Cuando el invierno tocaba a su fin y la tierra se calentaba gradualmente anunciando la primavera, las enfermedades recrudecían. La tienda estaba siempre concurrida y Lucie tuvo motivos para alegrarse de contar con la ayuda de Owen. Podía dejarlo a cargo mientras ella se ocupaba de Nicholas, sabiendo que Owen la llamaría en caso de cualquier duda sobre cómo proceder.
Aquella mañana había aprovechado su nueva libertad para deslizarse escaleras arriba detrás del arcediano y espiar su conversación con Nicholas. Le desagradaba tal conducta furtiva, pero de algún modo debía descubrir qué había entre ellos y cuál era el motivo de las visitas del arcediano. Nicholas no quería hablar del tema y ella temía que, si insistía demasiado, él se encerrara más en sí mismo.
No oyó el comienzo de la conversación y lo que alcanzó a percibir no la iluminó mucho. Pero sí la asustó.
—¿… pero qué tiene que ver él con esto? —preguntaba Nicholas con voz trémula—. Dijiste que nadie lo sabía. Me lo aseguraste.
—Es una criatura rastrera, Nicholas.
—No debe…
—Calla, Nicholas, calla. —Hubo una pausa; Lucie contuvo el aliento, temiendo ser descubierta en el repentino silencio. Tenía la oreja apoyada contra la puerta y se había retirado la toca para oír mejor—. No tienes nada que temer —dijo Anselmo al cabo—. No se enterará de nada ni hablará con nadie. Te lo prometo.
—¿Cómo lo conseguirás? Tú mismo dices que es rastrero —repuso Nicholas en un tono que preocupó a Lucie.
Había subido el volumen y ello le provocaría una recaída. Sintió deseos de interrumpirlos, pero no podía hacerlo.
—Lo he… —El arcediano hizo una brevísima pausa y añadio—: Lo he puesto en un nuevo trabajo. Algo que le ocupará todo su tiempo.
Siguió un largo silencio.
—No puedo vivir con esto —exclamó de pronto Nicholas.
—Deberías haber recurrido a mí —replicó el arcediano con frialdad—, pero está hecho. Ahora descansa, Nicholas —añadió con voz más suave—. Te dejaré. No debo agotarte.
Al oírlo, Lucie se volvió para irse. Bajó un escalón y, en la penumbra al pie de la escalera, distinguió a Owen que la miraba en silencio. ¡Santo cielo! A su espalda, los pasos se acercaban a la puerta. El corazón le latía locamente. Pero el temor que le despertaba Anselmo era mucho mayor que el que podía provocarle Owen Archer, de modo que emprendió el descenso; en medio del pánico, olvidó levantarse la falda y tropezó con el borde del vestido. Se sintió caer. «Tonta, estúpida», se maldijo. Un par de brazos fuertes la cogieron y Owen la llevó cargada a la cocina. Tildy estaba cepillando la mesa y abrió los ojos de par en par al ver a su señora en brazos del aprendiz. Owen se apresuró a dejar a Lucie en el suelo y explicó:
—La señora Wilton tropezó en la escalera, Tildy. Asegúrate de que se quede sentada un rato y de que tome algo.
—¡Oh, cielo santo! Sí, señor. Señora…
Tomó a Lucie por el brazo, la llevó al banco junto al fuego y le ayudó a acomodarse la toca.
Cuando Owen volvió a la tienda, vio al arcediano en el umbral, con las manos en el rostro. Al advertir la presencia de Owen, saludó con la cabeza y se marchó.
Lucie aceptó agradecida el chal que Tildy le echó sobre los hombros y la cerveza caliente. Le temblaban las manos cuando se llevó la copa a los labios. Tildy soltó una exclamación al ver el dobladillo del vestido desgarrado y se puso a remendarlo allí mismo. Mientras la muchacha trabajaba, Lucie trató de olvidar la sensación de los brazos de Owen atrapándola al vuelo y cargándola. Su olor. Su calidez.
¿Por qué estaba al pie de la escalera? ¿Cuánto tiempo llevaba mirándola? Éstos eran los hechos importantes que había que averiguar. No qué sentía ella en sus brazos.
Además, estaba la conversación entre el arcediano y Nicholas. ¿Quién era rastrero? ¿Con qué no podía vivir Nicholas? Su espionaje no le había valido más que miedo y un vergonzoso traspié en brazos de Owen.
—Ya está —dijo Tildy alzando la cabeza y mostrándole el remiendo—. No es demasiado bonito, pero no volveréis a tropezar.
Se ruborizó al oír el agradecimiento de Lucie, y volvió a su trabajo.
Lucie aspiró con fuerza y fue a la tienda. Owen estaba con un cliente, así que esperó, entreteniéndose con frascos y cucharas, tratando de no mirarlo. Cuando al fin quedaron solos, preguntó:
—¿Habías ido a buscarme? ¿Había un problema?
—Sí. Una pregunta sobre el ungüento de Alice de Wythe.
—Oí a Nicholas levantar la voz y temí que el arcediano lo turbara.
—Lamento haberos asustado —se disculpó él.
—Te estoy agradecida por impedir mi caída. El dobladillo… —Se ruborizó bajo la mirada de él. Su único ojo parecía ver a través de ella—. ¿Cuál era la pregunta?
Él continuó mirándola fijamente un momento y después sonrió.
—Un tema menos peligroso, sin duda.
Lucie sintió deseos de abofetearlo por su insolencia, pero él borró la sonrisa de su rostro y siguió con su trabajo sin hacer más comentarios.
Sin embargo, el incidente no quedó olvidado. A lo largo de todo el día lo sorprendió observándola con una intensidad que la ponía incómoda. No era la mirada tímida y cauta que expresa admiración, sino una vigilancia intrigada. No se había dejado engañar por la explicación de por qué ella estaba con la oreja pegada a la puerta. O quizá fuera el propio temor de Lucie el que empañaba su juicio. Pero él estaba intrigado. ¡Oh, sí! Debía de preguntarse por qué ella espiaba a su propio marido y a su visitante. Tenía que ser más cuidadosa.
Pero Owen parecía distraído también por algo más aquel día. Cuando le quitaba los ojos de encima era para vigilar la puerta de la tienda, como si esperara a alguien.
Al fin le preguntó:
—¿Alguien nos prometió venir hoy? Miras la puerta como si tu ojo ansioso fuera a hacer aparecer a esa persona.
—Yo… no. No espero a nadie.
* * * * *
Aquella noche Owen se paseaba por su habitación, intentando olvidar lo que había sentido con Lucie en brazos, el corazón de Lucie latiendo contra su pecho, los brazos ceñidos a su cuello. Toda la velada en la taberna había estado pensando en ella: el perfume de su cabello, la esbeltez de su cuerpo… Pero su obligación era hallar el modo de descubrir por qué ella estaba allí, obviamente escuchando la conversación de su marido con el arcediano. ¿Sospecharía algo? ¿O estaba preocupada porque ellos supieran algo?
Había sido un día infernal, que pasó tratando de no pensar en ella y esperando el permiso para interrogar a Wulfstan. Se sentía inquieto por el monje y se arrepintió de no habérselo dicho al abad. Quizás eso le habría valido una audiencia.
Además, esa noche esperó a Digby en la taberna, y el hombre no apareció, lo cual lo irritaba. Tenía que decirle que el hermano Wulfstan había hablado al arcediano de su visita. Y necesitaba saber todo lo que Digby y Wulfstan se habían dicho antes de hablar con el enfermero.
Trató de dejar de pasearse, pero quedarse quieto era una agonía. No era una hora muy avanzada y Digby podía aparecer todavía. Quizá se hubiera rendido demasiado pronto, pero la espera le había resultado tediosa. Bess estaba muy ocupada para hablar con él y Tom Merchet no era un gran conversador.
Además, tanto estar sentado había terminado causándole malestar. Sentía un dolor sordo en la espalda por haber estado mucho tiempo en el duro banco de madera y se dijo que hasta una silla de montar era mejor para los músculos. Decidió dar una caminata hasta el domicilio de Digby. Si la casa estaba oscura, seguiría adelante. Si no, vería si el emplazador podía verlo. Después podría descansar mejor.
La nieve caída en la calle había vuelto a congelarse y seguía cayendo, haciéndole arder la cara y cegándolo cuando los copos se derretían en sus pestañas tibias y el agua se le metía en el ojo. Owen maldijo, parpadeando ante la humedad. Sabía que habría tenido el mismo problema incluso contando con los dos ojos, pero le molestaba la falta de una segunda línea de defensa para ponerla en acción cuando un ojo fallaba. En un momento de ceguera podía tropezar y romperse un hueso contra el suelo helado. Aunque de poco le ayudaba pensarlo; se había vuelto un viejo lleno de temores.
Había poca gente en las calles y Owen se dijo que quizá la hora fuera menos razonable de lo que pensaba. No sabía si encontraría despierta a la posadera de Digby. De todos modos, necesitaba la caminata.
Llegó a la casa y vio la planta baja iluminada, con la puerta de entrada abierta de par en par. Un grupo de personas se había reunido enfrente y unos chicos harapientos curioseaban en la puerta.
Al verlo acercarse, los mirones se retrajeron más aún en las sombras y los chicos se apartaron cuando él llamó a la puerta.
—Ella no oirá —observó un chico con los pies envueltos en trapos y el pelo ensortijado cubierto de nieve—. Está llorando sobre el cadáver.
—¿Qué cadáver? —preguntó Owen.
Por toda respuesta, los niños salieron corriendo.
Owen entró en la pequeña tienda donde la viuda Cartwright atendía a los clientes que acudían para requerir sus trabajos de costura. Había dos hombres en la puerta del cuarto trasero. Más allá de ellos gemía una mujer, con el canto rítmico de una plañidera de funeral.
Cuando Owen entró, los hombres se callaron y se apartaron de la puerta.
Ahora se veía la figura de una mujer de negro, doblada en dos con las manos en la cabeza y Owen fue hacia ella. Sobre una mesa de caballetes había un cadáver, pálido e hinchado. Era Digby. El hedor de la muerte ya se sobreponía al característico olor a pescado del hombre. Alguien le había puesto monedas en los ojos.
En un rincón estaba sentada la viuda Cartwright, llorando ruidosamente. La otra mujer era Magda Digby. Owen la llamó por su nombre, pero ella no oyó. Le tocó el hombro y su llanto cesó. Lentamente, como alguien que saliera de un sueño, la mujer se irguió y se volvió a mirarlo con ojos tan rojos e hinchados que él dudó que pudiera verlo. Pero se equivocaba.
—Ojo de Pájaro, mira a mi hijo. Lo trajo el río. El río. —Parpadeó mirando a Owen, como si esperara que él le diera una explicación. Sus ojos le recorrieron la cara y después se fijaron en la mano que él le había apoyado en el hombro. Le puso su rugosa mano encima—. Eres bueno al venir.
—Te acompaño en el sentimiento, comadre Digby. Era un amigo.
—Magda recordará tu bondad.
—¿Por qué lo trajeron aquí?
—Potter quería un entierro cristiano, no al modo de su madre. Por eso Magda lo trajo aquí. Anselmo enterrará a Potter como él quería. Es su deber. Pero no habría ido a la casa de la Mujer del Río. Según él la casa está maldita. Así que Magda vino aquí. Ella hace su parte. Nadie puede negar a una madre el derecho a su dolor.
Volvió a inclinarse y reanudó el llanto.
Owen salió de la habitación y se dirigió a los dos hombres apostados junto a la puerta.
—¿Cómo murió? ¿Se ahogó?
Uno de los hombres dio un paso adelante, sacando pecho.
—¿Quién eres para preguntar? —inquirió a su vez.
—Un amigo del muerto.
—¿Amigo del emplazador? —dijo el hombre con un resoplido, y escupió al suelo—. Y yo soy el rey de Francia.
—¿Quién se ocupa de esto?
—El arcediano Anselmo —respondió el primero—. Estamos esperándolo.
El otro se acercó más, sin quitar los ojos de Owen.
—Eres el aprendiz de Wilton. Te vieron sentado con el emplazador en la taberna…
Sus ojos se fijaron en algo en la puerta de la calle, detrás de Owen.
—¿Qué hacéis aquí?
Owen reconoció la fría voz del arcediano y se volvió hacia él: Anselmo no era hombre para tener a la espalda.
—¿Cómo sucedió esto? ¿Dónde lo hallaron? —preguntó Owen.
—Lo sacaron del río esta noche.
La voz de Anselmo era tranquila para alguien que acudía a visitar a un muerto.
—Pero él estaba acostumbrado al río.
—Acostumbrado, sí. Demasiado, quizá. ¿Qué es lo que estáis pensando, Owen Archer? ¿Y cómo es que estáis aquí?
—Dice que era amigo del emplazador —intervino el hombre que había escupido al suelo.
—¿De veras? Rara elección de un amigo —comentó el arcediano con suavidad—. Algo que vuelve sospechoso a un extraño.
—No conocía otro emplazador mejor. En mi país, Roma es una presencia distante, así que no tenemos emplazadores —contestó Owen—. Os dejaré trabajar —añadió, decidiendo que no había razón para quedarse, y dio un paso hacia la puerta.
El arcediano se hizo a un lado.
Owen estaba exhausto, pero se sentía obligado a decir algunas palabras amables sobre Digby, con quien había trabado amistad. Por odioso que hubiera sido, había creído servir a Dios a su modo rastrero. Owen se detuvo junto a Anselmo.
—Querría ser uno de los portadores del féretro.
Las aletas nasales del arcediano se dilataron, y una ceja se arqueó.
—Lo enterraremos sin ceremonia —contestó—. Era un hombre de origen humilde.
—¿Cuándo lo enterraréis?
—Mañana por la mañana.
—¿Dónde?
—En la Santísima Trinidad, en el callejón del Buen Carnero.
Owen se marchó, resuelto a levantarse temprano y asistir al entierro.
Al volver a la posada, Owen se quitó las botas y se dejó caer sobre la cama, atormentado por el dolor de cabeza. Se frotó las sienes con fuerza, con demasiada fuerza, y se aferró la cabeza con las manos. Cuando cerró el ojo vio a Digby sobre la mesa, hinchado por el agua del río. Un saco de carne lleno de agua y las monedas brillando en los ojos.
Owen se sentía responsable por lo ocurrido. Digby consideraba que trabajaba para el Señor, tal como él mismo pensaba respecto a la misión que le había encomendado el arzobispo. No eran tan diferentes. Había enviado a Digby a investigar en su lugar, y ahora estaba muerto. ¿Era una coincidencia? ¿O acaso su nueva ocupación lo llevaba a imaginar maquinaciones donde no las había? Estaba demasiado cansado para dilucidarlo.
Pero ¿había estado en lo cierto Digby? Había sospechado una asociación entre Montaigne y Fitzwilliam, cosa que era un error; de otro modo el arzobispo habría mencionado una relación entre ellos. ¿Y podía dar crédito a la sugerencia de Digby sobre la relación entre Wilton y el arcediano, la insinuación de que Wilton era la debilidad de Anselmo? Podía creerlo de un soldado, ¿pero de un arcediano? ¿Y qué decir de Montaigne y lady D’Arby? ¿Había probabilidades de que eso también fuera cierto?
Dolorosas punzadas atravesaron como relámpagos el ojo ciego de Owen, y su dolor de cabeza se agudizó. Quizá fuera la necesidad de sueño lo que volvía tan confusos sus pensamientos, ya que un buen descanso solía calmar el ojo. Todavía le quedaba algo de aguardiente de las bodegas londinenses de Thoresby, pero estaba cansado de beber de las garrafas. Cansado de vivir como un soldado en campaña, viajando con poco equipaje, siempre dispuesto a marcharse a otro lugar. Ya no era un soldado. Quería beber el aguardiente en copa. Bajó en busca de una, llevando la garrafa consigo.
Vio luz en la cocina y se dirigió hacia allí. Bess Merchet estaba sentada a una pequeña mesa junto al hogar, frente a una jarra, una copa y una pequeña lámpara. Con una mano en la copa, Bess miraba los tizones del hogar.
Owen se detuvo en el umbral. El ceño de Bess sugería que a ella tampoco la dejaban dormir sus pensamientos. La mujer se llevó la copa a los labios, tomó un sorbo, la dejó en la mesa y después ladeó la cabeza, como si sólo entonces lo oyera. Se volvió y lo saludó con un gesto.
—Eres muy amable por aparecer en este momento, Owen Archer.
—He venido a buscar una copa —contestó él, extrañado por su saludo y enseñándole la garrafa—. Es lo último que queda del aguardiente del lord canciller. Pensé que podía ayudarme a dormir.
Bess le sonrió y señaló su jarra.
—Me pregunto si éste será tan bueno como el del arzobispo. —Le indicó el banco frente a ella y añadió—: Coge una copa del aparador.
Después de que, en un clima de amable camaradería, hubieron dejado establecido que la bodega que poseía Thoresby en calidad de arzobispo era ligeramente superior a la que tenía como lord canciller, Owen preguntó:
—¿Estabas pensando en mí?
Bess frunció el entrecejo y tomó un sorbo de su copa.
—Pasé a ver a los Wilton esta noche, después de cerrar. Lucie me preocupa. Volví y no pude dormir de la preocupación. Así que bajé a pensar. Pienso mejor con una copa de aguardiente en la mano. Debo decidir qué hacer, pues no podré descansar en mi cama hasta estar segura de que no tienes la intención de hacerle daño.
—¿A Lucie Wilton?
—Sí.
—¿La pondrías en guardia contra mí?
—Sé que ella te ha aceptado como aprendiz. Lo hecho, hecho. Pero quiero respuestas, Owen Archer. Llegaste bien informado. ¿Qué buscas?
—Ya te lo he dicho.
—¿Cómo sabías que Lucie necesitaba ayuda?
—Me lo dijo Jehannes, el secretario del arzobispo. No hay nada misterioso o subrepticio en eso. Cuando llegué, me dijo que el arzobispo había escrito una carta de presentación a Camden Thorpe; mi antiguo señor le había pedido al arzobispo que me ayudara a encontrar un puesto.
—Andas buscando algo, eso es lo que digo. Haciendo preguntas. Algo que está relacionado con la catedral.
Owen sonrió.
—Me has seguido.
—No, nunca lo haría. Pero el arcediano te enría a buscar. El arzobispo te provee de fondos. No soy tonta.
—Tuve un pequeño legado de mi difunto señor y el arzobispo es quien se encarga de administrarlo. Visité a su secretario en cuanto llegué para cobrar una parte y eso no le gustó a Anselmo.
—Sé que me estás diciendo la verdad —dijo Bess con un resoplido—, pero no toda la verdad. Ni siquiera la mitad.
Era una rival formidable. Con arco y flecha Owen habría podido vencerla, incluso con un solo ojo, pero con palabras estaba en desventaja. Bess olería y rascaría alrededor de cada palabra, cada gesto, cada hecho. Tenía que extremar las precauciones.
—No se me ocurre cómo convencerte de que no quiero hacerle ningún daño a tu amiga.
—No puedes —repuso Bess, que se inclinó hacia delante—. Pero te advierto, Owen Archer: tu encanto no ciega a Bess Merchet. Si les traes problemas a los Wilton, te echaré a la calle. Y algo peor. —Se recostó en su silla, con una sonrisa satisfecha, contenta de haber soltado su amenaza. Owen la creyó. Y se dijo que era muy posible que tuviera la oportunidad de cumplir su amenaza: los Wilton parecían terriblemente culpables.
Salvo que la muerte de Digby no hubiera sido un accidente. El envenenamiento era una cosa, pero no podía imaginarse a ninguno de los dos Wilton arrojando a Digby al río.
—Eres íntima de Lucie Wilton —comentó, intentando hacer hablar a la mujer.
—¡Pobrecita! No le ha ido muy bien, por más hija de un noble que sea. Mi propia hija Mary ha tenido más lujo y tranquilidad. Cuando su padre murió, me aseguré de que mi siguiente marido fuera un hombre que pudiera quererla como si fuera suya.
—Tom es un buen hombre.
—No me refería a Tom sino a Peter. Tom es mi tercer marido. —Owen no pudo evitar una sonrisa. Podía creer que la mujer hubiera sobrevivido a un par de maridos. Probablemente sobreviviría a Tom también. Bess bebió un sorbo de aguardiente—. He tratado de ser una madre y amiga para Lucie. —Suspiró mirando la copa, y después alzó la vista hacia Owen—. Pero ¿qué es lo que te mantiene despierto a ti? Subiste temprano esta noche.
—Y volví a salir. A caminar. Estoy acostumbrado a una vida más activa.
Bess resopló.
—Me pareces muy activo. Te vi cortando leña.
—Por causalidad pasé por la casa donde se aloja Digby, y advertí que sucedía algo. Demasiado iluminada, gente apiñada enfrente…
Bess se irguió, atenta.
—¿Problemas en casa de la viuda Cartwright? Le advertí que no diera pensión a ese hombre. Es una criatura rastrera. Ningún bien puede venir de él.
—Esa posibilidad ha pasado. Está muerto. Ahogado. Lo han sacado del río esta noche.
Bess se persignó.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? Me dejaste hablar mal de un muerto. —Se estremeció y volvió a persignarse—. Podrías haberme evitado eso.
—Perdóname.
Bess tomó un trago, lanzó un suspiro y dirigió una larga y atenta mirada a Owen.
—¿Te afecta su muerte?
—Sí.
—¿Por eso necesitabas el aguardiente?
—Sí.
—Afectado por la muerte del emplazador —dijo Bess con expresión de extrañeza—. Raro en un soldado.
—Sí. Se diría que un soldado ha visto demasiadas muertes para que una más lo afecte. Pero en el fondo Digby era un buen hombre. Creía estar haciendo su trabajo para Dios. Y yo…
De pronto Bess levantó la cabeza, alerta, y olió el aire.
—¡Fuego! —gritó alguien.
Bess se levantó con tanta precipitación que volcó la copa.
—¡Es Tom!
Owen la siguió a través de la taberna a oscuras. Él también podía oler el humo.
Tom bajaba y al verlos se detuvo, asombrado.
—¿Qué pasa, Tom? ¿Dónde?
Él señaló a Owen.
—En su cuarto. ¡Santa María llena de gracia! Pensé que eras hombre muerto, maestro Archer.
Owen subió corriendo. El humo salía en remolinos de su cuarto. El jergón era el foco del incendio y las llamas lamían la pared más cercana. Owen logró sacar el jergón por la ventana y arrojarlo. Mejor chamuscar algo allá fuera que aquí adentro, donde había gente durmiendo. Lanzó también la antorcha aceitada que había iniciado el fuego, diciéndose que la examinaría a la luz de la mañana.
Tom entró con un cubo de agua y Bess con mantas. En un momento el fuego estaba extinguido.
—Me temía que traerías problemas —murmuró Bess.
Tom se rascó la mejilla rugosa mientras evaluaba los daños.
—Llevará un día limpiar esto y airearlo —añadió Bess con un suspiro—. Owen puede dormir en alguno de los otros cuartos esta noche.
—Dudo que pueda dormir mucho —dijo él.
—Yo también lo dudo —coincidió Tom.
Bess se volvió, con los ojos fijos en Owen.
—¿Sabes quién lo hizo?
Él negó con la cabeza y preguntó a su vez:
—¿Quién sabía que era mi cuarto?
—Sí, ahí está la cuestión —asintió Tom, que se rascó la cabeza con aire pensativo—. Mi esposa y yo. Kit. El mozo de las cuadras, que mete la nariz en todas partes… Y algunos huéspedes, quizá. Es difícil decirlo. La gente tiene ojos.
Para entonces los otros huéspedes de la posada se habían reunido en el descanso de la escalera y preguntaban qué era lo que pasaba.
—Será mejor no armar escándalo —dijo Owen—. Digamos que fue una vela que se me cayó. Es un accidente probable en un tuerto.
Tom frunció el entrecejo y miró a Bess.
—Ve a decírselo, Tom. Lo que él dijo.
Tras pensarlo un momento, Tom asintió y bajó a tranquilizar a los huéspedes, mientras Owen reunía sus cosas, que, por haber quedado en un rincón de la habitación, no habían sufrido daño alguno. De vuelta en la puerta, se volvió a mirar los ennegrecidos tablones del suelo y la pared chamuscada.
—No ardió mucho tiempo —observó.
Bess no dijo nada, y Owen se volvió para poder enfocarla con su ojo bueno. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y ella lo fulminaba con la mirada.
—Querría ponerte en la puerta ahora mismo, pero sería malo para el negocio. Creo que estarás de acuerdo en que nos debes la verdad: qué estás haciendo aquí y qué buscas.
El humo que aún flotaba en el cuarto le hacía arder el ojo y Owen parpadeó, molesto.
—En vuestro cuarto —contestó—. Aquí no se puede hablar. Bess abrió la marcha. Tom, que había calmado a los otros huéspedes, iba tras ellos.
La habitación era grande, con una cama con colchón de plumas en un extremo y una mesa llena de libros de asientos en el otro. Owen dejó sus cosas junto a la puerta y se dirigió a la mesa. Tom y Bess se le unieron. Estudió rápidamente sus rostros: ambos eran honrados y compasivos por dejarlo seguir en la casa. Ni por un momento creyó que lo hicieran por el negocio. Decidió decirles la verdad.
Bess gruñó de satisfacción cuando les dijo cuál era su cometido en York.
—Lo sabía. ¿No te dije que era más de lo que parecía, Tom?
—Oh, sí.
Tom parpadeaba, luchando contra el sueño.
—Y ahora Potter Digby aparece en el fondo del Ouse y alguien te arroja una antorcha a la cama —prosiguió Bess con los ojos brillantes de excitación.
Tom olvidó súbitamente su sueño.
—¿Digby? ¿Esa rata se ahogó?
—Lo encontraron esta noche.
—¿Estaba espiando para ti?
Owen asintió.
—Me parece que has armado un buen lío —dijo Tom sacudiendo la cabeza.
* * * * *
Después de que Tildy se hubiera marchado a su habitación a dormir y que Bess hubiera vuelto a la posada, Lucie se sentó junto a Nicholas. Escuchaba su laboriosa respiración y buscaba en su memoria alguna medicina que pudiera probar para aliviarlo. Lo que más lo debilitaba, estaba segura, era la lucha por poder respirar. No descansaba. ¿Cómo podría descansar, si cada aliento le costaba un esfuerzo? ¿Y cómo podría curarse si no descansaba? «No puedo vivir con esto.» ¿Acaso sabía lo que había hecho? ¿Podía ser que deliberadamente…? No. No se permitiría ni siquiera pensarlo.
Bess pensaba que Nicholas se estaba muriendo. Por eso aquella noche había hablado tanto de Will y Peter, sus difuntos maridos. Quería que Lucie estuviera preparada. Que supiera que la vida seguiría. Que empezara a buscar un sustituto para Nicholas. ¿Y quién mejor que Owen Archer? ¡Querida Bess! Ojalá la vida fuera tan simple.
Owen Archer era un enigma, pero Lucie tenía que admitir que era un buen elemento en el trabajo: no se quejaba nunca, ninguna tarea le parecía demasiado humilde, y las instrucciones debía dárselas una sola vez. Y esa voz, el modo en que tocaba el laúd… No tenía alma de soldado. Quizá realmente hubiera tomado la pérdida de su ojo como una orden divina de volverse hacia una vida más santa. No le había dado motivos para desconfiar de él. Su único defecto era el modo en que la hacía sentir, pero no podía culparlo por eso: ése era su propio pecado, que se explicaba por el largo tiempo que Nicholas llevaba enfermo.
Pues bien, Nicholas no estaba muriéndose. Ella no lo permitiría. Así que debía seguir combatiendo sus sentimientos hacia Owen. Pero eso no significaba que tuviera que ser descortés con él.
Trataría de ser más amable.
Debía de haberse adormecido al fin cuando una conmoción fuera ahogó la ruidosa respiración de Nicholas y la sobresaltó. Fue a la ventana y sus ojos contemplaron una imagen aterradora para todo poblador de una ciudad: fuego. Salía humo del piso superior de la posada. ¡Santo cielo! Bess y Tom… ¿lo sabrían? ¿Estarían despiertos? Algo grande salió por la ventana y cayó con un estruendo sordo en la nieve del suelo. Parecía estar quemándose. Le siguió una antorcha, que se hundió en la nieve con un silbido. Después aparecieron caras en la ventana y un chico corrió por el patio.
Lucie salió, con el corazón palpitante, y llamó al chico.
—¿Qué se ha incendiado?
—El cuarto de arriba. El del capitán Archer. —El chico señaló el objeto humeante del suelo—. Ése es su jergón.
Lucie se aferró a la cerca. «No. No a Owen. Por favor, Señor», rogó.
—¿Y el maestro Archer?
Tenía la garganta tan endurecida que el chico no pudo oírla. Volvió a hacer la pregunta.
—No estaba en su cuarto. Tuvo suerte, ¿eh?
—¿Alguien está herido?
—No que yo sepa.
Lucie le dio las gracias y se volvió a su casa mientras todavía podía hacerlo: temía que sus piernas dejaran de sostenerla en cualquier momento. Una vez dentro, como todavía no quería volver al lado de Nicholas, se sentó en la cocina.
Su reacción ante la noticia de que el cuarto de Owen se había incendiado la escandalizó. ¡Virgen Santa, era como si…! No, no como si. No podía mentirse a sí misma: estaba enamorada de Owen. Ella, que se creía tan fuerte, se había enamorado de un soldado tuerto. «Un bribón apuesto —había sido la primera impresión de Bess—, un favorito de las damas.» Lucie no podía creerlo. Un soldado, preparado para matar, y que había preparado a otros para matar. Los soldados pertenecían a una hermandad de la muerte que los volvía ineptos para la vida. Su propio padre era un hombre sin sentimientos: la había apartado de él al morir su madre. Sólo una joven necia podía enamorarse de un soldado.
Pero Owen no se parecía a su padre. Se parecía más a Geof, el caballero rubio que había amado su madre.
Owen decía que había dejado atrás la vida de soldado, pero no era más que una treta, un disfraz con el que quería ganársela. Ella tenía que recordar que había sido soldado.
Pero su cuerpo recordaba cuando él la tomó en brazos. Quizá con ello le había salvado la vida.
Pero si lo había hecho era porque estaba espiando en la oscuridad al pie de la escalera. ¿Por qué? ¿Cuál era su propósito? Tal vez se propusiera quitarle la botica cuando Nicholas muriese. Todo lo que necesitaba para ello era revelar un escándalo. Y el escándalo estaba esperando a que él lo descubriera. Las leyes no decían nada de una segunda oportunidad. No decían nada de excepciones debidas a enfermedad. Owen podía hundirlos en la miseria con un poco de información.
Lucie se dijo que debía de estar volviéndose loca, por pensar semejantes cosas de él y amarlo al mismo tiempo.
Apoyó la cabeza en los brazos e intentó calmarse. Se repitió que era sólo un aprendiz, que se había preocupado por él como lo habría hecho por cualquiera con quien hubiera pasado tanto tiempo, que era imposible que lo amara, que no debía amarlo. Ya tenía suficientes problemas sin eso.
* * * * *
Anselmo estaba postrado ante el altar, temblando. Si muriera en ese momento, se quemaría para siempre en los fuegos del Averno. Había matado dos veces. Él, que había rechazado la vida de la espada, había arrebatado dos vidas en una noche. Se sentía calmo respecto del segundo, el sacrificio por fuego del demonio de un solo ojo. Estaba seguro de que al enviar a Owen Archer a los fuegos del infierno estaba cumpliendo la voluntad de Dios. Y no le asustaba que fuera hombre de Thoresby, ya que el arzobispo no tenía motivos para relacionarlo con la muerte de Archer.
En términos generales, Anselmo estaba satisfecho por haber despachado a Archer. Pero la muerte de Digby era otra cosa.
—Dulce Salvador —susurraba—, soy vuestro… —vaciló, sin saber bien cómo seguir.
No se le ocurría cómo rezar ni por qué rezar. Había matado a Potter Digby. Ninguna plegaria, por muy sentida que fuera, cambiaría eso. Anselmo había asesinado a su emplazador, al hombre que había trabajado para él, que lo había acercado a su objetivo de terminar la capilla Hatfield, que nunca lo había engañado. Había asesinado a Digby por un rumor. Porque había sospechado que Digby podía cambiar de amo. Porque había temido que acusara a Nicholas Wilton en público, y que él se viera obligado a condenar a su amigo, a su queridísimo amigo.
Pero matar a Digby había sido un error. Anselmo lo había sabido ya en el momento en que se apartaba del río. Digby no lo había traicionado, puesto que le había comunicado su sospecha. Le había presentado los hechos y habría aceptado la decisión de Anselmo. Como siempre. ¿Por qué lo había matado, entonces? ¿Qué inspiración diabólica se había apoderado de él y torcido su razonamiento para empujarlo a semejante crimen?
—Dulce Salvador, perdóname. Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa.
Pero quizás había sido la voluntad de Dios. Quizá Digby se lo habría dicho a otro. Quizás habría entregado a Nicholas. Y Dios quería que Anselmo protegiera a Nicholas. Con ese propósito Dios había reunido a Anselmo y Nicholas en la escuela de la abadía.
Desde que Anselmo había visto a Nicholas, había comprendido que su papel era protegerlo. Brillante, humilde, hermoso y frágil como un ángel, no había duda que Nicholas era uno de los hijos especiales de Dios. Destinado a sentarse a la diestra del Señor por toda la eternidad.
Y Anselmo había sido destinado a protegerlo.
Él lo sabía todo sobre la necesidad de protección. Su padre había usado la casa familiar como campo de preparación de soldados jóvenes. Anselmo había decepcionado a su padre por ser tranquillo y estudioso, delgado como una niña, según decía con asco. Sólo su madre lo había querido. Su hermano mayor se parecía al padre. Su hermana era una amazona. Anselmo era el consuelo de la madre.
Hasta que ella lo apartó para tener un romance con uno de los jóvenes. Tonto como era, él anduvo dando vueltas por las cuadras hasta llamar la atención del padre, que lo sometió a entrenamiento militar: lucha, esgrima, arquería. Sus resultados eran desesperantes. Los jóvenes se reían y su padre se sentía humillado. Una noche, después de beber demasiado vino, arrancó al chico de su cama y se lo dio a los hombres. «¡Esto es lo que les pasa a los chicos que se esconden tras las faldas de las mujeres!»
A la mañana siguiente, dolorido y avergonzado, Anselmo se escondió. Al fin su madre preguntó por él. Le contó todo, pese a la vergüenza, pues estaba seguro de que ella se apiadaría y de algún modo intercedería por él. Pero ella no se tomó en serio el horror que sentía su hijo.
—Así son los hombres, mi pequeño. No puedo protegerte del mundo.
Trató de explicarle el dolor, el horror, pero ella se reía.
—¿Y crees que a mí me resulta diferente, pequeño tonto? Observa la próxima vez que tu padre venga a mi cama. Observa.
Lo hizo. Su padre la molió a golpes y copuló con ella con tal furia que la joven soltaba aullidos de dolor. La muchacha se quedó llorando, ovillada en el lecho. Anselmo fue junto a ella y trató de consolarla. El hedor de su padre seguía en el cuarto.
Prometió matar a su padre la próxima vez que fuera a buscarla. Vigiló. Pero el siguiente hombre que pasó por su cama fue el joven soldado que le gustaba a su madre. Y ella se exhibió desnuda sin pudor, lo atrajo, lo estimuló. Eran animales en celo.
Cuando el hombre se marchó, Anselmo fue a la cama. Había olor a sexo alrededor de su madre. Anselmo apoyó la cabeza en el pecho de ella, pero su madre lo rechazó.
—Os he visto —dijo él.
—Pequeño espía. ¡Fuera!
—Tú me dijiste que mirara —se defendió Anselmo.
—Aquella vez. Sólo aquella vez.
—Déjame amarte como hizo él.
—¡Santo cielo! —Su madre se sentó, tapándose con el cobertor—. Tu padre tiene razón: no eres normal.
Anselmo vio odio en sus ojos. Ella, que lo había amado. La única que lo había amado. No podía ser cierto. Alargó una mano hacia su madre.
Y ella, la perra sin corazón, gritó llamando a su doncella. Lo había mimado y acariciado mientras eso le divertía, y, ahora que lo había hecho totalmente dependiente de su amor, lo despreciaba. Se lanzó sobre ella y trató de arrancarle los ojos. Fue sacado en vilo de la cama y enviado a los soldados. Éstos se divirtieron con él hasta que encontró un protector.
Oh, sí, comprendía la necesidad de un protector.
Después lo habían enviado a Santa María, y fue él quien se convirtió en protector. Y lo hacía bien. El Señor sabía que lo había hecho lo mejor posible. Hasta su padre habría podido sentirse orgulloso. Y aquella perra habría aprendido a temerle.
Pero ¿no habría ido demasiado lejos? ¿Podía haberse equivocado respecto de los objetivos de Dios? Ya no podía recordar la señal con la que Dios le había enseñado su camino en la vida, y aquello lo asustaba.
Pobre Digby. Anselmo lo lamentaba. Deseaba no haber tenido que matarlo.