Capítulo 20

La pura verdad

Ambos se sobresaltaron al oír un ruido en la tienda. Owen se levantó y, obedeciendo al gesto de Lucie de guardar silencio, atravesó la cocina sin ruido y se asomó al local.

—¿Qué haces aquí? —preguntó; Lucie se sintió aliviada al oír su tono sorprendido pero amistoso.

No le hablaría de ese modo a un intruso.

—Nicholas quería que le diera a Lucie la copa para lavado de ojos y la medicina. —Era la voz de Bess—. Aquí están. —Apareció, enarbolando los dos objetos como si estuviera muy orgullosa de haberlos hallado y los colocó en la mesa junto a Lucie—. Ahora tendrás que usarlas.

—¿Le dijiste a Nicholas quién inició el incendio? —preguntó Lucie.

Bess se irguió, con las manos en las caderas, y dirigió a Lucie una mirada de irritación.

—Claro que no. Si quieres que lo sepa, se lo dirás tú. Todo lo que él sabe es que hubo un fuego en el cobertizo de macetas, y que tú quedaste atrapada. Y que Owen te rescató.

Lucie pareció aliviada.

—Gracias, Bess.

—Por supuesto, él no es tonto. Sabe que tú estabas arriba y que los incendios no se inician por sí solos. —Se encogió de hombros—. Pero sólo preguntó cómo estabas, si no habías resultado herida.

—¿Cómo está él?

—Me hizo darle una tisana para ayudarle a descansar. La que toma antes de dormir.

—Se muestra sensato. —Lucie notó el gesto de preocupación con que la observaba Bess, y la tranquilizó—: Estaré bien, Bess, como seguramente le dijiste a Nicholas. ¿Quieres algo de beber?

—No, debo irme. Los incendios dan sed a los parroquianos y Tom debe de estar muy ocupado. ¿Te quedarás a vigilar toda la noche, Owen?

—Lo haré.

Lucie notó que Bess y Owen intercambiaban una especie de mensaje sin palabras.

—Vosotros dos parecéis grandes amigos —observó.

—Eso viene de compartir una botella de aguardiente o una jarra de cerveza todas las noches contestó Bess riendo—. Vosotros deberíais probar lo mismo. Que os vaya bien.

Owen se quedó en el umbral cuando Bess se marchó.

—Parece que tiene planes para nosotros —dijo sonriendo.

Lucie se puso rígida. Había llegado casi a confiar en él, y ahora se preguntaba cómo podía haber olvidado su primera impresión: que no era más que un bribón.

—Cuando dije que te necesitaba no me refería a necesitarte de esa manera.

La sonrisa de él se borró al instante.

—Ni yo quise decir que pensara eso. Es Bess. No oculta su afición por emparejar a todo el mundo.

Todo le resultaba gracioso, pensó Lucie. ¿Se habría reído también si ella le hubiera dicho, como había estado a punto de hacer, que su marido había asesinado a alguien?

—Lo encuentras gracioso.

Estaba tan furiosa con él que habría querido llorar. Pero no lo haría, porque seguramente él lo encontraría divertido.

—¿Qué dije para irritarte? —preguntó él, sentándose a su lado.

El párpado del ojo muerto, hinchado y rojo, apuntaba a ella. Lucie notó que tenía las pestañas largas, sedosas y oscuras tanto en un ojo como en el otro. Qué guapo debía de haber sido, y cómo debía de dolerle verse ahora.

—Quizás esta noche estoy demasiado susceptible —dijo, frotándose los ojos. Ya se sentía exhausta aun antes del incendio.

—Lávate los ojos. Nuestra charla puede esperar.

—Estoy cansada nada más, Owen. Siempre estoy cansada últimamente. Hablemos mientras podemos hacerlo.

—Tienes los ojos enrojecidos. Quizá te hayan entrado cenizas. Enjuágalos primero y después hablaremos.

—¿Por qué cuestionas siempre mi juicio? —replicó ella, exasperada.

—Estoy preocupado por ti.

Podía ver la preocupación en su cara, y oírla en su voz.

—Estoy bien, Owen. No necesito que nadie me obligue a cuidarme.

—¿Obligarte? ¿Me preocupo por ti, y piensas que quiero obligarte? ¿Es porque soy un soldado? ¿Crees que renuncié a todo sentimiento humano cuando tomé las armas por mi rey?

Lucie hundió la cabeza entre las manos. Les era imposible hablar.

—Me estoy luciendo, ¿eh? —dijo Owen, abatido—. ¿Podemos intentarlo otra vez?

Lucie alzó la cabeza, y él le tocó una mano.

—Quiero ayudar. No es mi intención dar órdenes. Dime qué puedo hacer.

—No quiero cargarte con esto, pero estoy asustada, Owen. Lo que ha sucedido esta noche es apenas una pequeña parte de algo que necesito entender si no quiero perderlo todo. Aunque tal vez lo pierda de todos modos: la tienda, esta casa, el respeto de la gente… todo. No es un asunto agradable para ti, lo sé.

—No estoy preocupado por mí mismo.

—Pero deberías estarlo. Un aprendiz suele caer junto con su maestro.

—¿Por qué podrías perderlo todo?

—Es muy complicado. —Deseó que fuera más fácil de explicar. Estaba tan cansada…—. Empezó el día que Nicholas cayó enfermo. El hermano Wulfstan vino a buscar un medicamento aquella tarde y habló con Nicholas sobre el paciente. Nicholas empezó a comportarse de un modo muy extraño, a hacer preguntas inapropiadas. Y después, mientras trabajó en la tienda, lo hizo en secreto. Así ha sido desde entonces. No es sólo la enfermedad. Puedo entender la diferencia entre melancolía y secreto. Aquella noche el emplazador lo trajo a casa y al día siguiente el arcediano vino a verlo. Dos hombres que no habían puesto un pie en esta casa desde nuestro matrimonio. Y la única explicación que puede darme Nicholas es que el emplazador estaba casualmente cerca de la abadía, y que el arcediano está preocupado por él.

—¿El maestro Nicholas ha guardado secretos? ¿Es eso lo que te preocupa?

—Ojalá fuera sólo eso. Nicholas ha sido bueno conmigo. Le debo mucho. Pero si hizo lo que me temo… —No pudo pronunciar las palabras—. El Nicholas que yo creía conocer no pudo haberlo hecho.

—¿Qué piensas que hizo, Lucie?

Ella bajó la vista, tratando de pronunciar las palabras.

—Pienso… —Inhaló con fuerza—. Pienso que Nicholas envenenó deliberadamente a Geoffrey Montaigne, el peregrino que murió en Santa María. Geof, que fue el amante de mi madre, trató de matar a Nicholas hace años, cuando mi madre murió. No sé por qué. Ni sé por qué, después de todos estos años, Nicholas devolvió el golpe. Pero lo hizo. Eres el aprendiz de un asesino.

—Dices que ha mantenido secretos, ¿y te confesó esto?

—No. Lo he averiguado escuchando tras las puertas y leyendo los viejos registros de la tienda. —Advirtió que Owen clavaba la vista en ella, como si tratara de leer en su cara. Pero no parecía sorprendido—. ¿No te sorprende?

Él negó con la cabeza.

Lucie apretó el jarro con tanta fuerza que la mano quemada le ardió más que antes. Bebió un trago y volvió a dejar el jarro.

—Di algo —pidió.

—Sé que Nicholas envenenó a Montaigne —dijo Owen.

Era lo último que ella habría esperado oírle decir. ¿Owen lo sabía? ¿Cómo podía saber, salvo que hubiera tenido algo que ver? ¿Y cómo podía haber tenido algo que ver si Geoffrey había muerto antes de que él llegara a York?

—¿Por qué siempre tengo ese sentimiento de que estás a punto de volverte un extraño?

Owen no le respondió de inmediato y se quedó contemplando el fuego en silencio. Por la tensión de su cara y de todo su cuerpo, Lucie comprendió que estaba luchando por tomar una decisión.

—¿Tan difícil te es decir la verdad?

—Me resulta difícil porque siempre piensas lo peor de mí. Muy bien, te diré la verdad, aunque creo que en este momento no es lo más prudente. Necesitas mi ayuda, y tal vez la rechaces cuando lo sepas todo. Pero he decidido no volver a mentirte nunca más.

Sus palabras no la hicieron sentir mejor ni más triunfante.

—Estoy aquí bajo un disfraz, como has sospechado todo el tiempo. Su Ilustrísima el arzobispo me envió a York para investigar la muerte de su pupilo, sir Oswald Fitzwilliam.

La calidad de sus ropas, el coste de un cuarto privado en la taberna, la inverosímil humildad de descender de capitán de arqueros a aprendiz: ahora todo encajaba.

—Habría preferido mil veces que mi primera impresión hubiera sido errónea —dijo Lucie, sintiéndose de pronto terriblemente sola.

Owen le tomó las manos, pero ella las retiró.

—No sabía nada de ti cuando accedí a venir aquí —explicó él—. Su Ilustrísima sabía de tu necesidad y escribió una carta recomendándome a Camden Thorpe.

—¿Por qué? ¿Por qué nosotros?

—Necesitabais un aprendiz, y era un trabajo que yo podía hacer. Debía tener una ocupación para poder quedarme en la ciudad sin despertar sospechas.

—¿El maestre participó en el engaño?

—No. Pero aceptó alguna presión.

—¿Cómo sé si debo creerte?

—Tienes mi palabra.

—Por lo que pueda valer… —repuso ella.

Hizo ademán de servirse más aguardiente, pero cambió de idea. Le haría más difícil pensar con claridad.

Advirtió que Owen parecía dolorido, y se preguntó sorprendida qué motivos podría tener para sentirse así.

—¿Cómo piensas que puedo confiar en ti después de esta confesión?

—Sabía el riesgo que corría por decírtelo esta noche —respondió Owen—. Sabía que podías dejar de confiar en mí para siempre, no bien supieras por qué estoy aquí. Pero debes confiar en mi, Lucie. Necesitas hacerlo. Yo puedo protegerte.

—¿De quién?

—Del arcediano Anselmo, para empezar.

¿Cómo podía confiar en su propio juicio?, se interrogó Lucie. Sonaba sincero, pero ¿acaso ella no estaba deseando creerle? Claro que lo deseaba, y eso era lo que nublaba su juicio.

—Entonces relacionaste la muerte de Fitzwilliam con la de Montaigne, y de algún modo descubriste que mi marido había envenenado a Geoffrey.

—Sí. Digby me puso en la pista, aunque no lo creí al principio. El arzobispo estaba seguro de que su pupilo había sido asesinado por alguno de sus muchos enemigos.

—Habría sido mucho mejor si me hubieras dicho todo esto antes —dijo Lucie—. ¿Por qué esperaste tanto?

—Porque… Te lo habría dicho antes, Lucie, de haber podido. Nunca quise mentirte.

—¿Por qué lo haces ahora?

Owen vaciló, y Lucie se endureció para recibir otra revelación desagradable.

—Hasta esta noche pensé que tú podías haber envenenado a Montaigne —confesó él.

Ella sintió como si la hubiera abofeteado. Era la clase de cosas que Owen era capaz de decir en broma, pero no se estaba riendo. Ni siquiera sonreía; parecía pedir disculpas. Durante todo este tiempo se había jactado ante sí misma de que Owen respetaba su trabajo y hasta de que la quería, y la verdad era que la consideraba una asesina.

—¿Por qué iba a matarlo? ¿Y cómo? ¡Ni siquiera sabía quién era el peregrino!

—Si lo hubieras sabido, ¿qué habrías hecho?

—Habría ido a verlo. Fue bueno conmigo, Owen. Él fue quien iluminó los ojos de mi madre. —Lucie luchó contra las lágrimas, fracasó, y se las enjugó con irritación, furiosa porque su propio cuerpo la traicionara—. Antes que a él, mataría a sir Robert. —Comprendió que estaba diciendo una tontería en el mismo momento de hacerlo—. Entonces ¿el ataque del arcediano ha sido un golpe de suerte? ¿Me exoneró de culpa?

—Lucie, por favor… Montaigne era el amante de tu madre. Había traído la vergüenza a tu familia. Podías haberlo envenenado tú con tanta facilidad como Nicholas. Y, a mi modo de ver, con más motivo.

Ella nunca había pensado cómo podía verse desde fuera. Asustada, comprendió que el razonamiento era sólido y que no podía discutirlo.

—Me siento muy feliz ahora que sé que eres inocente —dijo Owen con suavidad.

Lucie no quería proseguir por esa vía.

—¿Qué has descubierto, entonces? Obviamente, no sabes por qué envenenó Nicholas a un hombre moribundo, o no habrías sospechado de mí hasta ahora. —Se decidió a expresar de inmediato su peor temor. ¿Nicholas y mi madre fueron amantes?

Al menos Owen tuvo la cortesía de parecer incómodo.

—¿Amantes? Creo que no, pero no lo sé con seguridad. No conozco bien toda la historia.

—Dime lo que sepas —pidió ella’.

—Es una historia desagradable, Lucie.

—Nunca pensé que el crimen fuera algo sublime.

—Magda Digby piensa que Nicholas lo hizo para impedir que Montaigne hablara, de modo que tú no perdieras tu posición en el gremio cuando tu marido muriera. Eso, al menos, es noble.

—¿Que no hablara sobre qué?

—Que no revelaras que Nicholas le dio a tu madre una pócima para abortar que le causó la muerte. La dosis fue excesiva.

Lucie sintió náuseas.

—¿Le administró una dosis mortal?

—No, fue ella la que tomó demasiado.

—Pero él debería haber sabido que podía hacerlo.

—Por eso pienso que Nicholas se estaba redimiendo a través de ti.

—¿Eso debería consolarme?

—No —reconoció Owen—. Nada de esto sirve de consuelo.

Lucie bebió un largo trago de aguardiente.

—Cuéntame el resto.

—Ojalá pudiera ahorrarte esto, pero después de lo que ha pasado esta noche, pienso que debería empezar por Nicholas y Anselmo.

Lucie escuchó en silencio mientras él le hablaba sobre la relación de su marido con Anselmo en la escuela de la abadía.

—Eso explica parte de la conducta de Anselmo —dijo ella tras una pausa—. ¿Qué más sabes?

Leyó en el rostro de Owen que su respuesta lo había tranquilizado. Ya más relajado, Owen le contó las sospechas de Digby y la información que había conseguido de Magda Digby. Al alba, seguían hablando.

Deus juva me —susurró ella cuando el joven hubo terminado—. Mi vida está destrozada. —Owen no dijo nada—. Mi madre… —añadió Lucie con voz débil. Aunque la Mujer del Río tuviera razón y Nicholas hubiese subestimado la debilidad de la paciente, seguía siendo culpable—. Mi amante marido le dio a mi madre los medios necesarios para matarse. Nunca debería haber llegado a maestro boticario. ¿Cómo pudieron ocultarlo?

Owen sacudió la cabeza.

—No lo sé. Quizá tu tía Phillippa pueda decírnoslo.

—La tía Phillippa me alentó a casarme con Nicholas. Me alentó. —Lucie se puso en pie y fue a la puerta del jardín, que abrió a la pálida luz de la mañana—. ¿Es mi amiga o mi enemiga? —susurró, abrazándose el pecho—. Podría llegar hoy. He de prepararle la cama.

—Deberías dormir un poco —dijo él.

Lucie se giró bruscamente, diciéndose que aquel hombre estaba ciego.

—¿Acostarme al lado de ese extraño y pensar en lo que me has contado? Me volvería loca. No sé si odiarlo o compadecerlo.

—Trataré de averiguar todo lo que pueda, para ti.

—Quieres decir para el arzobispo.

Owen se levantó y fue a su lado.

—Quise decir para ti, Lucie —dijo, cogiéndole las manos. Ella no pudo evitar mirarlo a la cara, descubierta, vulnerable. La cicatriz se había enrojecido y su ojo sano estaba ojeroso. Se hallaba tan exhausto como ella—. ¿Puedes perdonarme, Lucie? ¿Podrás confiar en mí?

—No lo sé. Ayúdame a llegar hasta el fondo de esta maldita historia, Owen, y después veremos. Pero tu futuro depende de Su Ilustrísima, ¿no? Tendré que buscar un aprendiz. En fin, el trabajo me mantendrá ocupada.

Y, tras esto, se marchó.

* * * * *

Una vez arriba, y llevada por la fuerza del hábito, fue a ver a Nicholas. Él abrió los ojos al oírla entrar.

—¡Lucie! ¿Te hiciste daño?

—En realidad no.

Se había inclinado sobre él para ver si tenía fiebre.

Él le tocó la cara y ella retrocedió.

—¿Qué tienes, Lucie?

«Es el asesino de mi madre», pensó ella, sintiendo deseos de golpearlo.

—Fue Anselmo el que inició el incendio, ¿lo sabías? Me llamó mujer demoníaca, súcubo, puta. El fuego era para mí, Nicholas. Yo debía arder. Entonces te habría tenido todo para él.

—Está locó. ¿Qué te dijo?

—¿Lo llamas loco? Pero es tu amigo, Nicholas.

—Eso fue hace mucho tiempo, Lucie.

—¿De veras? Últimamente ha sido un visitante bienvenido —le recordó ella y, tras una levísima pausa, añadió—: Desde que envenenaste a Geoffrey.

—¡No! —gimió Nicholas.

Lucie se alejó hasta los pies de la cama. La ponía enferma con sus mentiras.

—¿Ni siquiera ahora puedes decirme la verdad?

—No es lo que piensas.

—Lo envenenaste, Nicholas. Usaste la habilidad que Dios te dio para matar a Geoffrey Montaigne. Era un buen hombre, un hombre dulce. Amó a mi madre. ¿Tú también la amaste? ¿Tenías celos de él?

—Lucie, por favor —rogó Nicholas—. Tu madre fue mi amiga, nada más.

—¿Y la mataste?

—No… Hice lo que me pidió.

—¿Y te pidió que mataras a Geoffrey?

—Eso lo hice por ti.

—¿Por mí? —exclamó Lucie—. ¿Te condenaste por mí? Lo dices como si esperaras mi gratitud. Yo nunca quise la muerte de Geoffrey. No fue Geoffrey quien mató a mi madre.

—¿Me culpas?

—Sí.

—¿Quién te ha dicho esto?

—Deberías habérmelo dicho tú, Nicholas —replicó ella—. Tú.

—Yo… Soy culpable sólo de un error de cálculo. Era muy joven. Pero he querido enmendarme contigo. La tienda… Tú serías maestra boticaria y nadie podría quitarte eso. Salvo Montaigne. Si le hubiera contado a alguien lo que yo había hecho… Por favor, Lucie, ¡compréndelo!

Ni siquiera asumía la responsabilidad de sus actos, se dijo ella, asqueada.

—Duerme, Nicholas. Déjame en paz.

—Te amo, Lucie. Lo hice por ti. Pero decírtelo… No podía.

Por ella. Realmente pensaba que había matado por ella. A Lucie le temblaba todo el cuerpo cuando abandonó la habitación.

En el cuarto contiguo, un diminuto dormitorio que había sido de Nicholas cuando chico, y que habría sido el de Martin, preparó un jergón para su tía Phillippa y otro para ella.