Capítulo 15

Una pieza del rompecabezas

Las palabras de Tom perseguían a Owen a la mañana siguiente: «Has armado un buen lío». Sí, era lo que había hecho. Owen caminaba por la ciudad, no del todo despierta aún, en dirección a la iglesia de la Santísima Trinidad. Durante la noche el viento había cambiado, arrastrando un aire más cálido que había transformado en barro la nieve congelada de las calles; la humedad de los charcos se colaba a través de las botas y el frío le producía dolor en los pies. La niebla helada se le pegaba a la cara y al cuello. Maldito país del norte. Cuánto más frío debió de pasar Digby, en su zambullida en las aguas del Ouse… Con un estremecimiento, entró en la iglesia iluminada con velas. Olía a cera y humo, pero sobre todo a piedra húmeda. Las trémulas llamas de las velas lo cegaban, por lo que dio un paso a un lado para quedar en la oscuridad.

El sacerdote no ponía mucho empeño en las palabras que pronunciaba sobre el ataúd. Reconocía la necesidad de emplazadores, hablaba de la gracia de Dios al elevar tanto a Digby, sacándolo de una choza miserable e instalándolo en la catedral. Al decirlo, echaba miradas incómodas a Magda Digby, que estaba al otro lado con la vista fija en el pequeño grupo de acompañantes. Enfrente se hallaba el empleado del arcediano Anselmo, representándolo, y cerca de Owen estaba Jehannes, en representación del arzobispo. La viuda Cartwright, toda de negro, se había colocado frente al pulpito. Había unas diez personas más, en su mayoría mujeres de cabello blanco que asistían a todos los servicios de la parroquia. Sus respuestas eran seguidas de una resonancia hueca en el gran espacio pétreo.

Una vez fuera, entre las lápidas, la niebla del río tendió un adecuado paño mortuorio sobre la congregación. El sacerdote dijo unas pocas palabras, arrojó un puñado de tierra a la fosa, y se alejó. A tomar un desayuno caliente, sin duda. Los otros partieron, salvo Magda Digby, que se arrodilló ante el pozo abierto a arrojar hojas secas, tallos y flores sobre el ataúd. Susurraba algo mientras lo hacía.

Owen observaba, con una pesadumbre que no podía explicar. Había armado un buen lío. Debía de ser eso lo que le molestaba. Había sido una gran torpeza, lo cual no le resultaba agradable, pero podía vivir con eso. Lo que no podía soportar era que su ineptitud hubiera costado la vida de un hombre. Aun en la guerra, uno despreciaba la maniobra que costaba más vidas de lo necesario. Pero Digby no era un soldado. Esto no era la guerra y nadie debía morir por sus errores. Se había equivocado al recurrir a Digby. Había procedido así por estupidez, por pereza, por arrogancia. Había considerado al hombre como un objeto que podía usar: un emplazador, alguien de por sí sucio, culpable.

Magda, con una mano sarmentosa apoyada en la cadera y la otra en el barro, trataba de levantarse. Owen le ofreció ayuda. Un par de ojos oscuros y velados lo contemplaron.

—Gracias. Magda sabe de ti. Potter le explicó. Eres hombre de Thoresby, como había dicho Magda.

Owen miró alrededor, temiendo que alguien hubiera oído. No vio a nadie, pero la niebla podía engañar.

—Soy aprendiz de Wilton —dijo en voz bastante alta como para que llegara a todos los oídos cercanos.

—Oh, sí —dijo la mujer; masticó con sus encías desdentadas, mirándolo—. El hijo de Magda te ayudó. Potter te consideraba un buen hombre.

Asintió, palmeó a Owen en el hombro y empezó a alejarse.

—Lamento su muerte —dijo Owen.

Ella lo miró por encima del hombro.

—Sólo tú y yo lo hacemos. Los otros no lo lamentan nada —repuso Magda—. Potter debió haberse quedado en el río con Magda. Ella le había enseñado un buen oficio. Los emplazadores son hombres muertos.

Se levantó la falda y se perdió en la niebla.

Cuando vio desaparecer a Magda, Owen pensó en sus palabras. La mujer creía que el interés del arcediano por su hijo era la causa de su muerte. El arcediano… Había tratado de librarse de Owen. ¿Se habría librado del emplazador cuando descubrió que estaba haciendo preguntas sobre Montaigne? ¿Podría él haber evitado su muerte si le hubiera advertido a tiempo que Wulfstan había ido a hablar con el arcediano? Rezó para que no fuera así.

* * * * *

El arzobispo Thoresby, lord canciller de Inglaterra, se recostó en su silla y cerró los ojos.

—Habéis sido prudente en venir a decírmelo, Campian. No es conveniente compartir con otros la preocupación de vuestro enfermero. O la vuestra.

—Sabía de vuestro interés en la muerte de Fitzwilliam. Pero las preguntas del emplazador al hermano Wulfstan… Eso me inquietó.

—Decís que Archer estaba enterado de la visita del emplazador.

—Así es.

—Me intriga su elección de ayudante.

—No dijo que hubiera enviado a Digby —repuso el abad.

Thoresby inclinó la cabeza un momento, pensando. O bien confiaba plenamente en Archer, o no lo hacía. No podía apoyarlo parcialmente.

—Querría que alentaras al hermano Wulfstan para que hable con mi hombre.

—Desconfía del galés.

Thoresby arqueó una ceja.

—Quizás el enfermero tenga mejor juicio que el arzobispo —replicó con una sonrisa.

Campian sonrió a su vez.

—Se lo diré al hermano Wulfstan —prometió.

—Es interesante que el emplazador de Anselmo manifestara ese interés en Montaigne. ¿Y no hizo preguntas sobre mi pupilo?

—Nada sobre Fitzwilliam.

El arzobispo volvió a cerrar los ojos. Se reprochaba haber olvidado la relación del caballero con lady D’Arby. Al parecer, había aquí un nudo intrincado que estaban desatando; y todo por aquel pillo de Fitzwilliam. Sería curioso que su pupilo resultara haber sido una víctima inocente. Había mucho de curioso en este asunto. El emplazador se había implicado personalmente. ¿Por qué? Y ahora él también estaba muerto. Había interrogado al enfermero, había cenado con el arcediano y después se había ahogado. Un hombre que había crecido en el río, ahogado. No le gustaba nada aquello: significaba problemas para la catedral.

—¿Por qué desconfía de Archer el hermano Wulfstan?

El abad hizo un gesto de disculpa.

—Confieso no tener idea. No lo ha dicho. Somos hombres callados. Es la regla.

—Decidme esto: ¿mi hombre, Archer, visitó la enfermería?

—Sí. Traía una carta del maestro Roglio, el médico del viejo duque.

—Roglio es mi médico también.

Campian se ruborizó, al caer en la cuenta de la existencia de matices que se le habían escapado hasta entonces.

—Y vuestro. Sé muy poco de estas cosas, Ilustrísima. Pero comprendo que vuestro pupilo murió estando al cuidado de Wulfstan.

—No pienso que vuestro enfermero sea un asesino, Campian. Quizá no esté tan lúcido como antes, pero no mataría a nadie.

Campian se secó la frente.

—Dios sea loado. Es mi más viejo amigo. —Tomó un sorbo de vino con mano temblorosa—. Pero entonces sabíais que Archer visitó…

—No me dijo nada de la visita, por eso pregunté. La desconfianza de Wulfstan podría reflejar simplemente sus propios sentimientos de culpa, su sospecha de que Archer estaba investigando las muertes.

Campian asintió. Y después, con una voz que reflejaba temores, y sin mirar a su interlocutor, dijo:

—Hay otra cuestión, Ilustrísima.

«Mon Dieu ¿otro pequeño escándalo?», dijo para sí el arzobispo.

—Esas preguntas sobre la tumba de Montaigne —prosiguió el abad—. No os propondréis exhumarlo, ¿no?

—¿Por qué íbamos a hacer tal cosa?

—Para buscar señales de envenenamiento.

¿De qué se trataba ahora? ¿Acaso habían vendido el cadáver como reliquia? Thoresby no conocía a Campian tan bien como habría debido, pues el abad ya estaba en su puesto cuando él había accedido al arzobispado. Campian no era hombre de Thoresby. Parecía un hombre honrado, pero Thoresby había conocido muchos buenos actores. No permitiría ninguna posibilidad de escándalo.

—No creo que ni el mismo Roglio sepa tanto sobre esas envolturas de carne como para pronunciarse sobre una causa de muerte sin hacer muchas hipótesis en el análisis. Es el alma la que revela al hombre. Los hechos.

Campian volvió a secarse la frente.

—Me alivia mucho oíros. La paz de Santa María ya ha sido muy turbada. Las dos muertes no pasaron inadvertidas. Las familias se llevaron a sus casas a algunos de mis alumnos, y varios de los hermanos se niegan a usar los medicamentos de Wulfstan. Muchos temen las sangrías de primavera más de lo usual. El pobre Wulfstan lo sabe y está preocupado. El único que sigue frecuentando la enfermería es el hermano Michaelo.

—¿Michaelo? No lo conozco.

—Un jovencito apuesto y perezoso, que siempre está buscando modos de escapar al trabajo. Lo que me recuerda otro asunto. Michaelo estaba en la enfermería el día en que el emplazador fue a hablar con Wulfstan. Y ese mismo día pidió permiso para visitar al arcediano por asuntos familiares. Su familia ha donado considerables sumas para la capilla Hatfield. Buscan el favor del rey.

El tal Michaelo podía ser un enlace, se dijo el arzobispo.

—¿Un jovencito apuesto, decís?

Campian suspiró.

—Sospecho que Anselmo ha fallado en su propósito de renunciar a eso.

—Nunca creí que renunciara, Campian. No lo elegí por su virtud. —Thoresby se puso en pie—. Este asunto me inquieta cada vez más. Debo pensar qué hacer.

Campian también se puso de pie.

—Os dejo con vuestros pensamientos. Si puedo ser de alguna ayuda, hacédmelo saber —dijo el abad.

—Mientras tanto, permitid que Archer interrogue al hermano Wulfstan.

El abad Campian inclinó la cabeza.

—Ilustrísima —saludó y salió.

Thoresby permaneció pensativo junto a la ventana durante largo rato, barajando distintas posibilidades. Después llamó a Jehannes.

—Es hora de invitar a Archer a una copa de vino. Esta noche, Jehannes. Antes de la cena.

* * * * *

Owen estaba a medio camino de la botica cuando lo alcanzó un mensajero de Santa María.

—Dios sea con vos. —El chico unió las palmas e inclinó la cabeza antes de mirar a Owen—: ¿Sois el capitán Archer?

—Buena deducción. ¿Cuántos tuertos hay en York?

El chico hizo una mueca, pensando.

—Siete, creo. No. A Cowley le faltan los dos ojos. Pero…

Owen lo hizo callar con un gesto.

—No importa. ¿Qué mensaje traes?

—El abad dice que podéis hablar con el hermano Wulfstan esta mañana, capitán.

* * * * *

El abad Campian saludó solemnemente a Owen.

—Su Ilustrísima me dice que debo confiar en vos. Le he dicho al hermano Wulfstan que podía hablaros en confianza. Podéis ir a verlo.

Owen le dio las gracias.

—Permitid que os haga una pregunta. ¿El hermano Wulfstan conoce la identidad del primer peregrino?

Campian asintió.

—Se lo dije después de que se marchara el emplazador. Pensé que podía ser eso lo que el arcediano Anselmo había enviado a averiguar a Digby. Le dije al hermano Wulfstan que le diera ese nombre al arcediano.

Owen gimió.

—¿Y lo hizo?

—No —repuso el abad con expresión intrigada—. El hermano Wulfstan me desobedeció. No es que le haya mentido al arcediano, pues Wulfstan es incapaz de tal cosa. Nunca ha dicho una mentira. Pero Anselmo no le preguntó el nombre directamente.

—Dios sea loado —dijo Owen, y se dirigió a la enfermería, evaluando la nueva información.

Wulfstan era mal mentiroso, pero podía ocultar cosas. Y otro hecho interesante: Wulfstan ya sabía el nombre del peregrino cuando había hablado con Lucie Wilton, pero también había evadido las preguntas de ella. Compartían un secreto. Pero no todos los secretos.

El novicio Henry estaba sentado a la mesa, estudiando un manuscrito. El hermano Wulfstan dormitaba junto al fuego.

—Está cansado —susurró Henry cuando entró Owen—. ¿No podríais visitarlo otro día?

—No, no puedo.

Henry se levantó y fue a despertar a Wulfstan, con una delicadeza que a Owen le resultó conmovedora.

Los ojos soñolientos de Wulfstan se fijaron en Owen.

—Oh, sí. El abad Campian me dijo que vendríais.

—¿Podemos hablar a solas?

Henry miró a Wulfstan, que asintió.

—Ve a meditar lo que leíste esta mañana. Lo comentaremos por la tarde.

El joven enrolló el manuscrito y lo guardó, tras lo cual salió.

—Es un buen chico —comentó Wulfstan. Owen se sentó frente al viejo monje.

—Perdonad si voy al grano, pero ya debéis saber por qué estoy aquí, así que no veo motivo para juegos.

Wulfstan adoptó una expresión fría, casi hostil.

—Sois vos quien ha jugado conmigo. Sois hombre del arzobispo. Podríais habérmelo dicho.

—Esperaba no tener que revelarlo. ¿Os advirtió el abad que debéis ser discreto sobre este punto?

—No necesito advertencia.

La hostilidad del monje incomodaba a Owen, pero no podía culpar a Wulfstan. Él habría sentido lo mismo. Le convenía pasar cuanto antes por lo peor.

—El asunto es éste. Creo que Geoffrey Montaigne fue envenenado. Y quizá sir Oswald Fitzwilliam.

Wulfstan se miraba las sandalias, pero Owen podía ver el sudor que le perlaba la frente.

—No os estoy acusando, hermano Wulfstan. Creo que alguien os utilizó. Sospecho que descubristeis lo que pasó, y teméis que alguien os pueda culpar.

Wulfstan no dijo nada.

—Si me decís lo que sabéis, podríamos ahorrarle más problemas a Santa María.

El enfermero alzó la vista con expresión temerosa.

—¿Qué clase de problemas?

—Exhumar el cuerpo de Montaigne.

—¡Cielo santo, no! ¡No pueden hacerle eso a Geoffrey! —exclamó Wulfstan.

—A mí tampoco me gusta. ¿Me diréis lo que sabéis?

—Creía que el arzobispo quería saber cómo murió Fitzwilliam.

—Pienso que ambas muertes están relacionadas.

Wulfstan suspiró y se miró las manos.

—¿A quién estáis tratando de proteger? —insistió Owen.

El viejo monje se levantó y fue a revolver los tizones.

—Mi abad quiere que coopere. Pero es difícil. —Se entretuvo un momento más con el fuego—. ¿Quién más sabrá lo que os diga?

—Eso dependerá de lo que resulte. Quizá no tenga que decírselo más que a Su Ilustrísima.

—¿Y no desenterrarán a Geoffrey?

—No.

Wulfstan volvió a su asiento, cruzó las manos con fuerza, e inclinó la cabeza.

—Estoy seguro de que fue un accidente.

—¿Qué?

—No lo descubrí hasta que Fitzwilliam… No tenía idea de que la poción era mortal. —Alzó unos ojos asustados hacia Owen—. Él ya estaba enfermo. Tenía que estarlo.

—¿Nicholas Wilton?

Wulfstan cerró los ojos y asintió sólo una vez.

—Contadme exactamente lo que pasó —pidió Owen.

Sin dejar de retorcerse nerviosamente las manos, Wulfstan le contó la historia. Casi toda la historia. No mencionó las extrañas preguntas de Nicholas cuando Wulfstan fue a buscar el medicamento. Ni mencionó haber hablado con Lucie Wilton sobre su descubrimiento.

Pero sus palabras eran una revelación para Owen.

—¿No os extrañasteis cuando Montaigne lo llamó asesino?

—Estaba delirando por la fiebre. Estoy acostumbrado a no prestar atención a las cosas que se dicen en ese estado.

Owen se puso en pie y se paseó unos minutos por la habitación, meditando lo que había oído. Wulfstan contemplaba el fuego, con las manos enfundadas dentro de las mangas. Pero la cara, sudorosa y arrebatada, lo traicionaba. No había dicho todo lo que sabía, lo cual no sorprendió a Owen. No había esperado que fuera fácil.

—¿Qué hicisteis al descubrir que había tanto acónito en el medicamento?

—Me deshice de él.

—¿Dónde?

—Yo… —Wulfstan cerró los ojos. Obviamente, buscaba una respuesta no comprometedora—. Lo hice quemar.

—¿Hicisteis que el novicio lo quemara?

—Yo… No.

El monje no podía mentir. Owen contaba con eso. Sólo tenía que ser paciente.

—¿Quién entonces?

—Un amigo.

—¿Entonces alguien más sabe de esto?

—No hablará con nadie.

—Estáis jugando conmigo.

El rubor del monje se acentuó.

—Ya sabéis que no es necesario exhumar a Geoffrey —contestó—. Ya sabéis qué lo mató. ¿No es suficiente?

—¿Estáis seguro de que la dosis de acónito en la poción fue un accidente?

—¿Cómo podría haber sido de otro modo? Yo no sabía el nombre del peregrino entonces, así que no pude habérselo dicho a Nicholas Wilton. —«Pero Nicholas hizo todas esas preguntas; sabía para quién lo preparaba», no pudo evitar pensar—. Él no había venido a la abadía mientras Geoffrey estuvo aquí, de modo que no podía saber quién era. ¿Y por qué iba a envenenar a un extraño?

El sudor le corría por la espalda. ¿Y si estaba protegiendo a un asesino? ¿Qué pasaría entonces? Lucie Wilton era inocente. Debía protegerla. Pero ¿y las preguntas de Nicholas? Y la parálisis… ¿Podía haber sido producida por la impresión de ver a su víctima, mientras el peso de su pecado le abrumaba el corazón?

—Os pregunté si estabais seguro de que fue un accidente, hermano Wulfstan.

Wulfstan se secó la frente y cambió de posición en el banco. Cerró los ojos y se cubrió la cara con las manos. Owen podía oírlo murmurar para sí mismo. La flecha había dado en el blanco, estaba seguro.

Al fin Wulfstan se irguió y miró a Owen a los ojos. Éste leyó el miedo en su cara enrojecida.

—No se puede leer en un corazón ajeno. Siempre he considerado a Nicholas un excelente boticario y un buen hombre. Pero confieso que no sé qué pensar de ese día. Me hizo preguntas sobre el paciente, preguntas que no parecían… —frunció el entrecejo, buscando la palabra justa—… tener nada que ver con el diagnóstico de un enfermo.

Owen condujo a Wulfstan suavemente por el interrogatorio, hasta que quedó en claro que Nicholas Wilton había oído lo suficiente para saber quién era el peregrino.

—Perdonadme por haceros pasar por esto. No me gusta acosaros.

Wulfstan asintió. Había lágrimas en sus ojos.

—Decidme esto: ¿estáis seguro de que la poción que probasteis era la misma que preparó Nicholas?

Wulfstan suspiró.

—Estoy seguro.

—¿Nadie pudo cambiarlas?

—La marqué con cuidado.

—¿Y lo habríais notado si la hubieran cambiado? Wulfstan dejó caer los hombros, derrotado.

—Creo que lo habría notado, pero supongo que no puedo estar seguro.

—Es una pena que no la hayáis conservado —dijo Owen.

—Quise librarme de ella. Temía que alguien por inadvertencia pudiera tomarla.

—¿Entonces hay otros que tienen acceso a los medicamentos?

—Nadie tiene permiso —repuso el monje—. Pero si algo me sucediera…

—¿Quién la quemó?

—Ya os lo dije: un amigo.

—¿Aquí en la abadía?

Los ojos miraron a un lado y otro.

—No.

—¿En la ciudad?

Wulfstan levantó el mentón con gesto obstinado. No traicionaría a una persona inocente.

—No vi cuando la quemaron, así que no sé cómo lo hicieron —declaró con firmeza.

Owen se preguntó a quién estaría protegiendo el monje con tanta lealtad. ¿Quién podía inspirar un silencio tan heroico? ¿A quién podía haber confiado el viejo monje su descubrimiento?

Súbitamente se le ocurrió. La misma persona a quien le había confesado su más reciente preocupación. La persona con la que compartía un secreto.

—Le confiasteis a la señora Wilton vuestro descubrimiento —dijo Owen.

Wulfstan inclinó la cabeza y se persignó, luchando contra el deseo de maldecir al monstruo de un solo ojo.

—Pensasteis que ella debía saberlo —prosiguió Archer—. Para que el error no se repitiera.

El monje continuaba guardando silencio.

—Debo averiguar quién lo sabe —dijo Owen con suavidad—. Si el asesino no es Nicholas, si el asesino anda suelto, cualquiera que pueda dar testimonio contra él está en peligro. Os estoy advirtiendo a vos. Debo advertirle a vuestro amigo.

Wulfstan alzó la vista.

—¿En peligro? —repitió, con una voz en la que se traslucía el temor.

—En una situación como ésta, saber es peligroso.

Deus juva me, no lo había pensado.

—¿Fue la señora Wilton?

—Ahora que lo sé, puedo advertir a mi amigo.

—Pensad. Estoy trabajando en la tienda de Wilton. Si yo sé que la señora Wilton está en peligro, puedo protegerla.

Eso era cierto, pensó Wulfstan. Aquel hombre corpulento podía ser un buen protector de Lucie. ¿Qué haría él en cambio? ¿Cómo podía protegerla?

—Sí, le dije a Lucie Wilton que debía vigilar a Nicholas. Y le hice quemar el medicamento.

—Debe de haber sido difícil decírselo.

—No fue una tarea agradable —reconoció el monje.

—Y supongo que ella debió de quedar muy impresionada.

—Lucie Wilton es una mujer valiente. Lo tomó con calma. Comprendió al instante lo que le dije.

—¿No lloró ni se retorció las manos?

—No es su estilo.

—Habrá sido un alivio para vos. Imagino que no tendréis mucha experiencia con desmayos de mujeres.

—No se lo habría dicho si hubiera pensado que se iba a comportar de ese modo.

—¿Entonces no quedó impresionada? —inquirió Owen.

Wulfstan frunció el entrecejo, molesto por la intención oculta de la pregunta.

—Si estaba impresionada, no creo que me lo dejara ver.

—¿La señora Wilton conoce la identidad del peregrino?

—No.

—¿Estáis seguro?

Wulfstan hizo un gesto de impotencia.

—Tan seguro como puede estarlo un alma de otra.

—Era el amante de su madre. ¿Lo sabíais?

El hermano Wulfstan se ruborizó.

—Caí en la cuenta de eso.

—¿Y nadie de la familia de la señora Wilton, su marido o su padre, sabían de la presencia de Montaigne en la abadía?

Wulfstan negó con la cabeza.

—No veo cómo podrían haberlo sabido.

Owen decidió que ya había prolongado demasiado el interrogatorio.

—Lamento haberos hecho pasar por esto —dijo—. La señora Wilton tiene mucha suerte de teneros como amigo, hermano Wulfstan. No os haré más preguntas. —Se puso en pie y añadió—: Os agradezco la información. La usaré sólo para descubrir la verdad.

El hermano Wulfstan le dio las gracias y lo acompañó a la puerta.

—Recordad: sed precavido. No confiéis en nadie.

—¿Ni siquiera en el abad Campian?

—No.

—¿Ni en Lucie Wilton?

«En ella menos que nadie», pensó Owen.

—Hacedlo simple: no confiéis en nadie. Y, cuando yo sepa la verdad, os diré que podéis bajar la guardia.

—¿Cuidaréis a Lucie Wilton?

—Lo prometo.

Wulfstan creyó a Owen, pero no por eso se sintió menos traidor. Se arrodilló frente a su pequeño altar a la Santa Madre y rezó.