Capítulo 12

Nudos

Owen permanecía despierto en la cama, inquieto por todo lo que le había dicho Digby.

Montaigne y Amelie, lady D’Arby. Había habido un escándalo. Como marido de Lucie, Nicholas Wilton podía haber querido vengar el honor de la familia de su mujer. Pero seguramente eso era historia antigua. Por otra parte, el regreso de Montaigne a York debía de haber reabierto viejas heridas.

Owen pensó en el hombre envejecido y marchito que yacía enfermo en su cuarto y no pudo menos de decirse que Nicholas no parecía tener el vigor necesario para idear un crimen y ponerlo en práctica.

En aquel momento Owen tuvo una idea horrible y, aunque trató de apartarla de su mente, fue en vano: la poción podía haber sido preparada por Lucie Wilton. Ella era práctica en el oficio, capaz de preparar un medicamento tan bien como su esposo. Digby había dicho que Wilton había llevado la poción a la abadía, pero el emplazador no podía saber quién la había preparado.

Tal vez hubiera sido Lucie Wilton. Podía tener motivos para odiar a Montaigne. Su marcada antipatía por los soldados era evidente, aunque Owen había dado por supuesto que el sentimiento provenía de su padre, que la había mandado al convento y había desaparecido tras la muerte de su madre. Pero quizá se debía a Montaigne. El hecho de que éste no se hubiera identificado podía no ser significativo. Sabido es que el poder de observación de los niños es grande, y Lucie podía haberlo visto en el pasado y haberlo reconocido ahora. Tenía que averiguar si ella había ido a la abadía mientras Montaigne estaba allí.

El mero hecho de considerar la posibilidad de su culpa le hizo sentir una punzada de dolor en el ojo ciego, pero se dijo que no podía descartarla. Lucie Wilton estaba entre los sospechosos y su condición de mujer hermosa no debía oscurecerle el juicio. Owen sabía muy bien que una mujer podía ser tan dura como un hombre. Al fin y al cabo, no había sido el juglar quien lo había cegado.

Aun así, le resultaba una sospecha desagradable. Sólo un mundo malvado y sin redención podía hacer que Lucie Wilton traicionara su vocación de curar y usara su don divino para matar.

Sin embargo, no se había turbado de igual modo cuando sus sospechas sobre el mismo crimen recaían sobre Nicholas. Al advertirlo, Owen sintió disgusto hacia sí mismo. Le gustaba Lucie Wilton, y dejaba que eso empañara su discernimiento. No era imposible que Lucie hubiera querido vengar la triste muerte de su madre. Y dada su capacidad como boticaria, el modo más simple de matar para ella era ése.

Por supuesto, su razonamiento era válido si Digby estaba en lo cierto y Montaigne había sido envenenado. Pero ¿qué pasaba entonces con Fitzwilliam?

También era posible que Digby se equivocara. La prueba, si había alguna, estaba enterrada junto con Montaigne, en la tumba de un peregrino sin nombre. ¿O acaso la tumba tendría algún tipo de identificación? ¿Qué clase de palabras dirían los monjes de Santa María sobre la tumba de un peregrino sin nombre? ¿Y qué epitafio grabarían en ella? ¿Un amable peregrino que encontró su fin tal día del trigésimo sexto año del reinado de Eduardo III de Inglaterra?

En la tumba estaban sus pistas, se dijo Owen. Buscó una mejor posición en el lecho, se volvió hacia la izquierda, y un dolor lacerante le atravesó el hombro. Con una maldición se volvió sobre el costado derecho.

Qué tareas tan desagradables le obligaba a hacer esta investigación, gruñó para sí Owen: primero luchar con lord March, y ahora abrir una tumba. Y turbar suelo bendecido era un sacrilegio. ¿Dios lo culparía por ello? No valía la pena preocuparse por eso todavía, pues tal vez ni siquiera tuviera oportunidad de descubrirlo. El abad Campian probablemente se negaría a cooperar. Y Thoresby podía rechazar pruebas conseguidas de ese modo. En cuanto a él, no le gustaba en absoluto esta intromisión en la vida privada del prójimo: era algo que lo ponía en el mismo plano que el emplazador.

* * * * *

A la mañana siguiente, Owen salió en busca de Digby. Lo descubrió en las sombras de un portal, cerca del mercado, observando a una criada y un soldado que se hallaban al final de los puestos, las cabezas inclinadas juntas, hablando en voz baja.

—¿A la busca de pecadores? —le preguntó Owen. El soldado los miró y susurró algo a la joven.

Digby retrocedió más hacia la sombra y se llevó un dedo a los labios.

La pareja partió, la muchacha hacia uno de los puestos, el soldado hacia un camarada que lo esperaba.

—Tengo una misión para ti, amigo —dijo Owen sonriendo. Digby le dirigió una mirada de disgusto.

—Así que somos amigos ahora, ¿eh?

—Hiciste que todo el mundo se enterara de nuestro encuentro en la taberna —contestó Owen.

—¿Y os ha causado problemas?

—Espero que no. El tiempo lo dirá.

—Pues bien, has estropeado mi mañana. ¿Qué quieres?

* * * * *

Los intentos de Henry de atar la venda alredededor de la cabeza del monje hicieron sonreír a Wulfstan. Michaelo tenía una de sus habituales jaquecas aquella mañana y Wulfstan pensó en aprovechar la oportunidad para enseñar a Henry el tratamiento al que el monje respondía mejor: matricaria macerada en vino caliente, para disimular su sabor amargo, y después un trapo empapado en agua mentolada envolviendo la cabeza. Wulfstan sospechaba que Michaelo disfrutaba del vino extra y de la oportunidad de sentarse y soñar mientras la cura tenía efecto, pero parecía un vicio inofensivo. No aparecía todas las semanas quejándose; sólo dos veces al mes, y a intervalos irregulares, así que podía ser sincero. En el peor de los casos, se trataba de un vicio moderado.

Henry se había desenvuelto bien para preparar la matricaria en vino y empapar el trapo, pero sus dedos eran muy poco hábiles para hacer el nudo.

—Veo que no ha habido pescadores en tu familia —comentó Wulfstan.

—Nunca he navegado, hermano Wulfstan. Ni he atado un nudo. ¿Soy muy estúpido?

—No me parece que la práctica de hacer nudos lo vuelva a uno inteligente, Henry. Ya aprenderás. —Wulfstan volvió a indicarle cómo se hacía, y Henry probó nuevamente—. Mejor. Mucho mejor, Dios sea loado.

Wulfstan deshizo el flojo nudo y tendió el trapo a Henry.

—Empápalo una vez más y vuelve a probar.

El hermano Michaelo era muy paciente con las infructuosas tentativas; bebía lentamente su vino y canturreaba. Era obvio que el vino hacía su magia. De hecho, ahí debía de estar la clave para Michaelo, pensaba Wulfstan: en el amor al vino. Agradeció al Señor que Michaelo no fuera su aprendiz en la enfermería.

El siguiente intento de Henry con el nudo fue interrumpido por la jadeante entrada del hermano Sebastian.

—El emplazador Digby quiere veros, hermano Wulfstan —anunció.

El nombre de Digby bastó para producir ardor en el estómago del enfermero.

—El abad me dijo que lo trajera aquí. ¿No hay peligro?

Sebastian, un hombre saludable, asociaba la enfermería con sangre y muerte.

—No lo hay —aseguró Wulfstan, aunque habría querido poder decir otra cosa y no permitirle la entrada al emplazador. «Santa Madre de Dios, —rezó—, que Digby no traiga malas noticias esta vez.»— Hazlo pasar.

Volvió entonces su atención al trabajo de Henry.

—Vaya, Henry, muy bien, así se sostendrá.

—Atad un bote con ese nudo, y la primera ola se lo llevará —terció alguien.

El hermano Wulfstan reconoció la voz de Digby.

—La cabeza del hermano Michaelo no se la llevará ninguna ola —replicó, irritado porque el intruso contradijera su elogio.

El hermano Michaelo estornudó y abrió los ojos.

—¿Qué es lo que huele a agua del río? —preguntó—. ¿No será el trapo?

Wulfstan se llevó a Digby a un lado, mientras Henry tranquilizaba a Michaelo asegurándole que había empapado el trapo en agua de pozo. El emplazador siguió a Wulfstan hasta el hogar, al otro lado de la habitación.

—Perdonad por interrumpir vuestro trabajo —se disculpó.

Wulfstan cerró los ojos y se preparó para recibir malas noticias.

—¿Qué noticias traéis, emplazador?

—Ninguna. Sólo una pregunta, si no os incomoda. Es para los registros diocesanos.

—Mi abad debería ser la fuente, si se trata de registros —repuso el monje.

—Perdonad, pero creo que sois la persona más apropiada para responder a mi pregunta. Es sobre el peregrino que murió en vuestra enfermería, en este mismo cuarto, la noche de la primera nevada.

«Deus juva me», susurró mentalmente Wulfstan, sintiendo que las piernas amenazaban con dejarlo caer.

—Perdonad mi falta de amabilidad. Sentaos junto al fuego y descansad. —Se sentó él también y se aferró con ambas manos las rodillas a través de la basta tela del hábito para impedir que entrechocaran—. El peregrino. Sí. ¿Cuál es la pregunta?

—¿Lo enterraron en terreno de la abadía?

Wulfstan sopesó la pregunta. O, más bien, lo que ésta implicaba. ¿Por qué iba a interesarse el arcediano en el sitio donde había sido enterrado alguien? ¿Para asegurarse de que estaba enterrado? Wulfstan había oído que existía un comercio de cadáveres para reliquias. Pero era poco probable que el arcediano tuviera motivos para sospechar que los monjes de Santa María traficaran con falsas reliquias. No.

Más probable era que cuestionara el motivo de la muerte del peregrino. Esperaban desenterrar el cuerpo aquí en York y hacer que el maestro Saurian lo examinara. Wulfstan había oído hablar de tales prácticas. Pero no podía creer que el arzobispo estuviera dispuesto a permitir que se profanara de ese modo suelo consagrado. ¡Santa Madre de Dios! Ignoraba si era posible comprobar algo, habiendo transcurrido tres meses desde la muerte. Pero si las marcas del veneno eran visibles… Entonces lo culparían a él. ¡Cielo santo! Y no tendría más remedio que señalar a Nicholas Wilton. Y Lucie perdería su seguridad. Y él la enfermería, pues, como Lucie había señalado con mucha prudencia, ¿cómo iba a confiar el abad Campian en que él no volviera a cometer el mismo error? Lo declararían incompetente a causa de su avanzada edad.

—Hermano Wulfstan… —Digby se inclinaba hacia delante, con el entrecejo fruncido—. Sólo os pido un sí o un no.

Era cierto. Y no se le ocurría ningún motivo para negarse a contestar.

—Todos mis pensamientos están en el hermano Michaelo esta mañana, emplazador. Sí. Enterramos al gentil caballero en terreno de la abadía, como él había pedido.

—¡Ah! Entonces hizo una donación a la abadía.

Wulfstan asintió.

—El abad os podrá decir el monto.

—¿Y qué nombre inscribieron en la lápida?

La pregunta intrigó a Wulfstan.

—Ningún nombre, sólo «Un peregrino», como él habría querido.

—¿Y el legado? ¿A quién se lo cobrarán?

—Él lo trajo consigo. Botín de guerra, dijo. Realmente, no son preguntas para un enfermero.

El emplazador se puso en pie.

—Os aseguro que me habéis sido muy útil —declaró.

Wulfstan lo acompañó a la puerta, donde esperaba Sebastian para acompañarlo hasta la salida. Digby puso una mano en la puerta como para impedir que se la cerraran en la cara y añadió:

—Pero él debió de deciros su nombre. O traería consigo algo que permitiera identificarlo.

Wulfstan negó con la cabeza.

—Puedo aseguraros que no. Nunca lo dijo y no traía nada que indicase quién era.

—¿Tuvo visitas mientras estuvo aquí?

—Ninguna.

—¿Nadie de la ciudad? —insistió Digby.

—Nadie en absoluto, emplazador Digby.

Con un encogimiento de hombros, el emplazador se marchó y Wulfstan volvió a sus interrumpidas tareas, pero su mente era un torbellino. Sin duda el arcediano había enviado a Digby, pero ¿por qué? ¿Adónde apuntaba? Quizá la catedral cobrara una porción de cada legado. Esos asuntos no eran de su incumbencia, aunque hubiera hablado sobre ese tema con el emplazador. Digby no podía haber acudido a la enfermería en busca de esa información; salvo que el abad hubiera negado que la abadía recibiera un legado, para conservar todo el dinero en Santa María, donde solía haber más gastos que dinero. El muro de la huerta necesitaba reparación, una exquisita casulla se había desgarrado y la podredumbre había debilitado varias de las mesas del refectorio. Pero ¿acaso su abad mentiría? Wulfstan lo dudaba. Nunca había sabido que Campian se escondiera tras una mentira. En realidad, Wulfstan esperaba fervientemente no equivocarse sobre su superior, pues siempre lo había tenido como modelo.

Ahora que lo pensaba, las dos preguntas que había venido a hacer el emplazador eran si el peregrino estaba enterrado en la abadía, y cuál era su nombre. Su nombre. ¿Sería un fugitivo? Quizá. Pero en ese caso no tenía sentido esperar que hubiera dado su verdadero nombre. Y Digby no había pedido una descripción. Además, el peregrino parecía ser un hombre honrado.

—¡Hermano Wulfstan, os habéis cortado! —exclamó Henry, preocupado.

Cogió el cuchillo de manos de Wulfstan y señaló la sangre que manaba de un corte. Wulfstan miró fijamente su roja sangre antes de verla.

—¡Oh, vaya! —Había estado picando perejil para preparar un tónico matutino. Y se había cortado la mano sin notarlo, sin sentirlo más que cualquiera de sus otros dolores y achaques. Se persignó y musitó una plegaria de agradecimiento porque no hubiera sido más grave—. Pues bien, ahí puedes ver los peligros de la distracción cuando se trabaja con instrumentos cortantes, Dios sea loado —dijo en tono despreocupado para no inquietar al querido Henry.

—Os lo lavaré —ofreció el novicio.

Wulfstan aceptó sus cuidados y después fue a pedirle al abad permiso para salir a la ciudad.

—¿Tiene que ver con la visita del emplazador? —preguntó el abad Campian.

Wulfstan podía ocultar cosas, pero era incapaz de mentir.

—Sí. Quiero saber por qué el arcediano Anselmo lo envió a verme. ¿Pidió expresamente hablar conmigo?

El abad asintió.

—Yo también me quedé intrigado. ¿Qué quería?

El abad oyó su relato y luego suspiró.

—Es muy lamentable. Si me hubiera preguntado, yo podría haberle dicho el nombre del peregrino. Montaigne. Sir Geoffrey Montaigne. Sospecho que el arcediano quiere tacharlo de su lista de infidelidades conyugales, ahora que ambas partes han muerto.

Wulfstan lo miró sin entender.

—No os comprendo.

—Dadle el nombre al arcediano, Wulfstan, y asunto concluido.

Wulfstan hizo un gesto de asentimiento y se volvió para salir, pero el abad lo detuvo.

—¡Hermano Wulfstan! No pensaréis salir con sandalias, ¿no es así?

El enfermero bajó la vista a sus polvorientos pies. Se había puesto la capa y había olvidado las botas.

—¡Oh, no! —repuso, avergonzado—. Ha sido por culpa de la prisa.

El abad Campian puso una mano sobre el hombro del monje y lo miró a los ojos.

—¿Estáis en condiciones de hacer esta diligencia, mi viejo amigo?

—Oh, sí —repuso Wulfstan—. Simplemente tenía prisa.

El enfermero se apresuró a volver a su celda, mientras meditaba que tal vez todo aquel problema fuera el modo que tenía Dios de decirle que realmente estaba demasiado viejo para seguir a cargo de las vidas de los monjes de Santa María.

Pero su memoria estaba intacta y no olvidaría el nombre de sir Geoffrey Montaigne.

El cálido sol ya había convertido en barro la nieve caída en las calles, aunque todavía no era mediodía, y la humedad helada había penetrado el cuero de las gastadas botas de Wulfstan. Tenía los pies congelados por el tiempo que llevaba en la antesala, esperando para ver al arcediano.

—Hermano Wulfstan… —lo recibió sonriendo el arcediano cuando al fin lo hicieron pasar a su presencia—, ¿en qué puedo ayudaros?

Wulfstan se preguntó cómo empezar. No había pensado en el modo en que abordaría el tema. Había venido todo el camino preocupado por sus pies fríos y canturreando el nombre del peregrino para no olvidarlo.

—Yo… —En la duda, convenía ceñirse a la verdad—. Es sobre la visita que hoy me hizo el emplazador… En fin, podéis imaginaros cuánto turba a un alma la visita del emplazador. Y sus preguntas fueron tan extrañas… Me pregunté, y lo mismo hizo mi abad, cuál era la finalidad de interrogarme así.

El arcediano Anselmo cogió un pergamino y al momento volvió a dejarlo, empujó un tintero algo más a la izquierda, se tocó la ceja, y al fin dijo:

—Es la primera noticia que tengo de que mi emplazador os haya visitado, hermano Wulfstan. Pero quizá simplemente no recuerde con cual de sus investigaciones podéis estar relacionado. Si me decís qué fue lo que preguntó…

—Fue sobre el peregrino que murió en la abadía antes de Navidad. Me preguntó si el peregrino había sido enterrado en la abadía, y cuál era su nombre.

Anselmo se inclinó hacia él, con manifiesto interés, y Wulfstan no supo si sentirse complacido o no por ello.

—¿Y qué le dijisteis?

—¿No os lo transmitió? —se extrañó el monje.

—Todavía no. Como dije, yo no estaba enterado de su visita.

—¡Oh! Sí.

—¿Y cuáles fueron vuestras respuestas, hermano Wulfstan?

—Que el peregrino fue enterrado en la abadía. Pero el nombre no pude dárselo.

—¿Y no os dijo por qué preguntaba esas cosas?

Wulfstan negó con la cabeza. Notó que el arcediano compartía con el hermano Michaelo el hábito de dilatar las fosas nasales cuando pensaba. Como un caballo que resoplara. Un hábito curioso en humanos.

—¿Entonces no lo enviasteis vos a interrogarme? —inquirió el monje.

—Os aseguro que no, hermano Wulfstan, y me disculpo por cualquier incomodidad que su visita pueda haberos causado.

—Es muy extraño.

Y ahora Wulfstan se preguntaba si debía decirle al arcediano el nombre del peregrino. Después de todo, aseguraba no haber enviado a Digby, por lo que debía de ser el emplazador quien quería saberlo, no el arcediano. Wulfstan tenía un extraño presentimiento sobre todo este asunto. Intuía que debía proteger a su amigo muerto, Geoffrey, ya que él no había querido que se supiera su nombre. Pero el abad Campian le había dicho que le diera el nombre al arcediano.

Anselmo se puso en pie y Wulfstan hizo lo propio.

—Me decís que no le habéis dicho el nombre del peregrino —dijo el arcediano cuando acompañaba a Wulfstan a la puerta—. ¿Eso quiere decir que no lo sabíais?

¡Oh, cielos! ¿Podía desobedecer?

—No, arcediano, no sabía el nombre del peregrino.

Lo cual era cierto. No lo había sabido en aquel momento.

—Anónimo hasta la tumba.

Wulfstan asintió, con el corazón en la boca.

Una vez en la calle, se sintió débil y mareado. Y con frío. Le dolían las articulaciones y las extremidades. Pensó en el agradable calor del hogar de Lucie Wilton. La tienda del boticario estaba más cerca que la abadía y se sentía mal y helado. Decidió hacerle una visita y preguntar por Nicholas.

No había previsto que el aprendiz estaría ocupándose de la tienda.

—Yo… vine a ver a la señora Wilton. A preguntar por Nicholas. He salido y…

Owen asintió.

—La señora Wilton está en la cocina. Estoy seguro de que le agradará vuestra compañía.

El hermano Wulfstan fue a la rebotica y encontró a Lucie sentada junto al fuego, remendando.

—Qué agradable sorpresa —dijo ella, pero de inmediato su sonrisa se transformó en un gesto preocupado—. ¿Qué sucede, hermano Wulfstan? Parece como si hubierais visto un fantasma.

El monje no se había propuesto hablar del asunto, pero los modales de la mujer le hicieron querer confiarse a ella. Después de todo, en cierto sentido estaban embarcados juntos en esto.

—Hoy me ha visitado el emplazador Digby. Me hizo preguntas sobre el peregrino que murió la noche que Nicholas se puso enfermo.

Lucie lo hizo sentar y le sirvió una copa de vino con especias, después de calentarlo con un hierro candente.

—Ahora —dijo, tendiéndole la copa y volviendo a sentarse—, contadme qué quería.

—Quería saber si yo conocía el nombre del peregrino, si éste había recibido alguna visita y dónde estaba enterrado. Debe significar que sospecha que se cometió un pecado. Porque ése es el trabajo del emplazador.

Lucie parecía pensativa.

—Pero esas preguntas no parecen importantes, ¿no?

—No sé por qué las hizo. Ni por qué me las hizo a mí. El arcediano no quiso decírmelo.

—¿El arcediano? ¿Hablasteis con él también?

—Fui a verlo. Mi abad pensó que era lo mejor. Por eso salí a la ciudad. Pero el arcediano no parecía saber nada de la visita.

—¿Y pudisteis decirle a Digby el nombre del peregrino?

Una vez más se veía obligado a acercarse demasiado a la mentira.

—No… No pude decírselo.

Lucie lo miraba con atención.

—Se lo habríais dicho de haberlo sabido, ¿no es así?

—La caridad me es difícil con un hombre como el emplazador Digby.

—¿Le habríais mentido? —se extrañó Lucie.

Wulfstan se ruborizó.

—No es eso. Habría tratado de… evitar decírselo.

—¿Y es eso lo que hicisteis? ¿Evitasteis decírselo? ¿En realidad sabéis quién es el peregrino?

Si decía que sí, la pregunta siguiente naturalmente sería cuál era ese nombre. Y, una vez más, el viejo monje se resistía a revelar la identidad de su amigo. ¿Y qué bien le haría a Lucie saber para quién había mezclado Nicholas la poción fatal?

—No pude decírselo a Digby, ésa es la verdad.

A duras penas, pero era la verdad.

Lucie pareció satisfecha.

—Tal vez algo había quedado pendiente —dijo, retomando la costura—. No tenemos nada por lo que preocuparnos, amigo mío. Nunca podría averiguar nuestro secreto. Bebed el vino, que os devolverá el calor.

Wulfstan bebió un sorbo. En efecto, lo calentaba del modo más placentero. Volvió a beber, se echó atrás en su asiento y se permitió relajarse. Por supuesto que Lucie tenía razón. No habían compartido su secreto con nadie.

Sentado allí junto al fuego, mirando el hermoso rostro de Lucie inclinado sobre la costura, Wulfstan reparó en lo mucho que se parecía a su madre. El cabello no era negro como el de Amelie y la boca era más firme, la barbilla más cuadrada, pero… El recuerdo de Amelie le hizo recordar quién era Geoffrey Montaigne: el amante de lady D’Arby. Había sido tal el escándalo que hasta Wulfstan se había enterado. La hermosa Amelie, lady D’Arby, y el joven caballero que la había custodiado en el cruce del canal. Ella estaba encinta de un hijo de él cuando murió. Sir Robert había permanecido demasiado tiempo en Calais para que la criatura fuera suya. Geoffrey Montaigne.

Mon dieu —susurró.

Lady D’Arby había sido el único amor de Geoffrey.

Lucie alzó la vista con gesto preocupado.

—¿Qué sucede?

Wulfstan se ruborizó. Gracias a Dios que no le había dicho el nombre. No debía revivir malos recuerdos en ella. En realidad, no imaginaba qué le habrían dicho a una niña de ocho años, pues era muy poco lo que sabía sobre la crianza de niños.

—No es nada.

—No parece poca cosa, por vuestra cara —insistió ella.

—Fue sólo… Pensé cuánto te pareces a tu madre. El modo en que inclinabas la cabeza hace un momento…

Entonces fue Lucie quien se ruborizó.

—No soy ni la mitad de bella que mi madre.

San Pablo había dicho que era imprudente elogiar a las mujeres, que ya ponían demasiado énfasis en las apariencias. Pero la pobre Lucie tenía tan poca alegría en estos días, que el hermano Wulfstan se atrevió a decir:

—En mi opinión, eres más hermosa que tu madre.

Lucie le dirigió una sonrisa perpleja.

—¡Hermano Wulfstan; me aduláis!

—Soy un viejo tonto, mi querida Lucie. Pero reconozco la belleza cuando la veo. —Se puso en pie y se acomodó las mangas para disimular su turbación—. Y ahora debo darme prisa o perderé las vísperas.

Ella le cogió una mano.

—Gracias por venir.

—Me alegra que hayas tenido un momento para mí —repuso el monje.

Saludó con la cabeza a Owen cuando pasaba por la tienda y sintió la mirada del tuerto fija en él hasta que salió. No le parecía bien que aquel hombre estuviera como aprendiz en la tienda de Lucie Wilton. Lo inquietaba pensar en él allí, con el ojo de depredador fijo en la inocente belleza de la mujer. Un aprendiz debía ser más joven. Un chico. Un inocente.

Refugiado a la sombra del alero de la casa vecina, Digby vio a Wulfstan salir de la tienda y se encaminó hacia allí.

Owen alzó una mano para evitar que Digby hablara, mientras escuchaba los movimientos de Lucie en la cocina. Al oírla hablar con Tildy, la nueva sirvienta, comprendió que no había peligro de que le llegara su conversación.

—¿Qué habéis averiguado? —inquirió.

—Yo podría preguntar lo mismo. Acabo de verlo salir de aquí.

—Le habló a Lucie de vuestra visita.

—¿Por qué vino aquí?

—Decídmelo vos.

Owen fijó el ojo en Digby hasta que el hombre se ruborizó.

—Parece preocupado —dijo Digby—, muy preocupado por mis preguntas sobre la tumba de Montaigne. Pero no sabía quién era Montaigne. Y, según él, el hombre no tuvo visitas.

—Así que seguimos sin saber qué es lo que pone tan nervioso al buen enfermero —se lamentó Owen—. ¿Le creísteis?

—Sí. Es un inocente, pese a su edad. Se toma sus votos muy seriamente.

—¿La tumba de Montaigne está en la abadía?

Digby le dirigió una mirada preocupada.

—No profanaré una tumba consagrada.

—No os pediría que lo hicierais. Gracias, Digby. Sois un buen hombre.

Cuando Digby se marchó, Owen se paseó por el local, reflexionando. «Nunca podría averiguar nuestro secreto.» ¡Santa Madre de Dios! Pero, sin embargo, al parecer ella no conocía la identidad del peregrino. ¿Podía ser un código entre ellos, tal vez por temor a que él estuviera oyendo? ¿O acaso tenían otro secreto? Dulce Jesús, que fuera inocente.

Lo que estaba claro era que ella tenía un secreto. Y que lo compartía con Wulfstan. Un secreto que Wulfstan temía que el emplazador pudiera descubrir y que tenía algo que ver con la muerte de Montaigne. Eso ya no sonaba tan inocente.