Capítulo 10

Espinas

El recuerdo de Nicholas Wilton turbaba el sueño de Owen. La enfermedad del hombre le parecía algo más que una parálisis cerebral. No se trataba de que Owen pudiera señalar este o aquel síntoma y decir que no correspondían; por ejemplo, que una parálisis cerebral no hacía encanecer de pronto el cabello, ni arrugar la piel, ni sudar las palmas de las manos. Porque en realidad una parálisis cerebral podía hacer todo eso. La sospecha era pura intuición, y demasiado vaga para resultar útil.

Al amanecer se vistió y se encaminó hacia el jardín de los Wilton. Su aliento formaba nubecillas en el aire helado y las botas crujían sobre la nieve. Recorrió los senderos y atravesó el cerco de acebo, hasta el montón de leña. Buscó un hacha en el cobertizo y se quitó la pelliza y la camisa. Aunque estaba helando, se proponía trabajar hasta sudar. Y necesitaría su ropa seca para cuando volviera a la temperatura normal. Era un hábito que había adquirido en los campamentos. Con la obstinada perseverancia que lo había caracterizado cuando era arquero, atacó la leña como si se tratara del juglar bretón. «Miserable ingrato», gruñó mentalmente al tiempo que descargaba el hacha. «Gracias a mí no te mataron.» Volvió a abatir el hacha. «Me puse en ridículo ante mis camaradas.» Otro golpe. «Por ti y tu gitana.» Otro. «Por ella dejé de ser un hombre.» Otro. «Bastardo bretón.»

Al principio, el hombro herido se mantenía dolorosamente rígido, pero se aflojó cuando los músculos se calentaron y Owen redescubrió la satisfacción del trabajo físico. Su mente se calmó y aclaró. Sus movimientos se volvieron rítmicos y elásticos.

Una tos lo interrumpió.

—Comienzas el día con notable energía —dijo Lucie Wilton, tendiéndole una toalla—. Sécate y vístete. Hay un desayuno caliente para ti en la cocina.

Evidentemente lo había oído y había salido a investigar, creyéndolo un intruso. Tenía el cabello suelto, cubierto apenas por un chal. El pálido sol de primera hora se reflejaba en alguna mecha de un rojo dorado, y la hacía parecer viva. Cielo santo, cómo le habría gustado acariciarle el cabello. Pero, aun cuando la tenía frente a él, Owen era dolorosamente consciente de la distancia que ella mantenía con la frialdad de su trato.

De pronto recordó la toalla y el frío lo hizo estremecer. Se sentía incómodo frente a Lucie, desnudo hasta la cintura. Se secó rápidamente y se puso la camisa.

—Has cortado leña suficiente para quince días —comentó ella—. Y todo con el estómago vacío. Empezaré a pensar bien de ti, Owen Archer.

Hablaba en tono de broma, tal como en otra época solían hacer con él sus hermanas.

Pero había malinterpretado su intención: él no había cortado aquel montón de leña para impresionarla.

—Necesitaba moverme —dijo, y al punto comprendió que sonaba ridículo.

Lucie Wilton asintió, sin dar señales de haber reparado en la torpeza del comentario y lo condujo a través del jardín nevado.

Mientras comía, lo interrogó sobre su experiencia y su conocimiento en medicina y jardines. Las respuestas parecieron satisfacerla, en tanto que él quedó impresionado por las preguntas. Era cierto que la mujer estaba preparada para graduarse como maestra, si es que él era digno de juzgar. Tenía una mente rápida, como Gaspare. Absorbía información y la usaba de inmediato, haciendo más preguntas a partir de las respuestas. Era evidente que sabía más que Owen sobre medicinas y jardines. Mucho más.

Las preguntas se espaciaron, y Lucie se quedó callada, mirándose las manos posadas sobre la mesa. Después alzó los ojos tranquilos hacia él.

—Puedo creer que quieras terminar tu vida de soldado y aprender un oficio. Pero ¿por qué en York? ¿Por qué no en Gales, cerca de tu familia?

¿Por qué, realmente? Explicó que el viejo duque le había pedido a Thoresby que ayudara a Owen a buscar un oficio. Pero incluso él encontró su explicación muy poco convincente, e imaginó que otro tanto debía de haber pensado ella.

Lucie Wilton suspiró, se puso en pie y se ocupó del fuego. Se la veía orgullosa y noble, aunque llevaba un vestido sencillo con algún zurcido. Una costurera impaciente, concluyó Owen, y se preguntó por qué no habría conseguido ayuda doméstica antes. El establecimiento seguramente lo permitía. La cocina, por tratarse de la casa de un comerciante, impresionaba: vigas, estantes, mesa de caballetes y sillas de roble. La vajilla de los estantes era sencilla pero buena, aunque parecía poco usada, ya que la mayor parte estaba cubierta de polvo. De hecho, era fácil ver lo que más importaba en aquella casa. De las vigas colgaban hierbas puestas a secar, por lo que el polvo que cubría los estantes y el suelo de tierra apisonada estaba salpicado de florecitas y hojas. Curioso descuido, cuando la tienda estaba tan limpia.

Lucie volvió a sentarse. Tenía la boca apretada con gesto de fastidio.

—Los soldados son hombres fríos y sin sentimientos.

No era en absoluto lo que él esperaba oírle decir. Tuvo que pensar dónde había quedado la conversación.

—¿Me condenáis por no volver a Gales?

—Eres un hombre libre, con fondos suficientes para mantener un cuarto privado en una posada. Fondos suficientes para hacerle ver a tu familia que sus plegarias fueron escuchadas y que estás vivo. ¿No se te ocurrió ir a verlos antes de iniciar una nueva vida?

Tenía el rostro arrebatado y los ojos llorosos.

Al advertir que su cara era sin duda un libro abierto, Lucie bajó la vista y recogió unas migas invisibles de la mesa.

Owen no encontraba el modo de responder a semejante estallido. Para ser franco, no había tenido en cuenta a su familia. Había sido parte de su infancia, pero Gales pertenecía al pasado. Aun así, no lo dijo. Guardó silencio por un momento, preguntándose cuál podría ser la causa de aquel estallido. Entonces tuvo una inspiración.

—Tengo entendido que vuestro padre fue militar. —Ella se puso rígida y su mirada se endureció. Owen supo que había adivinado, pero comprendió también que había cometido una imprudencia—. No es mi intención entrometerme —se disculpó.

Parecía que lo único que hacía aquellos días era entrometerse.

Ella no dulcificó la expresión ante sus palabras.

—Empezarás el día barriendo la entrada de la tienda y encendiendo las lámparas. Después podrás apilar la leña junto a la puerta de la cocina. Lo demás, ya lo iremos viendo.

Una ráfaga de aire frío cruzó la tibieza de la cocina cuando Bess Merchet abrió la puerta.

—Pensé que te encontraría aquí. —Tenía las mejillas sonrosadas. Se detuvo a recuperar el aliento, mientras sus ojos evaluaban los restos del desayuno—. Por lo visto empezáis temprano, vosotros dos. Y lo mismo hace el emplazador. Acaba de estar en la posada para decir que el arcediano quiere verte, Owen Archer. Despedí a Digby con la promesa de que te lo diría de inmediato.

Owen miró a Lucie. Se había puesto muy pálida, pero dijo con calma:

—Abre la tienda antes de ir.

* * * * *

El arcediano sonrió. No resultaba un gesto agradable en su cara, pero aun así era una sonrisa.

—Sospecho que creísteis que la promesa de ayer era una mera cortesía, Archer. Pero Dios me ha hecho la gracia de cumplir mi promesa en un solo día. Esta mañana supe de un boticario en Durham que necesita un aprendiz.

—Anselmo se recostó en el respaldo de su sillón con aire satisfecho y juntó las manos formando un triángulo, con las puntas de los dedos juntas.

Owen no había previsto este giro de la situación. No respondió de inmediato, pensando cuál sería el mejor modo de dar las malas noticias. El arcediano soltó una risita.

—Veo que, efectivamente, os he sorprendido.

Owen decidió tomar el camino más directo.

—Oh, sí, lo habéis hecho. Como vos dijisteis, los puestos así son raros. Y me tomé tan a pecho vuestras palabras que… bueno, me he comprometido con el maestro Nicholas Wilton.

El triángulo se derrumbó y las manos del arcediano bajaron hacia los brazos del sillón, a los que se aferraron con tanta fuerza que los nudillos se pusieron blancos.

—¿Hicisteis qué?

—Pensé que debía aceptar cualquier cosa que consiguiera, aunque tuviera que ser aprendiz de una aprendiza. De otro modo podría morir de hambre antes de enterarme de otro puesto.

—Os… —El arcediano se contuvo a duras penas—. Es muy lamentable —consiguió articular.

Owen se puso en pie.

—De cualquier modo, os lo agradezco sinceramente.

Los ojos de Anselmo fulminaron a Owen y después miraron en otra dirección. El arcediano hizo un gesto de asentimiento y Owen creyó prudente añadir una explicación.

—Es un contrato que me obliga… —empezó.

—Id.

Anselmo exhaló la palabra como si escupiera veneno.

Owen se apresuró a obedecer. Se detuvo en el patio de la catedral y pensó en las reacciones del arcediano. Podía entender que se sintiera irritado por haber perdido el tiempo buscándole un empleo. Pero ¿por qué lo había hecho? ¿Para complacer a Thoresby? Quizá. Sin embargo, no se le ocurría cómo podía Anselmo haber mandado hacer averiguaciones a Durham y haber recibido una respuesta en su casa en el escaso lapso transcurrido entre sus dos conversaciones. Lo cual lo convertía probablemente en un empleo inexistente. ¿Con qué fin quería pues enviarlo a Durham? ¿Con la esperanza de que lo atacaran los bandoleros escoceses en el camino y lo eliminaran? La ira de Anselmo, entonces, tenía más que ver con el hecho de que él trabajara para Nicholas Wilton que con su propia pérdida de tiempo. Y la ira le había hecho perder el control, un detalle que a Owen Archer no le gustaba en absoluto.

* * * * *

Owen comía en silencio, sentado frente a Lucie. En una ocasión lo descubrió mirándola y él se apresuró a bajar la vista a su comida. La mujer tenía un efecto asombroso sobre él. Era como si le hubiera adjudicado el papel de hermano menor. Ello lo irritaba, pero, cuando sus ojos se encontraban con su mirada grave y tranquila, tenía que bajarlos, confundido, tal como ahora.

Se las habían arreglado para pasar el día en una pacífica cooperación. Él se había puesto al tanto de la organización de la casa, la tienda y el jardín. Y estaba impresionado.

Terminó su comida antes que Lucie y se levantó para alimentar el fuego.

—No le pongas mucha leña —indicó ella.

—Es que se apagará durante la noche —señaló Owen.

—Es lo que quiero. Me propongo limpiar la chimenea a primera hora de la mañana.

—Entonces tendréis que volver a encender el fuego.

—Siempre lo hago cuando la limpio —replicó ella, mirándolo como si él fuera algo tonto.

—Pero ¿cuándo tendréis tiempo para hacerlo?

—Antes de que amanezca.

—¿Cómo sabréis cuándo levantaros?

—Dormiré junto al fuego. Cuando se apague, me despertará el frío.

—Dejadme hacerlo a mí —pidió Owen.

—No, esto lo hago yo misma.

—Entonces que lo haga la sirvienta —insistió él, recordando que la mujer debía venir al día siguiente.

—No.

—¿Por qué es tan importante limpiar la chimenea?

—Porque la quiero ver limpia.

—Me gustaría ayudar.

—Ya has hecho suficiente. Además, ¿qué sabes de limpieza de chimeneas?

—Un hombre aprende muchas cosas en los campamentos —repuso Owen.

—No hay chimeneas en los campamentos —porfió ella.

—Tenéis razón —cedió Owen, agotado ya por la discusión.

Vio que lo miraba con expresión intrigada. Y esta vez le tocó a Lucie bajar la mirada.

—Es curioso que un soldado ofrezca ese tipo de ayuda a una mujer —dijo.

—No siempre fui soldado. De pequeño ayudaba mucho a mi madre.

—¿Te enseñó a limpiar la chimenea?

—Sí, lo hizo. Y muchas cosas más. Todas las madres lo hacen. ¿La vuestra no?

—Mi madre murió cuando yo aún era pequeña —respondió Lucie.

—Y después os acogieron las monjas.

—Sí. —La mujer volvió a ponerse en guardia—. ¿Quién te lo dijo?

—Camden Thorpe. Le hice unas pocas preguntas, sólo por curiosidad natural. Me dijo que vuestra madre apreciaba el jardín de Nicholas.

—Le recordaba a su patria —contestó ella, con una tensión imperceptible en la voz.

Owen sintió que hollaba terreno peligroso e intentó hacerla sentir más cómoda.

—Mi madre creía que cuidar un jardín era la mejor forma de devoción al Señor. Hizo que todos sus hijos trabajáramos en el jardín.

Advirtió que sus palabras lograban el efecto buscado.

—¿Y eso te acercó más a Dios? —inquirió Lucie, mirándolo a los ojos.

Owen sonrió.

—Me enseñó cuánto trabajo había hecho Él por nosotros.

Las comisuras de los labios de Lucie se curvaron. Tenía sentido del humor.

—Pues bien, entonces sabrás el trabajo que te espera. —Se acercó al hogar y se quedó pensativa un momento—. ¿Y la vida de soldado te enseñó algo? —preguntó al cabo.

—Me enseñó que amaba hacer volar una flecha en el aire y dar en el blanco, pero también que la guerra no queda limitada a los ejércitos que combaten en ella.

Había visto un laúd en un rincón de la habitación y fue a cogerlo. Lucie se volvió al sentir la vibración de las cuerdas, dispuesta a reprenderlo, pero el suave y seguro contacto de los dedos de Owen en el instrumento la enmudeció. El laúd volvió a la vida con una melodía melancólica y Owen empezó a cantar. Muchas mujeres le habían dicho que tenía una voz hermosa, pero Lucie no quería dejar ver cuánto la afectaba. Aunque cansada y deseosa de sentarse un rato, se levantó y fregó los cacharros mientras él cantaba, tratando de no mirarlo. Conmovido por la historia que cantaba, Owen perdió el hilo de la canción e interrumpió bruscamente la música.

Los dos se quedaron callados, abstraídos por el eco de las últimas notas. El fuego crujía y silbaba, y la rama de un árbol susurraba al rozar la casa. Lucie se estremeció.

—Qué bella lengua…

—Es bretón. Lo aprendí de un juglar —dijo Owen—. Es semejante a la lengua de mi país natal. Aunque al principio no entendía todas las palabras, creo comprender su esencia.

Lucie volvió a sentarse, dándose cuenta cabal de lo poco que conocía a aquel hombre con quien tendría que compartir sus días.

—¿De qué habla la canción? —quiso saber.

—En Bretaña hay grandes construcciones de piedra que llaman dólmenes —explicó Owen—, tan enormes que sólo los gigantes podrían haberlos transportado. Se dice que son las tumbas de los antiguos, del pueblo que vivía allí en otras épocas. Cerca de uno vive una mujer noble que ha jurado salvar a su pueblo de los routiers del rey Eduardo.

Routiers —susurró Lucie.

Owen creyó que le preguntaba por el significado de la palabra.

—Son los soldados que nuestro noble rey abandona sin paga al otro lado del canal. El pueblo dice que hay cientos merodeando por el campo, violando y robando. Quizás exageren.

—Mi madre me hablaba de ellos.

—¿Vuestra madre era francesa? —Había notado que no le gustaba enterarse de que él supiera algo sobre su familia.

Lucie asintió.

—Hay centenares de routiers —dijo.

—Son el azote de Francia —afirmó Owen.

—Mi madre decía que el azote es la guerra.

—Sí. Bueno, es lógico que pensara así. Es diferente para nosotros aquí, en una isla, porque nuestras guerras las llevamos a cabo en tierra extranjera. Cuando nuestro rey sale victorioso, los que vuelven traen un botín. Cuando en cambio acaba derrotado, los pocos que vuelven vienen con las manos vacías. Pero en Francia, gane o no el rey francés, el pueblo sufre. Los soldados de ambos bandos queman aldeas y ciudades para hacer pasar hambre al enemigo. Y a un joven sin casa ni familia le da lo mismo morir de hambre por su rey que por el ajeno.

Lucie lo miraba como si lo viera por primera vez.

—No hablas como un soldado —comentó. El hombre se limitó a encogerse de hombros—. ¿Cómo salvó esa mujer a su pueblo? —preguntó Lucie, volviendo al tema de la canción.

—Simuló ser una dama indefensa extraviada en el bosque, con lo que atrajo a los routiers, y los sorprendió con trampas que había tendido y con su habilidad con el cuchillo. Les dijo que lo había perdido todo y que deseaba unirse a ellos. Para probar sus palabras, se ofreció a conducirlos a una casa noble en el borde del bosque, donde encontrarían tesoros y vino en abundancia. Pero era una emboscada. Hasta ahí llega el relato que conocen todos los bretones. Lo que sigue cambia en cada canción. Ésta cuenta la compasión de la mujer por un routier que se mantenía apartado de sus camaradas y a quien desagradaba su papel de bandolero. Cuando la compañía se acercaba a los emboscados, la mujer quiso salvarlo. Lo llamó y lo llevó a la cima de una colina. Cuando les llegaron los gritos de sus camaradas, él se enfureció. «Sois libre de elegir la muerte —le dijo ella—. Decid que es eso lo que queréis y lanzaré a mis hombres contra vos. O mirad en vuestro corazón y admitid que no tenéis la ferocidad de matar sin honor.»

—¿Y qué eligió él?

—La canción no lo dice.

Lucie pareció decepcionada.

—¿Es una historia real?

—No lo sé.

—No puede serlo. Si lo fuera, el juglar estaría traicionando a la salvadora de su pueblo cantando la canción.

—Quizá por eso la canta en su idioma.

—Pero tú la entendiste. Muchos de los arqueros ingleses son galeses también.

—Y, como yo, no dirían nada.

—Pero están los otros —insistió ella—. ¿Nadie te preguntó por su significado?

—Les dije que era «Aucassin et Nicolette» en bretón.

—¿Protegiste al juglar? —se asombró Lucie.

Owen suspiró.

—Y, a cambio de mi protección, me quitó un ojo. O más bien lo hizo su compañera.

Lucie alargó una mano y le tocó la cicatriz.

—¿Por qué lo hizo?

—Estaba protegiendo a su hombre.

—¿De ti? No entiendo.

Owen le relató toda la historia.

—Fui un tonto —concluyó—. Y por eso ahora tengo que empezar de nuevo, buscar un nuevo camino en la vida. Aunque en realidad ya estaba cansado de la vida de soldado. —Lo había dicho tantas veces que sonaba cierto—. Pero lo que me hicieron no puedo perdonarlo. Me traicionaron cuando yo había hecho todo lo que pude por ayudarlos.

Lucie lo miró en silencio por unos momentos.

—Te sientes inválido sin el ojo —dijo al cabo—. Pero no pareces inválido… aunque supongo que saberlo no te ayuda —añadió.

—Son palabras amables y os las agradezco. Pero no podéis imaginar lo que es perder la mitad de la vista.

—No, no puedo —reconoció ella. Se puso en pie y anunció—: Debo llevarle su comida a Nicholas y dormir un poco.

—¿No me dejaréis ayudar?

—No con esto.

Owen vio que hablaba seriamente y, pensativo, emprendió el regreso a la posada. Al entrar en la taberna, Bess lo llamó.

—Tienes un visitante. —Señaló el rincón con la barbilla—. Hacía mucho que no teníamos de cliente al maestre Thorpe. Nos das suerte, Owen Archer.

Pocas cabezas se volvieron y ninguna conversación se interrumpió cuando Owen avanzó entre las mesas. Había sido aceptado como un parroquiano más, notó con agrado.

Pero su placer se desvaneció al ver la expresión del maestre. La cara redonda del hombre, habitualmente llena de jovialidad, expresaba ahora una gran preocupación.

—El arcediano Anselmo ha armado un escándalo por vuestro nombramiento. Quiso ver la carta que envió Jehannes y me hizo toda clase de preguntas. Insinuó que no sois quien decís ser.

Owen le habló sobre el puesto de aprendiz en Durham.

—Es muy extraño —opinó Camden Thorpe, mesándose la barba—. No me dijo una palabra sobre eso. Por el contrario. Sonaba como si sospechara que fuerais una especie de delincuente en busca de un escondite transitorio.

—Me pregunto cómo tomará estas insinuaciones el arzobispo Thoresby —dijo Owen.

Thorpe frunció el entrecejo, sin entender del todo lo que el ex capitán quería decir.

—¿Os referís a la carta de presentación? Oh, sí. —El maestre sonrió—. El arcediano está confundido, ¿no?

Owen se las ingenió para convencer a Camden Thorpe de que todo estaba en orden, pero él mismo no se sentía tan seguro. El arcediano mostraba una curiosa preocupación por su empleo. Obviamente, veía a través de su disfraz, pero ¿cuánto era lo que adivinaba, y por qué le molestaba tanto como para hacer el ridículo ante el maestre? A juicio de Owen, eran los gestos de un hombre desesperado. Y esos hombres solían ser peligrosos.

Pero ¿por qué el arcediano?

* * * * *

Lucie soñó que corría por el laberinto de Freythorpe Hadden, tropezando de vez en cuando en su carrera, jadeante de risa. Temía que él la fuera a atrapar. Y temía que no lo hiciera. El corazón le latía con fuerza de sólo pensar en sus manos tomándola por el talle, atrayéndola, besándola en el cuello… Se despertó trémula. El fuego se había apagado, pero la cara le ardía. Había soñado con Owen Archer. Debía de estar loca.

* * * * *

Anselmo se paseaba por su cuarto, furioso por haber subestimado a Archer. El hombre se había movido mucho más deprisa de lo que él había creído posible. Archer debía de ser hombre del arzobispo Thoresby. Thoresby había enviado a Archer y había hecho arreglos para que se introdujera en casa de los Wilton e investigara la muerte de su pupilo. Era evidente que así era. Qué estúpido de su parte, no haber previsto que Thoresby enviaría a alguien. Considerando el carácter de Fitzwilliam, era obvio que el arzobispo sospechara un crimen. Maldito Fitzwilliam. Y maldito sea ese monje idiota del hermano Wulfstan. Si Fitzwilliam no hubiera muerto, nadie se habría preocupado por el otro. Pero John Thoresby, el hombre más poderoso de York estaba interesado en el asunto.

Qué curioso que el arzobispo se preocupara por un pupilo que no le había traído más que problemas. Anselmo se dijo que a su propio padre no le importaría un ardite si él muriera en circunstancias misteriosas. No se tomaría el trabajo de emprender ninguna averiguación y se olvidaría de su muerte enseguida, pese a que su hijo había ascendido en la Iglesia hasta el rango de arcediano de York. Su desinterés no se debía sólo a que Anselmo fuera el segundo hijo, señalado para la Iglesia. Su padre lo había rechazado porque él no manifestaba afición por la violencia. Una vez que Anselmo hubo revelado su manera de ser, no pudo hacer nada por ganarse el respeto de su padre, y mucho menos su amor. Pero el arzobispo, un mero tutor, quería saber cómo había muerto el odioso Fitzwilliam, un joven cuya sola aspiración era quebrar todos los mandamientos tan a menudo como le fuera posible.

Qué tipo tan afortunado, el tal Oswald Fitzwilliam. Indudablemente había pasado una infancia muy protegida y de ahí su apetito por el pecado. El hombre ansia lo desconocido, lo misterioso. Anselmo había aprendido pronto los pecados de la carne. De ello se había encargado toda la hez que conformaba el ejército de su padre y a la que la puta de su madre lo había arrojado. La tranquila virtud hallada en la escuela abacial había sido un verdadero alivio.