesto no me creyó. Su orgullo no podía aceptar que la culpa fuera suya. ¡Los hombres son tan arrogantes cuando se trata de su descendencia! La culpa era de Amelie. Él tenía que creer eso, y la convenció a ella. Amelie se volvió melancólica. No había nada que quisiera tanto como tener un hijo, un niño a quien amar, y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por lograrlo. Entonces su nodriza la llevó a ver a Magda Digby.
»¡Pobrecita! Tenía fe, pero la poción no surtió efecto. Amelie me preguntaba sobre las hierbas que cultivaba en mi jardín, así que empecé a enseñarle. Y me temo que le hablé del jardín de Nicholas. Le dije que tenía su edad y que trabajaba duro para aprender su oficio. Su jardín era una obra maestra, con plantas que podían producir toda clase de medicinas. Nunca pensé… —Se interrumpió y sacudió la cabeza apesadumbrada—. Gran parte de lo que te digo ahora lo sé por Nicholas. Él vino a verme y me lo contó todo antes de pedirme tu mano. Pienso que quería que se la negáramos. Buscaba un castigo.
—¿Por la muerte de mamá? —preguntó Lucie.
Phillippa prefirió no contestar.
—Pero yo lo quería —continuó—. Ahora que te digo todo esto, imagino que pensarás: «Vieja tonta, ¿cómo podías quererlo después de saber lo que había hecho?». A lo que respondo: ¿Cómo podía no quererlo? Todo lo hizo con la mejor…
—Tía Phillippa, por favor… —la interrumpió Lucie—. Ve al grano.
—Muy bien. —La vieja señora se irguió y se sacudió una imaginaria mota de la falda—. Amelie vino aquí y buscó a Nicholas, diciendo que quería ver el jardín. Nicholas era un joven encantador. Dulce y algo delicado, con un cabello de color azabache y unos ojos azules penetrantes: Muy parecido a ella, aunque en un estilo diferente. Mientras Nicholas era angelical, Amelie era trágica. Había algo en los ojos de ella…
Phillippa se interrumpió, pensando en aquellos ojos.
Owen echó una mirada a Lucie y vio que el triste recuerdo se apoderaba de ella también.
Phillippa suspiró y volvió en sí.
—¿Sabes?, salvo por esa diferencia parecían hermanos. Pero la diferencia era tan marcada… Puedo imaginármelos en ese jardín encantador, inclinados sobre el tomillo mientras él decía los nombres, ella rozando los brotes con la punta del dedo, oliendo, elogiando, y él ruborizándose. Ella tenía ese estilo tan francés que desarmaba a los hombres. Él la adoraba, eso era evidente.
El comentario hizo ruborizar a Lucie, y Owen se sintió incómodo por la dirección que estaba tomando el relato. No era que no lo considerara la consecuencia más natural del mundo, pero ¿qué significaría para Lucie? ¿Qué locura había poseído a Nicholas para llevarlo a casarse con la hija de la mujer que adoraba?
—En la primera visita Amelie le pidió a Nicholas esquejes de angélica, granza y poleo. Él quiso saber para qué, y ella le explicó que quería plantar un jardín para demostrarle a Robert que podía ser una buena ama de casa. Él sugirió plantas más bonitas: espliego, santolina, amapolas, tomillo. No, no, ella quería sólo lo que pedía. Él argumentó que la angélica era una planta poco vistosa, con una fea mata de follaje, sin flores. Ella le dijo que en el monasterio de San Martin esparcían angélica por el suelo para librarse de las visitas del demonio.
»Deseando demostrar sus conocimientos, él decidió ser audaz. “¿Teméis que el demonio os impida dar a luz un hijo?”, le preguntó. Ella se ruborizó, pero lo miró a los ojos, premiándolo con la expresión de admiración que él buscaba. Amelie creía sinceramente que Nicholas podía leerle el pensamiento. ¡Santo cielo! Debe de haber sido su nodriza la que le metió en la cabeza una idea tan tonta. —Phillippa hizo una pausa, contemplando el fuego, y luego añadió con tristeza—: O quizá la tonta fui yo al no ver que ella estaba, en realidad, hechizada.
Sacudió la cabeza y volvió a clavar la mirada en Lucie.
»Nicholas le explicó con orgullo cómo lo había adivinado. El poleo y la granza debían devolverle su flujo menstrual, en caso de que no fuera el demonio quien lo impidiera. Preguntó por qué el demonio querría hacerle eso y Amelie respondió que ella se merecía la maldición. No amaba a su esposo, lo cual era un gran pecado. “Pero ¿queréis tener un hijo suyo?”, preguntó él. Ella le explicó que eso era de la mayor importancia, que no era nadie si no le daba un hijo y que la expulsaría si lo decepcionaba. El pobre muchacho se sintió desolado. Quería protegerla, salvarla de sir Robert. ¿Cómo podía negarle nada? Pero llevaría demasiado tiempo tener un jardín. Así que Nicholas le dio a Amelie las medicinas ya preparadas: las cogió de la botica, sabiendo muy bien que no debería haberlo hecho sin la aprobación de su padre. Nicholas me juró luego que le había dado a Amelie las más precisas instrucciones. Me dijo que los ojos de Amelie brillaban cuando le dio las medicinas, y que él se había sentido como un rey. —Phillippa se volvió hacia Owen y añadió—: Sólo debéis mirar a la hija para entender. Aunque el alma de Lucie es diferente: ella tiene mi fortaleza. Amelie estaría viva ahora si hubiera tenido nuestra sangre.
—¿Nunca ha muerto nadie de parto en nuestra familia? —inquirió Lucie.
Su tía cerró los ojos y pareció hundirse en sí misma.
—La muerte de tu madre fue innecesaria —dijo suavemente—. No fue un mandato divino.
—Lo contáis con muchos rodeos —opinó Owen.
—Quiero que lo entendáis; por eso voy despacio. Debéis entender. El jardín encantó a Amelie, y ella y Nicholas se hicieron buenos amigos. Y, gracias a que estaba contenta, a mediados del verano ya estaba encinta. —Phillippa alzó la vista y notó la incomodidad en ambos rostros—. De un hijo de sir Robert, por supuesto —se apresuró a añadir—. Nada de lo que estáis pensando sucedió nunca entre Nicholas y Amelie.
—Santa Madre de Dios —susurró Lucie, persignándose.
Owen se sentía terriblemente incómodo por tener que ser testigo de todo aquello. Habría preferido estar en un campo de batalla. La matanza de extraños parecía más fácil de digerir que esta posición de espía de una historia ajena. Pensó en la querida Lucie y en lo que estaría sintiendo. Pero la obstinada mujer seguía adelante con su relato.
—Fue un parto difícil. Magda Digby ayudó. Hicimos caminar a Amelie toda la noche. Tenía tales dolores que aun el contacto de la silla de parto era un tormento para su cuerpo. Pero el rostro se le transfiguró cuando hubo dado a luz a una niña saludable. Magda dijo que era una suerte que Amelie estuviera feliz contigo, porque dudaba que pudiera tener otro hijo después de un parto tan difícil. Yo no estuve de acuerdo.
»Pero sir Robert había oído la predicción de Magda. Un hermano siempre creerá más a un extraño que a su propia hermana. —Phillippa hizo un gesto de desdén al ver el ademán conminatorio de Owen: ella decidiría su propio ritmo—. Al cabo de unos meses, mi hermano se marchó a Londres para reincorporarse al servicio del rey Eduardo. Mi hermano, el viejo tonto… —Se inclinó hacia delante y apretó la mano de Lucie—. ¿Sabes?, temí que sir Robert te descuidara. Una hija sólo es importante para ayudar a criar a los hijos menores que vienen después y para forjar alianzas mediante matrimonios. Pero Robert ganaría más apoyos al servicio del rey Eduardo que casándote con una familia noble. Y Magda había dicho que no habría más hijos. Entonces juré que me ocuparía de ti. Y que me encargaría de que tuvieras tu oportunidad de ser feliz.
—Pero seguramente mamá también querría ocuparse de mí —dijo Lucie.
Phillippa le dio unas palmadas en la mano.
—Lo habría hecho, si no hubiera sido tan niña ella misma —contestó con un suspiro.
* * * * *
El abad Campian advirtió la ausencia de Wulfstan y de su asistente en el refectorio y envió a Sebastian a averiguar el motivo. Era muy característico de Wulfstan olvidarse de anunciar su inasistencia, de modo que no se sorprendió al ver llegar al novicio Henry, en la suposición de que lo enviaba Wulfstan para presentar sus excusas como siempre.
Pero Henry no dio excusas. Parecía angustiado y habló deprisa y sin aliento:
—El hermano Wulfstan ha sido envenenado y no podía dejarlo solo. Fue el hermano Michaelo. Debéis interrogarlo. Le dio una bebida que contenía una gran dosis de digitalina.
Su viejo amigo… ¡Dios Misericordioso, que no muriera su viejo amigo!, rogó el abad.
—¿Dónde está Wulfstan ahora?
—En la enfermería. Dejé a Sebastian con él. Le dije que no dejara entrar a nadie salvo a vos o a mí.
—Bien, bien —dijo el abad nerviosamente. Escribió algo, fue a la puerta y llamó a su secretario, el hermano Anthony—. Llevad esto a Jehannes, el secretario del arzobispo. Él sabrá qué hacer. Al salir, decidle al portero que esté atento al hermano Michaelo. No debe dejar la abadía.
Anthony se marchó sin decir una palabra.
* * * * *
Melisende saltó del regazo de Lucie para investigar un movimiento en el rincón de la cocina. Lucie se levantó, revisó la sopa que hervía lentamente para el día siguiente y volvió a sentarse.
—En mi arcón de bodas encontré un herbario con el nombre de mi madre escrito en la tapa —comentó—. No lo recordaba. No recuerdo que mamá me lo diera.
Phillippa negó con la cabeza.
—¿Nicholas no te lo enseñó? Muy propio de un hombre, no comprender lo que podía significar para ti. Fue un regalo de Amelie a Nicholas cuando lo nombraron boticario. A ella se lo había dado su madre. Estaba maravillosamente ilustrado y encuadernado en cuero suave. Ella se lo sabía de memoria y pensó que él podría apreciarlo.
—Al parecer, lo pasaban muy bien juntos —observó Owen.
—Ah, pero después vinieron los problemas —repuso la vieja señora—. Amelie cambió. Parecía estar en las nubes, los ojos le brillaban y pasaba horas en el laberinto, pero sin Nicholas. Fue Lucie, que por entonces tenía siete años y era muy curiosa, quien me dijo que su madre tenía un amigo allí dentro, un príncipe rubio.
—Yo la traicioné —dijo Lucie horrorizada.
Phillippa hizo un gesto de fastidio.
—Tonterías. Simplemente tú me comprendías mejor que tu madre. Mi hermano era un patán, así que, si este hombre podía darle tanta alegría a Amelie, yo no veía ningún problema, en absoluto. Y, si eso te escandaliza, allá tú.
»De modo que le dije a Amelie que quería conocer al joven. Y lo conocí. ¡Vaya si era apuesto! Rubio, alto, amable. No pude encontrarle defecto. Y él había venido por ella. Había encontrado un amo en Milán y se proponía llevarla con él. Nadie sabría que no era su esposa.
»La noticia me sobresaltó. ¡Milán! Había oído anécdotas de soldados al servicio de aquellos nobles italianos que guerreaban eternamente entre sí. Un soldado así no lleva consigo a una esposa y un hijo. Razoné con ellos. Pero tenían respuesta para todas mis objeciones. Lucie iría a un convento allí. Después de todo, su madre había sido educada en un convento.
»“Pero en Francia —les recordé—, dónde hablaban su lengua y compartían sus costumbres.” “Oh, pero en este convento hablarán francés; toda la gente educada habla francés”, me contestó ella. ¡Era tan inocente! Le recordé que Italia no se parecía en nada a la patria de Lucie. Era cálida y soleada, y las voces suaves y rápidas. Le dije que a un niño lo asustaban tantos cambios, y mucho más si lo apartaban de su madre. ¡Dios santo, me pregunto en qué estaría pensando! —Phillippa hizo una breve pausa para calmarse, antes de continuar—: Pero estaba decidida. Y, una vez que Amelie se decidía, Dios y todos Sus ángeles no podían hacerla cambiar de opinión. Eso la mató.
Asomaron lágrimas a los ojos de Phillippa. Miró a Lucie, pero era evidente que veía a Amelie sentada allí frente al fuego. Se estremeció.
»Divago. Como podréis imaginaros, Nicholas entonces veía poco a Amelie. Pero, hacia el final del verano, Geoffrey se marchó para organizar su vida en Milán y Amelie volvió a buscar la compañía de Nicholas. Se mostraba celosa del tiempo que él pasaba en la tienda y en el jardín. El padre de él se había decidido a desembolsar dinero, y lo había alentado a comprar las semillas y esquejes de las más exóticas plantas. El muchacho estaba desgarrado entre complacer a su padre y pasar el tiempo con Amelie, y hay que decir que en la batalla solía ganar su trabajo.
»Lo cual lo hizo más difícil para mí. Tuve que extremar mi paciencia con ella aquel invierno. Amelie se paseaba por los salones, regañándote a ti, pobre criatura, por la menor falta; apenas si comía y se quejaba de todo.
»En la primavera volvió Geoffrey. Fue a ver a Nicholas y le agradeció la amistad que le brindaba a Amelie. Y nos aseguró, a Nicholas y a mí, que había dispuesto un hogar para Amelie, aunque la idea seguía siendo poner a Lucie en un convento por un tiempo. ¡Oh, mi niña, yo me compadecí de ti! ¡Un convento italiano! Geoffrey juraba que las monjas hablaban francés, que eran muy civilizadas. Nos pidió a Nicholas y a mí ser el apoyo de Amelie por un tiempo más. Debía ir a ver a su familia de Lincolnshire para despedirse y poner en orden sus asuntos. Era la calma antes de la tempestad.
»El humor de Amelie se ensombreció, pero tan gradualmente que estuvo completamente atrapada en él antes de que yo pudiera advertir lo que estaba pasando. Empezó a guardar secretos. Supe por Nicholas que había ido a verlo una mañana, más temprano de lo usual, sola, asustada. Estaba encinta y quería que él la ayudara. Él no comprendió. Había deseado aquello durante tanto tiempo y ahora… Ella le dijo que Geoffrey no la llevaría con él si estaba encinta.
»Nicholas se manifestó enérgicamente en contra de medidas drásticas. Afirmó que ella podría ocultarlo durante el tiempo que fuera necesario. Pero era julio y ya la hinchazón de su vientre era notoria. Y Geoffrey se retrasaba: no podría partir antes de San Miguel. Dos meses. Amelie decía que había quedado encinta porque al fin era feliz. Así que volvería a pasar, más adelante, cuando no significara la muerte de toda su felicidad. Le rogó a Nicholas que le diera algo que le hiciera perder el niño. Él estaba asustado. Sabía que era un pecado mortal y que además sería peligroso para ella. Amelie había tenido graves problemas en el parto de Lucie y ahora la preocupación le alteraba los humores. En ese estado, ya débil, una medicina podía volverse rápidamente un veneno. De modo que se negó a hacerlo.
»Ella se puso de rodillas, le rogó, lloró y amenazó con medicarse ella misma con ruda de mi jardín. Lloraba de rodillas frente a él, y Nicholas quedó desarmado. Le pidió un tiempo para rezar y meditar su decisión.
»Fue a pedirle consejo a su viejo amigo Anselmo. Anselmo le dijo que Amelie acabaría por conseguir de algún otro lo que quería, así que, si él se preocupaba por ella, le convenía darle el medicamento. Era el mejor boticario de Yorkshire, el hijo de un maestro, y algún día sería maestro boticario.
Lucie comprendió la motivación de Anselmo.
—El arcediano esperaba que la matara. Tenía celos de ella. Y, si Nicholas era culpable, trataría de olvidarla. Entonces él podría tener otra oportunidad.
Phillippa se encogió de hombros.
—Yo no sabía nada de esa relación. Sólo sabía que Nicholas respetaba la opinión de Anselmo y confiaba en su discreción. Como el consejo de Anselmo fue darle a Amelie lo que quería, Nicholas lo hizo. Le preparó una poción de ruda, enebro, tanaceto y ajenjo, en una dosificación lo bastante baja como para asegurarse de que actuara gradualmente y no la envenenara. Hizo todo lo humanamente posible para asegurarse. Me dijo lo que le había dado, y cuál era la dosis segura. No había seguridad de que uno de los ingredientes por sí solo causara un aborto, pero era raro el caso en que ninguno de ellos funcionara. Lo encontré inteligente, pero mi intuición me engañó. La vigilé como un halcón para comprobar que tomaba la dosis mínima por la mañana y por la noche. Se mostraba cuidadosa. Al parecer la había impresionado la severidad con que la obligamos a seguir las instrucciones. Como una tonta, me confié y relajé mi vigilancia.
»Llegó septiembre y Geoffrey seguía sin aparecer. Amelie no tenía buen aspecto. Gesticulaba nerviosamente al hablar, se sobresaltaba al menor ruido, y tenía los ojos demasiado grandes y hundidos, como si durmiera poco.
»Pensé que se debía a las noticias de Calais. Robert había escrito diciendo que el rey Felipe había traído al fin una gran armada para salvar al pueblo de Calais, y que unos días después había ordenado la retirada sin presentar batalla. Detrás de las murallas de la ciudad se había alzado un gran clamor. Llevaban un año de asedio y ahora se sabían abandonados. Eran buenas noticias para nosotros, pero no para Amelie. Al fin y al cabo, seguían siendo sus compatriotas.
—Yo serví con hombres que estuvieron en Calais —intervino Owen—. Fue algo terrible. Cuando abrieron las puertas, no había perros, ni ningún animal salvo unas pocas cabras y vacas para ordeñar. Todo lo demás se lo habían comido. Y habían muerto muchos. Era una ciudad desierta y silenciosa.
—El convento donde estudiaba mamá había sido atacado por el ejército de Eduardo —dijo Lucie, enjugándose las lágrimas—. Por eso estaba en su casa cuando sir Robert hizo prisionero a su padre y pidió rescate. A ella la había ocultado una monja en un tonel de harina, en la despensa. Un soldado arrastró allí a una de sus compañeras, la violó y la degolló ante los ojos de mamá. No pudo gritar, no pudo moverse ni apartar la vista por miedo a que la descubriera. Sólo pudo mirar.
—Había sufrido mucho, lo sé —repuso Phillippa—. Y la noticia de que Calais había caído en manos del ejército del rey Eduardo la puso fuera de sí. Mi hermano había mandado decir que, en cuanto cayera la ciudad, él podría volver a Freythorpe. ¿Y si llegaba antes que Geoffrey? Santa Madre de Dios. Yo le preguntaba todos los días si estaba segura de que no había expulsado al feto. Estaba tan delgada que me parecía imposible que tan poca carne pudiera alimentar una nueva vida. Ella me juraba que no era así. Le advertí que, no bien pudiera, debía dejar de tomar la poción. Cada día se ponía más débil. Se agitaba como un pájaro enjaulado, y su mirada era la de una perseguida.
»Y entonces llegó Robert, lleno de engreimiento, ciego a la condición de su esposa. El rey Eduardo lo había nombrado asistente del gobernador de Calais y se proponía llevar consigo a Amelie. Comprendí que esperaba que a ella la hiciera feliz volver a Francia, al menos lo bastante feliz para darle el hijo varón que ansiaba. Y comprendí también cómo debía de quererla. Hacer el difícil cruce del canal y cabalgar seis días, para poder volver con ella de inmediato… No era un hombre joven, y era imprescindible que regresara sin demora porque el gobernador lo necesitaba con urgencia.
»Y yo había ayudado a traicionarlo. ¡Santa Madre de Dios, yo había alentado a Amelie a ser infiel a mi propio hermano, que la amaba y era su esposo legítimo! Me había dejado apresar en un sueño romántico. Es cierto que era un bruto, que no tenía gracia ni gentileza. Había sido criado para luchar y para conducir hombres a la batalla. Nadie le había enseñado a ser un marido. Pero él quería intentarlo. Quería darle lo que creía que ella ansiaba: su país, su gente…
»Y entonces todo se derrumbó. —Phillippa se secó la frente con mano trémula. Lucie se apretaba las manos con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos—. Amelie parecía muy enferma cuando bajó a cenar. Quise que se recostara, pero insistió en que, si cumplía su papel de esposa dándole la bienvenida al hogar a Robert, él no notaría nada. Robert no era tan ciego. Le pidió perdón por haberla traído a Yorkshire y le dijo que no había comprendido lo difícil que sería para ella. Amelie estaba sentada muy erguida, comía poco, y no alzaba la vista de su plato o de las manos de su marido. Tenía la cofia húmeda en las sienes y la piel cenicienta. Robert comía y bebía con entusiasmo, convencido de que la palidez y el temblor eran su estado habitual y de que todo eso cambiaría con el viaje a Calais.
»De pronto Amelie soltó un grito aferrándose el vientre y se tambaleó en su silla. Robert y yo corrimos a su lado, y él la cogió en brazos cuando se desplomó. Se fue en sangre. Lucie, querida, tú gritabas al ver la sangre que mojaba el brazo de tu padre, el vestido de tu madre. Yo te llevé enseguida al cuarto de tus padres y grité llamando a la cocinera para que se ocupara de ti.
»Amelie había tomado una dosis muy alta, intentando librarse de la prueba de su infidelidad lo antes posible, antes de que Robert lo notara. Una dosis mortal. Dijo que no sentía las manos y los pies parecían de hielo. Estaba aterrorizada. No creo que quisiera matarse.
—Pero Nicholas se lo había advertido —dijo Lucie—. Y tú también.
—La arrogancia de la juventud —repuso Phillippa—. Pensó que esa dosis podría matar a una persona más débil, pero no a ella. Si hubiera querido matarse, habría tomado todo lo que quedaba, para asegurarse. Pero dejó gran parte de la poción.
»Murió en brazos de Robert. Él parecía perdido y asustado. “¿Qué ha pasado aquí?”, me preguntó. ¿Qué podía hacer yo? Se lo dije todo.
»La traición fue un golpe terrible para él. Geoffrey era uno de sus caballeros cuando Robert trajo a Amelie a York, y había cuidado a Amelie durante el cruce. Robert comprendió que él mismo los había acercado.
»Me pidió que lo dejara. Comprendí que no quería que lo viera llorar y salí al jardín. Geoffrey me encontró allí. Había esperado a Amelie en el laberinto durante horas. ¡Dios santo! Ella había ido todas las tardes al laberinto a ver si lo encontraba. Y esta vez… Si hubiera salido…
La voz de Phillippa se quebró y guardó silencio, con los ojos fijos en el fuego.
Lucie se estrujaba las manos con fuerza.
—Cuando la cocinera se durmió —dijo— bajé y encontré a sir Robert sosteniendo a mamá y llorando. Los dos estaban cubiertos de sangre. El hermoso vestido de mamá estaba empapado. Le toqué la cara y comprendí que algo iba mal. La encontré fría, como una estatua… No como era la cara de mamá. Y tenía las manos frías. Pensé que era porque se apoyaban en el suelo y traté de frotarlas, pero sir Robert me echó como a un perro. Como si yo no tuviera derecho a estar allí.
No me dijo que estaba muerta. Sólo me echó. Por la sangre, supe que alguien estaba herido, y pensé que él la había apuñalado. Pensé que se había enterado de lo de Geof y la había herido para que no volviera a verlo. Lo odié.
—Pero yo te dije que Robert no era la causa de su muerte —intervino Phillippa.
—Me dijiste que un niño la había matado. Y sir Robert era su marido, así que pensé que era de él. Aun cuando oí rumores en el convento, pensé que estaban equivocados. Sir Robert la odiaba y la había matado con su niño.
Su tía suspiró.
—Geoffrey culpó a Nicholas. Fue a buscarlo, lo despertó en medio de la noche, lo golpeó, lo atacó con la espada y lo dio por muerto. Paul Wilton encontró a su hijo en el suelo de la tienda. Para evitar que hubiera un escándalo, fue a buscar a Magda Digby, sabiendo que ella atendería a Nicholas sin hacer comentarios. Hizo que el arcediano Anselmo le administrara los últimos sacramentos, sabiendo que él tampoco traicionaría a Nicholas. Por los relatos de Anselmo y Magda, Paul supo lo que había sucedido.
»El arcediano y él fueron a vernos a Freythorpe. Nos preguntaron qué intenciones teníamos respecto del papel que había jugado Nicholas en la muerte de Amelie. Mi hermano nos sorprendió a todos culpándose a sí mismo por lo que había pasado. Ya había enviado un mensajero al rey para renunciar a su puesto y haría un peregrinaje de expiación. Era un hombre roto, al igual que Nicholas. Geoffrey había desaparecido, creyendo que había matado a Nicholas. Amelie estaba muerta. Era demasiado horrible. Cuando Robert me pidió que te llevara al convento, pensé que era lo mejor para ti, Lucie —dijo mirando a su sobrina—: apartarte de esa casa maldita.
—Pero ¿por qué dejasteis que se casara con Nicholas? —preguntó Owen.
—¿No lo he dicho ya? Él había cometido un error de juventud. No podía condenarlo por el resto de su vida.
—Pero para Lucie él era un recordatorio de todo esto —objetó Owen.
—No —lo contradijo Lucie—. Yo no sabía nada de su parte en el drama. Para mí él era una figura de los buenos tiempos, cuando mamá estaba bien, cuando me querían. Y me prometió una vida con un objetivo. —Se puso en pie y abrió la puerta para respirar el frío aire de la noche. Phillippa y Owen la miraban. Después de un rato, Lucie cerró la puerta y volvió junto a ellos—. Pero hiciste mal en engañarme, tía Phillippa. Y él también hizo mal.
—Nunca lo habrías aceptado si lo hubieras sabido.
—Quizás habría sido lo mejor —dijo Lucie.
—No. Él te aseguró un futuro, como yo esperaba que hiciera. Quería que te libraras de los temores que habían acosado a tu madre. Casarte dentro de tu rango habría sido condenarte a la misma vida: al temor de perder el respeto de tu marido si no le dabas un hijo y heredero, y un segundo hijo por las dudas; al temor de que, si él cometía una traición o un crimen tú lo perderías todo, aunque no fuera tu culpa; al temor de que muriera antes de tiempo y te dejara como a mí, sin casa, sin propiedades, dependiente. ¿Y a quién ir en busca de ayuda? Una vez que muriera Robert, tú no tendrías hogar. Serías un juguete de la corte. El dinero que te dejaran se gastaría y serías vendida al mejor postor. Siempre es así. —Phillippa se puso en pie y se aferró al borde de la mesa cuando advirtió que el cansancio debilitaba sus piernas—. Vi a Nicholas como un enviado de Dios —concluyó, llevándose una mano trémula a la frente.
Lucie ayudó a su tía a acostarse. Cuando se disponía a salir de la habitación, Phillippa la llamó.
—¿No lo ves, Lucie? Nicholas es un buen hombre.
—Sigue siendo un asesino, tía Phillippa. Por partida triple.