Un entierro, un interrogatorio, un lecho de enfermo, una confesión de amor, y ninguna respuesta. Owen no pudo menos de decirse que había fracasado en su nueva vida, una vida que había escogido por fácil. Como mercenario en Italia, habría tenido que aguzar su ingenio, pero también habría hecho uso de su cuerpo y de su preparación como soldado. Quizá fuera que aquella vida de espionaje lo volvía perezoso. Disgustado, pensó en subir con una jarra de cerveza a su cuarto y embotar sus pensamientos lo suficiente para dormir. Había perdido toda estima por sí mismo. Habría sido mucho mejor si hubiera sido realmente el aprendiz de los Wilton. Entonces se habría dedicado enteramente al trabajo, a su nueva profesión. Pero la idea de que su presencia allí era transitoria lo desalentaba. No le gustaba que Lucie Wilton se volviera dependiente de él, pues lo perdería muy pronto. No bien el arzobispo comprendiera que no estaba obteniendo nada de él, lo enviaría a otra parte, probablemente a una tarea de la que no volvería.
Con estos negros pensamientos volvía Owen a la taberna de York. Bess lo esperaba con las manos en las caderas, impaciente.
—Aquí estás, al fin.
—Espero no tener ningún visitante esta noche, Bess. No tengo fuerzas para hablar.
Ella lo miró de arriba abajo.
—Veo que has perdido ánimo. Pero vino el secretario del arzobispo a buscarte. Te quieren en la catedral.
—Es tarde.
—Dijo que fueras a cualquier hora.
Quizá fuera una buena señal. Quizás el arzobispo quisiera que abandonara la investigación y renunciaba a sus servicios. Entonces él podría instalarse como aprendiz de Lucie Wilton. Y cuando Nicholas muriera…
Jehannes le abrió la puerta. Al ver al arzobispo sentado en un sillón junto al fuego, Owen se dijo que no podía imaginárselo dudando de nada. Su vida estaba bien dispuesta, sus objetivos eran claros. Hombres como él, bien situados socialmente, no veían sus vidas cercenadas trozo por trozo: un miembro, un ojo, una herida en el estómago que les impidiera comer adecuadamente. Sólo si eran temerarios se exponían a situaciones peligrosas. Podían asesinarlos, pero sus atacantes debían asegurarse de tener éxito. La muerte era un final limpio. Por supuesto que Thoresby estaba cómodo. Nunca estaría allí como él, preguntándose si su destino había sido decidido, y qué sería de él de ahora en adelante.
—Bien, Owen Archer. Considero que ha llegado el momento de examinar tus progresos.
Desde luego, no le hacía ninguna advertencia. Le daba la cuerda para que se ahorcara él mismo y luego le pedía un informe de improviso. Por capricho, sin duda. Aun así, tal vez podía ser un paso hacia su libertad.
—Ilustrísima, confieso que nó tengo respuestas sobre cómo murió Fitzwilliam. Sólo nuevas preguntas.
Thoresby le indicó a Owen que se sentara frente a él, con su ojo bueno del lado opuesto al fuego. Al menos había tenido esa consideración. O bien Jehannes lo había dispuesto así.
El secretario le alcanzó un vaso de vino. Owen lo levantó hacia Thoresby y bebió.
—Lo necesitaba, Ilustrísima. He pasado un día muy desagradable. Empezó con un entierro y terminó en el lecho de mi amo moribundo.
Vació el vaso con gusto.
Thoresby sonrió, pero no era una sonrisa tan amistosa como habría querido ver Owen. Thoresby debía de sospechar alguna cosa de él, debía de haber oído algo que no le gustaba. No era momento de evasivas.
—¿Dices que tienes nuevas preguntas?
La voz era suave, peligrosa.
Owen dejó el vaso ante sí y se sentó erguido.
—Para ser breve, he perdido al hombre que me estaba ayudando en la investigación: Digby, el emplazador. Se ahogó. No por accidente, pienso.
Las cejas se arquearon, pero el gesto no engañaba a Owen: los ojos del arzobispo no expresaban sorpresa.
—¿Por qué el emplazador? —preguntó Thoresby—. ¿Por qué confiar en el hombre menos fiable de York?
—Me ofreció sus servicios a cambio de información. No tenía motivo para desconfiar de él.
—El hecho de que fuera un emplazador sería motivo suficiente para la mayoría.
—Soy galés. Voy contra la corriente por naturaleza —repuso Owen sonriente.
Thoresby le devolvió el fantasma de una sonrisa.
—Esa información que le diste a Digby, ¿le resultó útil?
La pregunta anunciaba problemas.
—Yo no lo pondría en esos términos, Ilustrísima. Él también estaba interesado en las muertes de la abadía, y quería ayudar. Yo simplemente le informé de la identidad del primer hombre, y él pudo decirme por qué había venido a York.
—¿Y eso te fue útil?
—Pienso que lo será. —Owen Archer volvió a coger el vaso, que Jehannes había vuelto a llenar, y bebió un trago de vino, tratando de pensar cómo modificar la historia para proteger a Lucie Wilton. Pero la expresión de Thoresby lo impulsó a decir la verdad—. Digby estaba en la abadía la noche en que murió Montaigne.
Ahora los ojos manifestaban sorpresa.
—Encontró a Nicholas Wilton desmayado fuera de la enfermería. Wilton había entregado un medicamento para Montaigne… Habría sido útil que Su Ilustrísima me hubiera hablado de la relación de Montaigne con la difunta lady D’Arby.
Thoresby miró a Owen fríamente.
—No pensé que fuera importante en la investigación de la muerte de Fitzwilliam.
—Digby creía que era importante. Pensaba que todo estaba relacionado. Sólo que no sabía cómo.
—Es curioso que Digby se interesara en el asunto.
—Digby era un hombre curioso —respondió Owen.
—Si te contó tanto, lo más probable es que te dijera por qué —dijo Thoresby—. Al parecer confiaba en ti.
Los ojos del arzobispo recorrían la cara de Owen como si la verdad que éste trataba de ocultar estuviera escrita en ella.
«Cuánta frialdad —pensó Owen—. Qué seguro se siente en su mundo.»
—No sé si lo encontraréis verosímil —repuso.
—Prueba.
Owen aspiró una bocanada de aire antes de hablar.
—Digby sospechaba que el arcediano Anselmo protegía a Nicholas Wilton. Le preocupaba que el arcediano pudiera estar implicado en un crimen.
Thoresby cerró los ojos. Cuando los abrió, no miró a Owen, sino al fuego, con el entrecejo fruncido.
—Otra vez esa relación. Pero ¿qué había hecho Wilton para que Anselmo tuviera que protegerlo?
Owen habría deseado poder ponerse en pie y pasearse, consciente de que estaba en terreno peligroso. Era obvio que el arzobispo sabía de la intimidad entre Anselmo y Nicholas, y no tenía idea de qué más podía saber. Tal vez lo supiera todo ya. Le habría gustado que fuera un duelo con espadas, o mejor aún: una lucha cuerpo a cuerpo. No sabía dónde se encontraba.
—¿Qué había hecho Wilton, Archer? —volvió a preguntar Thoresby sin alzar la voz.
—Digby pensaba que había envenenado a Geoffrey Montaigne, el amante de la madre de su esposa.
El arzobispo contempló el fuego un momento; después suspiró y dejó su copa en la mesa.
—Entonces pensaba, y presumiblemente tú también, que Wilton envenenó a Montaigne por su esposa, que quería vengar el honor de la familia, y que ahora la culpa lo estaba matando.
—Dudo que la señora Wilton sepa la identidad del peregrino.
Thoresby lo observó con atención.
—¿Te sientes atraído por la señora Wilton?
Owen sintió que el estómago se le encogía. Se sentía como un gato arrinconado, incapaz de interpretar a aquel hombre proveniente de otro mundo, un hombre que tenía completo control de su propio destino.
—Es mi patrona, Ilustrísima.
—Lo es. Pero también es hermosa, y próximamente será viuda.
—Dudáis de mi juicio. Pero escuchad: hay un detalle importante sobre vuestro arcediano. Aunque en una época fueron íntimos, Anselmo no había hablado con Nicholas Wilton durante años. La mañana después de que Nicholas cayera enfermo, el arcediano fue a verlo lleno de preocupación. Ahora lo visita regularmente, aun cuando sus visitas turban a Nicholas, tanto que hoy casi lo mata.
Thoresby asimiló en silencio la información.
—Todo muy misterioso, Owen Archer —dijo después de una pausa—, pero te empleé para investigar la muerte de mi pupilo Fitzwilliam.
—Las dos muertes están relacionadas, Ilustrísima. Estoy seguro de eso. Y pienso que la muerte de Fitzwilliam fue el accidente, no la de Montaigne.
—¿Un veneno preparado para Montaigne, y dado por accidente a Fitzwilliam?
Owen asintió.
—¿Y Digby lo sospechaba?
—Y ahora está muerto.
—Nicholas Wilton difícilmente podría haber matado a Digby —objetó el arzobispo.
—Quizá lo hiciera el arcediano.
Thoresby consideró a Owen con expresión grave.
—¿Es lo que crees? —preguntó al fin.
—Coincide con las sospechas de Digby. Y con un torpe intento del arcediano de librarse de mí.
—¿Sí?
Le contó la pretensión de Anselmo de haberle conseguido, en menos de un día, un puesto de aprendiz en Durham.
—Creo que esperaba que no volviera.
—Interesante. ¿Qué sabes de Anselmo?
—Muy poco. ¿Por qué habría de saber?
Thoresby sonrió ante la pregunta.
—Eres un galés audaz. El viejo duque sabía elegir bien a sus hombres.
Le hizo una señal a Jehannes, que llenó su copa y la de Owen. La cadena de oro del lord canciller brillaba a la luz del fuego mientras Thoresby jugueteaba con ella, sumido en sus reflexiones.
—¿Conoces los deberes de un arcediano, Owen? —preguntó al cabo.
—Tengo entendido que son principalmente fiscales.
Thoresby asintió.
—Como arcediano de York, Anselmo debe reunir dinero para la construcción de la catedral. Habrás visto que no está terminada. Esta expresión de la devoción de York al Señor… y al rey, es un proceso largo y costoso. La capilla Hatfield es cara al corazón del rey. —Bebió un trago y continuó—: De ahí la paradoja de su posición. El arcediano debe ser un clérigo, y a la vez un hombre mundano; es decir, no puede ser la virtud personificada en una sotana.
Owen asintió, pero se preguntaba adonde quería llegar Thoresby.
El arzobispo soltó una risita.
—Tu único ojo es muy expresivo. Piensas que divago, que tal vez he bebido demasiado vino —dijo, dejando la copa en la mesa—. Te equivocarías al pensar eso, amigo mío. Juan Thoresby nunca divaga.
—No cometería el error de pensarlo, Ilustrísima.
—Elegí a Anselmo, y se ha probado que fue una sabia elección, porque no manifestaba mucha piedad. Era un buen estudioso, un orador persuasivo, con un aire solemne… esa cara arrugada, esa rigidez…, pero inepto para la vida en una abadía. Tiene debilidad por los hombres jóvenes.
—Había oído que Nicholas y él fueron buenos amigos en la escuela de la abadía.
Thoresby sonrió.
—Ahora ves a Nicholas al final de su vida, en su lecho de muerte. Pero fue un joven apuesto y delicado, con espléndidos ojos azules. Y sabía escuchar. —Sacudió la cabeza—. Anselmo quedó hechizado. Al fin hubo un escándalo. No porque se descubriera juntos en la cama a dos chicos, eso es algo corriente en escuelas de abadías; vos debéis de haberlo observado en el ejército. Pero Anselmo era el novicio ejemplar del abad Gerard. Gerard estaba preparando a Anselmo para ocupar un alto puesto en la Iglesia. Se puso furioso. Y la ira le abrió los ojos. Vio los signos del carácter de Anselmo, comprendió que la culpa era toda de él, que el joven Nicholas sólo se había sentido halagado… y excitado, seguramente… por las atenciones de su compañero mayor. Y quizá reconfortado por poder compartir su cama con alguien. Anselmo recibió una dura reprimenda y se volvió algo parecido a un asceta. Pero Gerard sabía que era una máscara.
—¿Él os ofreció a Anselmo como arcediano para apartarlo de los novicios?
—Fue un ruego del propio Anselmo. Para ser apartado de la tentación.
—Admirable.
—Lo dices con ironía. Pero Anselmo es un hombre muy capaz. No he tenido motivos de queja, al menos hasta ahora. Tuvo la mala suerte de ser un hijo segundo, destinado a la Iglesia. En el estado laico, su naturaleza no habría importado. Oh, podría haberle resultado desagradable engendrar a sus hijos; pero, en tanto se ocupara de eso, en un lapso aceptable de años, habría tenido libertad de perseguir sus placeres donde los encontrara. Debemos compadecer a Anselmo. Él no eligió la Iglesia.
—Me es difícil compadecer a un hombre que trató de enviarme con engaños a un viaje peligroso y quizá fatal.
—Me resulta difícil creer que haya sido tan… torpe.
No que no pudiera hacerlo. Owen no respondió, y quedó en silencio, meditando. Al fin dijo:
—Entiendo que el arcediano nunca se libró de su pasión por Nicholas Wilton.
—Fueron grandes amigos. Creo que, por parte de Wilton, no más que eso. Pero terminó con la muerte de lady D’Arby.
Owen se irguió. Esto era más de lo que deseaba escuchar.
—¿Por qué?
Thoresby se encogió de hombros.
—No le gustó la amistad de Nicholas con lady D’Arby. Pero, por qué se pelearon después de que ella murió, no lo sé.
—Ojalá hubiera sabido todo esto cuando empecé.
—Jamás habría imaginado que mi pupilo hubiera sido envenenado por accidente. Tenía tantos enemigos…
Los dos hombres se miraron durante un momento.
—¿Tienes pruebas? —preguntó Thoresby.
—No exactamente. Tengo la palabra del hermano Wulfstan de que le dio a vuestro pupilo la medicina preparada para Montaigne. Después de la segunda muerte, y sólo entonces, Wulfstan probó la poción y descubrió el exceso de acónito. Suficiente para matar. Entonces cayó en la cuenta de que las dos muertes habían sido semejantes, con todos los síntomas que pueden esperarse del envenenamiento por acónito.
—¿Wulfstan está seguro de esto?
—Sí.
—¿Por qué no le habló a nadie de su descubrimiento?
—Era demasiado tarde para salvarlos.
—¿Dónde está la poción ahora?
—Quemada. Para que no pudiera hacer daño a nadie más.
—Precaución tardía —suspiró Thoresby—. ¿El hermano Wulfstan habló con Nicholas Wilton de su descubrimiento?
—El hombre está muriéndose, Ilustrísima.
—Así que no lo hizo. —Thoresby pareció irritado por este detalle—. ¿Le has dicho algo a Wilton?
—No. ¿Queréis seguir adelante con la investigación?
Thoresby se echó hacia atrás, mirando el techo con las manos entrelazadas y los labios apretados.
—Me es difícil aceptarlo, cuando estaba esperando un caso limpio de venganza, cuya víctima era mi pupilo. Lo que sin duda se me escapa es el motivo. Demasiado débil. No me parece lo bastante bueno, Owen Archer. Llevemos esto hasta el final, ¿eh?
Owen asintió, se puso en pie para marcharse y después vaciló, frunciendo el entrecejo.
—Tal vez sea necesario exhumar el cuerpo de Montaigne.
—¿Con qué fin?
—Para buscar restos de envenenamiento. Ya que Wulfstan destruyó la medicina.
—No me parece conveniente, Archer. No quiero causar más molestias a la abadía.
Retenía información, le ataba las manos… ¿Qué quería aquel hombre de él?
—Entonces, ¿qué sugiere Su Ilustrísima?
—Busca respuestas entre los vivos, Archer. Has descubierto un nudo muy complicado. Ahora tendrás que desatarlo.
* * * * *
Lucie estaba sentada junto a Nicholas, revisando mentalmente los datos nuevos que tenía. Si Nicholas no hubiera estado tan enfermo, ella habría mencionado el nombre de Geoffrey para ver su reacción. Pero el ataque de hoy lo había dejado muy debilitado. Y, si lo que ella sospechaba era cierto, si el envenenamiento de Geoffrey no había sido un accidente, podía matarlo el conocimiento de que ella lo supiera. Pero ¿qué podía haber llevado a Nicholas a matar?
Estaba asustada.
Mujeres demoníacas. ¿Ella y quién más? ¿Su madre? ¿Qué podía tener contra ellas el arcediano? ¿De qué vileza las acusaba?
De pronto lo comprendió. Su madre había pecado con Geoffrey y ella lo había hecho con Owen, tal como la había acusado hoy mismo. Aunque no era cierto.
¿Y por qué habría atacado Geoffrey a Nicholas?
Debía saber más. Geoffrey Montaigne, su madre, Nicholas, el arcediano Anselmo, Potter Digby… ¿Qué los relacionaba? ¿Quién podía saberlo? Debía de ser algo que se remontara a la época de su madre.
Su tía Phillippa, por supuesto. Mandaría a buscarla por la mañana. Diría que Nicholas se estaba muriendo y que necesitaba el apoyo de su tía. Y era realmente cierto que lo necesitaba. La casa sería un lugar mucho más seguro con la tía Phillippa allí.