El hermano Michaelo entró silenciosamente en la habitación.
—Tu emplazador le ha hecho una visita al viejo cabeza hueca hoy mientras me estaba aplicando la cura.
—Lo sé.
Los ojos del joven se dilataron, con una mirada alerta que era inusual en él.
—¿Tienes otro amigo en Santa María?
—Es encantador de tu parte que te pongas celoso, Michaelo. Pero fue el enfermero mismo quien me lo dijo. Al viejo necio le preocupaba saber por qué había querido interrogarlo a él. Se delatará, Michaelo, y no puedo permitir que eso pase.
Michaelo se encogió de hombros y bostezó.
—Nunca he podido comprender por qué te molestas por Nicholas Wilton, ese tipo acabado. Un boticario. Un comerciante, en realidad.
Suspiró, y se dejó caer en una silla.
—Alguna vez fue tan bello como tú, mi potro.
—Pero ahora está paralítico.
—Es la juventud la que te hace cruel.
—Me pregunto si te preocuparás por mí cuando sea viejo y paralítico.
—Estaré muerto desde mucho tiempo antes.
—Pero ¿lo harías? ¿Te preocuparías?
Anselmo apartó la vista. Por supuesto que no. Michaelo iba a él por codicia, no por amor. Él representaba su oportunidad de escapar de la abadía. Lo de Nicholas había sido diferente. Él había amado a Anselmo hasta que el abad los había asustado. Y, aun después, había quedado la ternura. Nunca habría nadie como Nicholas. Nunca. Pero Anselmo necesitaba la lealtad de Michaelo.
—Por supuesto que me preocuparía por ti, Michaelo. Significas mucho para mí.
Michaelo se desperezó, satisfecho, y se puso en pie.
—¿Debo hacer algo con el viejo cabeza hueca?
—Lo pensaré.
—¿Y qué recibiré a cambio?
—Una palabra al oído del arzobispo. Sobre lo útil que podrías ser como secretario del lord canciller. Es lo que quieres, ¿no? Ver la corte.
Michaelo estaba bien dotado para esa vida. En cambio se volvería loco poco a poco en la abadía, donde se sentía prisionero, donde su único recreo era el vino del enfermero.
Michaelo sonrió.
—¿Y qué hay del maloliente?
—Yo me ocuparé del emplazador.
—Lo han visto con el galés tuerto. En la taberna de York. Y en otros sitios.
Anselmo simuló no estar sorprendido.
—Digby es un truhán —repuso.
—Es muy apuesto, el galés.
Anselmo hizo caso omiso del comentario. Michaelo era demasiado perezoso para ser promiscuo. Pero no tan perezoso como para no poder hacerse cargo de Wulfstan. Sabía que no le convenía decepcionar a Anselmo. No podía permitir que el arcediano le hablara al abad Campian o al arzobispo Thoresby de los pequeños robos de Michaelo, o de los sobornos que pagaba para escapar al trabajo. Esa conducta no le ayudaría a conseguir el puesto que deseaba.
—La abadía es un sitio poco saludable este invierno, mi potro. Cuídate de no resfriarte tú también.
Michaelo frunció los labios con un mohín.
—Te cansas de mí —se quejó.
—En absoluto, Michaelo. Estoy preocupado por tu bienestar.
Por fin el joven se marchó y Anselmo se enfrascó en sus pensamientos. Digby lo había traicionado. Potter Digby, a quien él había sacado del barro y puesto en el camino de la salvación, se reunía con Owen Archer en la taberna de esa perra, conspiraba contra él, contra el hombre que lo había sacado de la miseria y lo había apartado de la condenación segura con esa bruja de madre. Perro. Monstruo ingrato.
* * * * *
El hermano Wulfstan se marchó de casa de los Wilton con la mente llena de confusión.
El amable Geoffrey, un hombre de aspecto tan inocente, había sido el amante de lady D’Arby. Cuando Wulfstan había oído hablar del adulterio, se había imaginado un caballero libertino. Un Fitzwilliam. Un Owen Archer. Lleno de falsa elocuencia, astuto, indiferente a los sentimientos del prójimo. Pero Geoffrey no se parecía en nada a esa imagen. Era un hombre temeroso de Dios, amable, considerado. ¿Cómo podía haber traicionado a sir Robert D’Arby, el hombre al que había servido? Si Wulfstan hubiera sido un campesino en lugar de un monje, ¿lo habría entendido? Nunca había imaginado que Geoffrey se hubiera acostado con la mujer a la que recordaba con tanta ternura. Una mujer casada. Ése debía de ser el pecado que había llevado allí a Geoffrey a hacer las paces con el Señor.
Pero también había mencionado que había matado a alguien, un detalle al que Wulfstan no había prestado atención. El hombre había sido soldado y había confundido al pobre Nicholas con otro. ¿O no?
«¿Nicholas Wilton es maestro? ¿El hijo del viejo Paul? —había dicho—. No, no puede ser. Estáis equivocado. Nicholas Wilton murió hace quince años.» Geoffrey casi se había enfadado, insistiendo.
Y había sido él mismo, Wulfstan, quien se lo había contado a Nicholas.
¡Santo Dios de los Cielos! ¡Santa María y todos los santos!
Pero ¿por qué Geoffrey habría tratado de matar a Nicholas? ¿Por celos, tal vez, debido a la amistad entre Nicholas y lady D’Arby?
Wulfstan se encaminó a la capilla. «Mi amadísimo Señor —rezó, arrodillado en las piedras frías—, ayúdame a entender; dime qué debo hacer.»
Clavó los ojos en la imagen de María, madre de Dios, la Virgen madre, y permaneció arrodillado allí sin tener conciencia del tiempo que pasaba, con sus pensamientos convertidos en un torbellino. No lograba encontrar un sentido. ¿Y qué pensar del arcediano? Había sido amigo de Nicholas en la escuela de la abadía. Más que un amigo. Si Geoffrey había tratado de matar a Nicholas y Anselmo lo sabía… Era demasiado para la mente de Wulfstan.
Se levantó de la losa húmeda, se alisó el hábito, y fue en busca del abad Campian.
* * * * *
Owen decidió que era hora de tener otra charla con Wulfstan y pidió permiso a Lucie para ir después de vísperas. Si permitía que el viejo monje tuviera demasiado tiempo para pensar en la visita de Digby, podía terminar hablando con gente que no convenía. Fuera ésta quien fuera. Y debía descubrir el secreto que Wulfstan compartía con Lucie.
No le gustaba la idea de tener que interrogar al viejo monje, pues sabía que sus preguntas lo turbarían. Le disgustaba acosar a Wulfstan, pero era mejor molestarlo que dejarlo meterse en una trampa.
El abad Campian pareció intrigado cuando se presentó ante él.
—Sois el segundo visitante del hermano Wulfstan hoy. ¿Esto tiene algo que ver con la visita anterior del emplazador Digby?
—Estoy al tanto de esa visita —reconoció Owen.
—Lo cual me resulta un tanto sorprendente, ya que el arcediano no lo sabía. —El rostro habitualmente tranquilo de Campian tenía expresión de desconcierto—. Las preguntas del emplazador fueron sobre sir Geoffrey Montaigne. Presumo que sabéis quién era.
—Sí, lo sé.
—¿Y vuestra investigación sobre la muerte de Fitzwilliam os lleva a investigar la de Montaigne?
Con tan poca información como tenía, Campian había adivinado la verdad. Owen comprendió por qué había llegado a abad.
—Es esencial que guardéis mi secreto.
—¿Y el hermano Wulfstan? ¿Qué le digo a él? Está alarmado por la visita del emplazador. Ahora volvéis vos. Es un hombre anciano y las muertes en la enfermería lo afectaron profundamente. En especial la de Montaigne.
—Cuando me haya dicho lo que necesito saber, le explicaré todo.
El abad asintió en silencio y alzó la vista. Owen leyó una tranquila resolución en sus ojos.
—Mañana llega el arzobispo. Hablaré con él sobre esto.
—¿Puedo hablar con el hermano Wulfstan?
—No hasta que yo haya hablado con Su Ilustrísima —contestó Campian.
—Venid conmigo a hablar con el secretario del arzobispo, Jehannes —midió Owen—. Él os dirá que Su Ilustrísima quiere que yo haga esto.
El abad no se inmutó por sus palabras.
—Hablaré con Su Ilustrísima mañana.
* * * * *
Digby se vistió con especial esmero y se ocupó de que su posadera, la viuda Cartwright, supiera que esa noche cenaba con el arcediano.
—Debe de estar complacido con vos para concederos tal honor —comentó la viuda, que ya estaba pensando a quién se lo contaría primero.
Las noticias sobre el emplazador eran recibidas con avidez, pues a todo el mundo le interesaba seguir de cerca su carrera. Los buenos tiempos para Digby significaban problemas para alguien, y convenía saber cuándo había que cuidarse.
Digby se encaminó hacia la catedral tan deprisa como le permitían el barro helado y las piedras resbaladizas. Al ponerse el sol, las lodosas calles volvían a congelarse, y de los charcos helados subía una niebla que se mezclaba con el aire húmedo del río. Pese a su capa de lana, Digby estaba helado cuando llegó a los aposentos del arcediano.
Mientras se calentaba ante el fuego, bebió un vaso de vino con especias, y luego se sirvió otro. Cuando se sentaron a comer ya se sentía repuesto y se dispuso a pasar una velada agradable. El arcediano parecía de un humor expansivo: hablaba de las vidrieras de la catedral y del papel fundamental de Digby en la recolección de fondos. Brindaron por la sociedad que conformaban y cortaron la excelente carne asada. Quizá fue a causa del vino que el arcediano lo alentaba a tomar, quizá por los elogios, lo cierto es que la lengua de Digby se soltó. Charló sobre una cosa y otra, avanzando hacia un tono confidencial, hasta sacar a relucir la única mancha que turbaba su satisfacción por lo demás perfecta: la sospecha de que Wilton había envenenado al peregrino de la abadía, y de que se vacilaba en llevarlo ante la justicia en razón de su amistad con el arcediano. Por supuesto que Digby no llegó a acusar a Anselmo de proteger a su amigo. De hecho, se disculpó por sus sospechas. Pero la gente cambiaba con el tiempo, y se veía metida en situaciones que torcían su pensamiento y la llevaban por mal rumbo.
Anselmo parecía atónito.
—Hacéis una acusación grave; Digby. ¡Mi amigo por mal rumbo! En realidad podría suceder como decís, pero Nicholas… Nunca he visto indicios de mal en él —aseguró el arcediano, girando la copa en la mano—. Pero debo reconocer que, como mi emplazador, siempre habéis mostrado buen juicio. Quizá podríais explicarme cómo habéis llegado a esa idea.
Más que el vino, los elogios habían puesto eufórico a Digby. En ese ánimo, le dio todos los detalles que había reunido. Salvo, una vez más, su sospecha de que Anselmo quería encubrir a Nicholas. Pues ahora estaba seguro, sentado frente al hombre y viendo su continente piadoso y tranquilo, de que el arcediano no podía ser culpable de algo así.
Cuando el emplazador concluyó, Anselmo dejó la copa en la mesa.
—Os agradezco la sinceridad —dijo—. Lo pensaré esta noche, Digby, y mañana os comunicaré mi decisión.
Durante el resto de la cena, Digby encontró distraído al arcediano, cosa que en realidad no le sorprendía. No habría sido un buen amigo si se hubiera tomado fríamente una sugerencia como aquélla. El emplazador se despidió con el sentimiento de haber hecho lo que debía.
Pero, en su camino de regreso, el aire húmedo y helado empezó a despejarlo. Y a medida que se despejaba crecía su temor pensando en lo que había hecho, recordando la tranquilidad con que el arcediano había recibido la acusación contra su amigo. Había fruncido el entrecejo, pero no había soltado una sola exclamación. Ni había manifestado sorpresa.
Se le ocurrió entonces que había sido imprudente soltarlo todo, y empezó a temblar. Sabía que era en parte el efecto del vino, que alteraba sus nervios, pero sentía miedo, y estaba demasiado preocupado para ir directamente a la cama. Por lo que, helado como estaba, y mientras una suave nevada caía sobre él, se encaminó por el callejón Mocho, dobló por la calle Mala, pasó frente al hospital de San Leonardo y llegó a la torre Lendal. El olor y el rumor del río solían calmarlo.
Se detuvo en la pasarela que bordeaba la torre y se asomó para contemplar el agua que corría abajo. El río estaba crecido por el comienzo del deshielo y procuró que el sonido familiar lo tranquilizara. Pero el movimiento sólo logró marearlo y revolverle el estómago. Cerró los ojos, pero seguía viendo la corriente, sólo que ahora en un remolino. Sintió el gusto de la bilis y los latidos de la cabeza. Demasiado vino. Oh, dulce Jesús y todos los santos, estaba borracho.
De pronto sintió una mano en el hombro.
—¿No os sentís bien, amigo mío?
Digby reconoció la voz con un estremecimiento de vergüenza y miedo. Aspiró una gran bocanada de aire y apretó las manos contra las ásperas piedras de la torre antes de abrir los ojos.
—Me temo que mi hospitalidad fue excesiva —añadió Anselmo—. El vino os ha descompuesto.
Estaba demasiado oscuro para distinguir la cara del arcediano, pero algo en su voz asustó a Digby. Su intención, desde luego, era parecer simpático, amable, pero aun así se traslucía un acento glacial. Quizá fuera sólo censura.
—Perdonad. Me he comportado como un tonto…
Digby sentía la lengua gruesa y pastosa y la sed lo atenazaba.
El arcediano puso protectoramente un brazo sobre los hombros del emplazador.
—Venid. Os ayudaré a llegar a vuestra casa.
—No es necesario. Puedo arreglármelas.
—Por favor —insistió el arcediano—, dejadme cumplir con mi deber cristiano.
Empezó a conducir a Digby, con un brazo en la espalda y la mano cogiéndole el codo. La pasarela estaba muy resbaladiza y Digby no pudo sino agradecer la ayuda del arcediano. Olvidó de qué había tenido miedo. Llegaron al final de la senda y el arcediano se detuvo, al borde de la ribera cubierta de nieve que descendía hacia el oscuro y torrencial Ouse. El agua era profunda en aquel punto.
—La grandeza de Dios manifiesta, ¿no es así, Digby?
La pronunciada pendiente y el movimiento del agua provocaron otra oleada de mareo en Digby, que le dio la espalda al río.
—Debo ir a casa.
—A casa, sí. ¿Cómo llaman a vuestra madre? ¿La Mujer del Río? Sí. El río. Ése es vuestro verdadero hogar, ¿no es verdad, amigo mío? —Digby no alcanzaba a comprender por qué el arcediano seguía hablando. Se trataba simplemente de volver a casa, pero él proseguía—: Aun en una noche como ésta, tuvisteis que pasar por aquí a oír la voz del río. ¿Qué es lo que dice, Digby? ¿Qué os susurra el río?
Digby sacudió la cabeza, se apoyó contra el arcediano, y enterró la cara en la capa de lana rústica.
—¿Le dais la espalda, Digby? Hombre necio. —La voz se endureció—. Nunca se debe dar la espalda a una mujer. Hay que mirarla a los ojos, mirar en su interior, ver su traición. Cuando uno mira hacia otro lado su voz suena consoladora, nos murmura, pero debemos volvernos, Digby, y mirar. Mirar en su interior, Digby. Ver su traición.
Un par de manos fuertes dieron la vuelta a Digby. Trató de aferrarse a la capa, pero no había más que aire. La visión del Ouse plateado y torrencial lo mareó, y soltó un grito.
Una mano le tapó la boca, un golpe le hizo perder pie, y sintió que lo arrojaban por los aires. «¡No, santo Dios, no!», murmuró aterrado. Salió despedido hacia la empinada ribera y cayó, primero por el aire helado, después deslizándose por la nieve, bajo la cual había piedras que lo desgarraban. La nieve, horriblemente fría, le ardía en las manos cortadas que trataban de aferrarse a una roca, a un arbusto, a cualquier cosa que detuviera la caída. El tronar del río le advirtió su proximidad y el agua subió para tocarlo y abrazarlo. Se debatió en las heladas aguas, pero la bebida y el dolor lo debilitaban. Siguió hundiéndose hasta profundidades más tibias, que eran reconfortantes, agradables. No. Esto era una locura. Tenía que respirar, y aquí en el fondo no se podía. Luchó por subir y se golpeó la cabeza contra algo. ¿Había nadado hacia abajo, por error? Cambió de dirección, pero la sentía equivocada. El pánico lo invadió. Era incapaz de saber dónde era arriba y dónde era abajo, y sentía una terrible opresión en el pecho. «Estoy muerto —pensó—. Me ha matado.» Un gran sollozo le subió desde el alma, y se entregó al río.