Capítulo 21

El obsequio

El secretario de Anselmo dio un salto al ver llegar al arcediano, que se disponía a atender algún asunto antes de decir misa.

—Su Ilustrísima el arzobispo está esperando para veros —le informó.

—¿Su Ilustrísima?

—Dijo que fuerais de inmediato.

—¿A su casa o a su despacho?

—A su despacho.

Anselmo se apresuró a obedecer. Últimamente no era frecuente que lo mandara llamar el arzobispo. Se preguntó si ya se habría enterado del incendio, pero concluyó que era poco probable, dado que el único testigo estaba muerto. Y, si el arzobispo llegaba a enterarse, ¿no podía ser que lo aprobara? Después de todo, ellos eran los pastores del rebaño. Y él sólo había eliminado a una loba que amenazaba a uno de sus corderos más queridos.

Jehannes lo hizo pasar al despacho del arzobispo.

Juan Thoresby no se puso en pie para saludarlo; se limitó a indicarle una silla frente a la mesa donde había estado examinando documentos.

—Ilustrísima. Me siento honrado…

—No os llamé para intercambiar cortesías. Os necesito en una misión.

De modo que no tenía nada que ver con el fuego.

—¿Fuera de la ciudad, Ilustrísima?

—En Durham.

Era un honor serle necesario al arzobispo, pero no podía ir a Durham ahora. Debía estar cerca de Nicholas en este trance.

—Perdonadme, Ilustrísima. Un buen amigo está enfermo. En su lecho de muerte, me temo. Me resultaría muy ingrato dejarlo en este momento.

—¿Nicholas Wilton, no es así?

El acierto sorprendió a Anselmo. Y lo halagó que el arzobispo se molestara en averiguar tanto sobre él.

—Es mi más viejo amigo. Y ahora está muy solo.

—Sé de vuestra amistad, y entiendo que es un momento difícil para que os separéis de él, pero Wilton está en buenas manos y yo os necesito en Durham. Sir John Dalwylie está pensando en dejar un legado al fondo de la catedral, un legado considerable. Debemos tenerle respeto y alentarlo en su buena intención. Ésa es la misión que os encomiendo, arcediano. ¿Defraudaréis mi confianza en vos?

—No, Ilustrísima. Es un honor y estoy sumamente agradecido, pero ¿no podría esperar?

—No, no puede. Necesito que salgáis hoy, tan pronto como podáis prepararos.

—Digo la misa…

—Ya me he ocupado de eso.

Anselmo asintió. Sabía cuándo le convenía interrumpir sus excusas.

—No defraudaré a Su Ilustrísima.

—Bien —dijo Thoresby, poniéndose en pie—. Le daréis instrucciones a vuestro empleado sobre cualquier asunto que pueda surgir en los próximos cinco o seis días. Jehannes os explicará la misión y os proveerá de cartas de presentación.

Cuando Anselmo salió del despacho del arzobispo, vio al entrometido de Owen Archer conversando con Jehannes. Hablaban en voz tan baja que no logró oír nada antes de que lo vieran y se interrumpieran.

—Arcediano… —dijo Jehannes—. Por favor, sentaos mientras anuncio al capitán Archer a Su Ilustrísima —indicó, y pasó al despacho.

Anselmo sintió el ojo de aquel maldito hombre clavado en él.

—Habéis madrugado, Archer.

—Pasé la noche en vela.

Anselmo notó la malevolencia de la mirada del único ojo y se dijo que el señor debía de haberlo cegado del otro como castigo por aquella mirada audaz.

—¿Problemas para dormir? ¿No estáis bien de salud?

—No, no es eso —replicó Owen.

En aquel momento volvía Jehannes.

—Su Ilustrísima os verá ahora, capitán Archer —anunció.

Thoresby se puso en pie cuando Owen entró en el despacho.

—Jehannes me ha dicho que hubo un incendio.

—Vuestro arcediano estaba ansioso por enviar a la señora Wilton en busca de su recompensa final, Ilustrísima. Si no lo hubiera visto por la ventana y no hubiera echado abajo la puerta del cobertizo, Anselmo lo habría logrado.

—¿Estáis seguro de que fue él?

—La señora Wilton está segura.

Thoresby asintió y buscó entre los papeles; eligió uno, le echó un rápido vistazo y, cogiendo una pluma, puso su rúbrica.

—He firmado su condena de muerte, Archer. No debéis preocuparos por su regreso.

—¿Cuándo se marcha?

—De inmediato.

—Entonces debo volver a la tienda… para asegurarme de que no pase a despedirse.

—No lo hará, Archer.

—Me aseguraré.

* * * * *

Cuando Lucie entró en la habitación, supo al punto que algo no andaba bien. Algo en el cuerpo inerte de su marido se lo indicó. Abrió los postigos para tener más luz, con dedos entorpecidos por el pánico. Por la boca de Nicholas corría un hilo de saliva y su respiración era superficial y entrecortada.

—¿Nicholas? ¿Me oyes?

Él no respondió. Lucie le tomó el pulso y comprobó que era débil e irregular.

—Cielo santo —murmuró, al comprender que se trataba de otro ataque.

Había querido causarle dolor, pero no esto.

Cuando Bess fue a ver cómo se estaba recuperando Lucie de los sobresaltos de la noche, se sorprendió al encontrar a su amiga sentada a los pies de la cama, mirando fijamente a Nicholas.

—¿Qué pasa, Lucie?

—Nicholas tuvo otro ataque. Se está muriendo, Bess.

—Oh, mi pobre niña. —Bess se sentó al lado de Lucie y le apartó el cabello que le había caído sobre la cara—. Se ha estado muriendo todo este tiempo, querida —la consoló—. Es mejor que lo aceptes y empieces a pensar en ti misma. Ninguno de nosotros puede hacer nada para salvarlo. —La piel de Lucie estaba fría como el hielo—. Por lo que más quieras, niña.

Le echó un chal sobre los hombros y la condujo hasta la mesa.

—Lo he matado, Bess —susurró ella.

—¿Y cómo hiciste eso, se puede saber?

—Le dije que fue el arcediano el que me encerró en el cobertizo. Le dije todas las cosas que me había llamado, y todo lo que te dije a ti, todas mis sospechas. —Lucie alzó la vista hacia Bess con los ojos enrojecidos por el humo del incendio y por la falta de sueño—. Quise causarle dolor —confesó—. Yo provoqué el ataque.

—Oh, sí, por supuesto. ¿Y la noche en la abadía? ¿Eso lo provocaste tú también? Tonterías. El hombre tiene algo sobre la conciencia y eso es lo que lo está matando. No tiene nada que ver contigo. ¿Cómo tienes la mano? Déjame ver. —Lucie hizo un gesto de dolor cuando Bess le retiró el vendaje—. Deberías saber que no conviene dejarla secar así, Lucie. ¿Por qué olvidas tu saber cuando el paciente eres tú misma?

Lucie no la atendía, enfrascada en sus pensamientos.

—Tú sabías que Owen no era quien decía ser, ¿no?

Bess iba a negarlo, pero lo pensó mejor.

—No lo supe hasta la noche en que se incendió su cuarto. Entonces se sintió obligado a decirnos por qué estaba alguien tratando de matarlo.

—¿El fuego no fue un accidente?

—No más que el de anoche, niña. —Bess nunca había visto tal expresión de derrota en el rostro de Lucie—. ¿Dormiste algo? —inquirió, preocupada.

Lucie negó con la cabeza.

—¿Owen y tú hablasteis? —preguntó Bess.

—Sí, y supongo que lo sabes todo.

—No creo. Pero no importa. No te haría pasar por el esfuerzo de volver a contármelo todo sólo para aclararme yo.

Abajo sonó la campana de la tienda.

—Debo bajar —dijo Lucie con resignación.

Bess la abrazo.

—Yo velaré a Nicholas, aunque no veo en qué lo va a beneficiar.

* * * * *

La señora Phillippa llegó a mediodía. No era la anciana encorvada y de cabello blanco que esperaba Owen. Era alta y erguida, y caminaba con paso firme. Tenía los ojos hundidos y chispeantes de inteligencia. Su cofia era de un blanco niveo, su vestido sencillo y su velo lucían inmaculados. Le dio un firme apretón de manos a Owen, paseó la mirada por la cocina y frunció el entrecejo.

—Como pensé. Lucie debería haberme llamado hace mucho, pero trató de cargarlo todo sobre sus hombros.

—No es ése el motivo por el que te mandé llamar, tía —dijo Lucie desde el umbral de la tienda. Vaciló por un instante y luego fue hacia su tía y le tomó las dos manos—. Eres muy buena al venir, tía Phillippa.

Phillippa la abrazó, y después retrocedió para estudiar a su sobrina: la mano vendada, los ojos enrojecidos…

—Hay algo más que la enfermedad de tu marido, por lo que veo.

—Te enseñaré dónde puedes dejar tus cosas —se limitó a responder Lucie.

Phillippa siguió a su sobrina escaleras arriba.

—No traje sirvienta —dijo, al advertir el segundo jergón.

—Es para mí. Pensaba dormir aquí contigo. Pero Nicholas tuvo un cambio anoche. Está mucho peor.

—¿Se está muriendo?

Lucie asintió.

—¿Por eso me mandaste llamar?

—En parte. Debemos hablar, tía Phillippa.

La mujer hizo un gesto de comprensión.

—Hay problemas aquí. Puedo olerlos. Cuéntame, Lucie.

—Esta noche —repuso ella—. Ahora debo atender la tienda.

—Bien. Entonces yo vigilaré a Nicholas —contestó su tía, quitándose la capa y colgándola de un clavo.

—Eso sería una gran ayuda. Bess Merchet está con él ahora, pero sé que no puede pasarse el día aquí.

—¿Bess Merchet?

—La dueña de la taberna de York, que está al lado.

—¿Trabaja para ti? —inquirió la vieja señora.

—No, tía Phillippa. Es mi mejor amiga.

Las cejas de la tía se arquearon ligeramente.

—¿No lo encuentras difícil, a veces? No es la vida para la que naciste.

—En este momento la estoy encontrando extremadamente difícil, tía Phillippa, pero no tiene nada que ver con cuestiones de rango. Hablaremos esta noche.

Lucie se apresuró a bajar antes de empezar algo que no tenía tiempo de terminar.

* * * * *

La noticia del incendio de la noche anterior hizo acudir más clientes de lo habitual a la tienda, todos ávidos de detalles. Lucie y Owen trabajaron hasta que Phillippa los llamó para la cena.

Phillippa había traído un pastel de carne y una sopa de vegetales de invierno y cebada, delicadamente condimentada. Lucie y Owen comieron en silencio.

Cuando Owen se apartó de la mesa, satisfecho, Lucie sugirió que se sentaran junto al fuego con un aguardiente.

—Y la tía Phillippa nos hablará sobre Nicholas, Geoffrey Montaigne y mi madre.

La vieja señora pareció confundida.

—¿Para qué quieres que haga eso?

—Necesito comprender por qué Nicholas envenenó a Geoffrey Montaigne en Navidad.

Phillippa miró a uno y al otro.

—Santa María, Madre de Dios —susurró persignándose—. ¿Nunca cesará ese dolor?

* * * * *

Wulfstan alzó la vista hacia la puerta que se había abierto y entrecerró los ojos. Era difícil distinguir rasgos a cierta distancia después de hacer durante largo rato un trabajo que lo obligaba a mirar muy de cerca, pero reconoció el movimiento gracioso de la mano.

—Hermano Michaelo… ¿Otro dolor de cabeza tan pronto?

—No, mi salvador. Querría compartir algo con vos, en agradecimiento por todo lo que habéis hecho por mí. Un licor por el que mi familia es conocida en la Normandía. Mi madre me envía unas pocas gotas, por miedo de que más pudiera ser una tentación para el mensajero. ¿No os ofendo ofreciéndoos un poco de licor?

—En absoluto, Michaelo. Ayuda admirablemente a la digestión, cosa que a mi edad es importante. Siéntate, por favor.

Wulfstan llevó dos pequeñas copas.

Los oscuros ojos de Michaelo brillaban con un resplandor que Wulfstan no había visto nunca en él cuando el joven monje tenía una de sus jaquecas. Eran dos pozos de negrura en su rostro, pálido y delgado.

—Me agrada ver a mis pacientes con tan buena salud.

Michaelo sonrió mientras servía el licor. Le dio a Wulfstan el doble de lo que se sirvió a sí mismo. Aun así, era muy poco. Alzó su copa, y Wulfstan hizo lo propio.

—Por el hermano Wulfstan, en cuyas manos reside el contacto curador de Nuestro Señor —brindó Michaelo.

«Qué jovencito tan agradable», pensó Wulfstan ruborizándose de placer. Sorbió un trago, y una extraña mezcla de sabores le confundió el paladar.

—¡Oh, vaya! He aquí una muestra de talento. Combinar tantas hierbas… Los monjes hacen algo parecido en Pridiam. Veintiséis hierbas, creo.

Bebió otro sorbo.

—Sabía que lo apreciaríais, reconociendo los ingredientes como vos podéis hacerlo —dijo Michaelo con ojos brillantes, llevándose la copa a los labios.

La lengua de Wulfstan movía el pesado líquido en la boca para captar mejor todos los matices. Eran combinaciones delicadas, pero había una nota falsa, algo que no iba bien. La mezcla de Pridiam estaba mejor equilibrada. Era una pena que la familia de Michaelo añadiera tanto de esa hierba que no combinaba bien. Era un sabor extraño, a polvo.

—¿Hay algo que no os gusta? —preguntó el joven monje, inclinándose hacia él.

La cara de Michaelo se balanceaba frente a Wulfstan.

—Estoy mareado —dijo el enfermero. Apoyó la espalda contra la pared y se llevó una mano al corazón, que latía con estrépito. «Latidos lentos y fuertes, mareo, gusto a polvo», pensó—. Demasiada digitalina —murmuró.

Sacudió la cabeza, y el cuarto se inclinó.

* * * * *

Las campanas tocaron a completas. Herry esperaba en el claustro al hermano Wulfstan. Si hubiera habido un paciente en la enfermería, Wulfstan habría estado dispensado del servicio. Pero cuando no había pacientes asistían juntos a la capilla. Curiosamente, aquella noche los cocineros se habían presentado antes que Wulfstan. Henry recordó que el enfermero se había mostrado algo confuso aquel día, y se dijo que quizá no se sintiera bien. Sabiendo que sería muy propio de él callarlo, decidió ir en su busca. En el camino se cruzó con el tonto de Michaelo, que salía apresuradamente de la enfermería.

Entonces había sido Michaelo el que había entretenido a Wulfstan con otra de sus jaquecas. Henry asomó la cabeza a la enfermería para ver si podía ayudar.

—¿Henry?

Era una voz débil, apagada, que apenas si podía oírse. Henry paseó la mirada por la habitación hasta distinguir a Wulfstan recostado en un catre, apretándose el corazón. Se dejó caer de rodillas a su lado y le tocó la frente. Sintió un sudor frío.

—¿Qué ha sucedido?

Wulfstan alzó la cabeza para hablar, se atragantó y se inclinó a un lado para vomitar. Henry corrió en busca de toallas y una jofaina, y lo limpió mientras Wulfstan yacía inmóvil boca arriba. Luego lo ayudó a sentarse.

—¿Sabéis lo que es?

—Digitalina. La bebí.

—¿Cómo la bebisteis?

—Mic… —Cerró los ojos, se estremeció, y después se dobló por la cintura. Henry olió la diarrea.

Mareo, palpitaciones lentas, vómitos y diarrea: era una intoxicación de digitalina.

—¿Michaelo os dio algo para beber?

Wulfstan asintió.

Tenía que haber sido una dosis muy fuerte, comprendió el monje.

—¿Dónde están las copas? —inquirió.

Wulfstan señaló con un dedo trémulo una mesita. Henry olió la pequeña copa y advirtió que la habían enjuagado. Buscó agua con la vista. Vio una mancha de humedad en el suelo junto a la puerta del jardín. El hermano Wulfstan no había estado en condiciones de enjuagar las copas y arrojar el agua al jardín. Y el perezoso hermano Michaelo no era tan minucioso.

Salvo que quisiera borrar pruebas.

Wulfstan empezó a atragantarse otra vez y Henry se apresuró a ir a su lado. Santo Dios, ¿qué podía hacer? Gritar pidiendo auxilio era inútil, pues todos los hermanos estaban en el servicio nocturno. Y Wulfstan podía morir asfixiado si lo dejaba solo para ir a buscar ayuda. Además debía limpiarlo: el pobre hombre no podía quedar sucio con sus propios excrementos.

Pero Michaelo podía escaparse.