Capítulo 9

El contrato

Las nubes grises y el viento helado anunciaban una probable nevada. Owen se quedó un momento junto a la choza de Magda Digby, contemplando el río a sus pies. El frío lo estremecía después del cálido interior de la choza, pero al menos lo ayudaría a despejar la cabeza. Tenía que pensar. Debía de haber averiguado algo en los dos días de interrogatorios, algo que arrojara luz sobre la muerte de Fitzwilliam. Algo de lo que había oído debía de ser significativo. Sólo debía reflexionar sobre ello.

Se sentía en buena medida como se había sentido al despertar en el campamento con el ojo vendado. Se había puesto a parpadear con el ojo izquierdo para hacer aparecer aquel lado de la tienda, y la sensación había persistido. Enloquecedora. Aun ahora, al acercarse a la ribera barrosa había parpadeado para poder ver el agua turbulenta a su derecha y las chozas amontonadas contra el muro de la abadía, a su izquierda. Pero las chozas no aparecieron hasta que volvió la cabeza.

Éste era el remedio, por más insatisfactorio que pareciera. Y lo mismo debía hacer con la muerte de Fitzwilliam: volver la cabeza. Había estado buscando a sus enemigos, a los enemigos de un bribón. Todos estaban de acuerdo en que Fitzwilliam tenía muchos enemigos, pero nadie podía mencionar uno lo bastante irritado con él como para matarlo, y para tomarse además el trabajo de hacerlo con inteligencia. Esa persona todavía podía aflorar a la superficie, pero ¿qué otros enemigos podía haber tenido Fitzwilliam? Ned había sugerido que Fitzwilliam era un espía. Quizás el sitio donde había que buscar no fuera York, sino los dominios de los Lancaster. Fitzwilliam había sido espía de Lancaster, el hijo del rey, además de ser pupilo de Thoresby, el canciller del rey. Ahí tenía otra perspectiva. Tal vez a Fitzwilliam le hubieran asesinado, no sus enemigos, sino los de su señor o su tutor. Juan de Gante, duque de Lancaster, tenía muchos enemigos. Y el lord canciller de Inglaterra y arzobispo de York seguramente había hecho enemigos en su veloz escalada al poder.

Owen resolvió reflexionar detenidamente sobre aquella posibilidad.

Pero ahora debía apresurarse rumbo a la casa del maestre de comerciantes, Camden Thorpe.

* * * * *

Camden Thorpe alzó la vista de la carta y miró por entre sus pobladas cejas al extraño de un solo ojo. Lo sorprendió su aspecto. Había esperado a alguien más joven, aunque el arzobispo le había escrito que el hombre era capitán de arqueros del viejo duque de Lancaster. Aun así, había imaginado que sería alguien más acorde con el papel de aprendiz.

—El arzobispo os recomienda como aprendiz en la botica de Wilton. ¿Estabais enterado?

—Sí, y estoy dispuesto a hacerlo —dijo con firmeza.

Thorpe se tiró de la barba mientras meditaba. Aunque Lucie Wilton no había hecho mención de ese punto, Camden pensaba que le vendría bien la ayuda de un par de brazos fuertes. El jardín, sobre todo, exigía mucho trabajo. Se acercaba la primavera y habría que cavar, remover, plantar y transplantar. Y este Owen ya sabía algo del oficio. Podría confiársele la atención de la tienda por breves períodos, mientras ella atendía a su marido. La enfermedad de Nicholas Wilton era un caso extraño. Camden nunca había visto a un hombre que hubiera sufrido un ataque tan fuerte y tan repentino, y que siguiera vivo. Quizá se debiera a los excelentes cuidados de la señora Wilton. Había notado lo agotada y consumida que se la veía. No descansaba lo suficiente. Probablemente se pasaba la noche velando a su marido enfermo, dormitando en una silla, por temor de no oírlo llamar, y trabajaba duro todo el día en la tienda y el jardín.

Camden señaló con un gesto el parche e inquirió:

—¿Debéis usarlo?

El galés se llevó una mano a la cara.

—Sí, aunque sé que no produce buena impresión. Pero, como veréis —levantó el parche, revelando un párpado hinchado que no se cerraba del todo—, la alternativa tampoco es muy agradable.

El maestro Thorpe suspiró.

—Os compadezco. Debéis de haber sufrido mucho con esa herida.

—Sí, probé un anticipo del infierno.

Camden se dijo que debía de haber sido popular con las mujeres antes de la herida, pues por lo demás se lo veía apuesto, aunque en un estilo sombrío y algo amenazante. Su Mary lo encontraría apuesto, salvo por el parche. Pero, en su actual estado, no había peligro. No era probable que se murmurara sobre él y la señora Wilton. En pocas palabras, podía ser la mejor solución.

—He recibido muchas presiones para satisfacer la petición de Wilton de un aprendiz. Mucha insistencia. El problema es que un padre o un tutor tomarían como un insulto que yo pusiera a su chico de aprendiz con otro aprendiz. Pues, pese a toda la capacidad de la señora Lucie Wilton, no es maestro todavía, aunque con unos meses más atendiendo sola la tienda podría entrar en las listas del gremio. Aun así, es mejor recomendación para un muchacho haber sido aprendiz de un maestro boticario, como comprenderéis.

—Mi situación es diferente —dijo Owen.

—Bueno, así es. Así es. —Camden se rascó la nariz y miró al hombre. El tuerto tenía algo de peligroso, no podía negarse. Pero lo miraba a los ojos sin apartar la vista. No le parecía malo—. ¿Estáis interesado, a pesar de estas reservas?

—Sí.

Thorpe le dio un último tirón a la barba y se dio una palmada en los muslos.

—Y sois vuestro padre y tutor, diría yo. Pues bien: ahí está la diferencia. Toda la diferencia.

—Hay una cosa más, maestro Thorpe —dijo Owen.

—Preguntad.

—El arcediano Anselmo se refirió a un pasado oscuro de la señora Wilton. ¿A qué se refería?

Que el diablo se llevase al arcediano. ¿Nunca cejaría en su venganza?

—¿Oscuro? ¡Bah! Viejos rumores, nada serio. A mi modo de ver, la señora Wilton tiene un pasado sumamente respetable. Es hija de sir Robert D’Arby de Freythorpe Hadden.

Camden advirtió el interés que despertaban sus palabras en el galés.

—¿Hija de un caballero? —preguntó, irguiéndose.

«Todos los hombres son ambiciosos —se dijo el maestre—. Les basta ver la menor relación con la aristocracia, para aferrarse. Nunca falla.»

—Sé lo que piensa el arcediano. La madre era francesa. Joven, hermosa. Cuando murió de un aborto, de un hijo que no era suyo, sir Robert metió a Lucie en un convento y se fue en peregrinación. Despertó muchos rumores, por supuesto. Pero a Lucie Wilton no habría que condenarla por los pecados de su madre.

—¿Cómo es que la hija de sir Robert, llegó a casarse con un comerciante?

Thorpe se encogió de hombros.

—Wilton visitaba a Lucie en el convento. Se enamoró. Fue la tía la que dio el permiso… D’Arby seguía en Tierra Santa. La chica debió de considerarlo un escape. De cualquier modo, su pasado no debería crearos problemas.

—Pero ¿cómo es que él visitaba a su futura esposa en el convento? —inquirió Owen, extrañado.

—Veo que vuestro interés por la señora Lucie Wilton es grande. —«Y quizás eso sí sería motivo de preocupación», añadió para sí.

—Un aprendiz trabaja codo a codo con su maestro, y, al parecer, la señora Wilton será más mi maestra que su marido. Querría saber todo lo posible sobre ella.

Thorpe meditó sus palabras. Parecían sensatas, en líneas generales.

—Lady D’Arby, la madre de la señora Wilton, fue gran amiga de Nicholas. Una mujer fascinada por la jardinería. Nicholas Wilton la ayudó a reparar el laberinto de Freythorpe Hadden.

—¿Quiere eso decir que Nicholas Wilton es mucho mayor que su esposa?

—Sí, pero no tanto como otros —repuso Thorpe, poniéndose en pie—. Y ahora ya sabéis todo lo que debíais saber, Owen Archer.

* * * * *

Owen y el maestre se encaminaron a la casa del boticario, bajo una nieve liviana y húmeda que se fundía al tocar el suelo. El ex capitán se preguntaba cuál sería la reacción de Lucie Wilton cuando escuchara la propuesta del maestro Thorpe, pues era consciente de no haberle caído muy bien el día anterior.

La señora Wilton alzó la vista de un libro de cuentas y, al ver a Thorpe, sonrió, se secó la mano en el delantal, y se la tendió.

—Maestro Thorpe… —lo saludó.

—Tengo buenas noticias para vos, señora Wilton —anunció él, estrechándole la mano y haciéndose a un lado para permitir que Owen se adelantara.

Sorprendida, Lucie saludó a Owen con un gesto.

—Maestro Archer… ¿Cómo va vuestro ojo?

—Mejor hoy, señora Wilton. Os agradezco vuestra solicitud.

—¿Podríamos pasar a la rebotica para hablar? —sugirió Camden Thorpe.

Lucie asintió y apartó la cortina de cuentas para conducirlos a la cocina.

—¿Cuál es la buena noticia? —inquirió.

Camden se frotó las manos sobre el fuego, y después tomó asiento junto a la mesa de caballete.

—¿Qué diríais de probar al maestro Archer como aprendiz?

—¿Qué?

Al menos, pensó Owen, su expresión era más de incredulidad que de disgusto.

—Sé que no es lo que esperabais —se apresuró a continuar Camden Thorpe, pero pensadlo: tiene experiencia en jardinería y en pesar medicinas, aunque no ha tenido un aprendízaje formal. Y sabe escribir bien. Podría ayudaros con los libros.

Lucie Wilton se ruborizó. Miró fugazmente a Owen y luego clavó la mirada en Thorpe.

—Maestro Thorpe, no os burléis de mí —dijo, con un relampagueo de los ojos—. Es un hombre adulto. No podría ser un aprendiz. Lo que os proponéis es reemplazarme.

—Pero es un aprendiz, os lo aseguro —replicó Camden con aire afligido.

—Esperaba a un chico.

—Pues bien, ahí estaba el problema. Un chico que aspire a ser maestro boticario no quiere iniciar su aprendizaje con una aprendiza, por competente que sea. Pero le he explicado a Owen la situación, y aun así él quiere el puesto.

—¿Por qué?

—He perdido las ganas de seguir siendo soldado —explicó el aludido.

—Viene con una carta de presentación del arzobispo —añadió Thorpe.

Ella miró a Owen de arriba abajo.

—Es un trabajo pesado, maestro Archer.

—Sería una buena posición para mí, señora Wilton. No es probable que me ofrezcan muchos puestos de aprendiz. La gente me ve, con mi parche en el ojo y mi experiencia de soldado, y esperan problemas. Piensan que un chico es más dócil, pero están equivocados. Yo he visto el mundo y ya no quiero ver más. Quiero quedarme en un lugar tranquilo y hacer mi trabajo. No soy ambicioso. ¿Qué me importa ser aprendiz de vuestro marido, o de vos?

Thorpe asintió con entusiasmo.

—Para endulzar la oferta, yo añadiré a Tildy Tompkins para que os ayude en la cocina durante el día. Es un regalo del gremio a un miembro enfermo que os debemos, a vos y a Nicholas.

—¿Y dónde vivirá Owen?

Owen sonrió al oírla pronunciar su nombre de pila y comprender que ya lo estaba viendo como su aprendiz.

—Comerá con vos, pero mantendrá su habitación en la taberna de York.

—Entonces tendré que pagarle.

—Tengo algún dinero —dijo Owen—. Puedo arreglarme.

—Tal vez no sea necesario —repuso Lucie y, poniéndose en pie, añadió—: Veré si Nicholas os puede recibir.

* * * * *

Owen reparó en el cabello gris, los ojos grises y la piel gris de Nicholas Wilton, y se dijo que sin duda aquel hombre no estaba simulando su enfermedad. La pequeña habitación se hallaba bien caldeada e iluminada por dos lámparas de alcohol que contribuían a que oliera como el cuarto de un enfermo. Owen confió en que Lucie no pasara mucho tiempo allí arriba.

Al verlos entrar, Nicholas los saludó con un gesto.

—Estoy… —frunció el entrecejo, y cerró los ojos— muy… agradecido, Cam… den.

El maestro Thorpe se apresuró a ir al lado del inválido y le cogió una mano.

—¡Gracias sean dadas al Señor! Has recuperado el habla, amigo mío.

Nicholas le apretó la mano y Owen advirtió que había lágrimas en sus ojos claros. Obedeciendo a un gesto del maestre, el ex capitán se adelantó.

—Éste es Owen Archer —lo presentó Camden—. Confío en que será una gran ayuda para vosotros dos.

Owen tomó la frágil mano del enfermo y advirtió que tenía un pulso irregular y las palmas húmedas. Según su experiencia, la palma de un moribundo estaba seca, salvo que hubiera fiebre. Nicholas Wilton tenía miedo, pero ¿qué temía? ¿La muerte? ¿Al maestre? ¿A Owen?

* * * * *

Mientras Owen miraba fijamente su jarra de cerveza, reflexionando sobre los hechos del día, Digby se deslizó en el banco, frente a él. Tenía cara de pocos amigos.

—¿Qué intenciones tenéis, con esos interrogatorios a mi madre? —inquirió con brusquedad.

—Buenas noches para vos también —repuso con calma Owen.

—Quiero saber qué intenciones tenéis.

—La comadre Digby ya aclaró todo el asunto.

—¿Sobre qué asunto le hicisteis preguntas? —insistió el emplazados.

—Soy un hombre curioso.

—Dijo que trabajáis para el arzobispo. ¿Tiene que ver con la muerte de Fitzwilliam?

—¿Debería tener que ver?

—Dijo que el abad Campian os habló del brazo. ¿Por qué tuvo que hacerlo? ¿Qué tiene él contra los Digby?

—¿Qué podría tener el abad contra vos? —inquirió a su vez Owen.

—Eso es lo que quiero saber.

—Debéis de haber sentido temor ante el robo del brazo.

—Todo el mundo sabe que los pobres van a buscarla cuando necesitan un cirujano. Era lógico que la relacionaran con el brazo. ¿Y cómo podía probar ella que no había recibido dinero a cambio? Pero yo fui nombrado emplazador poco después, y Fitzwilliam pareció dejarnos en paz.

—¿Nunca pensasteis en aseguraros que guardara silencio?

Digby miró a Owen entrecerrando los ojos.

—¿Qué insinuáis? ¿Que yo lo maté? ¿Que lo hice callar para siempre? ¿Estáis acusándome?

Su voz había ido subiendo de tono con cada pregunta. Varias cabezas se volvieron, para retornar de inmediato a su posición cuando sus dueños advertían de quién se trataba.

—Llegar a emplazador fue importante para vos —contestó Owen—. He visto la casa de vuestra madre, y puedo imaginaros desesperado por huir de allí.

Potter Digby sacudió la cabeza, como si no pudiera creer lo que oía.

—Sería un modo absurdo de llegar a emplazador, asesinar al pupilo del arzobispo —replicó.

Owen tuvo que reconocer para sí que, puesto en esos términos, era una sospecha risible. Abandonó, pues, esa línea de interrogatorio, ya que no llevaba a ninguna parte.

—El abad me contó que Fitzwilliam se había arrepentido de lo que había hecho. Y comprendía que podría haberle causado muchos problemas a vuestra madre. Y la respetaba.

—¿Dijo eso? —preguntó Digby, con la cara roja.

—Sí. Así que no tenéis nada que temer de ese viejo asunto, me parece. ¿Queréis algo de beber?

—No.

Digby se quedó pensando un momento, concentrado, haciendo girar en las manos su descolorido sombrero.

—¿Seguro que no queréis tomar nada? —insistió Owen.

Digby negó con la cabeza y después se escabulló, con aire confundido.

* * * * *

Lucie se despertó cuando el escrito de Nicholas cayó al suelo, con un ruido de papel y pluma, y atrapó justo a tiempo el tintero que resbalaba. Nicholas se despertó sobresaltado.

—Soy una carga —musitó.

—Sólo estás cansado —dijo su mujer. La visita de Camden Thorpe te ha dejado agotado.

—Me alegro de que recibas ayuda, Lucie.

Ella le acarició la mano y la cara.

—Yo también me alegro —repuso sonriente—. Ahora descansa. Tus notas pueden esperar.

Él le aferró la mano.

—Debo terminar. Debo escribirlo todo: el jardín, mis mezclas…

—Hay tiempo —lo tranquilizó Lucie.

Se liberó suavemente de su mano y le apartó los cabellos de la frente.

—Eres demasiado buena conmigo —dijo él con un suspiro.

—Tonterías.

Le besó la frente y él cerró los ojos. Lucie bajó la lámpara y se deslizó en la cama a su lado. Esta noche se permitiría el lujo de dormir en la cama, dado que Nicholas estaba tranquilo.

Pero ya no era como antes. Nicholas no se volvía para tomarla en sus brazos. Y, aunque lo hubiera hecho, no habría sido igual para ella. Lucie ya no encontraba en el lecho el solaz que había encontrado antes. En aquella cama se había sentido protegida del mundo, pero ya no era así. Su seguridad futura dependía de un secreto. Al principio había parecido poca cosa. Pero últimamente lo dudaba. ¿Sería tan simple? Deseaba saber qué le había sucedido exactamente a Nicholas en la abadía aquella noche. ¿A quién había visto? ¿Cómo había llegado el emplazador a estar presente? ¿El interés del arcediano era meramente la preocupación de un amigo? Y, si era así, ¿por qué asustaba tanto a Nicholas?

Olía el peligro en todas partes. Hasta en el aprendiz. Ni siquiera podía sentirse agradecida al maestre Thorpe por haber accedido a su petición.

En lugar de eso, se preguntaba qué buscaría el galés. Oh, sería una ayuda bienvenida, de eso no tenía dudas. Pero ¿qué pretendía a cambio de ella? Empezar una nueva vida, decía. Quizá. Su primera sospecha había sido que el forastero y el maestre planeaban despojarla de la botica, ayudarla hasta que Nicholas muriera, y aprovechar mientras tanto para enterarse del contenido de los libros de cuentas, de la clientela, del volumen del negocio, y después quitársela cuando él muriera, alegando que carecía de experiencia suficiente, que era mujer e hija de una francesa pecadora. Era el motivo por el que las monjas la habían atormentado. Y ella, que se comportaba tan bien que las otras chicas la tenían por una remilgada, era vigilada constantemente en busca de signos de pecado, porque las monjas sabían que su madre había tenido un amante y que era su pecado el que la había matado. De día y de noche la habían observado, escuchando cada palabra que decía, buscando en todo las huellas del carácter de su madre.

Cuando no soportó más, empezó a planear la huida. Su única amiga era la hermana Doltrice, la herbolaria y enfermera, pues la madre de Lucie había transmitido a su hija el amor por la jardinería y todos sus conocimientos sobre plantas curativas. La hermana Doltrice no la vigilaba constantemente. Así que un día, después del desayuno, Lucie se quejó de calambres de estómago; se oprimía el abdomen y lloraba. La hermana Winifrith la llevó a la enfermería.

El plan era escaparse cuando la hermana Doltrice la dejara acostada por la noche, salir por la puerta del jardín, y atravesar los claustros y las construcciones secundarias hasta la parte del muro que se había derrumbado bajo el peso de un árbol caído.

Mientras aguardaba la llegada de la noche en la enfermería, Lucie tomó la infusión de menta que su amiga le había preparado y se adormeció en el cuarto tibio mientras la hermana Doltrice se ocupaba de sus tareas. Por la noche la monja encontró mejor el color de Lucie; le permitió, pues, que se sentara un rato y la distrajo contándole historias de su familia y de su granja próxima a Helmsley, una granja entre colinas cubiertas de brezos junto a las frescas aguas del Trilicum. Eran anécdotas alegres, llenas de hechos absurdos y de amor, y Lucie se dejó llevar por ellas, hasta adormecerse y dejarse meter en la cama, donde dulces sueños la entretuvieron hasta el alba.

Cuando se marchaba a sus clases matutinas, se volvió de improviso y le preguntó a la hermana Doltrice por qué las otras hermanas eran tan duras con ella.

—Por causa de tu madre, niña. Porque no comprenden que tu madre fue muy joven y tuvo mucho miedo del salvajismo del país del norte, y encontró su solaz en un hombre gentil que la amó y la hizo sonreír.

—¿No podéis pedirles que dejen de hacerlo?

—¿Y dejar que se pregunten cómo es que yo comprendo esas cosas?

Lucie observó el rostro de la enfermera y advirtió que en su juventud debía de haber sido una belleza; todavía lo era, aunque de otro modo. Comprendió lo que estaba diciendo. La hermana Doltrice le cogió la mano.

—Y ahora tenemos un secreto que debemos jurar no revelar a nadie.

—¿Qué secreto mío tenéis vos?

—Que tu panza te duele cuando necesitas un día de tisanas de menta y cuentos de Doltrice. Lo que es mucho mejor que escaparse, ¿no te parece?

—¿Lo sabíais? —se asombró Lucie.

La enfermera se arrodilló y la estrechó entre sus brazos. Era cálida y olía a flores y hierbas.

—Para poder curar, uno debe leer en el corazón tanto como en el cuerpo.

—¿Será un secreto?

—Lo será, pequeña. Y puedes venir cuantas veces quieras.

Lucie había confiado en la hermana Doltrice como no había confiado en nadie desde la muerte de su madre. Sólo en Nicholas depositaría luego tanta confianza.

¿Confiaría en el aprendiz? Pensaba que no. Una vez le había preguntado a la hermana Doltrice cómo podía saberse si un extraño era digno de confianza.

—Míralo a los ojos y pregúntale —había dicho ella.

Lucie había quedado decepcionada con esa respuesta, que no parecía ser tal.

Seguía encontrándola tonta. E imprudente. Pues si uno hace una pregunta así, revela que tiene necesidad de discreción. Y ella no quería despertar la curiosidad del galés. Especialmente por su relación con el arzobispo y el arcediano. Le habría gustado encontrar un modo de rechazarlo como aprendiz, pero necesitaba ayuda. ¿Quién sabía cuánto tardaría el maestre en conseguir otro postulante? Y rechazar la oferta, cuando la había pedido con tanta insistencia, despertaría sospechas.