Capítulo 11

El acuerdo con Digby

Mucho después de que el maestre se hubiera ido a dormir a su casa, Owen seguía sentado en el rincón, vagamente consciente de las voces y del olor agrio de la cerveza, el vino y los cuerpos sin lavar, así como de la corriente de aire que lo alcanzaba cuando un parroquiano abría la puerta de la calle. Se frotaba la cicatriz de la mejilla y mantenía la mirada fija en el suelo de la taberna, pensando. No en Fitzwilliam, sino en su hogar. Pero le resultaba difícil recordar, como si espiara a través de una niebla. Había pasado mucho tiempo y habían sucedido muchas cosas… sin duda, a ellos tanto como a él. La vida era difícil en la aldea. Cada jornada había que recorrer montañas y bosques, un día tras otro, sin más descanso que el verano. El trabajo quebraba la espalda y el espíritu. No había médicos como Roglio, ni siquiera boticarios como Wilton. La gente tenía sus propias medicinas (su madre tenía muchas) pero en su mayoría calmaban más que curaban. Las enfermedades y heridas que causaban la muerte eran más que las que hallaban cura. ¿Le creería Lucie si le confesara que el motivo por el que no había vuelto era que no podía soportar la idea de encontrarlos a todos muertos? A su madre, con su sonrisa, su voz, su espíritu, pudriéndose bajo tierra, alimentando las raíces del roble y el arce, alimentando a los gusanos. Y sus hermanas… Angie, con sus ojos brillantes; Gwen, con sus gestos lentos y soñadores. Eran tantas las mujeres jóvenes que morían dando a luz… Se persignó.

Lucie Wilton y su ira lo habían hecho sumergirse en pensamientos sombríos. Trabajar con ella no era fácil para el corazón.

Era mejor pensar en la muerte de Fitzwilliam. Eso era lo que había venido a investigar a York. Cuanto antes respondiera a las preguntas del arzobispo, antes podría irse. Y debía irse. Estaba perdiendo su corazón con una mujer que nunca se interesaría por él, aun cuando Nicholas muriera. Había rechazado a Owen antes de conocerlo. Era injusto, pero, puesto que de nada servía quejarse, debía aceptarlo.

Owen alzó la vista, llamó la atención de Tom y levantó su jarra. El tabernero fue hacia él, esquivando las mesas.

—Se te ve sombrío, maestro Archer —dijo Tom—. ¿Malas noticias del maestre?

—No, no es ésa la causa. Pensaba en los viejos tiempos.

Tom lo miró con comprensión.

—Sí. Capitán de arqueros. No muchos llegan tan alto.

—La fortuna te sonrió dándote un oficio que podrás seguir ejerciendo cuando seas viejo, Tom. Y una esposa como debe ser.

La cara de Tom se iluminó.

—Así es —asintió—. El Señor fue bueno conmigo.

Y se alejó rápido por entre las mesas, con su jarro de buena cerveza.

Owen bebió un largo trago, apreciando la textura de la bebida en su boca. Tom Merchet era un artesano de gran habilidad. Su arte llevaba consuelo al prójimo, a diferencia del arte perdido de Owen: matar, mutilar. Quizá su nuevo aprendizaje sería su redención.

Se imaginó a sí mismo y a Lucie trabajando codo con codo, como Tom y Bess, dirigiendo una taberna. Lucie le daría a ésta un carácter diferente. Bess era atrevida. Los hombres la miraban con audacia, bromeaban con ella y ella devolvía todas las bromas y miradas que recibía. Pero los hombres bajarían los ojos ante Lucie, como chicos dirigiéndose a la madre de un amigo. Sus voces bajarían. Y él…

Era inútil. No podía imaginársela casada con él. Con un ex asesino tuerto, torpe…

Depositó con un golpe su jarra sobre la mesa y sus vecinos lo miraron con curiosidad. Cuando vieron que se ruborizaba, disculpándose, sacudieron la cabeza y siguieron en lo suyo. Pero volvieron a interesarse cuando apareció el emplazador. Lo vieron ir al mostrador, y luego, con una jarra en la mano, abrirse camino hasta la mesa de Owen, a la que se sentó.

Su llegada no ayudó a mejorar el humor de Owen. Con la esperanza de que la rudeza desalentara al emplazador, Owen no levantó la vista de su cerveza cuando habló.

—No me diréis que el arcediano quiere volver a verme…

—No exactamente.

Owen asintió sin alzar la vista, y Digby se sintió decepcionado: había intentado despertar el interés de Owen con su enigmática respuesta.

—Quiere que os siga —explicó, inclinándose por encima de la mesa—. Que descubra quién os envía y por qué.

Owen alzó la vista.

—¿El arcediano siempre es tan desconfiado con los extraños?

—No.

—¿Por qué conmigo?

—No lo dijo —respondió Digby con una sonrisa—. Pero yo lo sé. Piensa que el arzobispo os envió para investigar la muerte de Fitzwilliam.

—¿Y cómo sabéis que el arcediano piensa eso?

—Porque yo también lo pienso.

Digby bebió un largo trago y Owen advirtió que el hombre estaba más seguro que la noche anterior.

—Pero el arcediano no os habrá mandado a decirme esto.

—Por supuesto que no —contestó Digby riéndose.

—¿Por qué me lo estáis diciendo entonces? —inquirió Owen.

—Porque quiero saber qué es lo que intentáis averiguar.

—¿Queréis decir, en el caso de que haya sido enviado a York por el arzobispo para investigar la muerte de Fitzwilliam?

—Sí.

—Pero ¿qué hay que investigar? Dicen que el hombre murió de un resfriado invernal.

Digby resopló con desdén; fue un sonido desagradable.

—No. Fitzwilliam no estaba tan enfermo.

—¿Lo conocíais?

—Sí, lo conocí bien. Una fuente fácil de ingresos para el fondo de la catedral. La mierda se le pegaba como las telarañas a un gato.

—¿Robar el brazo del pozo de vuestra madre no fue su peor delito? —preguntó Owen.

—¡Bah! Eso no fue nada.

—¿Pensáis entonces que lo asesinaron?

—Sí. Es lo que les pasa siempre a los que son como él.

—¿En la enfermería de la abadía?

—Allí fue donde murió —repuso Digby.

—¿Y quién lo asesinó? ¿Uno de los hermanos?

—No es probable, pero puede ser. No todos son santos.

—Por ejemplo, el arcediano.

Digby volvió a resoplar.

—Él menos que nadie. Todos nacieron con el pecado original, como vos o yo.

«Él menos que nadie.» Un comentario que despertaba la curiosidad de Owen.

—Lo que estáis diciendo es que tanto vos como el arcediano pensáis que Fitzwilliam fue asesinado, y que yo estoy aquí para encontrar al asesino. Vos esperáis que lo encuentre, pero el arcediano no. ¿Es así? —Digby esbozó una sonrisa por toda respuesta—. Es curioso que os opongáis a los intereses de vuestro empleador.

Digby clavó los ojos en su jarro de cerveza.

—No lo hago por gusto.

—¿Por qué os interesa tanto?

El hombre miró a Owen frunciendo el entrecejo, como si no pudiera creer en la pregunta.

—Soy un emplazador. Es mi deber llevar a los pecadores ante la justicia. Alguien cometió un crimen en suelo consagrado y me propongo descubrir quién fue.

—¿Y cómo se explica que al arcediano no le importe?

—Está protegiendo a alguien —aseguró Digby.

—¿A quién?

—No sé lo suficiente como para hacer una acusación —repuso el emplazador, apartando la vista—. No sé qué relación hay. —Volvió a levantar la vista y la clavó en Owen con aire resuelto—. Pero os daré algo en que pensar. Hablan de dos muertes. No, dos crímenes —se corrigió, recalcando la última palabra.

Owen reflexionó un momento.

—¿Os referís al primer hombre, al anónimo?

—Pensadlo. Un hombre honrado no oculta su nombre. Sospecho que estaba involucrado en una de las maniobras turbias de Fitzwilliam.

—Esto se pone interesante. Pero ¿qué motivos hay para sospechar que fue asesinato? ¿Sabéis algo?

Digby bebió el resto de su cerveza y comentó, intencionadamente:

—Esta charla me da sed.

Owen buscó a Bess con la vista, que acudió a servir más bebida al emplazador.

—Cárgalo a mi cuenta, Bess.

—Se necesita más que un trago para sobornar al emplazador, maestro Archer —contestó ella en son de burla.

Digby se erizó.

—Lo hago solamente para prolongar su compañía un rato más —dijo Owen.

Bess se encogió de hombros y se marchó. Owen notó la irritación de Digby.

—Creí que teníais la piel más gruesa —comentó.

—No me molesta que no me quieran por fisgonear. Eso es natural. Pero no soy corrupto. El arcediano nunca me habría mantenido en mi puesto si lo fuera.

—Habláis bien de él. Pero al mismo tiempo sospecháis que está ocultando un crimen. Decidios.

—Todos tienen alguna debilidad, algo o alguien por quien lo arriesgarían todo.

—¿Y su debilidad es…?

Digby miró a su alrededor y después se inclinó hacia Owen.

—Nicholas Wilton.

A Owen no le gustó la respuesta.

—¿Qué queréis decir?

—Son viejos amigos. Fueron a la escuela juntos.

—¿La escuela de la abadía?

—Sí. Ya sabéis como es: siempre juntos en problemas, siempre dispuestos a salir uno en defensa del otro… Pero se pelearon hace unos diez años. No se han dirigido la palabra en todo este tiempo. Y de pronto, el día después del colapso de Wilton, el arcediano apareció en la tienda. Ahora hace visitas regularmente. Lo veréis, puesto que sois aprendiz allí.

Hubo una luz rara en los ojos de Digby, pero Owen hizo caso omiso de ella.

—Y, cuando el arcediano no puede ir, os envía a vos en su lugar.

—No, él no sabe nada de mis visitas. Ni debería saberlo. Estoy siendo sincero con vos.

Sus ojos se encontraron y Owen asintió.

—Os creo. Lo que me pregunto es cuál es vuestro juego. ¿Por qué visitáis la tienda?

—Para ver si la señora Wilton se pone nerviosa al verme —respondió el emplazador con una sonrisa.

—Todos lo estarían —observó Owen.

—Quiero decir, más nerviosa de lo usual.

—¿Y lo hace?

—Pongo a la encantadora señora Wilton realmente muy incómoda.

Owen habría querido borrar la sonrisa del rostro de Digby de un puñetazo, pero se controló.

—Dijisteis que el arcediano estaba encubriendo a alguien, y que ese alguien es Nicholas Wilton. Y que la señora Wilton también sabe algo. ¿Entonces pensáis que Nicholas Wilton mató a los dos hombres?

—Todo conduce a esa conclusión —dijo Digby encogiéndose de hombros—, por difícil que sea creerlo. Yo estaba presente la noche en que Nicholas Wilton llevó el medicamento a la abadía.

Owen se sentó más erguido.

—¿Llevó él el medicamento?

—Para el primer peregrino —contestó Digby, disfrutando de la atención que había despertado—. Tenía fiebre de campamento. Todo el mundo sabe que Nicholas Wilton tiene una poción secreta que es particularmente efectiva en esta enfermedad, así que el hermano Wulfstan fue a pedírsela. Me lo encontré a su regreso, pero volvía sin ella. Wilton se la llevaría más tarde, dijo. Tenía que prepararla especialmente.

—¿Creéis que envenenó al peregrino?

—Es lo que estoy diciendo.

—¿Por qué?

—No lo sé —respondió Digby con un suspiro—. Wilton no es de los que crean problemas. Así que reconozco que aquí hay algo que no entiendo, algo que el peregrino debió de decirle o de hacerle. Sin saber quién era ese hombre, no puedo imaginar qué fue. —Se inclinó más aún y bajó sensiblemente el tono de voz—. Pero os diré esto: vi a Wilton salir de la abadía esa noche, y parecía estar a punto de derrumbarse, ni más ni menos. Luego empezó a retorcerse, hasta caer desmayado.

—¿Qué hicisteis?

—Corrí a la enfermería en busca del hermano Wulfstan, pero estaba demasiado ocupado con el peregrino. El pobre hombre se retorcía y gritaba. Así que volví junto a Wilton. No pude despertarlo, ni siquiera poniéndole nieve en el cuello. Detuve a un granjero que pasaba con un carro, y llevé a Wilton a su casa.

Owen lo miró largamente.

—¿Y cuál es vuestra debilidad? —inquirió al cabo.

—No soy tan tonto como para decírosla, maestro Archer —contestó Digby con una sonrisa. Bebió un trago de cerveza y se echó hacia atrás—. Os dije más de lo que soñabais que yo supiera, ¿no? Tal parece que me debéis algo a cambio.

Aquí venía, se dijo Owen.

—¿Qué deseáis?

—Como dije, quiero asegurarme de que un pecador confiese y cumpla su pena.

Owen se preguntó por qué encontraba tan difícil creer que el hombre se tomara con tanta seriedad su trabajo. Que se enorgulleciera de acosar pecadores. Su aspecto conspiraba contra él, eso era cierto. Pero lo mismo pasaba con Owen. Lo curioso era que, después de conocer a la madre del sujeto, Owen se sentía inclinado a confiar en Potter Digby. Quizá fuera hora de confiar en sus instintos. Después de todo, pensar no lo había llevado muy lejos.

—¿Qué os parecería el nombre del primer peregrino? Si os lo digo, ¿me comunicaréis lo que averigüéis a partir de él?

La cara de Digby se iluminó.

—Lo juro.

Los dos se inclinaron sobre la mesa.

—Se llamaba sir Geoffrey Montaigne.

—Montaigne —susurró Digby—. Geoffrey Montaigne. Eso despierta algo en mi memoria.

—Esperaba que así fuera.

Owen había imaginado que Digby se marcharía con la información, pero en lugar de eso permaneció sentado, mirando ceñudo su cerveza. El ex capitán aprovechó para meditar lo que le había dicho el emplazador. Nicholas Wilton había preparado una poción para Montaigne y había caído enfermo al momento. Digby era testigo de ello. Sufrió un fuerte sobresalto.

—¿Qué hacíais en la abadía esa noche?

La mirada de Digby se alzó fugazmente hacia Owen y se apartó.

—Soy emplazador. Mi trabajo está en todas partes —repuso evasivamente.

Owen supo que le estaba mintiendo y consideró alentador que fuera capaz de darse cuenta. Tal vez entonces el resto fuera cierto.

—Una respuesta inteligente. ¿Qué ocultáis?

—Os he ofrecido mi ayuda —se quejó Digby.

—Entonces deberíais decirme todo lo que sabéis.

—No quiero que os hagáis falsas ideas.

—¿Estabais allí porque sospechabais de alguien? —preguntó Owen.

—Estaba esperando al arcediano. Tenía que hablar con él.

—¿Él estaba en la abadía?

—Cenaba con el abad aquella noche.

—¿La noche en que Nicholas Wilton, el viejo amigo del arcediano, tuvo un ataque al salir de la abadía? ¿La noche antes de que reanudara su amistad con Nicholas Wilton?

Digby parecía preocupado.

—No es tan malo como suena. Estoy seguro. —Sacudió la cabeza y repitió el nombre del peregrino—: Montaigne. Geoffrey Montaigne.

Volvió a sumirse en el silencio.

Si Owen había de creer a Digby, podía tener la respuesta de por qué no había avanzado hasta ahora. Había estado mirando en dirección equivocada, concentrado en Fitzwilliam y sus andanzas. Pero si el problema había empezado con la muerte de Montaigne, no con la de Fitzwilliam… Quizás allí hubiera oculto algo mucho más interesante que la muerte del pupilo del arzobispo. Y la clave era el peregrino Montaigne, no Fitzwilliam. ¿Podría ser?

¿Qué sabía sobre aquel hombre? Montaigne, considerado un caballero virtuoso y honorable por todos los que lo conocían, había venido a York a expiar un pecado pasado, y el viaje le había producido una reaparición de la fiebre de campamento. Esa fiebre puede ser mortal; y encima la larga cabalgada había reabierto una herida reciente que lo había debilitado, haciendo aún más probable que la fiebre lo matara. El enfermero pensaba que tal vez Montaigne hubiera ido a la abadía consciente de que podía morir.

Pero el hermano Wulfstan ocultaba algo. Owen comprendía que pudiera sentirse en cierto modo responsable porque Montaigne muriera en su enfermería, pero intuía que había algo más que eso. El monje no habría sobrevivido como enfermero si se culpara por cada muerte que tenía lugar en la abadía, así como un capitán no podía hacer su trabajo si se culpaba por la pérdida de cada hombre en combate. Uno les enseñaba lo que sabía, y después quedaban librados a sí mismos y a Dios. Wulfstan debía de haber hecho todo lo que pudo.

Pero aun así seguía sintiéndose culpable. Según Digby, después de que el monje hubiera agotado todos sus conocimientos, le pidió ayuda a Nicholas Wilton. Y Wilton tuvo un ataque en la puerta de la enfermería después de entregar la medicina preparada específicamente para Montaigne. Mientras, el arcediano cenaba con el abad y Digby merodeaba fuera. El asunto era espinoso.

El envenenamiento podía parecer una fiebre. Pero, si el hombre estaba cerca de la muerte, ¿por qué molestarse?

Porque esperar era difícil, especialmente si la vida de uno estaba en juego. «Sed pacientes —aconsejaba Owen a sus arqueros reclutas—. No os precipitéis. Esperad el mejor momento para dejar volar la flecha. No dejéis que el miedo o la desesperación os obliguen a actuar demasiado pronto. Nada cambiará por vuestro pánico, sólo vuestra capacidad de razonar.» Pero algunos olvidaban la lección cuando el combate los ponía a prueba.

Si a Montaigne le habían envenenado, era porque alguien había sentido pánico. Habría muerto de todos modos, pero quizá más lentamente. Owen podía imaginarse cómo había ocurrido. Si el hermano Wulfstan no tenía motivo alguno para recelar, no habría examinado el medicamento antes de administrarlo, lo cual volvía verosímil la sospecha de Digby. El hermano Wulfstan no habría ido a pedir ayuda a Nicholas Wilton si hubiera sospechado que éste quería envenenar al paciente. Y como la medicina no funcionó, Wulfstan lo tomó como señal de que el Señor quería llevarse a Montaigne. Era lógico que el monje lo aceptara, pues así lo enseñaba la doctrina de la Iglesia.

Ése era, quizás, el cómo.

Pero ¿cuál era el porqué? Owen clavó la mirada en Digby, que parecía asentir para sí mismo con aire complacido.

—¿Y bien? —lo apremió Owen.

—Ya he recordado quién era Montaigne. Nada menos que el amante de lady D’Arby. La gente decía que fue su hijo el que la mató.

El nombre sonaba familiar a Owen, pero no alcanzaba a identificarlo.

—¿Lady D’Arby? —inquirió.

—La madre de vuestra señora Wilton. Podréis conseguir más información si vais a Freythorpe Hadden y habláis con la señora Phillippa y con sir Robert.

—¿Era el amante de la madre de la señora Wilton?

Digby asintió.

—La hermosa Amelie. El botín de guerra de sir Robert.

—¿Y el hijo de Montaigne la mató? Imagino que habría un escándalo…

—Se habló mucho, pero nada más. Ella murió en el parto.

Montaigne desapareció y lord D’Arby se marchó en peregrinación a Tierra Santa.

—¿Quién es la señora Phillippa? —interrogó Owen.

—La hermana de sir Robert. Ahora se ocupa de él.

—¿Dónde está Freythorpe Hadden?

—Al sur de aquí. Preguntad a vuestra nueva patrona.

Digby vació la jarra, se levantó y extendió la mano a Owen.

Owen mantuvo las manos alrededor de la jarra.

—Es imprudente que manifestemos amistad, emplazador.

Digby se encogió de hombros y se marchó.

El humor de Owen había empeorado: la noticia de que Montaigne era el amante de la madre de Lucie no le gustaba en absoluto.