Capítulo 16

Raíz de mandrágora

El viento arrastraba el olor del río. Owen caminaba arrastrando los pies sobre la nieve y el hielo, con el corazón oprimido por la congoja. Wulfstan había querido proteger a Lucie Wilton. Él quería proteger a Lucie Wilton. Y Nicholas también, casi con seguridad, había querido protegerla; después de todo, era su esposa. Todos querían proteger a la dulce y amable Lucie. Pero ¿y si detrás de aquella fachada ella se reía de todos y usaba su poder sobre ellos como una protección? ¿Habría oído los datos que revelaban la identidad del peregrino y había llevado a cabo su venganza? Ésa era la pregunta que pesaba sobre el corazón de Owen. ¿Habría sido ella quien había preparado la poción y se la había dado a Nicholas para que la entregara?

Lucie estaba con un cliente cuando Owen llegó a la tienda. La saludó y fue a la cocina. La sirvienta frotaba las piedras de la chimenea bajo la mirada crítica de Bess Merchet.

—Dile buenos días a Owen, Tildy.

La chica tenía ojos enormes en una cara pálida y delgada, y era bonita salvo por una marca de nacimiento, de color rojo vino, en la mejilla izquierda. Hizo ademán de ponerse en pie.

—No es necesario tanto —la disuadió Bess—. Sólo dile hola.

—Buenos días, maestro Owen —dijo la muchacha con un susurro trémulo.

—No es «maestro», Tildy. Es un aprendiz.

Owen sonrió.

—Buenos días, Tildy. Veo que estás ocupada. Trataré de no molestar.

Tildy sonrió agradecida y Bess resopló. La chica contrajo los hombros, esperando un golpe. Al no sentirlo, siguió con su trabajo, frotando con suficiente energía como para disolver la piedra.

—Quizá debería ir a ver cómo está el maestro —sugirió Owen.

Bess, que protestaba por las salpicaduras que recibía, suspiró y negó con la cabeza.

—No es necesario. El arcediano está con él.

En aquel momento Lucie Wilton apareció en la puerta de la cocina.

—Vigila la tienda por mí, Owen. Tengo que ver a Nicholas.

Él pasó al local, feliz de escapar del ojo vigilante de Bess. Ahora que se había sincerado con los Merchet, le ponía nervioso su compañía, pues le preocupaba que a alguno de los dos se le escapara una palabra que revelara su objetivo. Y Bess tenía un modo incómodo de mirarlo, como si conociera sus pecados y los reprobara. Compadecía a Tildy.

* * * * *

Asustada pero decidida, Lucie subió de puntillas la escalera, se apartó la toca y pegó la oreja a la puerta.

—Era un moribundo, Nicholas.

—Montaigne, y ahora Digby. Oh, Anselmo, ¿dónde terminará esto?

—La preocupación no te hará ningún bien, Nicholas. Olvídalos.

—No tengo tu frialdad.

—¿Tan corta es tu memoria? Geoffrey Montaigne te atacó una vez y te dio por muerto.

—Cuando me vio aquella noche… ¡Oh, Anselmo, aún recuerdo su cara!

Lucie ahogó una exclamación: Geoffrey Montaigne, el caballero de su madre. Se dejó caer en el escalón superior, sin fuerzas. ¿Geoffrey Montaigne y Nicholas? ¿Qué había entre ellos, por todos los santos? ¿Y por qué mencionar a Geoffrey ahora? Había desaparecido tras la muerte de su madre.

Volvió a apoyarse contra la puerta y percibió sollozos. Debía de ser Nicholas, porque no podía imaginarse a Anselmo llorando. Aquel monstruo contrarrestaría todos los cuidados que ella brindaba a su marido. Anselmo estaba murmurando algo.

—Yo… No. Estoy bien —decía Nicholas—. Es sólo que debo… Hay cosas que debo decir.

«Montaigne y ahora Digby», repitió para sí Lucie. ¿Qué relación había? Lucie se esforzó por entender. «Geoffrey Montaigne una vez te atacó y te dio por muerto.» Wulfstan había dicho a Nicholas que el peregrino no podía creer que él fuera maestro boticario porque pensaba que Nicholas estaba muerto. Y el peregrino había combatido en Francia con el padre de ella. Entonces estaba claro: el peregrino era Geoffrey Montaigne. ¡Santo Dios del cielo! ¿Qué significaba aquello? ¿Por qué se habían peleado Nicholas y él? ¿Por qué no lo sabía ella?

—No debes hacerle daño a ella, Anselmo.

—No hablamos de ella.

—Anselmo, me lo prometiste.

—Te han destruido, Nicholas. Primero su madre, ahora ella. Dos mujeres demoníacas.

Lucie se quedó atónita ante el veneno que rezumaba la voz del arcediano.

—Lucie es una buena mujer.

—Te ha cegado. Y ahora está ahí abajo con su amante tuerto, esperando tu muerte.

Monstruo. Lucie habría querido saltar sobre él y arrancarle los ojos. «No, Nicholas —rogó—. No lo escuches.»

—Eres tú el ciego, Anselmo.

La voz de Nicholas sonaba muy débil y Lucie se sintió tentada de ir a socorrerlo. Pero si Anselmo sospechaba que había estado escuchando… ¡Cielo santo, hablaba con tanto odio! Sintió como si él pudiera ver a través de la puerta y seguirla con los ojos, aquellos ojos fríos e inhumanos. Bajó corriendo a la cocina.

Tildy alzó la vista hacia Lucie, que se apoyaba en el marco de la puerta, sin aliento.

—¡Señora Wilton!

—Lucie, ¿qué pasa?

Bess se apresuró a ir a su lado.

Ella negó con la cabeza.

—Nada. Estaba… —Respiró hondo para calmarse y agregó—: Debo volver al trabajo.

—Tonterías. Mira cómo estás.

—No es nada. Por favor, Bess —dijo Lucie, y se coló por la puerta de la tienda.

Owen también se sorprendió al verla. Tenía la toca torcida, dejando escapar unos mechones de cabello que se pegaban a las mejillas sudorosas.

—No había por qué apresurarse —dijo.

—Quiero bajar unos frascos del estante alto —contestó ella—. Será más fácil si te los alcanzo.

Owen advirtió que estaba sin aliento. Quizá deberíais sentaros un momento.

Para su sorpresa, Lucie se dejó caer sobre el banco que había detrás del mostrador. Bajo los ojos había sombras oscuras y Owen se preguntó si sería culpa o simple preocupación por la enfermedad de Nicholas. Confiaba en que fuera preocupación y exceso de trabajo. Ella se frotaba un codo como si estuviera cansada hasta los huesos.

—¿Queréis algo? —preguntó Owen.

Lucie rehusó su ofrecimiento con un gesto.

—Ayúdame con los frascos, nada más.

—Yo subiré —se ofreció él.

Lucie suspiró.

—Si vamos a trabajar juntos, debes dejar de discutir mis órdenes y limitarte a aceptarlas —contestó, al tiempo que se acomodaba el cabello y ponía en su lugar la toca—. ¿Podrás hacerlo?

—Pensé…

—Sé lo que pensaste —lo interrumpió poniéndose en pie—. Una mujer no debería subir escaleras o levantar frascos pesados. Si vieras a una mujer limpiando una casa, verías que eso no es más que una tontería.

Owen advirtió su irritación y pensó que quizá Bess no le había dicho por qué había llegado tarde.

—Fui al funeral de Digby.

—Tienes derecho —repuso Lucie, con un gesto de asentimiento, y tras una ligera pausa añadió—: Bess me contó lo de tu accidente de anoche, al tirar una vela.

—Por ese motivo dejé el ejército.

Ella negó con la cabeza.

—Te he observado. Tu único ojo no te vuelve torpe. ¿Fue por Digby? ¿Su muerte te trastornó?

Sus ojos eran tan claros, tan sinceros… No podía mentirle.

—La muerte en tiempos de paz es distinta de la muerte en la guerra. Cuando muchos mueren cada día, el corazón se endurece. Pero Digby no esperaba morir.

Ella lo miró, intentando asimilar la respuesta. «Montaigne y ahora Digby», recordó. Sacudió la cabeza para no pensar en aquello.

—Vuelves a sorprenderme, Owen Archer. Quizás un hombre pueda cambiar su naturaleza. Me gustaría poder creer que es así.

—¿Cuál era mi naturaleza antes?

—La de un soldado.

—¿Y cómo es la naturaleza de un soldado? ¿Creéis que lo fui por gusto? ¿Que me gustaba matar? ¿Que quería matar y recibir la muerte por mi rey? No lo elegí. Me eligieron los hombres del rey por mi habilidad con el arco.

—Y cuando desarrollabas esa habilidad, ¿no pensaste adonde te llevaría?

—No. Era un juego, como cualquier otro que juega un chico. Era bueno en ese juego, por eso se volvió mi favorito. Y así continué mejorando.

—Hay trabajo que hacer —dijo ella, volviéndose bruscamente.

—¿Por qué sois así conmigo? ¿Por qué no puedo hacer nada por complaceros?

—No estás aquí para complacerme.

—Por supuesto que sí. Soy vuestro aprendiz. Vuestra opinión lo es todo para mí.

«Todo para mí.» Las palabras quedaron resonando entre ellos. Lucie lo miró, sorprendida. Él habría querido cogerla por los hombros y sacudirla para quitarle su obstinación. «Eres todo para mí.»

Ella apartó la vista de él y se quitó una mota de polvo del delantal.

—Mi aprobación por tu trabajo es todo lo que necesitas. Vamos a hacer eso, de una vez por todas.

Owen se rindió y la siguió hasta la escalera de mano. Aguardó al pie sin decir una palabra, pese a que el peso de los frascos de arcilla le hacía temer por el equilibrio de la mujer. En una ocasión ella trastabilló y él la cogió por la cintura, una cintura muy esbelta. La oyó contener el aliento. Lucie clavó en él una extraña mirada asustada durante apenas un segundo y siguió con su trabajo.

Cuando volvió al suelo, le dijo:

—Una vez más debo darte las gracias por impedir que cayera. Me habría lastimado.

Él se limitó a asentir, temiendo decir algo inconveniente.

—Nicholas quiere verte después de su almuerzo. Tiene algunos libros que quiere que estudies.

—Lo haré con gusto. Entiendo que el arcediano está con él ahora.

Lucie no dijo nada; medía porciones de manzanilla sobre un trozo de pergamino. Owen notó la fuerza con que apretaba los labios y el ligero temblor de su mano.

—¿Sus visitas os molestan? —preguntó Owen.

—Agitan a Nicholas. No pueden ser buenas para él. —Le tendió el frasco de manzanilla—. Puedes devolver éste a su sitio.

Mientras Owen estaba en lo alto de la escalera, entró un muchacho en la tienda. Era el caballerizo de la posada de la Calle Grande. Un caballo se había herido y había quedado inutilizado.

Lucie hizo preguntas, que el muchacho respondió cuidadosamente. Owen sabía de caballos. Y el tratamiento que recomendó Lucie era exactamente el que él habría indicado.

La vio preparar la mezcla, hábil y segura de sí misma. Dada su habilidad, podría haber preparado un veneno con tanta eficacia como su marido. Pero ¿habría tenido el valor?

—No es para preocuparse, Jenkins —tranquilizó Lucie al chico, que se paseaba por la tienda, impaciente—. Este ungüento lo mantendrá en pie.

Tapó el frasco, lo depositó en el mostrador y extendió la mano para recibir el pago. El muchacho contó las monedas y pareció aliviado cuando ella lo corrigió y le impidió que pagara de más.

—Muy agradecido, señora Wilton.

Se ruborizó ante la sonrisa de la mujer y Owen comprendió cómo se sentía.

—No pierdas la esperanza con ese animal, Jenkins —dijo Lucie tendiéndole el frasco—. Con esto se curara.

El chico parecía dudarlo.

—No todos los caballos heridos deben ser sacrificados. Sólo dale tiempo. —Lucie se inclinó y dio una palmada en el frasco que él tenía apretado contra su manchada camisa—. Es la mezcla especial de mi marido.

—Dicen que está mal.

—Lo está, Jenkins. Pero sus medicamentos siguen siendo tan buenos como siempre.

El chico saludó con la cabeza y salió a toda prisa.

—Notarás que insistí en el pago antes de darle el ungüento —dijo Lucie—. A Jack Cobb hay que exigirle el pago en el momento. La mayoría de la gente de la ciudad es de fiar, o bien merecen la caridad. Pero Jack Cobb demora el pago de sus deudas, con la esperanza de que sean olvidadas. Es un hombre rico y egoísta. Conmigo no lo conseguirá.

Una mujer de voluntad fuerte, se dijo Owen. Segura de su juicio. Si creía que un hombre merecía castigo por la muerte de su madre, ¿se pondría a trabajar con la misma eficacia para castigarlo?

—Recordaré lo de Jack Cobb. ¿Hay otros que no…?

Lucie se había vuelto súbitamente hacia la puerta de la cocina, en la que había aparecido el arcediano. Owen, que no había oído los pasos de Anselmo en la escalera, comprendió que Lucie debía de haber estado acechándolos. Lo que significaba que estaba más preocupada por la visita de lo que aparentaba.

—¿Cómo está? —preguntó Lucie.

—Está tan cansado, que pensé que era mejor irme —respondió Anselmo y, viendo a Owen en el rincón, añadió—. Buenos días a los dos.

Lucie se secó las manos en el delantal.

—Owen os acompañará a la puerta, arcediano —dijo, antes de salir a toda prisa.

Owen oyó sus pasos livianos en la escalera.

—Sé cómo salir —contestó Anselmo.

Y lo hizo.

Después de un almuerzo tímidamente servido por Tildy, que se sentó a comer con ellos, Lucie condujo a Owen al cuarto del enfermo. Nicholas estaba sentado, sostenido por varias almohadas, con algunos libros pequeños dispersos en la cama.

—Lucie está… complacida con vos. —Luchaba con las palabras, debía buscarlas, y las pronunciaba con tanto esfuerzo que quedaba cubierto de sudor después de cada frase—. Pero me temo que Anselmo tiene razón. No hacemos bien en teneros bajo contrato.

—¿Qué estás diciendo? —exclamó Lucie, arrodillándose al lado de Nicholas para secarle la cara con un pañuelo perfumado.

—Aprendiz de una aprendiza. —Nicholas sacudió la cabeza—. No es bueno para él.

Lucie se ruborizó.

—Tonterías. ¿Dónde más podría tener acceso a libros como los tuyos? Por no hablar del jardín. Es aprendiz del mejor boticario del norte.

Los ojos le brillaban de indignación.

—Lucie, amor mío… —Nicholas buscó su mano—. Hay un maestro en Durham que lo necesita.

Sintiéndose un intruso, Owen decidió recordarles su presencia.

—Yo he elegido mi puesto. Las cosas son como deben ser.

Nicholas volvió a negar con la cabeza.

—No es un buen puesto para él. Anselmo tiene razón.

Lucie cerró los ojos, desalentada por el aire sumiso de Nicholas.

—Querías darle a Owen algo que estudiar.

—Lucie…

Ella se inclinó hacia él.

—¿Debo recordarte el acuerdo que hicimos, Nicholas? Yo estoy a cargo de la tienda mientras tú no estés bien. Yo tomo las decisiones.

El boticario se miró las manos y sacudió la cabeza. «Como un niño —pensó Owen—. Un niño que se ha portado mal y está cumpliendo un castigo.»

—Bien.

Lucie se apartó y le indicó a Owen que se acercara.

Las manos del boticario temblaban mientras le enseñaba los libros a Owen, los pasajes que debía estudiar. Olía mal. No sólo a enfermedad, sino a miedo. Un olor que un soldado conocía bien.

—Deberíais hacer caso al arcediano —susurró Nicholas cuando Lucie salió del cuarto.

—Él no me quiere aquí, eso es evidente. —Owen miró al enfermo a los ojos, lagrimeantes y orlados de rojo. El miedo les añadía una intensidad turbadora—. ¿Por qué, maestro Nicholas? ¿Por qué quiere el arcediano que me vaya?

—Anselmo se ocupa de mi alma.

—No veo cómo podría yo poner en peligro vuestra alma.

Nicholas no dijo nada, y los ojos llorosos se posaron fugazmente aquí y allá, eludiendo el rostro atento de Owen.

—Soy exactamente lo que necesitáis aquí. Lo sabéis.

—Anselmo… piensa de otra forma.

—¿Por qué?

—Es egoísmo de mi parte usaros así.

—Tonterías. Vine por mi voluntad y estoy contento. Aquí es exactamente donde quiero estar.

Nicholas aspiró profundamente, con temblores, y cerró los ojos.

—Potter Digby… ¿Lo conocíais?

—Un poco —repuso Owen—. ¿Por qué?

—No debería haber muerto. Ninguno de ellos debería haber muerto.

—¿Ninguno de ellos? —¿Era una confesión por fin? Owen se acercó al enfermo y preguntó—: ¿Qué queréis decir?

Nicholas dilató los ojos.

—Yo… —Sacudió la cabeza y le brotaron lágrimas que corrieron por las arrebatadas mejillas—. Protegedla —susurró.

La cabeza cayó sobre la almohada. Luchaba por respirar y se llevaba las huesudas manos al cuello. Owen llamó a Lucie, que subió corriendo.

—¡Santa Madre de Dios!

Nicholas se retorcía en la cama, luchando por respirar. El cuarto olía a orina y sudor. Lucie se arrodilló y le cogió una de las manos crispadas.

—Nicholas, cariño, ¿qué necesitas? —Él gimió y se llevó la mano de Lucie al pecho—. ¿El pecho? ¿Ahí te duele?

Los ojos llorosos parpadearon.

—Respirar… Mandrágora… —susurró el enfermo.

Lucie retrocedió, asustada.

—¿Necesitas algo tan fuerte?

Nicholas aspiró con visible esfuerzo.

—Una pizca… en la leche. Ya sabes.

Lucie vaciló, pero, cuando él volvió a dejar caer la cabeza, se volvió hacia Owen.

—Vigílalo. Si pone los ojos en blanco, o empieza a atragantarse, llámame de inmediato.

Nicholas se calmó. Pero, cuando Owen ya creía que debía de encontrarse mucho mejor, lo vio echar la cabeza atrás y arquear todo el cuerpo en un paroxismo de dolor. Lucie, que volvía con el medicamento, acercó la mesita con la lámpara de alcohol.

—Mírame —le dijo a Owen con voz tensa— y comprueba que haga exactamente lo que digo.

Owen observó. Lucie tomó un diminuto cuenco de plata, más pequeño que un dedal.

—Raíz de mandrágora en polvo, esta medida nada más. —Le temblaban las manos cuando introdujo el minúsculo cuenco en una pesada vasija de barro en la que se veía pintada una raíz en forma de hombre. Owen le ayudó a sostenerla. Lucie arrojó el contenido del dedal en un cuenco más grande—. Leche de amapola en polvo, esta cantidad. —Tomó una medida algo mayor y Owen le inclinó el segundo recipiente, en el que había pintada una flor con pétalos de pliegues delicados—. Agua hirviendo hasta dos dedos por debajo del borde —dijo, con voz tranquila ahora, y echó el agua—. Mezclar todo bien sobre la llama, después enfriar, siempre mezclando, hasta que pueda apoyar la mano contra el cuenco durante tres respiraciones. No debe quemar la garganta del paciente.

—¿Puedo mezclarlo por vos? Estoy seguro de que el maestro Nicholas preferirá que le sostengáis la mano.

Lucie asintió y cambió de lugar con Owen. Con su delantal secó el sudor de la cara de Nicholas, mientras le hablaba para tranquilizarlo.

—Tranquilo, Nicholas, pronto dormirás sin dolor.

Owen agitó el líquido y siguió las instrucciones bajo el ojo vigilante de Lucie. Cuando ella lo vio apoyar la mano contra el cuenco durante tres inhalaciones de aire, asintió y él se lo alcanzó. Sostuvo entonces la cabeza de Nicholas, que tosía, escupía flemas y trataba de recuperar el aliento. Cuando se tranquilizó, Lucie le ayudó a beber. En unos pocos minutos cesaron los gemidos.

—Bendita seas —dijo Nicholas.

El esfuerzo de hablar le provocó un nuevo acceso de tos, y se estremeció de dolor.

—No hables más, Nicholas, mi amor. Duerme.

Owen lo recostó.

—¿Necesitáis un sacerdote? —preguntó en aquel momento el arcediano desde la puerta.

—¡Anselmo! —gritó Nicholas, y se llevó las dos manos al corazón.

En dos zancadas Owen estaba en la puerta.

Lucie cayó de rodillas junto a Nicholas, que tenía los ojos dilatados por el terror.

—No fui yo quien lo llamó, Nicholas.

Se abrazó a él, tratando de calmarlo.

—Mi maestro necesita descanso, arcediano —dijo Owen, empujando a Anselmo hacia la escalera—. Vuestras plegarias son apreciadas, pero será mejor que las digáis en otra parte.

Cerró la puerta con firmeza detrás de él.

—Anselmo está loco, Lucie —susurró Nicholas, apretándole la mano—. No te acerques a él.

—No lo haré, mi amor. Ahora descansa. Debes descansar. —Lucie le secó la frente y vio con alivio cómo la leche de amapola lo tranquilizaba—. Y no dejaré que se acerque más a ti. Te está matando.

En la escalera, el arcediano exigía saber qué había ocurrído. Owen lo condujo a la tienda sin pronunciar una sola palabra. Una vez allí, y con voz que esperaba que fuera controlada y neutra, dijo:

—Nicholas Wilton está sufriendo grandes dolores. Vuestras visitas no lo calman. Debéis dejarlo descansar.

Anselmo fulminó a Owen con la mirada.

—Os excedéis en vuestras funciones, Owen Archer. No sois el señor de la casa.

—Si sois su amigo, dejadlo en paz. Tuvo un ataque y pidió mandrágora para aliviar el dolor. Ahora debe dormir.

La expresión del rostro del arcediano cambió manifiestamente, y los ojos se llenaron de sincera preocupación. «Entonces era cierto que se preocupaba por Nicholas», se dijo Owen.

—Mandragora… Eso significa que ha empeorado.

—Así me parece.

—No lo sabía. Por supuesto que me iré y lo dejaré descansar. Debe ponerse bien. Debéis hacer todo lo posible para que mejore. —Se detuvo, con la mano en la puerta—. No me gusta confiarlo a vos, Archer. Un emplazador se mantiene apartado de la gente. Debe hacerlo, para que su juicio sea imparcial. Hacerse amigo de un emplazador es propio de quien quiere comprar sus favores.

—¿Sospecháis de mí? —inquirió Owen.

—Os lo advierto, nada más.

—No podrá hacerme ningún favor ya.

—Dios se apiade de su alma —dijo Anselmo.

—Manifestáis un interés inusual en mi persona.

—Sois aprendiz de mi amigo. No quiero que traigáis el deshonor a esta casa.

—No lo haré —afirmó Owen.

—Aseguraos de que así sea —dijo el arcediano antes de marcharse.

Owen sabía que Anselmo no había dicho lo que tenía en la mente, pero era evidente que estaba preocupado por Nicholas. Preocupado y furioso.

* * * * *

Después de la cena, Owen se puso a hojear los libros de Nicholas. Lucie remendaba, y Tildy limpiaba habas. Lucie hablaba en voz baja con Tildy sobre el trabajo del día siguiente.

De vez en cuando Lucie alzaba la vista con nerviosismo, como si sus ojos pudieran ver la habitación del enfermo a través del techo. Owen no pudo evitar preguntarse qué podía ofrecerle aquel hombre viejo y moribundo. Ni siquiera era capaz de darle un hijo. ¿Qué impulsaba a la hermosa Lucie a ser tan leal con Nicholas Wilton? ¿Acaso era porque él había matado por ella?

¿O porque había entregado el veneno por ella? Pero, si él sólo era el mensajero inocente, ¿qué había causado su colapso? ¿Algún veneno de acción retardada?

Donde había habido un envenenamiento podía haber dos. Uno destinado a matar, el otro a silenciar. ¿Lucie habría envenenado a Nicholas para hacerlo callar?

Alzó la vista del libro que fingía leer. Lucie escuchaba a Tildy repetir los ingredientes de la sopa del día siguiente.

—… cuando la cebada hierva, ese trozo de puerco de ayer, mostaza, sal, hinojo…

—Hinojo no, Tildy. Apio —la corrigió Lucie con voz suave. Metió un mechón rebelde dentro del pañuelo de Tildy y la chica sonrió. Lucie le acarició la mano—. Eres una buena chica, Tildy. Y una gran ayuda para mí.

Una mujer así no podía hacer daño a su marido, o matar al amante de su madre. ¿Cómo podía habérsele ocurrido? Oyó a Lucie indicar a Tildy qué marmita usar, dónde se guardaban las especias y cómo interpretar las etiquetas. Era paciente y meticulosa con la chica, lo mismo que con él.

Trató de imaginarla, con su estilo paciente y meticuloso, decidiendo qué veneno usar y planificando cómo administrarlo; pensando en su hermosa madre, en el niño que la había matado y en cómo ella había sido enviada al convento. Había oído que el hombre estaba de regreso, que se estaba muriendo en la abadía y le pedían a Nicholas una medicina para salvarle la vida. Se ofrecería dulcemente a prepararla. O a envolverla mientras Nicholas se ponía el abrigo para ir a entregarla. Una pequeña cantidad extra de acónito, y ya estaba lista. ¿Quién lo iba a notar?

Un envenenamiento para matar, el otro para hacer callar. Fitzwilliam había sido un accidente. Y después, cuando el hermano Wulfstan descubrió el hecho, ella accedió a quemar el resto del veneno y a mantener silencio. Todo muy bien calculado.

¿Podía haberle hecho eso a Nicholas? ¿Era ése el motivo por el que era tan solícita con él? ¿Por culpa?

—Buenas noches, Owen —decía Tildy, de pie junto a él con la vela.

Lo sorprendió su cercanía y confió en haber tenido la cabeza inclinada sobre los libros.

—Buenas noches, Tildy.

Cuando la chica se fue, Lucie dijo:

—Algo te molesta.

—Es que hay tanto que aprender… —repuso Owen, burlándose de sí mismo interiormente por haberse creído muy discreto—. Espero no equivocarme al pensar que puedo empezar en este oficio, tan tarde en la vida. No soy un niño. No tengo la edad habitual de un aprendiz.

—Lo estás haciendo bien. No tienes por qué preocuparte.

Deseó que no fuera tan amable con él, pues era consciente de que debía aprovechar la oportunidad de estar a solas para averiguar qué sabía o qué estaba dispuesta a admitir. Tenía que abordar el tema con mucho tacto.

—Es muy diferente aquí que en el campamento. Hay muchas cosas que no había visto nunca: enfermedades infantiles, embarazadas, ancianos… Lo que yo conocía era principalmente heridas y fiebre de campamento.

La mujer no reaccionó como él habría esperado, relajada y dispuesta a la charla profesional. Por el contrario, se ruborizó.

—Espero que no encuentres tedioso el trabajo en la tienda.

¡Santo Dios! No podía ni siquiera mantener una charla corriente con ella.

—En absoluto. He aprendido mucho. El maestro Nicholas tiene una mente única. Dicen que tiene un medicamento excélente para la fiebre de campamento. Nosotros experimentamos con muchas mezclas. ¿Qué es lo que usa él?

Ella trataba de desatar un nudo en el hilo con el que cosía, y soltó una maldición cuando se rompió.

—No estamos en un campamento —contestó con suma brusquedad.

—Pero seguramente hay hombres en York que contrajeron la fiebre en su vida de soldados. Es la maldición de ese trabajo.

—Nicholas no ha hablado del tema conmigo —respondió Lucie con un tono que dejaba entender que daba por cerrado el asunto.

Owen no insistió, contentándose por el momento con saber que a ella le molestaba la cuestión. Volvió a la lectura y al cabo de un rato notó que Lucie contemplaba el fuego y tenía la costura olvidada en el regazo. La luz del fuego hacía brillar las lágrimas que corrían por sus mejillas.

Owen cerró el libro y fue hacia ella.

—¿Qué sucede? ¿Os puedo ayudar?

Ella negó con la cabeza. Los hombros le temblaban mientras trataba de controlarse.

Cuando pareció más calmada, Owen le preguntó:

—¿Fue inusual que el maestro Nicholas pidiera mandrágora?

—Sólo receta raíz de mandrágora cuando el dolor justifica el peligro de una sobredosis. Está sufriendo grandes dolores —explicó, secándose los ojos—. Gracias por tu ayuda esta tarde.

—Me alegró poder hacer algo por vos.

—Su estado me asustó. Todo lo que podía pensar era que podía morir. Una pequeña equivocación en la medida de mandrágora… —Se miró las manos y añadió con un hilo de voz—: Ése es nuestro trabajo: tenemos el poder de la vida y la muerte.

—Mejor que un soldado, que tiene sólo el poder de la muerte.

—No —dijo ella, apoyando una mano sobre la de Owen—. No, escúchame. Nunca debes olvidar ese aspecto de lo que hacemos. Podemos matar tan fácilmente como curar.

Lo miraba a los ojos y Owen se preguntó qué era lo que quería decirle.

—Pero la medida de mandrágora que le disteis al maestro era inofensiva.

—Sí, por supuesto. —Le apretó la mano y después retiró la suya, ruborizada—. Hoy no soy yo misma.

—Esto debe de ser muy difícil para vos.

—Creo que sería mejor que te marcharas ya —repuso ella.

—Lo que queráis.

—Querría que nada de esto hubiera sucedido. Querría…

Su voz se quebró. Inclinó la cabeza y se secó los ojos con el borde del delantal.

Owen le tomó las manos frías y las besó.

—Owen…

Lo miraba con dulzura, sin sombra de enfado.

La cogió con suavidad por los hombros, la atrajo hacia sí y la besó. Sus labios eran cálidos y ella le respondió con un beso ardiente, apasionado. Después lo apartó y se miró las manos, ruborizada.

—Sabed esto, Lucie Wilton, recordadlo siempre —susurró Owen, que no confiaba en su voz—: haré cualquier cosa por ayudaros. No podría actuar de otra manera. No os pediré nada. Pero, si tenéis necesidad de mí, haré lo que me pidáis.

—No deberías decir esas cosas. —Seguía sin mirarlo—. No nos conoces.

—No puedo impedir lo que siento.

—Debes irte ahora.

Owen volvió a besarle las manos y salió precipitadamente a la niebla. Se sentía un tonto, irritado consigo mismo, pero aun así aliviado. Ella no había apartado las manos, no estaba enfadada. Lo había besado con las mismas ansias que sentía él. Lucie Wilton no lo encontraba repulsivo, pese a ser tuerto y a estar empezando de nuevo como un chico. La había abrazado, la había besado, y le había dicho lo que quería decirle desde que la había visto por primera vez. Y ella no se había apartado. Se sentía lleno de exaltación, triunfante.

Y disgustado consigo mismo. Pues, contra toda razón, se había enamorado de una mujer que podía ser una asesina. Cuyo crimen él se había comprometido a desvelar. Ella tenía los conocimientos necesarios para envenenar a Montaigne.

Lo había dicho esa noche: «Podemos matar tan fácilmente como curar». Y quizá tuviera un motivo, o un motivo para persuadir a su marido de que cometiera el pecado, lo que era peor que cometerlo ella misma. Condenaría a Nicholas al infierno con ella.

Y aún podía haber más. ¿Era posible que hubiera provocado la enfermedad de Nicholas? La recordó junto a su marido, en la habitación del piso superior, sus tiernos cuidados… No. Para hacer eso se necesitaría una mente terriblemente perversa. No podía creer eso de ella. No quería creerlo.

Y Anselmo ¿qué papel jugaba en todo aquello? ¿Por qué se sentía tan amenazado por la presencia de Owen en la tienda de su amigo?

Owen trató de concentrarse en esa pregunta. Pero su pensamiento volvía a Lucie. Lucie lo había abrazado dos veces. Era hermosa, cálida… ¡Dios Santo, que no fuera una asesina!

* * * * *

Anselmo cerró los ojos y descargó las correas anudadas contra su espalda desnuda, una y otra vez, mortificando la carne, ofreciéndola en sacrificio a su Salvador a cambio de la liberación de Nicholas del mal que lo rodeaba. Nicholas debía vivir. Debía vivir lo suficiente para reconocer el error de su vida y volver a Anselmo, a su protector. Debía comprender. Dios le había dado esa tarea a Anselmo. ¿Por qué Nicholas no podía comprenderlo? ¿Qué le habían hecho? Anselmo se azotó hasta que todo su cuerpo se encendió con el fuego de la luz divina. Lo conseguiría. El Señor le sonreía.