Owen entró en la tienda con una disculpa por la tardanza bien ensayada, pero Lucie no le dio oportunidad de recitarla.
—Vigila la tienda mientras no estoy. Si no estás seguro sobre algo, espérame. Ahorra las excusas para cuando vuelva.
Y salió rápidamente arrebujándose en su capa.
No le faltaban razones para estar irritada con él. Aun así, Owen quedó sorprendido. Asomó la cabeza a la cocina y preguntó a Tildy si podía darle algo caliente para tomar. Ella se apresuró a complacerlo, feliz de ser útil.
—No deberías ser tan amable, Tildy —dijo él—. Tu patrona está enfadada conmigo.
—Hoy no ha sido la de siempre, señor. Está muy preocupada por el maestro Wilton —repuso Tildy con un suspiro—. El arcediano Anselmo vino y lo ha puesto nervioso. La señora Wilton le gritó y lo obligó a marcharse.
—¿Le gritó? —se extrañó Owen, que nunca había oído a Lucie alzar la voz.
—No pude evitar oírlo, señor, tan fuerte gritó. Todos gritaban, y el maestro Wilton sonaba triste. ¿Hay problemas, señor?
—¿Sabes adónde ha ido tu patrona?
Ella negó con la cabeza.
—No. Pero espero que haya ido a presentar una queja sobre el arcediano. Ese hombre no tiene por qué venir aquí y molestar al maestro.
—¿No habrá ido a hablar con Bess Merchet?
—Fue antes a la posada, a buscaros, y estuvo un rato allí —explicó Tildy—. Fue entonces cuando vino el arcediano.
«¿Es que Anselmo tenía vigilada la tienda? —se preguntó Owen—. ¿Qué se propondría?»
—Gracias por el caldo, Tildy. Ahora sigue con tu trabajo. Yo me ocuparé de la tienda y juntos trataremos de que la señora Wilton pase el resto de la jornada más tranquila.
¿Adónde podía haber ido con tanta prisa después de expulsar a Anselmo de la casa? Podía imaginarse cuál era su estado, si había oído a Nicholas gritándole a Anselmo.
* * * * *
El hermano Wulfstan se quedó atónito cuando supo que Lucie Wilton había ido a verlo. Estaba sentada en la salita donde el abad Campian recibía a las visitas, con un paquete en la mano. Al entrar el monje, ella alzó hacia él un rostro pálido que delataba una noche en vela.
—¿Qué sucede, Lucie?
—Estoy tratando de averiguarlo, hermano Wulfstan —dijo con gesto cansado—. Por eso estoy aquí. —Desenvolvió el paquete, dejando al descubierto un libro con una cubierta de cuero resquebrajado—. Es uno de los libros de asientos de mi suegro. Descubrí una anotación que querría comprender. Es sobre Nicholas.
—¿Y piensas que yo puedo ayudar?
El monje deseó mentalmente que no fuera nada sobre Anselmo y Nicholas.
—El otro día oí casualmente algo que me asustó. El arcediano y Nicholas estaban discutiendo sobre algo relacionado con Geoffrey Montaigne. Ya sabéis, el amante de mi madre. ¿Sabíais que el peregrino que murió aquí era él? —Pudo ver la verdad en los ojos del otro—. ¿Por qué no me lo dijisteis?
—Sólo lo supe después de que el emplazador… Dios lo acoja en Su seno… viniera a preguntarme sobre él el otro día; entonces el abad me dijo quién era.
—Él hirió a Nicholas. Y por eso pienso que fue la noche de la muerte de mi madre. ¿Sabíais algo sobre eso?
—¿Nicholas herido?, ¿por Montaigne? Pero ¿por qué?
—Eso es lo que debo saber.
Wulfstan señaló el libro.
—¿Qué es lo que dice?
Lucie se lo tendió. Wulfstan leyó, deteniéndose con gesto intrigado en las iniciales.
—D’Arby… Por supuesto que es tu padre.
—Sí. Y el arcediano Anselmo y Phillippa, mi tía. Necesito saber quién es «Eme De». O quién fue. ¿Qué decís vos?
—«Eme De cauterizó…» ¿Podría ser Magda Digby? El padre de Nicholas tenía tratos con ella. Fue Nicholas el que decidió no tener nada que ver con ella. La mujer es una buena cirujana, por lo que he oído, aunque no pertenece a un gremio. ¿Quién querría patrocinarla? La gente sólo requiere sus servicios cuando necesita secreto. ¿De qué trata todo esto, Lucie?
—No sé. Temo… —Sacudió la cabeza e hizo un gesto como para apartar un pensamiento—. No. No diré nada hasta no saber más. ¿Aceptará Magda Digby venir a mi casa, a hablar conmigo?
—No pensarás… ¡No estarás pensando que Nicholas se propuso envenenar a Montaigne!
El viejo monje había luchado por apartar sus sospechas, pues, si Nicholas había preparado deliberadamente el veneno, significaba que lo había usado a él de la manera más cruel.
—¿Qué sabéis de la amistad de mi madre con Nicholas?
Wulfstan la miró con extrañeza.
—¿Qué puede tener que ver con esto?
—¿Geof y Nicholas eran amantes rivales? —insistió Lucie.
—¿Rivales? Yo… Oh, Lucie, ¿qué estás pensando?
Lucie había cogido el libro y estaba envolviéndolo otra vez.
—Debo hablar con Magda Digby y con mi tía Phillippa —declaró—. Tengo que saber. ¿Podéis enviar a alguien a buscar a la Mujer del Río?
—No. Quiero decir, no debemos tener ninguna relación con ella. No se sabe siquiera si es cristiana.
—Pero… su hijo fue emplazador —observó Lucie.
—Él vivía apartado de la madre.
—Debo hablar con ella.
Wulfstan le tomó las manos entre las suyas.
—Lucie, hija mía, no sigas adelante con esto. No hay nada que podamos hacer respecto del pasado. Que se haga la voluntad de Dios. Confía en Él y todo sucederá de acuerdo con Su plan.
Las manos del viejo monje estaban calientes por la ansiedad. Lucie las apretó, lamentando haberlo involucrado. Pero al menos había identificado a «MD».
—Tendré cuidado —le prometió.
* * * * *
Bess estaba sentada en la habitación de Owen, ya limpia, luchando consigo misma. La visita de Lucie aquella mañana la había turbado tanto que había mandado al hermano menor de Kit a seguir a su amiga. El chico le había contado la salida furiosa del arcediano de la tienda, y la visita de Lucie a la abadía. Lucie ya había vuelto, y estaba trabajando en la tienda con Owen, ambos muy ocupados porque habían abierto tarde. Pero ¿por cuánto tiempo podría mantenerse su amiga en aquella situación? Estaba siguiendo un sendero que no podía conducirla más que a graves problemas. ¿Qué hacer?
Que un chico siguiera a Lucie no serviría para protegerla. Otra cosa sería si Lucie pudiera confiar en Owen. Él sí la protegería. Y él necesitaba saber lo que Lucie había averiguado. Necesitaban hablar. Bess podía decirle a Owen lo que ella le había contado, pero en ese caso perdería la confianza de Lucie. Lo cual sería imprudente.
Debía pensar.
* * * * *
Lucie había hablado poco con Owen desde su regreso de la abadía. Él había tratado de averiguar algo más sobre su enfrentamiento con Anselmo, pero se vio interrumpido por un cliente. Lucie pensaba en las palabras de Bess acerca de que podía confiar en Owen. ¿Por qué estaría tan segura?
Por la tarde, al fin, la tienda quedó tranquila, y Owen contó a Lucie lo que le había dicho Tildy sobre la visita del arcediano.
—Tildy no debería meterse en esas cosas —dijo ella.
—Estaba preocupada por vos. Y yo también.
—¿Por qué?
—Porque Anselmo podría haberos hecho daño.
Lucie miró a Owen con atención.
—¿Crees que el arcediano sería capaz de hacerme daño? ¿Por qué piensas que querría hacérmelo?
Era inteligente, se dijo Owen; iba justo al grano. Buscó velozmente una respuesta.
—Cuando se levantan las voces, significa que la gente está nerviosa. Puede pasar cualquier cosa.
La sonrisa afectada de ella fue una confirmación de la propia insatisfacción de Owen por su respuesta.
—Me agradaría que por una vez dijeras toda la verdad —dijo Lucie.
Owen se sentía impotente: le bastaba manifestar su interés para que ella lo convirtiera en discusión.
—No sé de qué estáis hablando.
—Ya veo —repuso ella—. Muy bien, puedes irte. Yo cerraré. Owen se dispuso a marcharse, pero no podía hacerlo sin un último intento por recomponer las cosas.
—No entiendo cómo me las arreglo siempre para hacer que os enfadéis conmigo.
—No importa.
—A mí sí me importa —replicó él.
—¿Dónde estabas esta mañana?
—Tuve que ir a ver a Jehannes por mi dinero.
—Tom Merchet dijo que saliste muy temprano.
—No podía dormir.
—Ven temprano mañana. He mandado a llamar a mi tía Phillippa. Tendré que preparar un cuarto para ella, así que te necesitaré en la tienda.
—¿Habéis mandado a buscar a vuestra tía? —se extrañó Owen.
—Nicholas está peor cada día. La necesito.
—¿A quién enviasteis?
—Al caballerizo de Bess. Ella lo ofreció.
Owen pensó que le habría gustado ir. La señora Phillippa era alguien con quien valdría la pena hablar a solas, lejos de Lucie.
—¿Por qué no me enviasteis a mí?
—Te necesito aquí —dijo ella, pero en su voz no había elogio alguno.
Owen se dirigió a la catedral, con la intención de comunicarle a Thoresby lo que le había contado Magda Digby sobre la muerte de Potter Digby. El arzobispo estaba sentado a la mesa, estudiando unos mapas.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Cuando hablamos la última vez sugeristeis que Anselmo podía haber asesinado a Digby.
Thoresby inclinó la cabeza.
—Lo creo posible. El emplazador cenó con mi arcediano la noche de su muerte. Sé que Anselmo no apreciaba la compañía de Digby. Entonces ¿por qué lo invitó?
Una vez más retenía hechos, jugaba con Owen.
—Magda Digby afirma que alguien vio al arcediano empujar al emplazador al río.
—Lamento oírlo. Esperaba estar equivocado. —Thoresby dejó sus mapas y caminó hasta la chimenea. Se quedó un momento mirando el fuego, con las manos a la espalda—. Pero no viniste sólo a decirme eso.
—Si él mató a Digby, ¿qué le impedirá volver a matar? La señora Wilton y el hermano Wulfstan podrían estar en un serio peligro.
—Ese hombre representa un problema —reconoció el arzobispo.
Jehannes había entrado con un jarro de vino y copas. Se aclaró la garganta y Thoresby se volvió hacia él.
—¿Tienes alguna idea?
—Está ese asunto de Durham, el legado de sir John Dalwylie. Una cuestión de finanzas, en realidad. Apropiada para vuestro arcediano.
—¿Durham? ¿Darwylie? —Thoresby meditó unos instantes y luego sonrió—. ¡Ah, Durham, sí! Excelente. —Cogió la copa de vino que Jehannes le tendía—. El arcediano Anselmo saldrá para Durham con la primera luz. Los caminos están impracticables en esta época. Dos días, quizá tres, para la ida, y otros tantos para la vuelta. Un día para resolver los asuntos. Estará ausente cinco días, al menos. Salvo, por supuesto, que tenga un accidente.
* * * * *
Bess fue a sentarse a la mesa de Owen.
—Es un honor que vengas a hacerme compañía tan temprano —comentó él.
—He estado pensando.
—Yo también.
—¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que piensas? ¿Dónde fuiste esta mañana tan temprano?
—Fui a ver a Magda Digby.
—¿Sigues hurgando en esas muertes de la abadía?
—Eso es lo que me trajo aquí.
—¿Y qué me dices de Lucie Wilton, eh? Cuando hayas terminado con tu investigación, ¿la dejarás sin una explicación siquiera?
—Quizá sería lo mejor.
—Me decepcionas, Owen Archer.
—¿Qué se supone que debería hacer?
—¿Nunca se te ocurrió pensar que ella tiene derecho a saber qué estás haciendo?
—Es mejor que no sepa nada. Es obstinada e insistiría en entrometerse. Podría ponerse en peligro. No puedo decirle nada.
—¿Y no crees que esto la afectará de algún modo?
—Yo estoy vigilando para impedirlo.
—¿Ah, sí? ¿Y dónde estabas esta mañana cuando llegó Anselmo?
Owen cerró los ojos.
—Me he ocupado del tema. No volverá a suceder.
—¿Y cómo es eso?
—El arcediano dejará York por un tiempo.
—Un tiempo… ¡Fantástico! Lo suficiente como para que tú remuevas todo y después te marches. ¿Has considerado el hecho de que ella seguirá aquí después de que te marches, y cuando vuelva el arcediano?
—No creo que vuelva.
Bess miró su expresión solemne, y se apaciguó.
—Oh, bien. Si es así…
Owen se frotó la mejilla bajo el parche.
—Se ofende con tanta facilidad… Nunca sé qué la hará estallar.
—¿Habéis discutido?
—Cada conversación es una discusión —repuso él.
—Tiene mucho en que pensar. Está llena de preocupaciones y responsabilidades. Tú podrías ayudar más, ¿sabes?
—¿Cómo?
—Siendo sincero con ella como lo fuiste conmigo. Que sepa por qué estás aquí, y lo que sabes.
—No puedo.
—Prepárala para el hecho de que no siempre estarás aquí.
—Es mejor que no sepa nada.
—Entonces crees que no sabe nada, ¿eh?
Al oírla, Owen se enderezó.
—¿Qué le has dicho?
—¿Yo? Nada. Pero ella tiene ojos y oídos.
Owen reflexionó sobre ello, y la recordó en lo alto de la escalera.
—El arcediano y el maestro Wilton… ¿Ha escuchado sus conversaciones?
Bess se encogió de hombros.
—¿Y qué si las ha escuchado?
—Es peligroso, Bess.
Ella alzó los ojos al cielo.
—¿Te parece que no lo sé?
—¿Qué ha escuchado, Bess?
—No puedo decírtelo. Ella se enteraría.
—No se lo diré —prometió Owen.
Bess negó con la cabeza.
—Lo sabría. Debes confiarte a ella. Por su seguridad, Owen. Debes hacerlo.
—No puedo.
—¿Por qué, por todos los santos?
—¿Cómo sé que puedo confiar en ella?
—¿Qué piensas que podría hacer? ¿Decírselo a Nicholas?
Él miró fijamente su cerveza sin responder, y Bess prosiguió:
—Es ridículo. Debes confiar en ella. Hazle saber que puede confiar en ti. Se meterá en peligro si no lo haces. Está a punto de hacerlo.
—¿Por eso mandó a buscar a su tía Phillippa?
—¿Qué te parece? ¿Que decidió de repente apoyarse en su familia?
—Quizá. Con Nicholas en su lecho de muerte…
—Eres un tonto, Owen Archer. Esta mañana estaba tan preocupada por ella que mandé al hermano de Kit para que la siguiera. Fue a la abadía a ver al enfermero. Está haciéndose ideas, ideas sobre la noche en que murió el peregrino. Y está haciendo preguntas, tratando de descubrir qué pasó. Potter Digby hizo lo mismo y terminó en el fondo del Ouse. ¿Qué probabilidades piensas que tendría ella de sobrevivir?
—Ya te dije que el arcediano se irá.
—Ah, entonces fue él quien mató a Digby, ¿eh?
—No dije eso.
—Habla con ella —insistió Bess—. Es demasiado peligroso dejarla en la ignorancia.
—¿Por qué no se lo dijiste tú entonces?
Bess se puso en pie, con gesto ofendido.
—Te juré que no diría nada, ¿no? ¿Por quién me tomas?
—¿Ella ha ido a la abadía hoy? ¿Por qué?
—Yo ya hice mi parte. Ahora te toca a ti —replicó Bess, y se marchó por entre las mesas.
—Maldita mujer —murmuró Owen.
El ojo le estaba doliendo, y decidió subir a su cuarto con el jarro de cerveza.
* * * * *
Lucie estaba sentada a la mesa junto a la ventana del jardín, mirando el libro de registro. Magda Digby. Tenía que hablar con esa mujer, tenía que hallar el modo de verla, pero no era tan simple como encontrar un momento para ir. Necesitaba un guía. La primavera pasada una joven se había ahogado al resbalar en la ladera, bajo el muro de la abadía. Probablemente así había muerto también el emplazador.
Miró a Nicholas, que yacía dándole la espalda. Su respiración era demasiado irregular para que estuviera dormido. Se había dado la vuelta cuando ella trató de hablar con él sobre su madre.
—¿Por qué de pronto no podemos mencionarla, Nicholas? —había dicho ella—. Siempre hablábamos sobre ella. Ha sido un consuelo para mí hablar de mi madre contigo.
—No puedo —había contestado él, y se dio la vuelta.
Cuanto más fácil sería si respondiera a sus preguntas, pensó Lucie.
—Sé que Geoffrey Montaigne te hirió después de que muriera mi madre.
Vio cómo su espalda se ponía rígida, pero no se volvió ni habló.
De modo que Lucie se quedó donde estaba, mirando fijamente el libro, a la vez irritada con Nicholas y asustada por su conducta. Había cambiado tanto… ¿Era sólo la enfermedad? No. La enfermedad lo habría vuelto más tierno, más confiado. En lugar de eso, su conducta era la de un hombre con algo que ocultar. Un culpable. Lucie estaba cada vez más convencida de que él había envenenado a Geoffrey Montaigne. Pero ¿por qué? Necesitaba saber qué había pasado entre ellos.
Había sido un día muy largo. Al fin, ni siquiera sus preocupaciones pudieron mantenerla despierta. Estaba cabeceando sobre el libro cuando algo golpeó la pared cerca de ella. Se enderezó, escuchando. Una vez más, piedras contra la pared exterior. Se levantó y miró al patio. Había alguien de negro, encapuchado. ¿Sería el hermano Wulfstan? Cuando el desconocido la vio asomar, retrocedió velozmente hacia las sombras del jardín. Demasiado rápido para que pudiera ser el viejo monje. Lucie encendió la lámpara de aceite y bajó, se echó encima la capa y salió. Algo chisporroteaba en el jardín oscuro, en el cobertizo de las macetas. Un fuego. El corazón le dio un salto. Alguien lo había visto y había querido despertarla, gracias a Dios. Dejó la lámpara en la cocina y cogió un cubo. Se dirigió a toda prisa al pozo, llenó el cubo y corrió hacia el cobertizo. El fuego estaba dentro, al fondo, y tendría que entrar para apagarlo. Encontró la puerta abierta e imaginó que la persona que le había advertido ya estaba dentro tratando de apagarlo.
—¿Hay alguien ahí? —llamó desde la puerta.
Escudriñó en la oscuridad, pero el humo no le permitía distinguir nada, de modo que entró. Arrojaría el contenido del cubo contra el fondo y correría a buscar más agua.
Un brazo surgió de las sombras, le arrancó el cubo de las manos y lo arrojó afuera por la puerta.
—¡Idiota! —gritó Lucie. Se secó los ojos y los enfocó en la pálida cara del arcediano—. Era agua para el fuego. —Se volvió para recuperar el cubo e ir por más agua, pero él la aferró por el brazo.
—Arde, mujer demoníaca, súcubo, puta de Babilonia. ¡Arde!
Soltó una carcajada y la arrojó hacia las llamas, para salir corriendo del cobertizo y cerrar la puerta tras él.
Lucie gritó y se apartó rodando del rincón en llamas. El borde del vestido se había incendiado y lo golpeó frenéticamente con la mano.
* * * * *
Una vez en su cuarto, Owen se quitó el parche y se frotó el ojo con ungüento. Se tendió en el jergón, aunque sabía que no dormiría. Quizá le conviniera dar un paseo. Se levantó y miró por la ventana. Las estrellas brillaban en un cielo despejado. Era la primera noche despejada que había visto en York. Contempló durante un rato las estrellas, tratando de recordar los nombres que les daba Gaspare. He ahí alguien con quien le habría gustado hablar en ese momento. Gaspare siempre le encontraba sentido a los hechos.
Un movimiento abajo le llamó la atención. Era en el jardín de los Wilton. Alguien salía corriendo de la cocina, dejando la puerta abierta y una lámpara en el suelo. ¿Quién salía al jardín? ¿Podía ser Tildy? La figura corría hacia la calle y era demasiado alta para ser Tildy. Entonces vio el resplandor. ¡Santo cielo!
—¡Fuego! —gritó Owen mientras bajaba a saltos la escalera y atravesaba la taberna.
Tom y varios clientes salieron tras él. Tom gritaba pidiendo los cubos extra que había en la cuadra. Owen estaba ya en la parte trasera del cobertizo arrojando el contenido del cubo cuando llegó Tom con otro.
Pero ¿dónde estaba Lucie? La lámpara y la puerta abierta eran una señal de que había salido a combatir el incendio. Owen dio la vuelta al cobertizo, hasta la puerta. Al ver el cubo volcado delante, empujó la puerta, pero ésta no cedió. Se lanzó sobre ella y la abrió con el hombro. Lucie estaba dentro, tosiendo débilmente. La alzó en brazos y corrió hacia la casa.
Tenía una mano quemada y un corte en la cabeza, seguramente producido por la caída. Tras él entró Bess con un jarro de aguardiente. Owen alzó la cabeza de Lucie y Bess le hizo tragar un sorbo de licor. Lucie tosió y apartó a Bess, pero ésta la obligó a tomar más.
—No hay problema. Se repondrá —dijo Bess con alivio mientras ayudaba a Lucie a sentarse.
—¿Quién fue, Lucie? —preguntó Owen—. Vi a alguien corriendo por el jardín. ¿Viste quién era?
El miedo le había hecho olvidar el trato respestuoso que hasta entonces había observado con Lucie, pero ella no pareció notarlo.
—Pensé que él… —Un ataque de tos la sacudió. Cogió el jarro de aguardiente que le tendía Bess y bebió sin discutir—. Pensé que alguien había visto el fuego y había venido a advertirme. Arrojó piedras contra la casa. No vi el fuego hasta que salí. Él estaba en el cobertizo. Me arrojó al suelo y me maldijo.
—¿Quién? —preguntó Owen.
—El arcediano.
Bess y Owen se miraron. La mirada de ella lo acusaba por no haber protegido a Lucie. En aquel momento se oyeron golpes en el piso de arriba.
—Es Nicholas —dijo Lucie, dejando el jarro—. Debo subir.
—No —se opuso Bess—. Iré yo. Después veré si han extinguido el incendio. Vosotros dos tenéis mucho de que hablar, me parece.
Owen comprendió lo alterada que estaba Lucie al ver que no discutía y se recostaba en el respaldo de la silla. Bess asintió y salió. Las manos de Lucie temblaban cuando cogió el jarro.
—Quiso matarme —susurró, con la cabeza baja y los ojos fijos en el suelo.
Owen se maldijo a sí mismo. Magda había dicho que Lucie podía estar en peligro, y ahora casi la matan. Debería haber vigilado la casa. Lo habían distraído sus sospechas, que ahora veía erróneas. Casi fatalmente erróneas. No había hecho un esfuerzo real por protegerla.
—Tranquilízate. Anselmo se irá mañana.
Lucie lo miró.
—¿Cómo sabes…? —Sus ojos se agrandaron—. ¡Dios santo!
Owen se tocó la cara y descubrió que se había olvidado el parche. Ahogando una maldición, se volvió.
—No —dijo ella—. Por favor, perdóname. Nunca lo había visto descubierto.
—Lamento haberte asustado.
—No. He visto cosas mucho peores. —Él seguía sin mirarla de frente—. Por favor, Owen. No me des la espalda. Nicholas me ha dado la espalda esta noche. ¿Es que sabría lo que planeaba el arcediano?
La desesperación que había en su voz lo conmovió. Se arrodilló a su lado y le tomó las manos.
—No puedo creer que el maestro Nicholas aceptara que te hicieran daño.
Ella tocó con dulzura el párpado hinchado, la ceja, la cicatriz bajo el ojo.
—Bess dice que puedo confiar en ti. Y acabas de salvarme la vida —dijo, escrutándole el rostro—. Necesito tu ayuda, Owen.