Nicholas dormía. Su respiración era jadeante, pero lo bastante regular como para tranquilizar a Lucie: el dolor había disminuido. Se tumbó a su lado, con el cuarto a oscuras salvo la pequeña llama de la lámpara de alcohol. La gata subió a la cama y se acurrucó sobre su pecho. Lucie acarició distraída a Melisende, agradeciéndole su calidez, mientras, con la mirada perdida en el techo, se preguntaba cómo interrogar a su tía Phillippa. Preguntarle sobre su madre no tendría nada de raro, pero preguntar por Geoffrey y Nicholas… La tía levantaría la guardia. Phillippa siempre era cauta al hablar de aquellos tiempos. Lucie sabía que era mucho lo que su tía prefería no decirle. Querría saber qué había oído Lucie, qué andaba buscando. Quizá convendría decirlo como de pasada, como algo oído casualmente: que Geoffrey y Nicholas habían discutido. Pero, si ella lo tomaba a la ligera, su tía haría lo mismo. Debía decir lo suficiente como para que Phillippa quisiera separar la verdad del rumor. Tal vez podría decir que había visto una anotación inexplicable en los libros de la tienda.
Los libros de la tienda… Lucie no había pensado en ellos hasta ahora. El arcediano había dicho que Geoffrey había atacado a Nicholas y lo había dado por muerto, lo cual quería decir que Nicholas había resultado herido. Quizá podría encontrar una referencia al hecho en los libros. Su suegro era tan meticuloso como Nicholas en el registro de todo el movimiento comercial. ¿No habría un asiento en el libro por curar una herida, por un ungüento para cicatrizar?
Se sentó de golpe, despertando a Melisende, que maulló y se movió con lenta dignidad hasta los pies de Lucie, donde empezó a girar, preparándose para volver a acostarse. Lucie la molestó una vez más al apartar los pies y bajarlos al frío suelo. Los viejos registros de la tienda se guardaban en el dormitorio principal, en un pesado arcón de roble bajo la ventana del frente. Encendió la lámpara de aceite, se envolvió en un chal y fue hasta el arcón.
Era su arcón de bodas, y había sido de su madre antes. Lucie guardaba allí recuerdos de infancia y de su embarazo de Martin. ¡Qué feliz había sido entonces! Dios le había sonreído, concediéndole tal alegría. Y en su corta vida Martin le había dado mucha felicidad. A través de él había recordado su propia infancia, había visto a su propia madre, con el cabello negro y los ojos claros, inclinada sobre el arcón, sacando tesoros, muchos de ellos regalos de Geof, su apuesto caballero. También ella había recibido regalos de Geof: una muñeca tallada, con cabello de seda; un pequeño carro en que la paseaba por el laberinto… Tenía la sonrisa más luminosa y la voz más dulce… ¿Y Nicholas lo había envenenado? La idea le quemaba el estómago. Se dijo que no tenía tiempo de ocuparse de eso ahora.
Levantó una brazada de libros cosidos, cada uno meticulosamente ilustrado en su cubierta de tela con una hierba rara, y los puso a un lado. Eran los de Nicholas. Debajo estaban los más viejos, encuadernados en cuero, las cubiertas secas y crujientes. Los hojeó, deteniéndose en dibujos de signos astrológicos y portentos celestes. Paul Wilton, su suegro, había estado más interesado en aquella parte de su trabajo que en la botánica que deleitaba a Nicholas. Le resultaba confuso seguir la cronología de su suegro; mantenía un orden lineal durante varios libros y después volvía atrás y llenaba trozos de papel en blanco en todos ellos antes de empezar un libro nuevo. O a veces interrumpía un libro para volver a otro. Lucie no sabía qué fecha era la que buscaba, aunque sabía que tenía que estar dentro de los años del matrimonio de su madre y de la estancia de Geoffrey en York. Sabía que Geoffrey había llegado después de su nacimiento. Le había preguntado a la tía Phillippa sobre aquello tiempo atrás, cuando había tenido la romántica idea de que podía ser hija de Geoffrey. «Oh, no, pequeñita, tú eres mi sobrina, eres hija de Robert. Nunca lo dudes», le había asegurado ella.
Su tía Phillippa no había comprendido qué hermoso había sido imaginarse que era hija de la felicidad de su madre, que su padre era el caballero rubio que hacía reír a su madre. No quería ser hija del hombre sombrío que gritaba y que la llamaba «damisela». Más que las reprimendas, la hería que sir Robert nunca la llamara por su nombre, como si no se molestara en recordarlo. Eso la asustaba. Si su padre podía olvidarla, Dios la olvidaría también. Geoffrey sí que recordaba su nombre. Y su color favorito. Y secretos que ella le había contado…
Sacudió la cabeza. Se había entretenido tanto en su ensoñación con el libro abierto por la misma página que sentía pinchazos en la mano, y uno de los pies se le había dormido. Cogió los cuadernos que suponía que abarcaban los años de matrimonio de su madre y fue a la mesa, junto a la ventana del jardín.
Los recorrió lentamente, deteniéndose en toda mención de «N», que era la clave con que Paul Wilton se refería a su hijo Nicholas. No había nombres completos en los asientos, sólo una o dos iniciales, las suficientes para distinguir a un cliente o proveedor de otro. La mayoría de los asientos que mencionaban a Nicholas se referían a su compra de esquejes y semillas para el jardín. De vez en cuando, con más frecuencia según pasaba el tiempo, Nicholas ayudaba a su padre en la tienda. Sus responsabilidades crecían.
Y al fin lo encontró. Era una entrada fechada hacia la época de la muerte de su madre. Lucie había estado a punto de rendirse antes de llegar a ella. «MD cauterizó y vendó la herida. Noche en vela para ver cómo estaban los ojos de N al despertarse. Dejé ungüento y tisana. AA, D’Arby y P están de acuerdo en que N ha cumplido su pena.» Y en la columna de cuentas figuraba un pago generoso a MD por servicios prestados y un regalo al fondo de la catedral, cuya magnitud inquietó a Lucie. Pues sin duda «AA» era el arcediano, D’Arby era su padre y «P», Phillippa. Estaban de acuerdo en que Nicholas había cumplido su pena, pero ¿pena por qué? ¿Qué pecado exigía una ofrenda tan grande al fondo de la catedral? ¿Tenía algo que ver con la muerte de su madre? ¿Y quién era «MD»?
Owen se despertó al amanecer de un sueño ligero que sólo había logrado conciliar a altas horas de la noche. Le ardía el estómago y tenía la cabeza atestada de demonios que parloteaban incesantemente con voces histéricas. Demasiadas preguntas, pocas respuestas y demasiadas restricciones. No podía exhumar a Montaigne, no podía interrogar a Lucie o ella sabría que era sospechosa, no podía interrogar a Nicholas porque se estaba muriendo. Anselmo estaba loco. Thoresby… ¿Qué decir de John Thoresby? El tranquilo y confiado lord canciller de Inglaterra y arzobispo de York lo enviaba a investigar la muerte de su discípulo, pero Owen sentía que el hombre simulaba ignorancia cuando en realidad conocía los hechos. ¿Por qué? ¿No confiaba en él? Si era así, ¿qué estaba haciendo Owen allí? No es que estuviera seguro de que pudiera probarse nada exhumando a Montaigne, pero para que Thoresby lo prohibiera de modo tan tajante…
Esos pensamientos no lo llevaban a ninguna parte. Debía pensar dónde podían darle algunas respuestas. Necesitaba hablar con alguien que supiera algo sobre lady D’Arby, Montaigne y Nicholas. Bess no había vivido el tiempo suficiente en York para saber más que rumores sobre esa época.
Magda Digby. Era una suposición arriesgada, pero Owen sospechaba que debía de ser poco lo que sucediera en York y que la Mujer del Río no supiera. Aplicó un poco de ungüento al ojo, se puso el parche y las botas, y salió de la posada. Podía hablar con ella y volver antes de que Lucie estuviera lista para abrir la tienda.
* * * * *
Después de la noche en vela, Lucie estaba ansiosa por enviar a Owen en busca de su tía Phillippa. Guardó los libros y durmió un rato; se levantó poco antes del alba y desayunó con Tildy. Habló con ella de sus tareas para la jornada mientras esperaba la llegada de Owen. Al ver que éste no llegaba, fue a ver si lo encontraba junto al montón de leña. El aire estaba helado, y en el cielo se reunían nubes de nieve. Bajo el seto de acebo, los brotes verdes del azafrán asomaban a través de la fina capa de nieve. Le alegró contemplar aquellos primeros signos de la primavera, pero su irritación volvió al no encontrar a Owen en el jardín. Ahora que había resuelto enviarlo en busca de su tía, no podía soportar la tardanza.
Iría a buscarlo a la taberna de York. Tildy podía vigilar mientras tanto a Nicholas, e ir a buscarla si se despertaba.
* * * * *
Tom estaba midiendo el contenido de los barriles y le dedicó una sonrisa al verla entrar.
—Lucie Wilton… ¡Bienvenida, vecina! —Notó su estado de agitación e inquirió—: ¿Es Nicholas? ¿Ha empeorado?
Ella asintió.
—Quiero enviar a Owen a buscar a mi tía Phillippa.
—¿Y pensaste que estaba aquí? No, salió con la primera luz. La voz de Bess Merchet sonó en el piso superior, ladrando órdenes.
—¿Tienes idea de adónde fue? —preguntó Lucie.
Tom se rascó la barba y sacudió la cabeza.
—No me dijo nada. Pensé que iría a la botica. Sube a ver si Bess sabe algo.
—Parece ocupada.
—Oh, sí. Tratando de poner en orden la habitación de Owen. No descansará hasta borrar los restos de ese fuego. Pero sube. Querrá verte.
Bess estaba en el umbral del pequeño cuarto con las manos en las caderas, golpeando rítmicamente el suelo con la punta de un pie.
—No sé, Kit. Simplemente no sé qué hacer contigo. ¡Eres tan torpe, niña! Nada está a salvo cuando tú andas cerca.
—Bess…
Bess se volvió; tenía la cara tan roja como el cabello que le caía de los bordes de la cofia en rizos apretados y húmedos. Tenía las mangas enrolladas más arriba de los codos, revelando unos brazos musculosos.
—¡Oh, cielo santo! Me encuentras tratando de enseñarle a esta niña el arte de restregar el suelo. ¿Puedes creer que ha llegado a los quince años sin aprender algo tan simple?
En circunstancias normales Lucie habría sonreído ante la energía de su amiga, pero aquella mañana estaba demasiado absorta en sus preocupaciones.
—¿Has visto a Owen?
—¿No está contigo? Cuando salió tan temprano esta mañana, pensé que le habías pedido que fuera al alba.
—Maldito hombre —renegó Lucie, volviéndose hacia la escalera.
Las mandíbulas contraídas de su amiga, su humor sombrío y la frustración reflejada en aquellas dos palabras alertaron a Bess. Cogió a Lucie por el brazo.
—¿Qué pasa, querida? ¿Nicholas ha empeorado? —Lucie asintió—. ¿Y necesitas alguien que vigile la tienda mientras te ocupas de él?
—Quería enviar a Owen a buscar a mi tía Phillippa.
—¿Tu tía? ¿Para qué? ¿Qué ha hecho ella por ti, me pregunto? Yo vigilaré la botica.
—Tienes trabajo aquí.
—Kit puede hacerlo.
—Necesito a mi tía. Es hora de que me ayude.
—Bueno, no me opondré a eso. Pero ¿por qué mandar a Owen? Envía a John, mi caballerizo. Es un buen muchacho; cabalga rápido y estará de regreso en un momento.
—No tengo por qué molestarte a ti, Bess.
—No es molestia, querida. Quiero ayudar.
Lucie se miró las manos.
—Ojalá pudieras —murmuró.
Bess se cruzó de brazos.
—Es lo que había pensado. Se trata de algo más que de mandar a buscar a tu tía. Ven aquí, vamos abajo y me lo contarás todo.
—No puedo quedarme, Bess —dijo Lucie mientras seguía a su amiga escalera abajo.
—Entonces hablaremos en tu casa. Me da lo mismo.
—No. No puedo hablar allí.
Bess la llevó a la cocina y la hizo sentar en una silla. Lanzó un resoplido al advertir la delgadez de los hombros de su amiga.
—No estás comiendo bien, Lucie —la reprendió—. Todo parece peor cuando uno no se alimenta bien.
Sirvió una copa de cerveza para Lucie y otra para ella.
Lucie fue incapaz de oponerse a la decisión de Bess de que se confiara a ella. Se preguntó por dónde empezar y cómo explicar sus temores acerca de Nicholas. Pero parecía una deslealtad admitir, aun ante su mejor amiga, que temía que su marido hubiera matado a alguien.
—Tengo que hablar con mi tía, Bess. Necesito saber algunas cosas, eso es todo.
—¿Eso es todo, eh? —Bess se quitó la cofia y se acomodó la mata de rizos rojos, introduciendo entre ellos unas hebillas de hueso con tal rudeza que Lucie prefirió desviar la vista. Bess comprobó su trabajo con una vigorosa sacudida y, satisfecha de que no se desharía, volvió a ponerse la cofia y se inclinó hacia Lucie por encima de la mesita con los ojos fijos en los de su amiga—. Y ahora ¿por qué no empiezas simplemente por el principio?
Y Lucie, aun en contra de sí misma, soltó todo: el descubrimiento de Wulfstan, lo que ella había oído, la anotación en los libros.
—Santo cielo —murmuró Bess al final del relato de Lucie—, has llevado encima de esos pobres hombros una buena carga de preocupaciones. ¿Le has preguntado a Nicholas sobre todo esto?
Lucie se frotó las sienes con gesto exhausto.
—¿Cómo podría hacerlo? Está demasiado enfermo. No puedo turbarlo con preguntas que le traerían recuerdos desagradables.
Bess asintió.
—Bueno, al menos has pensado en ello. Te diré una cosa: tienes en tu casa alguien que debería oír todo esto. Estoy segura de que él podría ayudarte.
Lucie dejó la copa en la mesa y se levantó.
—Otra vez me quieres arrojar en brazos de Owen. ¿No puedes pensar en otra cosa, Bess? ¿Por qué iba a confiar en mi aprendiz? Es casi un extraño. ¿Cómo sé que puedo confiar en él?
—Sé que puedes, querida. No estoy sugiriendo ningún romance, al menos esta mañana. No podría hacerlo, cuando te veo en tan graves problemas.
—Sabré cuidarme —aseguró Lucie.
—John irá en busca de tu tía.
—No. Enviaré a Owen.
—Por favor, Lucie. Lo más sensato es mandar a John. Conoce el camino y sabe dónde están apostados los escoceses. Lo hemos mandado más de una vez y nunca nos ha fallado. Es joven y temerario. Para él es una diversión.
—Está bien —aceptó Lucie, reconociendo la solidez de los argumentos de Bess—, envíalo. Y gracias, Bess.
—Eres como una hija para mí. No podría hacer menos. Lucie abrazó a su amiga.
—Perdona mi malhumor —dijo.
—Tienes motivos para estar tan sensible. No me ofendo.
—Si ves a Owen Archer, envíalo a la tienda. Es muy tarde ya.
* * * * *
Owen tuvo que esperar mientras Magda vendaba a un hombre herido. Cada minuto que aguardaba era un minuto de tardanza en llegar a la tienda, y su impaciencia aumentaba. Pero si se rendía habría desperdiciado el viaje, y, dado que Lucie se enfadaría de todos modos con él, prefería que al menos valiera la pena. Al fin Magda despidió al herido y se reunió con Owen junto al fuego.
—La buena acción de la mañana, salvar a Kirby —dijo con expresión satisfecha, mientras se secaba las manos—. Es un buen pescador. El mejor pescador de anguilas del Ouse.
—¿Cómo se hirió?
Había visto que aquel hombre tenía una cuchillada en el abdomen.
—La gente viene a ver a Magda porque sabe que ella no contará sus pecados. El hombre se cortó la barriga, eso es todo lo que debes saber. —Cortó una rebanada de pan de una hogaza dura que había en la mesa, y la untó con un queso rancio que le revolvió el estómago a Owen—. Pero ¿cuál es tu asunto ahora?
—¿Puedo confiar en que guardarás silencio sobre él como callas los pecados del pescador de anguilas?
—Sí. Fuiste amigo de Potter. Amigo de Potter, amigo de Magda. Ese arcediano. Cuervo carroñero. Fue él quien mató al hijo de Magda.
—¿Estás segura de lo que dices?
La vieja escupió al fuego.
—Magda tiene muchos amigos. Había ojos cerca de la torre esa noche. Vieron al cuervo empujar a Potter al agua. Había bebido demasiado y el cuervo aprovechó la oportunidad.
—¿Por qué?
—Tú sabes por qué. Para proteger a su querido, ese Nicholas de ojos dulces.
—¿Sabes lo que Potter creía que había hecho Nicholas?
—Oh, sí. Y Potter se acercó demasiado a la verdad. —Se secó las manos en la falda, cortó otra rebanada de pan, y volvió a untarla con el queso—. Es buen queso. Eres un tonto por olerlo con esa cara —comentó con una sonrisa.
—¿Cuál era la relación entre Nicholas y Geoffrey Montaigne? ¿Por qué querría matarlo Nicholas?
—El caballero de la bella dama trató una vez de matar a Nicholas. Podría haberlo intentado de nuevo. O crear problemas que era mejor evitar.
—Necesito saberlo todo, comadre Digby. Necesito saber a quién más podría querer hacer callar Anselmo.
Ella se encogió de hombros.
—A Magda. A sir Robert D’Arby y a la señora Phillippa. Quizás hasta a la pequeña Lucie. Se casó con ojos dulces, ¿no? Phillippa fue una imprudente al dar su consentimiento. Magda se lo dijo. No saldría nada bueno de ahí.
—¿Por qué?
Magda lo observó con atención.
—Cavas hondo, Ojo de Pájaro. ¿Por qué le importa a un arquero toda esta historia?
—Potter te contó mi objetivo.
—¿El poderoso Thoresby quiere enterarse de todo esto?
—Parece que la muerte de Fitzwilliam fue consecuencia de todo este problema. Lo que él quiere es entenderlo.
—La historia de Caín y Abel, ¿eh? Pero la muerte de Fitzwilliam no puede remediarse.
—Ni él querría remediarla. Su pupilo era una molestia. Pero debe asegurarse de que en este asunto no hay nada que ponga en peligro a su propia persona.
—No tiene nada que temer.
—¿Por qué fue un error el matrimonio? —preguntó Owen.
—¿Sabes la historia de Anselmo y Nicholas? —preguntó la mujer a su vez—. ¿No te contaron que ese Anselmo de las visiones tomó bajo su protección al lindo y debilucho niño Nicholas y se lo llevó a la cama?
—¿Anselmo tenía visiones?
Magda soltó la risa.
—¿Puedes mirar al cuervo y ver un lindo muchacho en él? No, lo engañó con historias de María, la Madre de Dios, y el niño Jesús. Anselmo debía hacerse amigo de Jesús y cuidarlo. Ingenioso, ¿eh?
—¿Y el abad Gerard lo sabía?
—Un necio. Ese sí le habría comprado el brazo podrido a Fitzwilliam.
—Pero ¿qué pasó con Nicholas y Anselmo? ¿Siguieron siendo amantes?
Magda negó con la cabeza.
—No. Si hubiera sido así, nada de esto habría pasado, ¿no? No, Nicholas no lo tenía en su naturaleza. Pero creyó en las visiones del cuervo.
—Quieres decir que Anselmo influía en él —comentó Owen.
—Magda ha visto gente arrastrarse sobre rodillas ensangrentadas cuando sus santos decían tener visiones, Ojo de Pájaro. Es un asunto que influye mucho sobre algunos.
—¿Le hablaste a la señora Phillippa de esto?
—Sí. Aunque no sirvió de nada.
—¿Erais amigas?
—Oh, sí. Magda la ayudó en el parto de la pequeña Lucie. Amelie D’Arby había sido imprudente. Pero a ti no te importan las penas de las mujeres. Te basta con saber que el chico de ojos dulces quedó hechizado por lady D’Arby. Y ella recurrió a él y no a Magda cuando tuvo que librarse del bebé del caballero rubio. Pobre necio de ojos dulces. Magda no habría sido tan tonta. Su ayuda mató a la dama. Y Montaigne culpó a Nicholas Wilton. Así de simple.
¿Un aborto mal hecho? ¿Tan simple era?
—Háblame de los sufrimientos de Amelie D’Arby —dijo Owen.
—Lord D’Arby se trajo a casa un botín de guerra: una bonita criatura francesa para procrear. Pero pasó un año y no quedó embarazada, y lord D’Arby perdió la paciencia. La estúpida nodriza de la joven la condujo ante Magda. Debía darle un hijo o él encontraría un modo de librarse de ella. Magda no lo puso en duda. Le dio poleo y granza. Y una raíz de mandrágora para enterrarla bajo la ventana del señor. No porque ningún hombre necesitara estímulos para acostarse con Amelie D’Arby. Era una belleza.
—¿Funcionó?
—No. Así que fue a ver a Ojos Dulces. Pensó que él podía conseguir algo mejor.
—¿No consultó al padre de Nicholas?
—Sí. Pero el viejo la mandó a la iglesia a rezar. Así que buscó ayuda del joven. Niña tonta.
—Y tuvo a Lucie.
—Oh, sí. Era sólo cuestión de tiempo. La chica había sufrido mucho en la guerra. Necesitaba tiempo para olvidar la cabeza de su hermano en una pica. Pero el parto casi la mata. Nicholas le advirtió que fuera prudente con las pociones. La dama estaba demasiado asustada para ser prudente. Magda lo podía ver, pero Ojos Dulces era joven y estaba hechizado. —Sacudió la cabeza con tristeza.
—¿Y él seguía siendo inexperto cuando ella fue a pedirle que le hiciera un aborto?
—Ojos dulces, cabeza blanda —dijo Magda señalándose los ojos y dándose un golpecito en la cabeza.
Se rio.
—¿Por qué no quería ella el segundo niño? Magda se encogió de hombros.
—Phillippa podría decírtelo.
—¿Tú nunca se lo preguntaste?
—Todos los días vienen a Magda. ¿Cómo iba a ocuparme de todos?
—Dices que Nicholas estaba hechizado por lady D’Arby.
¿Es decir que estaba enamorado de la madre de la mujer con la que se casó?
Magda sonrió.
—Demasiado fuerte para tu paladar, ¿eh?
—¿Por qué Potter nunca emplazó a Nicholas Wilton para responder por esto?
—Potter no sabía tanto. No era conveniente que supiera. Magda le prometió al cuervo no soltar nunca una palabra.
—¿Qué poder tiene el arcediano sobre ti?
Magda hizo una mueca y volvió a escupir al fuego.
—Magda no debe hacer enemigos. No tiene protección. El cuervo podría quemar la casa de Magda, quitarle el poder de curar. Perjudicar a Potter.
—Pero estás diciéndomelo —objetó él.
—Cuando el cuervo mató a Potter, perdió el silencio de Magda. Debe ser castigado. Tú te encargarás de eso. Magda lo sabe.
Owen se sintió un farsante, pues no tenía ninguna intención de tomarse la justicia por su mano. Si el arzobispo Thoresby decidía castigar a Anselmo, era otra cuestión. Pero era más probable que Thoresby prefiriera dejar pasar los crímenes de su arcediano.
—No debería confiarse en Nicholas Wilton como boticario —dijo Owen.
—Ojos Dulces es débil, pero no malo. Fue una tontería envenenar a Montaigne. El hombre se estaba muriendo. Todo este problema por falta de un poco de paciencia.
Owen se obligó a formular la siguiente pregunta.
—¿Es posible que Lucie Wilton haya mezclado el veneno para vengar la muerte de su madre?
Magda frunció el entrecejo.
—Imposible. Fue su marido el que mató a su madre, no Montaigne.
—¿Cómo pudo entonces Lucie consentir en casarse con Nicholas Wilton?
—Estoy segura de que Phillippa no le contó toda la historia. —Magda se rio al ver el gesto de Owen—. Te repugna toda esta historia. Pero la dama se buscó la muerte que le dio Ojos Dulces. Fue culpa suya.
—¿Crees que ama a Lucie? Nicholas, quiero decir.
Magda miró fijamente a Owen hasta que él sintió la necesidad de cambiar de postura en el asiento.
—¿Quieres decir tanto como la ama Ojo de Pájaro? —Volvió a soltar la risa al ver el intento de negación que hacía él—. Has ido demasiado lejos para querer ocultarlo. Magda puede ver. —Sacudió la cabeza, con ojos alegres—. Pero sí, Nicholas la quiere bastante.
La mañana ya estaba avanzada cuando Owen salió de la casa de Magda.
* * * * *
Cuando Lucie volvió de la taberna, se enfureció al saber que Owen todavía no había llegado, pero se mordió la lengua y dio las gracias a Tildy por haber cuidado de la tienda.
—¿El maestro Nicholas no se ha despertado?
—Lo oí saludar al arcediano cuando subió, pero…
Un estremecimiento recorrió a Lucie al oírla.
—¿El arcediano Anselmo está arriba con él?
—Sí, señora.
—¿No le dijiste que tu amo dormía?
—Se lo dije —repuso Tildy—, pero subió igual. Nadie me dijo que no podía subir.
Abrió los ojos de par en par con el miedo de haber hecho algo indebido.
—Tienes toda la razón, Tildy —la tranquilizó Lucie—. No te dije nada sobre el arcediano. Has sido una gran ayuda. Ahora sigue con tu trabajo.
Lucie subía escalera arriba, cuando oyó la voz de Nicholas que se elevaba en un gemido lleno de temor:
—¡Estamos condenados! —gritaba—. ¡Tú nos has condenado!
Tanta excitación empeoraría su estado, se dijo Lucie alarmada. El arcediano acabaría por matarlo con sus visitas y ella no estaba dispuesta a quedarse esperando a que eso sucediera, dijera lo que dijera Nicholas. Abrió la puerta. Anselmo estaba arrodillado junto a la cama, aferrando las manos de Nicholas y susurrándole algo al oído.
En las mejillas mortalmente pálidas de su marido había dos manchas rojas y tenía el cabello pegado por el sudor.
—No, Nicholas, dulce Nicholas. No debes decir esas cosas.
Anselmo le hablaba como a un niño.
Nicholas trató de retirar las manos, pero Anselmo las sostuvo con fuerza.
—Me has matado, Anselmo —gimió Nicholas.
—¿Cómo puedes decir eso? Soy tu protector.
—Déjame.
Lucie se obligó a intervenir.
—Fuera de aquí —dijo.
Anselmo se sobresaltó y se volvió hacia ella.
—Déjanos solos, mujer.
No la llamaba por su nombre; sólo «mujer», escupido como una maldición. Y el modo repugnante y empalagoso en que se dirigía a Nicholas… Que Dios la perdonara, pero despreciaba al arcediano. Aquel sentimiento le dio fuerza.
—¿Me vais a decir qué debo hacer en mi propia casa? Es mi marido. He hecho todo lo que sé para curarlo, y vos venís y lo deshacéis. Mirad el efecto que tenéis sobre él. Él mismo lo ha dicho: lo estáis matando. Fuera de aquí.
Estaba gritando y temblaba de furia.
Anselmo se puso en pie y Lucie sintió asco al ver su rostro ceniciento y descarnado, como el de un cadáver reseco.
—Nicholas no estaría en el estado en que está si no fuera por ti —siseó él.
—¿Qué queréis decir? ¿Qué sabéis de esto?
—¡Anselmo, por favor! —gritó Nicholas—. ¡Déjanos!
Anselmo se volvió hacia Nicholas.
—¿Es eso lo que quieres? ¿Quieres que te deje con ella?
—Sí.
—Entonces eres un imbécil. Te dejaré en manos de tu perdición. —Anselmo pasó junto a Lucie sin mirarla, pero en el umbral se volvió y clavó en ella sus ojos hundidos—. Me voy porque me lo pide él, no tú.
Lucie quedó trémula e inmóvil hasta que oyó el golpe de la puerta de calle. Se sentó entonces en la cama junto a Nicholas, que había dejado caer la cabeza, con los ojos cerrados, y aferraba y soltaba el borde del cobertor con las manos crispadas. Ella humedeció un trapo en el cuenco de agua perfumada y le refrescó la cara, el cuello y las manos, que apartó del cobertor.
—Eres demasiado buena conmigo —murmuró Nicholas abriendo los ojos.
—¿Qué es todo esto, Nicholas? No puedes seguir esperando que crea que recibes al arcediano como un amigo. Le decías que te había condenado. ¿Qué es lo que sucede, Nicholas? ¿Qué hay entre vosotros?
Nicholas sacudió la cabeza.
—Perdóname.
—¿Por qué? ¿Qué has hecho?
—Te odia —susurró él, cerrando los ojos—. Cuídate mucho de Anselmo.
—¿Por qué, Nicholas? Si debo cuidarme de él, debería saber por qué.
Pero él guardó silencio y se limitó a negar con la cabeza.